25 DE MARZO DE 2007

 

 

Veía caras y no reconocía a nadie, le hablaban y no escuchaba, se ocupaban de él y no era de él de quien se ocupaban, el nombre que creía el suyo de un extraño, el cuerpo que imaginaba pertenecía a otro, no estaba allí y de quién las piernas sin fuerza y los brazos que no conseguían un gesto, le preguntaban cómo se sentía y callado, incapaz de responder

—No me lo están preguntando a mí

la gota en el zapato

—Tenemos que tratarle una pequeña inflamación en el riñón

y qué raras las palabras que se refieren a lo que vive bajo la protección de la piel, riñones, pulmones, páncreas ocupados en tareas que no le afectaban él que se creía de una sola materia, facilísimo y en esto el abuelo abriendo la propia boca y al acercarle la cuchara y los dientes de ambos idénticos salvo que los del abuelo más grandes, los suyos así un día y el higienista

—No me gustan

aunque a él no le disgustasen, vivían juntos desde que tenía memoria mientras que los riñones, los pulmones y el páncreas, que no sabía cómo eran y de cuya utilidad tenía una noción desenfocada, empezaban a existir con el tiempo y se desajustaban enseguida puesto que a la mesa, junto a los cubiertos de los abuelos y del tío, paquetes destinados a corregir sus caprichos, a lo mejor se crecía para que hubiese sitio para esos objetos precarios que necesitaban inyecciones y dietas, por qué rayos la edad acumula misterios desastrosos en las personas, el dueño del hotel de los ingleses a vueltas con el hígado, doña Irene rechazando las pastas en nombre de la diabetes, creía que las personas vivían a su lado tal como vivía al lado de ellas y poco a poco descubría la sustancia incomprensible de la que estaban hechas y de la que también él estaba hecho ahora

—Tenemos que tratarle una pequeña inflamación en el riñón

al final idéntico a los demás, invadido por supersticiones nacidas después que él que además de invadirlo se estropeaban, suponía que la muerte un cortejo de suelas en la calle en lugar de un asunto entre el dueño del hotel y el hígado y esta evidencia aumentó su sorpresa y el terror porque era él solo quien moría, no la vereda de las moras o el manantial del Mondego, cómo vivir sin amparo, ni siquiera los eucaliptos, la soledad del final y la pérdida de los pobres tesoros que conservaba

—En la otra línea Mejilla de niño me ha dado vida

con un biombo alrededor y a pesar del biombo la mejilla interesándole, enfermeros que entraban y salían, voces, órdenes y después cada vez menos enfermeros, menos voces, menos órdenes y después su cuerpo en el sótano del hospital desconchado, un cajón que se abría y el último globo de los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna y su infancia dentro, el pueblo sin gallinas ni gente, media docena de viejas de bocacalle en bocacalle y uno de esos pájaros de­sorientados por la niebla de la sierra en octubre y recuperado en abril gracias a la bondad del viento, qué significa una pequeña inflamación en el riñón, qué significa enfermedad, qué me está pasando, el pilar de granito de vuelta y yo dando pedales hacia él, qué podía mi abuela además de rezos y mermeladas

—Prueba una cuchara y mejoras

señalando los trenes ella que nunca viajó en ninguno, no conocía Lisboa, no conocía el mar, levantaba la tapa del piano y volvía a bajarla porque no se había quitado el luto desde las fiebres de un cuñado en Goa cuyo cuerpo seguía esperando, el trabajador de la estación

—En cuanto llegue el ataúd la aviso

la veía en la plataforma con el misal contra el pecho y una sonrisa de esperanza, cómo fue capaz de esperar los huesos durante tanto tiempo abuela, no era el cuñado ni el bigote del cuñado mil veces descrito

—Un bigote de artista

lo que le entregaron en una caja sino una docena de trozos de carbón cogidos al azar quién sabe de quién, la abuela

—Mi cuñado mucho más grande que esto

toqueteándolos con desconfianza, la madre toqueteándolos a su vez argumentaba

—La India encoge los cadáveres mamá

la abuela inquebrantable

—La semana pasada tu padrino se me apareció enorme enfadado porque su retrato en la fila de atrás de la mesa camilla

cambiando el orden de los marcos en un juego diplomático de primacías, cómo se preocupan los muertos de las jerarquías Dios mío, sueños de importancia, prerrogativas, vanidades, mi muñeco no se ve si no lo ilumina una lamparita, me falta un vestido en el armario, no te has vuelto a poner el broche que te dejé y no me vengas a decir que se te ha perdido, prima Eufémia, prima Galhó, el bisabuelo Themudo que hacía negocios con la herrumbre, facturas con Themudo & Sereno impreso en arcoíris y a lápiz tres cerraduras y el garabato del precio, montones de difuntos celosos de respeto y él en el cajón sin que lo informasen de su sitio en el álbum o del tipo de perspectiva al que tendría derecho, le pareció escuchar que la hiedra suspiraba por la noche o los castaños que se rendían sin que lo sospecháramos puesto que las ramas verdes y los frutos creciendo, cuál es el motivo para que escondan su alma, Virgílio siempre

—Estoy bien

mermando en el cojín, un traguito de vino lo animaba, le salía el color

—Esta tarde me levanto

y se quedaba tumbado

—Las piernas no me obedecen

casi sin relieve en la manta, cuadernos de facturas del bi­sabuelo Themudo intactos y cajas con candados en el garaje, se abrían con una palanca y miserias herrumbrosas, el bisabuelo Themudo en la estantería del pasillo donde los antepasados secundarios se acumulaban en óvalos baratos y sin embargo el arcoíris de los nombres, Themudo & Sereno, imponente, había tardes de julio tras la lluvia en que se leía en las nubes Themudo & Sereno sobre arboledas de fresnos, la abuela

—Era mi hermano quien le pagaba las deudas

y las gafas del bisabuelo enervándose, al preguntarle por el señor Sereno se libraba de él con una mueca

—Sereno

con un desdén rabioso

—Se llevó todo el dinero que fue capaz de coger

dejando de recuerdo las facturas, a qué se dedicaron en vida Dios mío, fustas de bambú, cuellos de satén, el pelo con rulos ocultando su aspecto, la propia abuela con el pelo con ru­los sobre las rodillas de un viejo calvo y hoy día todos trozos de carbón en una caja sin voz, veía caras y no reconocía a nadie, le hablaban y no escuchaba, se ocupaban de él y no era de él de quien se ocupaban

—El riñón se ha espabilado

sin que le importase el riñón, qué es un riñón, cuántos tengo hoy, parientes cuya existencia ignoraba aplastándole la nariz contra la barriga en el funeral de la abuela

—Antoninho

criaturas que el rápido escondía, con el paquete de la comida sobre las rodillas, y después de irse no encontraba más, el abuelo no leyendo el periódico, atravesando las páginas con los ojos hasta el otro lado de la sierra, todo a su alrededor transformándose en granito hasta los sonidos, parece que pasos y ni un paso, gritos y silencio, las vagonetas de la mina mudas y desordenadas y la infección del riñón callada, solo su padre junto al manantial del Mondego

—¿Sabes?

cuando no había nada que saber, no vivió en el pueblo, vi­vió en un sepulcro entre muertos y viejas igual que hoy vivía en una habitación blanca bajo la lluvia mientras un enfermero le ordenaba

—Duérmase

y cómo dormirse si había visto lo que había en el pañal, se miró las manos intentando calcular por cuánto tiempo uñas y dedos, los ojos del abuelo fijos en él midiéndolo, su padre a punto de una revelación decisiva

—¿Sabes?

callándose de inmediato y él pensando en lo que esconden, llévenme con ustedes a caminar sobre los ríos, no me de­jen así, el dueño del hotel de los ingleses tocándole el cuello

—Esto es una lucha amigo

y cómo el dueño del hotel si se ha acabado el volframio, la piscina sin agua y la cocina vacía, quedaban unas ovejas al atardecer entre los arbustos y la sierra aumentando, dentro de unos meses octubre y los lobos en el colegio, quién tocará la campana por él y lo acompañará al lugar de la familia donde se acumulaban cenizas que perdieron su nombre más allá de la valla en el suelo, el tío que le enseñó a montar en bicicleta

—¿Te acuerdas de mí?

recuerdo que no se casó, iba a la ciudad y volvía más serio sin querer comer

—No me apetece

la abuela que no lo entendía

—¿Estás enfermo?

y el tío bajo los fresnos dándole a un sapo con un palito

—No soy hombre

se lo encontró en el granero desatando una cuerda del gancho

—Me falta coraje chico

un día se marchó en el tren

—Me han dado trabajo en España

y ni una carta por Navidad, cuántas tardes lo buscó en la estación entre los pasajeros que llegaban o esperó que abriese la puerta de la habitación diciendo

—Soy yo

creyó verlo en el camino que va a la ciudad sentado en una piedra haciendo garabatos con la punta del zapato, en enero oyó sus pasos alrededor de la casa, desempañaba el cristal con la cortina y nada, la bicicleta incapaz de hacer ochos en el fondo del cuarto anexo a la cocina, pasaba los dedos por el pilar de granito

—Señor

y ni así volvía, le pareció verlo en el hospital cuando lo traían en camilla de unas pruebas en las que la enfermedad

—No salgo

y él llenándose y vaciándose con un ritmo penoso, cada célula una boquita angustiada, cada nervio un escalofrío suave, su tío soltando la cuerda

—Me falta coraje chico

no como debía ser pasados unos años, como era antiguamente cruzando el portón con el traje de los domingos y él callado mirándolo, unos meses antes un campesino en aquel gancho diciendo

—Antoninho

con la lengua interminable, la cocinera le tiró de la manga

—Váyase

una bota en el suelo, una bota en el pie y él sin marcharse, quieto, los travesaños del granero llenos de palomas, gorriones picoteando un cartucho, mañanas en las que su tío y él en el pinar, preguntas que le apetecía hacerle y le hacían sentirse incómodo, en una ocasión dedos en su pelo que enseguida se arrepintieron

—Ojalá tú

el abuelo guardaba las gafas y enseguida pasos en la viña, Virgílio cortó la cuerda con la hoz, echaron al campesino en la carreta y el burro girando el hocico entre las varas del carro, la cocinera en el hospital

—Váyase

y él sin fuerzas para levantarse de la cama, le cambiaban las sábanas girándolo hacia la derecha y hacia la izquierda y el corazón el mecanismo del elefante de juguete que se soltaba al caerse, la carreta se alejó con el campesino y él siguiendo los nimbos de la sierra que se deslizaban hacia el este según las manías de julio, se divisaba una aldea, una segunda aldea, y si pasaba con su padre desiertas aunque una hoguera, unos paños y un cabrito que balaba amarrado a un palo, por qué se ocultan de nosotros, quiénes son, el abuelo le respondería si fuese capaz de comunicarse con él pero su madre

—Déjalo

vivía rodeado de sorpresas cuyo sentido le prohibían y mo­riría ignorándolo, la gobernanta del señor vicario al ofrecerle un racimo en la pérgola

—¿No te das cuenta de que ninguno de nosotros existe?

y si ninguno de nosotros existe quién ha sido él y al lado de quién había crecido, le visitaban en el hospital con regalos que no tocaba, le levantaban la cabecera de la cama y no era la ventana lo que veía, eran botas y botas en el portón, los robles del solar del vizconde sobre el muro y su padre

—¿Sabes?

a pesar de que su padre muerto hoy día y su madre

—¿Quién eres?

tocándole la cara con los dedos, cómo se escribe mejilla señora y los globos de los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna entre ellos, doña Irene

—¿Quieres que te enseñe un vals Antoninho?

vivía junto a la farmacia y aparecía y desaparecía de los postigos con la rapidez de un cuco que le mete prisas al tiempo, me acuerdo del padrastro de doña Irene arrastrando por la plazoleta de la feria las antenas de los bastones, la madre de doña Irene en la casa de reposo

—Creo que estoy mejor del asma doctor

y no estaba mejor

—Vamos a ponerle un antibiótico en el suero

y él pasando de antibiótico en el suero, gotas que temblaban, caían, se disolvían, ninguno de nosotros existe ni siquiera la enfermedad, el capellán del hospital con una cruz en la solapa

—¿Le apetece desahogarse?

y desahogarse de qué si no había pinares en la sierra, el pilar de granito avanzaba obligándolo a pedalear más deprisa y tanto misterio alrededor, Virgílio

—Esta tarde me levanto

y se quedaba acostado

—Las piernas no me obedecen

como no le obedecían las suyas, antes de la operación, en la consulta del cáncer, gente callada esperando, los campesinos del volframio, a lo mejor, bajando con él sobre los ríos

—Váyase Antoninho

y Antoninho corriendo por la superficie del agua mezclado con barro y ramitas, se fijó en las viejas y en un campamento de gitanos con las hogueras moribundas mientras la gobernanta del señor vicario insistiendo

—¿No ves que ninguno de nosotros existe?

y no distinguía la pérgola, distinguía otros pueblos más pequeños, un médico desconocido de acuerdo con la gota en el zapato

—Es posible

a medida que él corría por las aguas más ligero que el barro y las hojas tan claras, nervios, pedúnculos, manchitas marrones

—Van a pedir la carreta

pero ningún ruido de bisagras y tablas, solo el profesor

—Mejilla de niño me ha dado vida

y él agobiado con la mejilla, megiya, mejiya, megilla, la mejilla de niño dándole vida, redondeándolo, aumentándolo y volviéndolo sin peso, rozaba una pared y se apartaba de ella girando, ochos alrededor del castaño y el timbre de la bicicleta tintineando de orgullo, tío abra el portón para poder dar pedales por la avenida de modo que si los médicos piden la carreta no me encuentren en el hospital, Virgílio

—¿El chico?

y solamente la cama y los aparatos, lluvia en las ventanas no para él, para ustedes como no marzo, agosto, mañana y el jueves la vendimia, la abuela cogiendo otro sombrero de paja del perchero

—Con este sol no te creas que vas a salir con la cabeza al aire

y desgraciadamente el sombrero con una cinta rosa de niña, por qué no una gorra, una boina, megilla, se escribe megilla, una cosa de hombre y el profesor sin tachar la megilla con rojo

—Por esta vez cierro los ojos

el médico desconocido

—Se pide opinión al internista

y para qué la opinión del internista si el dictado sin errores, la megilla victoriosa, lo he conseguido, es evidente que el internista

—Se ha curado

y la carreta por el pasillo hacia el patio, una patata en el suelo, un salto de tablas, moras a ambos lados de la vereda, Virgílio le dejó coger las riendas un minuto

—Ya es suficiente

con miedo de que uno de los ejes se torciera en la orilla del camino y no se tuerce, el abuelo subiendo desde el periódico hacia él y si subía del periódico de nuevo los trenes, el correo, el mercancías, el rápido, ni un vagón en una vía secundaria, ni una locomotora pudriéndose en una cuba, la gota en el zapato después de un gráfico

—No se entiende esta fiebre

el correo, el mercancías, el rápido, los que perforaban la noche hechos de sombras y ventanas, el reloj de la estación que siempre se atrasaba movió una manecilla y perfectísimo, su vida perfectísima, la ropa en el armario al alcance de la mano, no me susurre

—¿Sabes?

padre porque lo sé, quién sabe si la megilla sabe el resto, avisar a la gobernanta del señor vicario

—No me asegure que ninguno de nosotros existe

que en unos minutos yo en España con mi tío, puede ser que escriba por Navidad, no lo he pensado, tal vez vuelva a la sierra o los visite con los gitanos con la misma seriedad y la misma mudez, la gota en el zapato

—Un problema, pero ¿dónde?

y el médico que no conocía un gesto vago que me señalaba entero, en el manantial del Mondego mariposas que se soltaban del musgo, padre por qué no camina conmigo sobre el río, por qué se entretiene mirándome, no soy capaz de escucharle debido al zumbido de los bichos, la gota en el zapato

—¿Neumonía?

y el profesor enseguida

—Redacción

el profesor

—En la otra línea título La neumonía

neumonía, neumonía, neumonía y él acordándose del cubículo donde se afeitaba el abuelo ante el espejito, uno de los lados del espejito liso y el otro cóncavo, en el lado liso la per­sona tal cual, en el cóncavo los pelos de las cejas gigantescos, el abuelo se raspaba el cuello con la navaja cambiando la forma de la boca para estirar la piel y él envidiándolo desde la puerta, el médico le pinceló el hueco entre las costillas

—Un pinchacito

y un pinchacito nanay, la intensidad del dolor le hizo ser consciente de todos los dientes que tenía, incisivos, caninos, premolares, molares, diecisiete dientes terribles, veintiséis, treinta y nueve y la sorpresa y el terror, una voz nítida en la cabeza

—He muerto

y el líquido creciendo en la jeringa que el abuelo no notaba secando la navaja en el pañuelo y marchándose mientras se abrochaba la camisa, el profesor

—He dicho abrochándose la camisa

mientras él bajaba sobre los ríos chocando con una piedra, atrasándose con una charca, siguiendo con los tropiezos, la abuela enseñándolo a la familia

—¿Aquel es Antoninho?

y aunque quisiera responder qué podría decirle a no ser que la gobernanta del señor vicario

—¿No ves que ninguno de nosotros existe?

y su tío doblando la cuerda en el brazo

—Me ha faltado coraje chico

dejando la bicicleta apoyada en la puerta del garaje y marchándose por el lado de los olmos sin mirar atrás.