24 DE MARZO DE 2007
Igual que de niño estaba seguro de no morir ni de convertirse en un retrato enmarcado en un suspiro pensaba que los trenes al fondo de la viña, el mercancías, el rápido, el correo de las cuatro llevaban personas con él por más que no fuese el maquinista y el fogonero y hoy en el hospital, con un erizo dentro del cuerpo, se daba cuenta de que los trenes vacíos, filas de vagones desiertos venidos no se sabía de dónde y a camino de qué, con las ventanas encendidas por la noche y huecas de día que habían dejado de detenerse en la estación en la que soltaban el periódico del abuelo y algún que otro baúl cerrado y secreto, se daba cuenta de que la historia que le contaba su abuela, para que se comiera la sopa, de una niña que preguntaba en todos los apeaderos
—¿Ha comido Antoninho?
avisando a los adultos
—Si no ha comido créanme que soy capaz de llorar
una trampa, nadie lloraba por él, la única verdad era el erizo dilatándose y él calculando las zonas que iba ocupando una a una, si existiese la niña lloraría todo el tiempo abrazada a un bicho de tela y él con pena de ella y de él mismo recorriendo los vagones llamándola, no observaba los marcos del hospital para olvidar la lluvia ni se molestaba con las enfermeras para no recordarlas, abandonando la sierra el Mondego alisos y pájaros, su padre
—Ya es un río Antoninho
observando el agua que arrastraba ramas, un padre diferente a aquel que conocía preguntándole
—¿Sabes?
y callándose arrepentido, dígamelo señor antes de que un harapo de noche entre nosotros y el erizo en los oídos impidiéndole escuchar como no escucha la niña que lo llama desde el pasado, todo vivo en él menos él, las empleadas del hotel y los trenes al ritmo del corazón cuya ansiedad lo sorprendía, el padre que tres años antes se había transformado en un perfil, llamaron de la clínica y la nariz inmóvil, ninguna pelota de tenis saltando sobre la valla y por lo tanto ninguna necesidad de buscarla entre los matojos, le pareció
—¿Sabes?
pero su padre ya retrato sin suspiro enmarcándolo, la claridad de las moreras en el jardín de la clínica, en el armario, en la cama, la boca un último
—¿Sabes?
a lo mejor no dicho, cuénteme su secreto, ayúdeme, tropiezo unos vagones más adelante no buscando, escapando de lo que llevo conmigo, las moreras hinchaban y retraían la cubierta como si su padre moviéndose por debajo y la clínica un tren por Lisboa en dirección a la sierra, qué ha sido de la seguridad de no morir, el señor vicario
—¿Cómo que no mueres?
levantándose la sotana por las charcas y las canillas estrechísimas, los trenes salían vacíos y la habitación con ellos tambaleándose entre los árboles, en los pueblos un paso de nivel y una campesina con leña en la cabeza siguiéndolo parada, le vendría bien un ratón de chocolate para aguantar el miedo, no te quedes con el ratón en la mano, cómetelo, se acordó de la abuela acariciándole la nuca
—¿Qué va a ser de ti?
y del anillo con un lacito de plata, cuántos años tenía usted, sesenta, setenta, el médico descifrando papeles
—Vamos a estudiar las posibilidades
y por unos segundos un optimismo insensato, listo para colorear una palabra, una sonrisa, el abuelo rechazó el periódico y su madre desilusionada
—¿No se toma al menos la sopa?
traigan un ratón de chocolate y puede ser que lo acepte mirando como hechizado el bigote y las orejas, abran la boca al ofrecerle la cuchara que él abre también la suya, ya no cuello, cuerdas y uñas sin brillo, la hiedra creciendo en la terraza no pareció entusiasmarse cuando su tío le enseñó a montar en bicicleta entre el castaño y el portón corriendo a su lado enderezando el sillín
—Pedalea
su tío exhausto allí atrás y él solo derecho al garaje sin ser capaz de frenar, el garaje de repente enorme y su tío lejísimos
—Para
pasó por encima de un arriate, un segundo arriate, el médico
—Vamos a estudiar las posibilidades
y él contento aunque la incisión empezase a molestarle, es decir aún no dolor, la vecindad del dolor, lo que en unas horas se volvería dolor, imposible frenarlo como la bicicleta a pesar de los gritos de su tío, una raíz desvió la rueda de delante y ahora no el portón, un pilar de granito con una maceta encima, el abuelo distraído con el ratón de chocolate no lo veía desde el salón, zapatillas cuya existencia desconocía, el abuelo siempre calzado hasta entonces, qué blanca es esta habitación y qué inquietante el blanco que el negro del erizo invadía con sus espinas, todo blanco y negro, qué ha pasado con los otros colores, dónde está el traje con el que he venido al hospital y el reloj y la cartera, el blanco me da miedo, cójanme por el sillín y no dejen que el pilar crezca hacia mí, el abuelo ni chaqueta de lino ni pantalones de sarga, un pijama con los botones cambiados y él con pena del abuelo
—Señor
la sospecha de que suelas en el hospital, el señor vicario, una campana, además de las gotas en la ventana las gotas del suero que tardaban en caer, la vecindad del dolor fluía y volvía a fluir abandonando al marcharse otras que creía olvidadas, el alambre que se le clavó en el dedo y el desinfectante un tornillo cruel hasta el hueso, la chica que no respondió a sus cartas y durante un mes o dos, ahora tan cómico, la tentación de matarse, la bicicleta a pesar de la velocidad, cómo explicarlo, chocó lentamente contra el granito, la frente y los codos contra la piedra y todo esto en silencio, su tío a su lado
—No te muevas
y el cuadro de la bicicleta pesándole en la cadera, le pareció oír a su madre
—¿Quién eres?
al visitarla los martes no sabía si la visitaba a ella o a su propio pasado aunque casi no se reconociese en un lugar donde no descubría lo que había sido, descubría imágenes de imágenes y compartimentos más desiertos que los trenes, el médico
—Vamos a estudiar las posibilidades
vamos a estudiar las posibilidades qué idiotez, tal vez sea bueno transformarnos en un retrato enmarcado por un suspiro, su tío lo recogió del suelo
—No tienes nada roto
y de nuevo el perfume de los eucaliptos, doña Lucrécia en el porche y el señor vicario arreglando las buganvillas, su madre no se acordaba de los castaños ni del pozo, si le hablaba del pueblo el movimiento de acariciar el gato que se detenía inmediatamente
—Es verdad
y qué es verdad madre, ya no hay lozas ni orfebres en la feria, el timbre de la bicicleta un tintineo mustio, deseo de que le acariciasen el brazo del suero, la cogiesen de la mano y trenes al fondo de la viña, creía que gente y vacíos, el enfermero que le tomaba la temperatura
—Dentro de una semana ya está por ahí perfecto
como los vagones desiertos oxidándose bajo arbustos cada vez más altos en una vía secundaria de estaciones cuyo nombre se ignora donde los zorros y las ginetas hacen sus nidos, la madre
—El pozo
y pensar en el pozo le ayudó a dormirse por unos minutos separándose del erizo, tiene razón señor enfermero, dentro de una semana estoy por ahí perfecto o en bicicleta alrededor del tronco, su tío
—Haz un ocho
y el pilar de granito inofensivo, cómplice, ordenándole también
—Haz un ocho Antoninho
y él ochos y ochos junto a la piscina del hotel con la extranjera rubia asintiendo
—Ricura
no en portugués es evidente, en su vocabulario, aunque no lo entendiese seguro que
—Ricura
y un zapato de lado, el otro perdido, la ropa en el suelo, la pelota de tenis no le preocupaba en qué arbusto
—Soy un hombre ¿se ha fijado?
incluso si su padre
—¿Es para hoy esa pelota?
lo que le fastidiaba la pelota, vaya usted a buscarla, estoy ocupado, no puedo, la piel de las mujeres tan suave y el consentimiento, la avidez, quítame los pantalones, desnúdame, enséñale a la piscina quién manda, al abrir los ojos no están con nosotros, vuelven de un lugar que se ignora dónde está, tardan en reconocernos y al reconocernos
—Ricura
sumisas, agradecidas, perezosas, fíjense en el pestañeo y en las frases confusas, el enfermero
—Estupendo
él casi
—Frases confusas
y parándose a tiempo
—Me he dormido perdone
consciente de que había dejado de llover, gotas formando parte del cristal sin otras gotas encima, sentía que la orina en la sonda no era suya, lo atravesaba como los recuerdos y las ideas lo atravesaban, el pasado remoto, el presente ajeno, el futuro inexistente, vagones y vagones en una línea secundaria sin ruedas ni puertas, si le preguntasen su nombre dudaría, en caso de tener un nombre la sonda lo conduciría a una bolsa con medidas y él de nuevo sin nombre, la bicicleta en la bolsa, la abuela en la bolsa, la madre en la bolsa
—¿Quién eres?
tocándole la cara
—No te conozco
por extraño que parezca, y le parecía extraño, nací de usted, viví con usted, he terminado, todo me abandona, me deja vacío, me suelta y sin embargo doña Lucrécia
—Chico
es imposible que doña Lucrécia se esfume, durará para siempre, en su jardín un fresno que asustaba a los gorriones, si se acercaba un pájaro se lo tragaba como la enfermedad se lo tragaba a él, le pusieron pañales y no extrañó los pañales, le limpiaban con una gasa y sus intimidades balanceándose inútiles, la extranjera rubia de la piscina
—¿Eres esto?
esto que envuelven de nuevo y él ni siquiera
—Soy esto
aceptándolo, decir al médico
—Haga lo que quiera
que lo acepto, la humedad del manantial del Mondego en las sienes, rocas, retamas, un aliso en flor, si
—¿Es para hoy la pelota?
rebuscaría a gatas en los setos, su padre apuntando con la raqueta
—Más a la izquierda
y aunque convencido de que no él a la izquierda irritándose, el dueño del hotel comprobando las líneas de la pantalla
—¿Más animado, amigo?
no, el dueño del hotel
—¿Ha encontrado la pelota?
no, el dueño del hotel al enfermero
—¿Le he dicho que dentro de una semana va a estar por ahí perfecto?
haciendo ochos con la bicicleta y entrando en la mina de volframio solo ecos, quedaban unos campesinos en sus agujeros del pueblo, cuántos campesinos con él en el hospital, cuántas viejas de luto espiándolo, entre la sierra y el cielo la línea de claridad que antecede a la mañana y uno o dos milanos sin atinar con el camino, las tinieblas empiezan en los valles, higueras que menguan, ninguna brisa en las cosas, el profesor mandaba abrir los cuadernos anunciando
—Dictado
y él entero en el papel
—Título El globo
el tobogán en el patio, Dios quiera que aún hoy el tobogán, algo que resista además de la mancha de la sierra, no observaba la ventana del hospital por la lluvia y la posibilidad del pomar feliz al verlo le molestaba, las peras, las manzanas, el cerezo que no pasaba de las flores, creía que en semanas cerezas y las flores se deshacían, una suma mal borrada en la pizarra, mapas con las bolitas de las ciudades y las venas de los ríos, cada provincia un color diferente, el mar a la izquierda, un espacio a la derecha con la palabra España no horizontal, vertical y un insecto aplastado sobre la última letra, no creo que no haya trenes que salen ni que los racimos se pudran en las vides, no creo que me vaya a morir, admito los pañales, la sonda, los dolores, el erizo pero no tiene sentido que me muera y al no tener sentido me quedo, aunque
—Ha muerto
me quedo, aunque no respire, el suero parado y la línea de la pantalla uniforme me quedo, mi madre descubriéndome
—Antoninho
y por consiguiente me he quedado, después de la casa vendida yo aquí, después de otro enfermo en mi lugar yo aquí, en un rincón pero aquí, sin que se fijen en mí y aquí, el profesor
—En el otro renglón Mejilla de niño me ha dado vida
y la prueba de que yo aquí estaba en mi agobio con la mejilla, megilla, mejiya, megiya, megilla de niño me ha dado vida, no, mejiya de niño me ha dado vida, megiya de niño me ha dado vida, mi megiya nunca le ha dado vida a ningún globo, miedo a que reventasen con estruendo, miedo a estruendos, miedo a globos, se empujaban con el índice y navegaban a su aire con el hilo ondeando, cambiaban de dirección, caían delicadísimos, oscilaban, se detenían, la mejilla del niño me ha dado vida persiguiéndolo desde los siete años, viscosa, tenaz, no me den un ratón de chocolate para dormirme antes del dictado, no quiero que mis padres reciban una carta del colegio y me castiguen, quiero bajar por el tobogán hasta la caja de arena y levantarme de un salto, si el médico me preguntase
—¿Cómo se siente amigo?
respondería
—Megilla
no, respondería
—Mejilla de niño me ha dado vida
orgulloso porque ni un solo error en el dictado, qué es la enfermedad al lado de la mejilla de niño me ha dado vida, qué son las metástasis al lado de una esfera que nada despacito, sin peso, con Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna impreso, al segundo día la esfera empezaba a desinflarse, al tercero necesitaba que la mejilla de niño le diese vida de nuevo, su madre desataba el cordel con la punta de las tijeras y el globo un trapo, los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna minúsculos, soplaba, lo dejaba a medias apretando la boquilla con dos dedos
—Cansa
seguía y los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna decentes, al atar el cordel soltaba un poco de aliento, disminuía pero capaz de navegar por la sala, una rendija de la ventana lo llevaba al techo, una segunda rendija lo bajaba a su lado, entregaba el dictado al profesor o sea le entregaba el globo y el profesor una raya roja en la mejilla
—¿Mejiya?
una pareja de perros sin hacerse caso el uno al otro y se quedó en el patio olisqueando conejos que no existían o la orina de la bolsa de la sonda que parecía excitarlos, junto al tobogán un carrusel diminuto, tres caballos de madera y sus crines, que habían sido rubias, marrones, el profesor dibujó en la pizarra, con sabia lentitud, mejilla, subrayó la mejilla, la rodeo con un óvalo, rodeó el óvalo con un pentágono señalando cada letra con dos rayas y él extrañándose
—¿Mejilla?
dudándolo
—¿Mejilla?
negándolo en silencio
—Mejilla un huevo
antes de preguntarle al médico
—¿Cómo se escribe mejilla?
puesto que la extranjera rubia inglesa y en inglés otra historia, el médico sorprendido
—¿Mejilla?
probando con el bolígrafo en el cuaderno, tachando, probando en un rincón
—¿Mejiya?
y decidiendo
—Da igual
aunque siguiese el enigma porque una de las cejas más gruesa, en la zona de la memoria donde la escuela nítida, no un profesor, una profesora colocándose las gafas con el dedo corazón, el diabético que se inyectaba en medio de la clase y el que sufría de las glándulas y no se desnudaba en el gimnasio, veía las clases desde el banquillo, el nombre de la profesora le vino en un salto interior, doña Anabela Sousa Ferreira, sorprendido de que tan presente en él, el olor a cerrado del abrigo, la bronca
—Has copiado
el reloj de pulsera de hombre que se ponía al oído asegurándose de que funcionaba repicando con el meñique en el mostrador, incrédula de que las clases tan largas, las noches eternas porque las pastillas de dormir no le hacían efecto y el padre molestándola
—¿Cuántos años hace que no visitas mi sepultura?
el pelo de doña Anabela Sousa Ferreira teñido con tinte barato, no de farmacia, de droguería
—¿Tiene el tinte que me gusta señor Medeiros?
y las raíces grisáceas, se detenía durante la clase
—No me aburra padre
advirtiéndole con el puntero y siguiendo con la lección, el que sufría de las glándulas no se equivocaba en una sola pregunta, las madres de sus compañeros a su madre
—Parece mejorcito su hijo
y la madre que se abastecía de tinte en la misma droguería que doña Anabela Sousa Ferreira deshilando radiografías, análisis, termas
—Una cruz
con su hijo de la mano, alicaído, mustio, señor de la tabla de multiplicar y de la gramática, adjetivos, conjunciones, verbos, todos los reyes por orden
—Una cruz
a cada poco faltaba una semana debido a la exaltación de las glándulas, volvía más pálido y con los tobillos hinchados recitando cordilleras y batallas con una cadencia monótona, el director a doña Anabela Sousa Ferreira
—Con lo que podría haber sido
y ambos se quedaban circunflejos de melancolía imaginándoselo ministro, el médico distraído del erizo
—Si estuviese aquí el de las glándulas resolvía el problema de la mejilla en un periquete pero un desvío de las suprarrenales y la mejilla para siempre un misterio, la nostalgia de la sierra trajo los trenes abandonados y una locomotora caída de lado con la actitud de un animal moribundo, casi con hocico, con patas y una cola inerte, el abuelo abriendo el periódico a la sombra en la terraza, la gobernanta del señor vicario cortaba un racimo de la pérgola y silencio porque doña Irene ausente y el arpa desmembrándose en el sótano, quién soy madre adivínelo como adivinaba su respuesta
—No sé
y los párpados, no los ojos, buscándome, el médico en voz baja, no de adulto, de niño, con una sorpresa idéntica e idéntico terror
—Doña Anabela Sousa Ferreira el mismo problema que usted ¿lo sabía?
el mismo problema, el mismo abrigo, el mismo padre molestándola
—¿Cuántos años hace que no visitas mi sepultura?
se les mete una cavilación en el razonamiento y no la sueltan más atenazando a los vivos, doña Anabela Sousa Ferreira no
—Has copiado
como otrora, desconfiando del reloj, qué cosa imposible de entender el tiempo, doña Anabela Sousa Ferreira una llamita aumentando y extinguiéndose
—¿Es peligroso doctor?
y docenas de globos de los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna en el despacho del hospital rozando la mesa, el fichero, la camilla, no solo las raíces grisáceas, más de la mitad del pelo grisáceo que el tinte no disimulaba o dejó de comprarlo de la droguería, para qué y el
—¿Para qué?
también en él, para qué las pantallas, el oxígeno, los pañales, no saquen los ratones de chocolate de los vasitos de plástico, no me obliguen a tomármelos en un resto de esperanza, la pregunta de la mejilla, mejiya, megilla, megiya insoluble hasta el fin de los siglos, el médico
—El mismo problema que usted ¿lo sabía?
o sea la bicicleta acercándose al pilar de granito y doña Anabela Sousa Ferreira incapaz de girar el manillar y librarse, doña Anabela Sousa Ferreira
—¿Es peligroso?
y el médico en el pupitre del colegio dudando la respuesta, el de las glándulas en su lugar respondería, no se quejaba, no protestaba, se colgaba de la madre capaz de adjetivos, dinastías y conquistas que a lo mejor bajo la tierra van alimentando a los gusanos, ningún tobogán en el colegio del médico, un patio de cemento donde los charcos de lluvia duraban todo el año, un mapa como el suyo, el crucifijo, la pizarra, el diabético buscando la jeringa y su nombre saltando a su vez, qué es nuestra cabeza, el médico triunfal
—Amadeu das Neves Pacheco
la tralla que arrastramos Santo Cristo, qué hago con Amadeu das Neves Pacheco, lo expulso o permito que se quede sumergido junto a otros nombres y otros sucesos antiguos, el médico guardando el
—Amadeu das Neves Pacheco
en un baúl íntimo librándose de él, se queda por ahí ahí junto a doña Anabela Sousa Ferreira sin tinte en el pelo que no dio muestras de reconocerlo
—¿Es peligroso?
ocupada escuchando sus propias vísceras desilusionada con ellas
—¿Por qué me habéis traicionado?
sin que ninguna respondiese
—No ha sido queriendo señora
como el médico al partir la tiza en la pizarra
—No ha sido queriendo señora
intentando unir los trozos rezando para que se pegasen y no se pegaban, guardar también la tiza en el baúl, cómo se trata con el pasado enséñenme y ya de paso cómo se trata con esta muela que palpita, un corazoncito inesperado al fondo del diente latiendo, pensaba que solo hueso y vive, disminuye y aumenta creciéndome ahí atrás, no pide socorro, me atormenta, qué le ha pasado a los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna donde su madre le compraba la mochila para los cuadernos, no la que me pidió, una con correas de tela en vez de cuero, al principio durante todo el tiempo odió a su madre por ello
—¿Es peligroso?
y claro que es peligroso doña Anabela, dura cinco o seis meses, no gaste más dinero en tinte para el pelo, lo que queda en el frasco es suficiente tranquila, doña Anabela Sousa Ferreira no se puso contenta por el ahorro, al llegar a casa tiró el frasco en el cubo de la cocina donde el canario sin cáncer en la jaula de bambú, no macho porque no cantaba, una hembra de mirada desdichada, según las cuentas del médico doña Anabela Sousa Ferreira setenta y tantos años, tazones desemparejados porque los objetos se gastan, nada es eterno y ella también desemparejada, el sol de los demás en la cortina, el junio de los demás y encima de la enfermedad, qué mala suerte, el asma del polen, el aire entra, no sale, como entra la enfermedad, no sale y la muela latiendo cada vez más sin salir tampoco, la mujer del médico
—Qué escándalo por un diente
ocupada al mismo tiempo con una revista y el horno, preguntarle
—¿Cómo se escribe mejilla?
y la mujer ascendiendo de la revista y del horno con una blusa sin gracia y un delantal poco limpio
—¿Estás bueno de la cabeza?
a lo mejor no estaba bueno de la cabeza, mejiya de niño me ha dado vida, no mudo, en voz alta
—Mejiya de niño me ha dado vida
el médico que nunca había ido a la sierra rodeado de trenes vacíos que pasaban sin detenerse y la mujer observándolo pasmada
—¿Perdón?
sin fijarse en el diabético, en el que sufría de las glándulas, en doña Anabela Sousa Ferreira que anunciaba
—Dictado
siguiendo las líneas con el lápiz
—Título El globo
todo tan presente, el olor del abrigo, el reloj al oído asegurándose de que funcionaba incrédula de que las clases tan largas, los días tan largos, las noches eternas porque las pastillas de dormir no le hacían efecto, su padre molestándola
—¿Cuántos años hace que no visitas mi sepultura?
doña Anabela Sousa Ferreira librándose de su padre
—¿Es peligroso?
algo imposible de entender, el tiempo, ella que no tenía tiempo, cinco o seis meses como mucho, no gaste dinero en el tinte para el pelo, el que tiene en el frasco es suficiente y doña Anabela Sousa Ferreira no se puso contenta por el ahorro, doña Anabela Sousa Ferreira antes de llegar a casa tirando el frasco en el cubo
—En la otra línea Mejilla de niño me ha dado vida
donde el canario en la jaula de bambú, tazones desemparejados porque los objetos se gastan y nada es eterno y ella también desemparejada, el sol de los demás en la cortina, el junio de los demás y encima de la enfermedad una docena de globos de los Almacenes Victoria Todo Para La Mujer Moderna subiendo y bajando sus hilos diciendo adiós.