1 DE ABRIL DE 2007
Quién era aquel que lo observaba no inclinado sobre la cama, derecho bajo las luces que añadían a las manos la sombra de las manos haciéndolas enormes y a la cara una severidad que no entendía, ningún enfermero, ningún médico, ninguna visita en la habitación sino el sujeto que lo miraba, ningún episodio antiguo que lo distrajese de sí mismo, la locomotora, el gordo, lo que deseó y no tuvo, lo que esperaba y no llegó, lo que quiso y perdió, Maria Otília en la ventana o sea en el otro extremo del mundo sin ocuparse de él y la esperanza de las golondrinas no solo en la cabeza, en la boca porque la palabra las hacía reales de modo que él casi satisfecho, él satisfecho, nunca encontró una golondrina difunta, duraban para siempre y tal vez fuese eso lo que parecía censurarle el que lo observaba, no durar para siempre, la abuela colocaba en fila los frascos de mermelada en un rincón de la memoria, escuchaba al padre en el hotel de los ingleses y el tío
—No soy hombre
con el mismo esfuerzo con el que goteaba el granito, una rendija en la cara donde se creía que una culebra o un insecto y en lugar de la culebra o del insecto la humedad que llevaba tiempo expresándose, probablemente era el tío, no el padre, quien cuchicheaba
—¿Sabes?
porque lo confundía todo y se equivocaba con las personas, la convicción de que si regresara al pueblo no la reconocería, la silla de doña Lucrécia desaparecida, el edificio de Correos cambiado, el señor Liberto ausente y por tanto los trenes con direcciones imposibles rompiendo cañaverales y huertas, el que lo trataba por
—Antoninho
forzando pomos que no había sin aceptar que no los hubiese, devuélvanme lo que me pertenece y me ayuda a seguir dando un nexo al dolor, si os pierdo todo esto una farsa, oxígeno, tubos, la sonda donde el cuerpo echa sus restos y el que lo observaba callado, preguntó si el mar encima o debajo de las nubes y qué le importaba el mar y cuál la utilidad de las olas, de niño se concentraba en una al azar que crecía lentamente
—Soy yo
y después muchas olas, el miedo a ser olvidado lo obligó a correr hacia la madre que charlaba con la vecina bajo el toldo
—Espera un minuto que ya te atiendo chico
y cómo podía atenderlo si él nada, no vuelve a verme lo sabía, su hijo una ola antigua o una cuna con los hierros torcidos en el sótano, declarar al que lo observaba
—Se acabó
qué ilusión las golondrinas y ni mañana ni tarde, díganme si el mar encima o debajo de las nubes y no vuelvo a fastidiaros lo prometo, creo que encima de las nubes porque no lo veía, qué escribían el hígado o el corazón que no los sentía, se acordaban de Maria Otília soltándose al intentar abrazarla
—Dios mío
cuando Dios no se ocupaba de las personas, se limitó a crearlas
—Quédense ahí si les apetece
mi ola volverá después de muchos años y yo espuma en ella, desconfió de que el que lo observaba él mismo, en cuántas ocasiones con la nariz en los marcos esperó la bolsa de la compra de Maria Otília en la esquina, el afinador llegaba en el autobús de línea para arreglar el arpa de doña Irene y horas con un solo acorde atornillando con los alicates melodías equivocadas hasta que la vida en el timbre que le pertenecía y el tío emocionado
—Eso es exactamente lo que siento
nunca Maria Otília con la bolsa en la esquina, la esposa del comandante, la señora de la gorrita que cuidaba a una prima
—Afortunadamente no está peor
los dedos del afinador no rozaban el arpa y sin embargo sonidos, lo que queremos transmitir no nos necesita para pronunciar su nombre idéntico a nuestro nombre secreto, conservado desde la infancia protegiéndonos de la oscuridad y de los mensajes terribles con los que se expresan los aparadores y solo nos conocemos, también se lo ocultó a Maria Otília, no lo pronunciaba en voz alta y el que lo observaba lo sabía, dónde aprendió usted mi nombre, no
—Antoninho
no
—Antunes
su nombre de hecho, se lo susurró al castaño arrimando la boca al tronco, cuando cortaron el árbol tuvo miedo de que se liberase de la corteza y gracias a Dios el castaño callado, a lo mejor se lo bebió la tierra y él entre rocas y esqueletos de perros murmurando una sílaba que no se distinguía de los discursos del viento, el afinador cogía el autobús de línea con un frenesí de billetes y él con pena del hombre porque gestos de viudo que se olvida de las cosas, el tubo de betún sin tapón, solo la mitad de la cama deshecha y en la otra mitad un vacío al que se había acostumbrado como al delantal en el gancho, si le preguntasen
—¿Este delantal de su esposa difunta?
respondería sin mirar
—No lo sé
y qué ganaba mirando, cuál el motivo de que el que lo observaba no aclarase si el mar encima o debajo de las nubes, si el afinador le regulase la enfermedad en lugar del médico que ni alicates tenía justificándose ante las visitas
—Poca cosa podemos
los riñones, el corazón y el hígado escribiendo en la pantalla discursos correctos, pausados, la cocinera
—Antoninho
y aunque los labios se moviesen la bomba de agua los cubría, ahí está el metal lamentándose de cargar barro sucio y trocitos de lodo, si el mar debajo de las nubes las olas, llegadas del suelo, agua gris igualmente, quiso recordar la playa pero solo consiguió al ahogado tapado con una sábana de la que no fue capaz de levantar ni una punta y un sujeto de uniforme
—Circulen
si levantasen una punta
—¿Está ahí Antoninho?
el afinador del autobús bajo los olmos de la plazoleta sonándose en un arpegio discreto y debido al arpegio el pueblo entero viudo, docenas de delantales en clavos, una orfandad en las cosas, doña Irene pensando en él
—Señor Moreira
sin darse cuenta de que lo pensaba y al darse cuenta bajándose las mangas y apretándose el cuello de la camisa
—¿Estoy loca?
cuando llovía como en la habitación del hospital la criada con arpillera en los hombros corriendo para tapar los narcisos, el que lo observaba
—Es verdad
consolado al recuperar recuerdos, debía haber conseguido lo que deseaba la madre y no fue capaz de ofrecerle, más ríos que el gordo, un empleo no en Lisboa donde sus vestidos y su peinado la hacían sentirse una vieja con chal royendo su patata en un hoyo, el enfermero machacó la pastilla en la cuchara para que pudiese tragársela y la madre
—¿No parezco una pobre?
sin la presencia de la sierra justificando el mundo, qué ha sido de los grajos que no los veo, qué ha sido del descampado de la feria, el enfermero limpiándole el cuello
—Los niños buenos no escupen el jarabe
el chófer encendía el motor y eran los olmos los que se marchaban, el autobús y el afinador allí puesto que la viudez no se alteraba, lo que dura la melancolía señores, la madre probándose un anillo
—Así parezco todavía más pobre
y la alianza de Maria Otília en la bandeja del baúl junto con un pendiente desparejado al que le faltaba la perla, podría reconstruirla con ese pendiente si la enfermedad lo permitiese, el autobús y el afinador para siempre en la plazoleta sin olmos ni palomas, los niños buenos no escupen el jarabe, obedecen, acompañó a su madre al tren donde gente colocaba fardos y jaulas con pavos entre los asientos, probablemente diciembre, ha nacido el Salvador aleluya, la mejor loza en la mesa, el mejor vino, nunca recibió un regalo que le gustase él que quería un payaso con una argolla en la barriga, tirando de la argolla carcajadas al mismo tiempo estridentes y mustias que incluso hoy me arañan, la madre viendo un par de conejos en una jaula de mimbre y en las pupilas de los conejos una ternura de lago, soy un niño bueno que no escupe el jarabe aunque el enfermero me limpie el cuello
—Es un desagradecido este
procuraba tragar pero un cartílago me lo impedía, la madre charlaba con los conejos que no la hacían sentirse tan pobre, la gota en el zapato
—Por muy rápidas que sean estas cosas tardan
y en el fondo de él
—Madre
sintiendo la palabra e intentando recogerla antes de que alguien la viese, la sospecha de que una golondrina junto a la ventana, fugaz, y sin embargo la sombra del pájaro seguía moviéndose a pesar de que la lluvia la torcía, apoyaba la escalera en la pared para partir los huevos y la escalera se torcía, la criada
—Antoninho
al mismo tiempo que doña Irene dejaba el arpa
—No me sale nada en condiciones
ella a la que no le limpiaban el cuello censurándole el jarabe perdido, las carcajadas del payaso que vio en la tienda cuando el vendedor tiró de repente de la argolla
—Inventan cada cosa
volvieron a arañarlo a medida que el muñeco hacía carambolas con su levita amarilla, en cuanto la argolla llegaba a la barriga se callaba con un ruidito sin cambiar de expresión, en el trabajo había una telefonista parecida a la que la vida le oxidaba el alma y las facciones inalterables, qué le pasa doña Armanda siempre tan educada, la imaginaba los domingos almidonando una blusa de lunares y vacaciones en casa contando las margaritas del papel de pared, llegaba al ciento dieciocho y comprendía que se había equivocado porque los pasos de una niña en el piso de arriba la distraían, no se acordaba de haber sido niña, se acordaba de una señora
—Quita los zapatos del sillón
y del centro de la mesa con el escudo nacional y la corona del rey, una voz que no soñaba a quién pertenecía
—Ay Armanda
el enfermero comprobó el pañal
—Ya no hace nada doctor
la gota en el zapato estudiando el pañal
—Me asombraría que lo hiciese
y doña Armanda buscando la voz sin encontrar su origen, tantas voces naciendo, si las sumase seguro que también ciento dieciocho, el reloj de pulsera
—Casi las cinco qué rollo
boquiabierto con los caprichos del tiempo, creo en las manecillas, no creo en las manecillas, tengo cuarenta y seis años y osteoporosis y bocio, le dijeron que bebiese leche para animar a los huesos
—Mira estos huecos en la radiografía
y ella sin entender los huecos, entendía manchas claras en una película oscura, seré así bajo la piel, la gota en el zapato previniendo a las visitas
—Van faltando órganos
el bazo, la médula y uno de los riñones ausente, qué tenía ahora, el páncreas cuya fidelidad lo enorgullecía, el corazón al que estaba agradecido, el dolor que lo acompañaba
—No te suelto
y él satisfecho con la compañía del dolor consolándolo
—Seguimos unidos amigo
lo que a pesar de todo, cerca de la extinción, luchaba, si el mar debajo de las nubes lo encontraba en la ventana, no la ola extinguida hace años, otras personas creciendo a su vez en dirección a la playa y que nadie recordaría mañana o pasado, la risa del payaso lo rodeaba con su alegría aguda, los pasos no corrían en el piso de arriba, corrían en el cerebro de doña Armanda, ella
—Cállense
y arrepentida del
—Cállense
puesto que envejecerán y contarán margaritas los domingos equivocándose en el número, la señora que mandaba
—Quita los zapatos del sillón
juntándolos también
—¿Por qué motivo no me muero?
y doña Armanda con cinco años incapaz de gobernar la casa, cómo se enciende la aspiradora, se pagan las facturas y se enciende el fogón, en los huevos de golondrina criaturas peladas reclamando existir, la gota en el zapato
—Van faltando órganos
y el mar debajo de las nubes puesto que si el mar encima dónde estaba la tierra y con la tierra los ríos con los que partía camino de la desembocadura, una tarde le dio una rana a la abuela y la abuela en vez de aplaudir se apoyó en la camilla con los ojos cerrados
—Quita esa porquería de ahí
de forma que él buscando un charco donde soltarla, si soltase la enfermedad la gota en el zapato
—Al final se ha recuperado ¿qué sabemos nosotros de la vida?
en el hospital tantas noches por la noche, el insomnio del abuelo tropezando en las escaleras, el asma de los padres en la segunda habitación a la derecha donde el cabecero contra la pared se inmovilizaba poco a poco, terror a que lo robasen envuelto en una sábana y lo diesen a los lobos, repetía
—No me puedo dormir
y de repente por la mañana y las paredes fruncidas de sonidos, la bomba del agua, la cocinera cargando leña en un cesto, Virgílio colocando el burro en la carreta disolviendo su mal genio con un palo, comprobó los dedos que ningún lobo se había comido, le pareció que tres pulgares en vez de dos, lo comprobó de nuevo y dos, qué tranquilidad, quién asegura que los ladrones no añaden fingiendo quitar, había momentos en los que objetos inesperados en los cajones, una pinza de las uñas, recibos, quién anda a escondidas llenando el armario de lo que no es nuestro, quién le aseguraba que no habían puesto la enfermedad en él como pusieron la pinza de las uñas y los recibos en los cajones, el enfermero
—La hora del jarabito
colaborando con los rateros al impedirle pensar, si le faltasen los órganos cómo se protegería de los demás, el dolor cambió de posición royéndole la nuca, el médico a las visitas
—Con la morfina que le inyectamos es imposible que sufra
y él indeciso si sufría o no sufría, el que lo observaba, derecho sobre las luces
—Es normal que sufras
y sin embargo no localizaba el punto del sufrimiento, en todo el cuerpo o fuera del cuerpo, alrededor, había momentos en los que lo sentía moviéndose por la colcha o sentado en la mesilla de noche esperando, momentos en los que lo buscaba sin encontrar su rastro porque se alejaba por el pasillo imitando los pasos de los enfermeros, tal vez el teléfono del despacho al lado fuese el dolor que lo llamaba
—¿Está el señor Antunes?
puesto que ninguna intimidad entre ellos, se estudiaban, se rondaban, no se saludaban
—Es normal que sufras
y no sufría palabra, el musgo segregando el río entendiendo la dificultad de traer el agua, no él pensando en el afinador que esperaba en la plazoleta y en los pavos del tren que a lo mejor para en España o en el pozo donde siempre un ahogado moviéndose entre el lodo, se tiraba una piedra y nadie, no se tiraba ninguna piedra y ahí estaba él
—Antoninho
Antoninho en el hospital con el hígado y sus discursos pomposos que empezaban a perder palabras
—Van faltando los órganos uno a uno
aunque siguiese entendiéndolo por el resumen de las frases dentro de poco absurdas, una sílaba, dos sílabas como los pavos, dictadas a saltos, qué tengo, échenme, no me quieres cocinar Maria Otília, un trozo de omóplato que no necesito, la lengua que me estorba en las encías, hablo con los dientes y no los tengo todos, se notan los huecos, donde el castaño un agujero y nada de tierra tapándolo, la alisan con la pala y una semana después otra vez el agujero, por qué no plantan otro castaño para no echarlo de menos, docenas de erizos aplastados entre dos piedras, la criada
—Cuidado con los cólicos chico
y yo con la barriga hinchada vomitándome a mí mismo intentando arrancar las vísceras y con las vísceras el mareo y los cólicos, la abuela
—No hay muchacho que no se muera por las castañas verdes
más peligrosas que el producto de las cucarachas o el sulfato de la viña con la calavera en la etiqueta, mantener lejos del alcance de los niños, cogía el frasco y un liquidillo inofensivo, me lo bebo, no me lo bebo, desenroscó el tapón, se acercó el frasco, deparó con la calavera y los orificios de los ojos que se lo tragaban entero y enroscó el tapón agobiadísimo, si los ojos se lo tragasen qué pasaría después, a propósito de dientes un sujeto en bata
—Esos caninos para fuera
y el sujeto de la bata echándolos en el cubo
—Solo nos faltan unos once
supongo que el afinador sigue esperando en la plazoleta convencido de que viajaba de vuelta a la ciudad puesto que el chófer sentado al volante
—Un par de horas de camino y llegamos
con él manejando las palancas del tractor averiado con la ilusión de desplazarse espantando a los grajos, doña Lucrécia que conocía el misterio de las cosas que se mueven inmóviles despidiéndose
—Chico
ella que no se despedía por creerse eterna, de una vez por todas en qué quedamos, el mar encima o debajo de las nubes, quién se inclina sobre la bomba del agua trayendo las olas, quién regula las crecidas e inventa el silencio que casi no existe en el momento en el que se evapora la espuma y descubrimos un calendario que enseña los años a los peces
—¿Saben qué es una semana saben qué es un mes?
y no hay semanas ni meses, hay camadas sobrepuestas de monotonía que lo aburrían en el desamparo del invierno, cómo se aguanta enero si no es tachando los números con el ansia de espolear las páginas, la madrugada siguiente preguntamos
—¿A cuántos estamos hoy?
y eternamente la última cruz puesto que no ha pasado ni una hora, intentábamos que noche y no existe la noche, que dormimos y seguimos despiertos, la abuela la infusión de la víspera que le recetó el farmacéutico para los nervios, el padre un
—¿Sabes?
pronunciado una única vez y él creyendo que muchas, la extranjera rubia marchándose constantemente, la gota en el zapato
—Si pudiésemos adivinar lo que tiene en la cabeza
y no podían claro, no vieron nunca a la extranjera rubia ni al afilador y la duda sobre si él los vio o solo los creó, ninguna visita en la habitación que lo distrajera de sí mismo, la gota en el zapato
—Las personas permanecen un misterio
y ningún misterio, las personas idénticas a los abejorros y a las vacas, los abejorros se queman en la lámpara del porche y las vacas tiemblan una tarde o dos, se caen temblando, dejan de temblar, se entierran y solo entonces nos sorprendemos de que tan grandes, rumian no hierba, paciencia, la hierba para disimular, tal como me alimento hoy de paciencia, si necesitara un brazo no lo tendría, una pierna no habría pero la muñeca seguía empujándolo hacia delante sin que existiese un adelante, existiría la pared a cada momento más cerca y nada detrás salvo la abuela
—Lo que has adelgazado
buscando azúcar para una yema o una copita de anís
—¿Has dejado de comer hijo?
estaba en casa de nuevo, contento por haber dejado el hospital, engordaré no se preocupe, no decaigo más, la gota en el zapato saludándolo
—Venga un día de estos
con la pulsera en la muñeca, cree en los amuletos doctor, medallitas, herraduras, tréboles de cuatro hojas esmaltados, el tío
—¿Dónde has estado chico?
y no fue capaz de responder que enfermo en la enfermería, el castaño lo ayudó con un murmullo de bayas
—Por ahí
y realmente por ahí con el dolor royéndole hueso a hueso y el pañal intacto, la primera golondrina bajo el tejado de la terraza, la segunda en la viga del granero, la abuela
—Nos has asustado a todos
y él observando la lluvia de marzo, el enfermero con el jarabe
—Un esfuerzo amigo
basta con que lo ayuden a levantarse del almohadón, el enfermero limpiándole el cuello
—Más de la mitad de la medicina se le ha caído
como más de la mitad del Mondego se perdía entre las hierbas, Maria Otília la única tarde que lo acompañó a la sierra alisándole la solapa
—Tú tan desastre
y una culebra bastarda, abejas, lobos agazapados haciéndoseles la boca agua, el niño
—Pan pan
mientras sobre las nubes el mar, fuera de la lluvia, intacto, con un buque solo chimenea, solo humo y desaparecido el humo el horizonte, ninguna de las luces del techo le afectaban, la abuela
—Voy a apagar la luz duérmete
alisando las sábanas, colocando la colcha, marchándose de puntillas como si las zapatillas falanges
—Estaba agotado el pobre
y una vibración en el pozo, un escalofrío de cortinas, qué podría ser una camilla deslizándose cerca de él y nadie más salvo el afinador retocando una última clavija en su pecho, ensayando un arpegio y anunciándole a doña Irene
—Está listo.