23

El invierno acabó por dar una tregua. Por fin, amaneció un día luminoso y Francisca Montenegro se puso a leer al lado del ventanal del salón. Sus anteojos de media luna estaban apoyados sobre la punta de su nariz. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez, de reciente publicación, la tenía absorta, pero no tanto como para no oír que la puerta se abría.

—Todo llega en esta vida… Hasta mi limonada —dijo sin levantar la vista de su lectura. No lo necesitaba. Identificaba perfectamente a quién pertenecía cada manera de caminar en la casa con solo oír unos pasos.

Mariana caminaba siempre como una sombra. Desde que, tras salir de la cárcel, había claudicado y vuelto a La Casona para cuidar de su sobrina, no era ni sombra de la muchacha viva y hermosa que había levantado pasiones en el pueblo. Sin decir una palabra, sirvió la limonada a su señora y no mudó el gesto cuando oyó que ésta le decía:

—Castañeda tenías que ser… Qué cielo me estoy ganando con vosotros, Señor… Hale, alivia, que me distraes de los «jinetes del Señor».

La voz cristalina de María rompió el silencio tenso que siguió entre ambas mujeres. Ese día se había despertado feliz, como siempre que lucía el sol. Había saltado de la cama y, después de asearse, se había vestido con su ropa de montar. El pelo recogido en trenzas sobre su cuello dejaba caer sobre su carita redonda un par de mechones ondulados.

—¡Vamos, madrina! ¿Por qué lee esas cosas tan serias? La guerra acabó —dijo besando a su madrina en la mejilla.

—Porque, querida María, alguien en esta casa debe cultivarse con algo que no sea Arniches.

—Arniches es la mar de divertido.

—La mar de simple.

—Entonces es como yo —dijo divertida.

—Tú eres más lista que el hambre, niña.

—Entonces es que he salido a usted —dijo riendo con zalamería.

—No me des jabón, que te conozco. ¿Qué haces a estas horas con la ropa de montar?

—Es que me voy al pueblo. Con Miopía —dijo dando un sorbo a la limonada de su madrina.

—¿La yegua torda? Ni pensarlo.

—Pues no lo piense —dijo guiñando un ojo a la Montenegro—. Siga con sus novelones y finja que no me ha visto.

—María, hija, si hay algo de lo que no carezco es de vista. Y de bemoles. No vas.

—¿Y si le digo que hoy llega con la diligencia ese par de guantes perfumados que encargó al mismísimo Grasse de Francia…? —María sabía cómo ablandar el corazón de su madrina…

—¿Los que me convenciste de que encargara…? —Francisca, por su parte, sabía cómo hacerse la dura con su ahijada.

En ese juego que madrina y ahijada jugaban a menudo, los papeles estaban claros y también solía estarlo el vencedor. Pero con condiciones. La Montenegro consentía, pero no podía rendir sus armas sin imponer alguna condición.

—Los mismos. —María tomó las manos de su madrina y las acarició—. ¡Cómo le van a caer a estas manos suyas, madrina…! ¿No quiere verlos?

Francisca sonrió ante la mirada pícara de María. Había ganado.

—Anda, zalamera, ve y no me des más tormento. Eres como una abeja zumbona, todo el día revoloteando. Ve, ve. ¡Pero no tú sola, ni con la yegua! En la calesa y con Mariana, como hacen las señoritas.

He aquí la condición que María esperaba.

—¡Como usted quiera, madrina! ¡Pero mira que es buena y rebuena! ¡Vamos, Mariana! Lo vamos a pasar de fábula.

Encantada de su victoria, María salió del salón y le guiñó un ojo a Mariana, procurando que su madrina no la viera. Mariana reprimió una sonrisa.

—Mariana… —la llamó Francisca—. Eres su criada, ni más ni menos. No lo olvides. En el pueblo, de señorita María para arriba, ¿estamos?

—Sí, señora —acató la otra guardando para sí la complicidad que existía entre ella y su sobrina y saliendo tras la joven.

Siempre que María pasaba por el pueblo, era saludada con deferencia y respeto por todos los que se cruzaban en su camino. No por ser la hija de Alfonso y Emilia, sino por ser ahijada de Francisca Montenegro. Y aquel día no fue diferente. Estaba acostumbrada a esos privilegios. Mariana y ella esperaron en la plaza, pero la diligencia se retrasaba.

—Menudo retraso trae la diligencia —dijo María mirando el reloj que colgaba de su cuello, con el esmalte del busto de una mujer en su reverso. Era, evidentemente, un regalo de su madrina—. Con las ganas que tenía yo de ver esos guantes de la madrina… Están poniendo ferrocarril en media España y nosotros aquí, en carreta como en el Lejano Oeste.

Alfonso vio a su hija desde los ventanales de la posada y salió a su encuentro. En cuanto lo vio, María se puso tensa y agarró la mano de su tía.

—Mi padre —murmuró con voz tensa—. Buenas, padre.

María se levantó y fue a darle un beso, pero la cara tensa de Alfonso la hizo detenerse. Ambos estaban a años luz de distancia y Alfonso no adoptaba esa actitud por falta de amor hacia su hija, sino por rencor y por el dolor que le causaba sentirla tan lejana. Pero la realidad es que a María se le hacía un nudo en el estómago cada vez que se cruzaba con su padre.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con sequedad a su hija.

—Vengo a recoger un paquete. Me alegro de verle.

—¿Cómo van las cosas por La Casona, hermana? —preguntó entonces Alfonso a Mariana sin molestarse en responder a su hija.

—¿Cómo han de ir?

—A ver si te pasas a ver a tu madre. Hace días que no sabemos nada de ti —le reprochó a su hija.

—Tiene usted razón, padre, es que apenas salgo de casa. Me he embarullado con los estudios de piano, que no sabe usted lo complicado que es el tal Chopin.

—No, no lo sé —replicó Alfonso molesto.

Todas esas armas de seducción que le funcionaban a la perfección con su madrina eran absolutamente inefectivas con su padre.

—Ya, bueno, quería decir… —María se puso más tensa aún ante la actitud de desapego de su padre—. Es igual. Dígale a madre, si es tan amable, que la iré a ver esta misma semana.

—Sin prisas. No quiero que descuides al tal sopán. Con Dios, Mariana. Cuídate de «ésa» —le dijo a su hermana refiriéndose a la Doña.

—Nunca sé cómo hacerlo bien con él. Nunca —musitaba María, triste, mientras su padre se alejaba.

Por fin la diligencia entró en la plaza.

—Al fin. ¿Por qué demonios habrá tardado tanto? Ni los guantes de mi madrina merecen tanta espera.

La portezuela se abrió y por el vano se asomó un joven que, antes de bajar, se detuvo unos segundos para mirar a su alrededor, como queriendo grabar en su memoria aquel momento. Su mirada era intensa, su pelo estaba revuelto y su camisa, entreabierta y remangada, dejaba ver unos brazos dorados por el sol y un torso del que colgaba un collar de un material que María nunca había visto. Y el tiempo se detuvo, durante el instante en que María lo miró. Nunca había visto un joven así. O al menos ningún joven le había causado una impresión como la que éste le estaba causando.

—Tal vez sí merece la pena la espera… Mariana, por favor, busca el paquete. —Mariana asintió y se dirigió al cochero, momento que María aprovechó para dirigirse hacia Gonzalo. Pero Pedro Mirañar se interpuso entre ella y su objetivo.

—Ay, señorita María, qué recondenada aventura… ¡Casi no lo contamos! ¡Por poco nos despeñamos vivos!

—¿Tanto ha sido que llevan una hora de retraso? —preguntó María, con cierta altivez, al tiempo que miraba de reojo a Gonzalo.

Aquella pregunta emitida por aquella dulce voz femenina hizo que Gonzalo dirigiera su atención a la orgullosa joven que había hablado.

—¡Tanto y más! Una zaragata de las buenas.

—Ustedes por ahí, viviendo aventuras para contar a los nietos y una aquí, al raso, esperando los guantes de Grasse —bromeó María con la intención de llamar la atención del joven. Al parecer, lo consiguió, pues Gonzalo no perdía palabra de la conversación entre ella y Mirañar.

—Usted ríase, María, pero hemos estado a esto de diñarla —dijo el antiguo alcalde de Puente Viejo mientras encaminaba sus pasos a su colmado.

—Espero que al menos hayan salvado los paquetes —dijo la chica con sorna.

—Con haber salvado el pellejo me conformo. Con Dios, me marcho a ver a mi Dolores, que andará en un ay.

María lo vio marchar. Demasiado ocupada en disfrutar de su propia broma, no notó que Gonzalo se acercaba a ella por la espalda.

—¿De veras piensa usted que vale más un guante que una vida? —preguntó el joven sobresaltando a María, que no esperaba tenerlo tan cerca.

—¿Perdone?

—Debo de estar muy hecho a los modales de la selva, pero en mi tierra lo primero es la vida.

—Y su tierra, evidentemente, es un lugar sin civilizar. En mi tierra, muchacho, no se dirige uno a una señorita sin que se la hayan presentado previamente.

—¿Muchacho? ¿Cuántos años te crees que tienes?

—¿Me tuteas?

—Y tú a mí.

María miraba sorprendida a aquel muchacho insolente que parecía retarla, en lugar de adularla como hacían los demás. Realmente, parecía que estaba de vuelta de todo y que tenía poco o nada que perder. Así que María contraatacó con altanería:

—Al verte ya supe que eras un zagal sin pizca de educación.

—Sin embargo, hasta que no he hablado contigo, yo no me he dado cuenta de que contigo sucede lo mismo.

—Porque mi imagen es la de una dama —dijo segura y altiva.

—No, porque no me había fijado en ti.

Aquel muchacho era realmente un descarado y dejó a María sin palabras y con la boca abierta.

—Cuidado, no te entre una mosca —siguió con tono burlón, llevándose una mano a la barbilla para indicarle que cerrara la boca.

Y tras ese gesto se alejó, dejando a María indignada.

—¡¿Serás…?! ¡Serás…! —exclamó la joven dando una patada de enfado.

—¿Qué sucede? —preguntó su tía Mariana al verla tan indignada.

—Acabo de toparme con el muchacho más descortés y zafio del mundo. Espero no volver a verlo nunca.

María tomó a su tía del brazo y, con la cabeza muy alta, se alejó con ella de la plaza. Pero no pudo evitar mirar hacia atrás buscando a Gonzalo. Él tampoco podía evitar girarse para observarla con una sonrisa. Al cruzar su mirada con la de él, María giró de nuevo bruscamente la cabeza y siguió caminando con pasos rápidos.

—¿Gonzalo? Sin duda es usted, hijo. No hay otro forastero en la diligencia. ¿Está bien? Ya me han contado lo sucedido —dijo el padre Anselmo, que había llegado a su altura.

—Padre… Bien hallado. No ha sido nada. Una zarabanda más que Dios nos pone en el camino para que no nos adormilemos.

—Desde luego, amigo mío, no ha podido elegir mejor lugar que Puente Viejo si no quiere aburrirse. ¿Fue el azar lo que lo hizo decidirse por nuestro pueblo?

—Padre, ya lo sabe: en esta vida, nada ocurre por azar.