20

Los cascos de los caballos lo sacaron de su sueño. Se mezclaban con gritos y órdenes. El padre Rafael también se había despertado sobresaltado y miraba por el ventanuco del bohío.

—Gonzalo. ¡Vístete! Rápido.

—¿Qué sucede? ¿Quiénes son?

—Es Vicente, con varios esmeralderos. Corre a avisar a Marú. Que no te vean.

Gonzalo se vistió con rapidez y salió a gatas por la parte trasera de la cabaña. Sin hacer ruido, se internó en la maleza y solo se incorporó cuando estuvo a cierta distancia del poblado. Corrió sin apenas mirar el suelo. Avanzaba en su carrera con seguridad, fintando para evitar los obstáculos. Llegó al río y se internó en la selva. Ya conocía el camino hasta el poblado motilón y, cuando llegó, el día ya había roto y los baris empezaban su actividad diaria. Una mujer preparaba un fuego y Gonzalo lo apagó de una patada.

—¡No! —dijo con cara de horror ante las protestas de la mujer.

Y corrió hacia la maloka de Marú. Buscó entre las hamacas a su amigo y lo despertó sacudiéndolo.

—¡Marú! ¡Vienen por vosotros! ¡Es Vicente! ¡Está en El Carmen!

Marú salió corriendo al centro del poblado, que componían no más de cuatro malokas, que así era como ellos llamaban a sus construcciones de caña y paja. Comenzó a gritar en su lengua y una gran actividad empezó a desplegarse rápidamente, pero con una organización perfecta. Marú entró en su cabaña y se puso a recoger sus cosas.

Al cabo de apenas cinco minutos, las cincuenta personas que componían aquel grupo de motilones estuvieron listas para moverse. Y en una fila perfectamente ordenada se internaron en la selva. Marú se quedó detrás y le habló a Gonzalo.

—¡Gracias, amigo! Nos has salvado.

—Te debía una vida, ¿recuerdas? —contestó el otro riendo.

—Cierto. Ya has pagado. —Marú abrazó de nuevo a su amigo—. No sé cuándo nos volveremos a ver, Kaikusi. Te deseo suerte.

—Suerte para ti también, Marú.

Marú se reunió con su gente. Pero antes de adentrarse en la selva, se giró y le dijo a Gonzalo:

—Sigue la senda del jaguar, hermano.

Y desapareció tras el follaje, que se cerró tras su paso, borrando cualquier rastro de los motilones.

Gonzalo regresó corriendo a El Carmen y encontró al padre Rafael sentado tranquilamente en el interior de la choza. Sonrió al verlo entrar.

—¿Se han ido? —preguntó a Gonzalo.

—Sí. Solo quedan las cabañas.

—Bien hecho, muchacho.

—¿Y los esmeralderos?

—Buscando por la parte opuesta de la selva —informó el padre con una sonrisa pícara—. Estoy seguro de que el Señor perdonará estas mentirijillas.

—No me cabe la menor duda —rió también Gonzalo.

—Pero una cosa es cierta. Vicente sospecha y nosotros llevamos tiempo sin pasar por la misión.

—Es cierto, padre. Los ponemos en peligro si andamos cerca.

—Prepara los bártulos, Gonzalo. Partiremos hoy mismo, aprovechando que nos han despertado tan de madrugada. Ya volveremos cuando las cosas se hayan calmado.

Gonzalo hizo todo el camino angustiado. No era que temiera por Marú y su gente. Estaba seguro de que habían huido a tiempo y de que tendrían unos meses de tranquilidad antes de que volvieran a dar con ellos. Pensaba, no obstante, que el avance del progreso acabaría por arrebatarles del todo su selva y su modo de vida. Lo que lo angustiaba era la vuelta a La Guajira. Volvería a dormir de nuevo en su dormitorio común, a las paredes de ladrillo, a la rutina del estudio y de las numerosas misas.

Pero aquel tiempo en el poblado de El Carmen le había servido a Gonzalo para tomar una decisión trascendental en su vida. Quería ser como el padre Rafael. Quería tomar los hábitos y dedicar su vida a llevar la palabra de Dios por las selvas. En cuanto llegara a La Guajira, se lo confirmaría al padre Celso, que estaría sin duda orgulloso del camino que había elegido.

El padre Celso los recibió calurosamente y hasta les concedió el honor de cenar con ellos a solas aquella noche. Gonzalo decidió que iba a aprovechar aquel momento para comunicarle su decisión.

A los postres, el padre Rafael lo invitó a hablar:

—¿No tienes nada que comunicarnos, hijo mío?

—Sí, padre. Claro que sí. Una buena noticia.

—Dinos, pues. ¿Qué es eso tan grato? —indagó el padre Celso.

—Padre, he decidido tomar los hábitos.

—Alabado sea el Señor —pronunció el padre Celso mirando al cielo—. Mis plegarias han sido atendidas. Gracias, padre Rafael.

—Quiero continuar la tarea del padre Rafael en la selva, padre Celso —siguió Gonzalo entusiasmado con la reacción del vicario—. Ésa es la forma en que…

—No puede ser, Gonzalo. Tu destino es otro —lo interrumpió don Celso.

—¿Cómo que otro, padre? —preguntó el padre Rafael extrañado—. Gonzalo está hecho para la selva. Todos estos años lo han demostrado.

—Todos estos años han sido el medio elegido por el Señor para despertar la vocación de Gonzalo. Y a la vista está que la han despertado. Pero los planes del Señor para él son otros más altos.

—¿Qué importa la forma en que se sirva al Señor? —quiso saber Gonzalo, que ahora estaba confuso.

—Exacto, Gonzalo, ¿qué importa? ¿Qué importa que sirvas al Señor en las altas instituciones de la Iglesia?

—Pero eso no es lo que yo quiero, padre.

—Acabemos esta discusión. Me vas a escuchar muy atentamente —la voz del padre Celso tronó dura y autoritaria—. Siempre he tenido grandes planes para ti, Gonzalo. Los tengo desde que llegaste aquí de la mano de tu tía Calvario. Pedí al Señor que inculcara en ti la vocación y lo ha hecho. Ahora que esa vocación está clara, no hay ningún obstáculo para que mis planes se cumplan. Pasarás un tiempo en Roma, proseguirás tu formación y buscarás un puesto para mi retiro en la Santa Sede. Eres mi avanzadilla, Gonzalo. Escalarás desde abajo y te afianzarás en la alta curia romana.

El padre Rafael se había quedado mudo de asombro. Igual que Gonzalo. A ambos los maravillaba lo preciso del plan del vicario y cómo lo había ido cumpliendo durante años, dando los pasos necesarios para conseguir su objetivo de poder.

—No creas que estás sin apoyos en esa misión, Gonzalo —prosiguió don Celso—. Llevarás contigo, cuando llegue el momento, un generoso donativo para el tesoro vaticano.

De nuevo, Gonzalo quiso protestar, pero el padre Rafael le propinó una patada por debajo de la mesa y calló.

—Si da usted su permiso, padre, me gustaría retirarme —dijo el muchacho.

—Por supuesto, Gonzalo. Debéis de estar cansados del viaje. Los dos. Podéis retiraros. Confío en que acabarás por admitir que mi camino es el mejor para ti.

Gonzalo se retiró a su dormitorio sin hablar. Estaba demasiado decepcionado y triste como para decir nada. El padre Rafael respetó aquel silencio y se despidió de él con un lacónico «buenas noches». Tampoco quiso hablar con Mateo, que lo esperaba despierto, ansioso de saber de sus aventuras en la selva.

—Mañana hablamos, Mateo. Buenas noches.

Se giró para dar la espalda a su amigo y se sumió en su tristeza. Y como por arte de magia, ciertas cosas empezaron a encajar. En ninguna de las visiones que había tenido aquel día en la selva caminaba por los pasillos de mármol del Vaticano. Pero era cierto que tampoco se había visto a sí mismo en la selva. Todas sus visiones estaban relacionadas con Puente Viejo. Sus padres, su familia. Incluso aquella muchacha morena y bonita que caminaba junto a él lo hacía sobre la gavia de piedra que daba nombre a su pueblo. Y en ninguna de aquellas imágenes se había visto vestido de sacerdote. Quizá su camino no era el que don Celso había planeado para él, pero puede que tampoco fuera el que él creía desear.

Al día siguiente, fue llamado al despacho de don Celso. Imaginaba que el padre quería proseguir la conversación interrumpida en la cena del día anterior. Esta vez a solas, sin la presencia del padre Rafael.

Cuando el padre Celso autorizó su entrada, Gonzalo vio que aquél estaba sentado con alguien delante. Era una figura menuda que cubría su cabeza con un manto negro.

—¿Da usted su permiso, padre?

—Adelante, Gonzalo. Tienes una visita que te va a sorprender.

La figura se volvió y a Gonzalo se le paró el corazón. Era su tía Calvario. Era la última persona en el mundo a la que querría encontrar. Y allí estaba. Habían pasado catorce años desde que la vio por última vez. Estaba envejecida, demacrada y sus ojeras eran tan profundas que no podían anunciar nada bueno.

—Hola, Gonzalo —dijo con una voz jadeante.

—¿Qué hace usted aquí, tía?

—Dios mío. Eres todo un hombre. ¿Acaso no te alegras de verme?

—¿Cómo puede usted hacerme esa pregunta?

—Veo que no has cambiado demasiado. Más hombre, pero igual de insolente.

—Gonzalo, deberías ser más piadoso con tu tía. Ha hecho un gran esfuerzo para venir a visitarte —templó el padre Celso.

—¿A qué ha venido, tía?

—Me muero, Gonzalo. Éste es mi último viaje y quería hacerlo para despedirme de ti.

—Bien. Ya lo has hecho. Puedes irte. ¿Puedo retirarme, padre?

El padre Celso sabía que Gonzalo no amaba a su tía, pero aquella hostilidad sobrepasaba sus expectativas. Aquella mujer le estaba diciendo que se moría y Gonzalo, que normalmente era una persona compasiva, la despreciaba de forma cruel. Calvario despertaba lo peor que Gonzalo tenía en su corazón.

La respuesta de Calvario a la indiferencia de Gonzalo fue automática y física. Se levantó como movida por un resorte y se fue hacia su sobrino con la mano levantada, igual que hacía cuando era un niño. Pero Gonzalo paró aquella mano antes de que aterrizara en alguna parte de su cuerpo.

—Ya no más golpes. Ya está bien. ¿No has tenido suficiente? —recriminó Gonzalo mirando con ira a los ojos de su tía.

Ante la reacción de su sobrino, Calvario sufrió un colapso y se desmayó. Gonzalo ni siquiera hizo un movimiento que amagara una intención de evitar que cayera al suelo. La dejó caer, con un desdén que don Celso nunca hubiera esperado de él. La miraba, tendida en el suelo de aquel despacho, sin un gesto de dolor o de compasión. Nada.

El padre Celso dio orden de preparar un cuarto para Calvario en el que pudiera pasar sus últimos momentos en este mundo. Y obligó a Gonzalo a que fuera a visitarla. El muchacho se negó durante un par de días, pero al tercero claudicó, ante el argumento de que su tía tenía algo que contarle antes de abandonar el mundo de los vivos. Era algo sobre su vida y su pasado.

Cuando entró en la habitación, el rostro de aquella mujer, que Gonzalo encontró demacrado el día que la vio en el despacho de don Celso, estaba ya muy cerca de tener los rasgos de una calavera. La piel estaba pegada a los huesos y tenía un color macilento. Los labios de Calvario se habían afinado hasta no ser nada más que una línea reseca bajo una nariz aguileña. Aquella mujer, que aún no había cumplido los cuarenta años, parecía una anciana que hubiera visto pasar todo un siglo delante de sus ojos.

—Gonzalo, acércate —dijo con voz lastimera.

—¿Qué quieres de mí? —Su tono era frío.

—Veo que sigues odiándome.

—¿Cómo no hacerlo, tía?

Un destello de rabia atravesó, por un instante, los ojos de la mujer. Gonzalo se dio cuenta.

—Vine aquí a contarte cosas que has de saber. Cosas de tu familia —respiró hondo—, pero veo que no te lo mereces. No quería llevarme la verdad a la tumba, pero lo haré. Que el Señor me perdone.

Gonzalo sintió cómo la rabia crecía en su interior e iba clavando sus garras en su hígado. Vio cómo un tremendo espasmo contraía los músculos de Calvario, que emitió un grito desgarrador. Y entonces, el cerebro de Gonzalo pensó un plan. Iba a apostar fuerte, pero tenía que conseguir que aquella detestada mujer le revelase la verdad.

—Yo tengo el remedio a esos dolores, tía —dijo tocando su mano por primera vez, con aparente compasión—. Podría dártelo.

—Cualquier cosa, Gonzalo. Daría cualquier cosa por que pasaran —suplicó la tía con los rasgos contraídos por el sufrimiento.

—Dame, pues, la verdad y yo calmaré ese padecimiento.

Otro espasmo sacudió el delgado cuerpo de Calvario.

—¿Ese dolor también es una prueba, tía? Podrías no sentirlo. Dame la verdad y desaparecerá.

—Te he mentido, Martín. Tus padres viven. En Puente Viejo. —Hizo una leve pausa para contemplar el rostro de Martín, cuyo gesto de desprecio acababa de mudar por uno de interesada escucha—. Nunca te despreciaron, ni dejaron de buscarte. Pero no eran buenos para ti. Para tu vocación. Por eso te traje aquí. Para alejarte de ellos y convertirte en un guerrero del Señor.

—¡Has decidido mi vida! ¡La has destrozado!

—No, Gonzalo. Hice lo mejor para ti. Dame el remedio —dijo Calvario al adivinar que se avecinaba otro espasmo—. Don Celso tiene una carta donde lo cuento todo, con detalle.

—Las palizas, el cilicio, el hambre, la humillación… ¿Eso era lo mejor para mí?

Calvario alargó su mano y, como una garra, la clavó en la de Gonzalo.

—Ve a buscar ayuda —pronunció con voz entrecortada—. O dame tu remedio.

Pero Gonzalo no se movió. Solo recitaba como una retahíla:

—El veneno de la rana flecha es mortal, pero en pequeñas cantidades, mezclado adecuadamente, es un poderoso analgésico. ¿Eso es lo que quieres?

—Lo que sea.

—Podría dártelo. —Gonzalo fingió un gesto pensativo—. Pero, tía, ¿qué se siente cuando pides ayuda y no te la dan?

—Gonzalo, ¡por caridad!

—Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? —reflexionó Gonzalo levantándose—. Eso es lo que tú me hiciste. Era un niño…; tú tenías que haberme dado amor, pero recibí dolor. En lugar de una familia, me diste soledad. Y ahora quieres mi ayuda, ¿no es así?

—Perdóname si te hice daño, pero lo hice por tu bien.

—Yo no soy Dios para perdonarte. Él verá lo que hace contigo y con tu alma negra.

Todos los espasmos habían ido hiriendo el cuerpo de Calvario. Pero aquél fue más fuerte y su mirada se desencajó. Tendió una mano de nuevo hacia Gonzalo, que la miró y no hizo ni el más leve gesto para apretarla y darle algo de consuelo a su tía. Se lo negó. Todo lo que hizo fue sentarse allí y verla morir. La vida escapó por su boca en un último grito desgarrador que recorrió los pasillos de la enfermería de la misión.

Gonzalo no estuvo presente mientras enterraban el cuerpo de su tía en el cementerio de La Guajira. Él se quedó sentado en el patio, bajo un ficus, que en aquella parte de la tierra tomaba unas dimensiones monstruosas. En sus manos tenía una carta, amarilleada por el paso de catorce años y desgastada por varias lecturas. Aquella carta contenía toda la verdad, contada de puño y letra por su tía. Y don Celso la conocía. Calvario había dado esa misiva, al tiempo que le entregaba la vida de su sobrino, con la petición de que lo convirtiera en sacerdote. Para ayudar en aquella tarea, acompañó una importante cantidad de dinero que don Celso tomó de buena gana. Bien podían así abrírsele las puertas de la curia de Roma. Y del mismo cielo, si hubiera sido preciso.

Aquel hombre, su mentor, en quien había confiado, siempre lo había sabido y había consentido que Gonzalo viviera separado de sus padres, por mor de una vocación que no sabía si surgiría.

El padre Rafael tampoco había acudido al entierro. Lo había hecho por respeto a Gonzalo y se sentó a su lado en aquel patio fresco. Sin decir una palabra.

—He de irme, padre. No puedo seguir aquí.

—Una vez te dije que siguieras tu camino. Hazlo, pues. Si has de volver, volverás.

—Pero ¿cómo? El pasaje a España es caro, padre.

El padre Rafael sonrió y del bolsillo de su sotana sacó un sobre y se lo tendió a Gonzalo.

—El padre Celso sufragará ese viaje —dijo sonriendo—. Aunque él no lo sabe. Ve con Dios, Kaikusi.

Gonzalo se sorprendió cuando el padre Rafael pronunció su nombre motilón. El cura rió con socarronería.

—¿Lo sabía? —preguntó Gonzalo.

—Sé muchas cosas. Te dije que yo también llegué a estas tierras siendo un muchacho. Y los motilones y sus chamanes no llegaron contigo, Gonzalo. Ya estaban aquí, antes de ti y de mí.

—Padre, ha sido un honor aprender de usted. Si finalmente decido tomar los hábitos, se lo deberé a usted.

—Tomarás esa decisión cuando haya de ser —replicó el padre Rafael revolviendo el pelo de Gonzalo como cuando era niño—; has de partir. Prepara tus cosas. Te doy un consejo: ni te despidas del padre Celso.

Gonzalo se levantó, pero antes de dirigirse a su dormitorio, le preguntó al padre Rafael:

—¿Cuál es su nombre motilón?

—Soy Yorocu. —El padre sacó de debajo de su sotana un collar de semillas, con un colmillo más pequeño que el de Gonzalo.

—El zorro —rió Gonzalo—. Debí haberlo imaginado.

Gonzalo y el padre Rafael se abrazaron. Quizá no volvieran a verse nunca, pero Gonzalo, en parte, era el resultado de las enseñanzas de aquel hombre. Por eso siempre lo llevaría en su corazón.