5

Aún no había amanecido sobre la curva de ballesta del Duero, pero el aire comenzaba a llenarse de sonidos. El canto de una abubilla, parecido a una flauta de caña, llegó a los oídos de Martín, que aquella noche había sido incapaz de conciliar un sueño profundo. De hecho, no había cesado de dar vueltas en el jergón y, ahora, en la postura en que estaba podía vislumbrar la silueta de su tía Calvario y escuchar la regular cadencia de su respiración. Sin duda, dormía. Pero Martín quiso asegurarse.

—Tía —murmuró muy quedo. Y, al no obtener respuesta, lo repitió—. Tía.

Entonces su cerebro comenzó a funcionar a toda velocidad. Muy despacito se levantó. Palpó para buscar su hatillo y lo encontró enseguida a los pies de su camastro. Lo acercó a la puerta, que estaba entreabierta, y lo deslizó fuera de la habitación, escondiéndolo pegado a la pared. Buscó sus botas y, en la oscuridad, ató un nudo con los cordones e hizo la misma operación que con su hatillo. Solo le quedaba un detalle. Pero éste era más peligroso. Gateó hasta los pies de la cama de Calvario y palpó hasta encontrar el zurrón de su tía. Allí estaba lo que buscaba. Tomó la bolsa con las monedas, volvió gateando a su camastro y esperó.

—Tía —volvió a murmurar. Temía que los latidos de su corazón, desatados por la tensión que le generaba lo que estaba haciendo, la hubieran despertado. Pero tampoco esta vez hubo respuesta. Ni un leve movimiento. Solo la misma cadencia regular y tranquila. Inspirando y espirando.

Abrió un poco más la puerta con el pie, implorando que los goznes estuvieran bien engrasados, y amplió el espacio entre el quicio y la hoja. Fue a deslizarse a gatas, pero pensó que, en caso de que le pillaran, sería más fácil explicar que había sentido una necesitad perentoria si estaba de pie que a cuatro patas. Y además, el espacio que necesitaba para pasar de pie sería más estrecho, por lo que no pondría a prueba los goznes de la puerta, de los cuales, a pesar de todo, no se fiaba mucho.

Un paso más y salió a la estancia donde la noche anterior el padre Críspulo le había aclarado muchas cosas sobre las distancias. Un rescoldo del fuego de la noche anterior iluminaba tenuemente la sala. Y Martín pudo ver sobre la mesa un paquete que parecía estar preparado para un viaje. Lo abrió con cuidado y un delicioso olor a queso invadió su nariz. No se entretuvo en mirar qué más podía haber dentro. Lo tomó y lo metió en su hatillo. Se puso las botas al hombro y salió por la puerta. Esta vez no tuvo que poner a prueba los goznes, pues estaba abierta. El siguiente paso era la ermita; la cruzó bajo los ojos de san Miguel, iluminado su camino por unas pocas lamparillas que ardían.

«San Miguel, ayúdame —así pensaba Martín mientras avanzaba, porque los goznes que sí le daban miedo eran los de la cancela que cerraba la cueva por la que se accedía a la ermita. Pero san Miguel le ayudó. ¡La cancela estaba abierta de par en par!—. ¡Gracias, san Miguel!».

Y echó a correr, cuesta arriba, dejando atrás el río y la tutela de su religiosa tía.

Pensó que, desde Soria, con toda certeza, podría encontrar algún transporte que lo acercara a Puente Viejo, pero también se le ocurrió que su tía se maliciaría que aquélla había sido su primera idea. Así que optó por aventurarse por el camino hacia alguna villa cercana. En una encrucijada vio una indicación con varios nombres: Valladolid, Burgos, San Esteban de Gormaz. Aquella última era la localidad más cercana. Doce leguas —que era lo que decía el cartel— era mucha distancia como para cubrirla caminando en tan solo un día de viaje, pero Martín confió en que algún carro lo recogiera y le hiciera el recorrido más liviano. Al fin y al cabo, aquel parecía su día de suerte. Caminó durante aproximadamente una hora. El alba ya había roto y estaba seguro de que su tía ya debía de haberse despertado. Sintió que aún no se había alejado lo suficiente de ella y echó a correr por el camino, tan rápido como se lo permitían sus pequeñas piernas. Con cada zancada, se iba sintiendo más cansado, pero más feliz y sobre todo más libre.

Cuando Calvario despertó y vio el camastro vacío de Martín, supo que había escapado. No era la primera vez que lo intentaba. Pero aquella noche ella había dormido tranquila, pensando que debía franquear muchas puertas y que alguna de ellas haría algún ruido que la alertaría. Salió del cuarto y vio la puerta que daba acceso a la iglesia cerrada. Atravesó el atrio, que seguía iluminado por las lamparillas. Fue hasta la cancela, que también estaba cerrada con una cadena. No podía haber escapado, pues. Y se le ocurrió que tal vez estuviera en el balcón al que el niño se había asomado poco después de su llegada. Pero allí tampoco estaba Martín. Y, desde luego, por allí no podía haber escapado. La caída habría sido tremenda.

Cuando volvió al interior, encontró al hermano Críspulo arrodillado en el primer banco de la iglesia. Estaba rezando.

—¡Padre! —le interrumpió—. Perdone que le interrumpa. Es importante. ¿Vio usted a Martín esta mañana?

—No, hermana. No lo he visto.

Una tremenda sospecha se apoderó de ella. Fue a su zurrón y lo que halló en él la confirmó. Mejor dicho, lo que no halló. Una de las bolsas en que llevaba el dinero había desaparecido. La otra, afortunadamente, seguía pegada a su falda, en un falso bolsillo interior.

—¡Maldito niño! ¡Maldito sea! —escuchaba el padre Críspulo desde el otro lado de la puerta—. Pero te encontraré, aunque tenga que remover cielo y tierra, y recibirás tu castigo. ¡Juro que te encontraré!

Salió del cuarto como un huracán y apremió al padre Críspulo.

—¡Ábrame la cancela, deprisa!

—Hermana, ¿usted no reza sus oraciones por la mañana? —preguntó Críspulo, molesto por el apremio de Calvario.

—El señor sabrá perdonar mi falta, padre —dijo la mujer, consciente de nuevo de haber caído en la ira—. No me cabe la menor duda. ¡Ábrame la cancela, hombre de Dios!

—Déjela sobre la piedra de la derecha al salir —indicó el padre mientras le tendía la llave del candado—. Que la paz del Señor sea contigo, hermana. Y que Él te ayude a ser justa.

Por toda respuesta, Calvario tiró de la llave y salió hacia la puerta.

Mientras todo aquello sucedía, Martín no había dejado de correr y comenzaba a sentir hambre. Desde la frugal cena de la noche anterior, no había comido nada y, aunque estaba acostumbrado a pasar necesidades desde que viajaba con su tía, el recuerdo del aroma del queso que había aparecido sobre la mesa de la sala del padre Críspulo hacía que sus papilas empezaran a salivar más de lo habitual. Así que se apartó del camino y, a la sombra generosa de los olmos, decidió hincar el diente al manjar que le esperaba. No había solo queso en aquel hatillo. Media hogaza de pan blanco, unas manzanas de reineta y un trozo de mantequilla que, cuando Martín la probó, estaba dulce. Y lo mejor de todo, al fondo había media tableta de chocolate. Si algo echaba de menos Martín desde que salió de Puente Viejo era el chocolate que Rosario le preparaba para merendar, con aquellos picatostes crujientes cubiertos de azúcar. Más al fondo, tocó algo suave y plano. Buceó en la bolsa y encontró un papel. En él había dibujado un mapa de forma rudimentaria. Mediante flechas, había indicado un camino. De Soria las flechas llevaban a San Esteban de Gormaz. Al lado de las flechas, había dibujado un monigote que a Martín le deba la sensación de que caminaba. En San Esteban de Gormaz había dibujada una iglesia y escrito un nombre: «Padre Fulgencio, iglesia de San Miguel».

—¡Claro! ¡San Miguel! —dijo Martín riendo.

Siguió mirando la ruta que, desde San Esteban, continuaba con flechas, esta vez flanqueadas por un rudimentario carro. Acababan en Valladolid. Allí el camino dibujado se dividía en dos. Hacia el norte terminaba en dos palabras: «La Coruña»; un poco hacia el sur, el trazo se hacía más grueso, iba flanqueado por el dibujo de una diligencia y solo tenía dos puntos señalados: La Puebla y Puente Viejo. Allí se terminaba el trazo.

Aquel hombre bueno había sabido leer su historia y le había proporcionado una enorme ayuda para salir del aprieto. El padre Críspulo había puesto en aquel pequeño hatillo la llave de su libertad. Y Martín lloró emocionado. No toda la gente que se encontraba en el camino era mezquina. No todos eran como la tía Calvario o el tío Carlos. También había gente como don Anselmo o como su madre, a la que ardía en deseos de ver. Aquel mapa le llevaba hacia ella.