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(1910)

Cuando el padre Celso se hizo con el poder en La Guajira, el gobierno colombiano empezó a poner en duda el papel de la misión. Aquello había sucedido dos años antes. La ampliación de la misión había sido paulatina y satisfactoria. Se había construido un orfanato que daba cobijo a niños de la región, a los que se ofrecía una calidad de vida que no habrían podido tener sin sus padres; además, se les impartían clases y se los formaba como creyentes en Cristo.

Las misiones se ubicaban en lugares fronterizos y servían para organizar un territorio cedido por el gobierno de Colombia. Eran, al fin y al cabo, un muro de contención contra las tribus que aún sobrevivían en estado salvaje en la selva y la pujante civilización urbana que el siglo XX y la independencia estaban aportando al país. Las misiones, además, organizaban explotaciones agrícolas y forestales de maderas nobles. En La Guajira se hacía todo eso y, además, se explotaba una mina de esmeraldas, probablemente una de las mayores del mundo. Aquella mina se encontraba en territorio motilón, la tribu más numerosa que poblaba la zona. La explotaba una corporación a cuyo mando estaba un capataz, buen perro de sus amos: Vicente Pacheco. Era hijo de india y español, y sus jefes lo consideraban la figura perfecta para gestionar la explotación minera.

Pacheco había llegado al lugar dos años antes, al descubrirse una veta que prometía dar unas esmeraldas de una pureza especial. Y en abundancia. Mientras en Europa y en el norte de América crecían los movimientos sindicales entre la clase obrera, en las colonias recientemente independizadas, la preocupación por el bienestar de los trabajadores pasaba a un segundo plano, en aras de consolidar su autonomía como país. Vicente Pacheco estaba especialmente dotado para hacer trabajar a sus hombres sin descanso. El sistema de trabajo de una mina de esmeraldas era simple: los trabajadores picaban la tierra por un salario miserable y entregaban a sus jefes las piedras que encontraban. Si se quedaban, tan solo, con la más diminuta de las que hubieran encontrado, podrían vivir toda una vida, pero el castigo por no entregar alguna de aquellas piedras era severo y, en función del capataz que tocara, aquel acto podía llegar a pagarse con la muerte. Vicente era uno de esos capataces que no conocía límites a la hora de imponer castigos.

Con aquella explotación que se hacía de la selva, muchas tribus autóctonas perdieron la posibilidad de conservar su forma de vida. La tala de árboles mermaba su territorio de caza y recolecta y, a algunas tribus pacíficas, el único medio de vida que les iba quedando era adaptarse a las prácticas del hombre blanco. Así, feroces guerreros guajiros y motilones se convertían en trabajadores de corporaciones lejanas, con sedes en ciudades de cemento, muy lejos de aquellas selvas cada vez menos salvajes.

Una de las funciones de una misión, aparte de evangelizar a las tribus autóctonas, era velar porque no se produjeran abusos con los indígenas que adoptaban esa nueva forma de vida. Ésa tendría que haber sido la función de La Guajira. Y lo fue, hasta que don Celso se convirtió en su nuevo vicario apostólico.

El anterior vicario, el padre Leonardo, había muerto en un accidente en el río. El padre Leonardo Madero era, a pesar de su avanzada edad, un hombre de acción y, aunque disminuyera la frecuencia de sus viajes evangelizadores a las selvas obligado por la mermada resistencia de sus huesos, seriamente afectados por un reuma que en aquellas tierras húmedas era especialmente doloroso, de cuando en cuando, gustaba de ir río arriba, para transmitir la palabra de Dios. Y no transmitía únicamente la palabra de Dios como evangelio. También se aplicaba en velar por que sus «almas indias», como había dado en llamar a los habitantes de la zona, hubieran abrazado o no la fe católica, recibieran un trato adecuado.

Era especialmente escrupuloso con la vigilancia en la mina de esmeraldas y con su capataz. Así que el padre Leonardo y el capataz Pacheco estaban destinados a entenderse. Sin embargo, en la práctica no se entendían muy bien. Para el padre, Vicente era desalmado con sus trabajadores, por lo que había tenido serias conversaciones con él y le había advertido de que, si no cesaba en sus actitudes, denunciaría su comportamiento a instancias más altas y haría que se reconsiderase la concesión de la explotación de la mina.

Pero, un día, el padre Madero no regresó de uno de esos viajes. De acuerdo con el relato del padre Celso, la canoa en que viajaba, manejada por motilones, había volcado, y el río se había tragado al padre Leonardo. Y nadie preguntó nada, pues los accidentes en la selva eran tan frecuentes que hacía tiempo que habían dejado de ser noticia de interés.

Así, don Celso, la mano derecha del padre Leonardo, se convirtió en su sucesor. Y con la cabeza visible de La Guajira, había cambiado también el ambiente en la misión. Parecía que las obras se ralentizaban, la comida empezó a escasear y su calidad a disminuir. La higiene en el orfanato y en el seminario recaía cada vez más en manos de los niños en el primer caso y de los alumnos en el segundo.

Aparte de eso, para Gonzalo la vida en el seminario apenas si había cambiado. Tampoco para Mateo, su mejor amigo desde el día en que había llegado a La Guajira. Ambos crecían, estudiaban y, salvo pequeñas escapadas al límite de la selva, sin llegar nunca a internarse, el restringido mundo de la misión les parecía suficiente.

Mateo tenía la misma edad que Gonzalo. Era de una familia humilde de un pueblo de Burgos, Medina de Pomar, y, por medio de un tío sacerdote, había llegado a la misión para completar una educación que sus padres ansiaban darle, pero que no podían permitirse. El padre Leonardo aceptaba que no todos los que estudiaban allí tuvieran que contribuir al mantenimiento de la misión con bienes monetarios. «Ya llegará el momento —decía— de que devuelvan con creces la educación que se les ha dado». Y si no lo hacían, para el padre Leonardo, era designio divino y formaba parte de su misión. En todo caso, un niño no debía dejar de conocer la palabra del Señor solo porque no tuviera medios económicos.

El hecho es que Mateo y Gonzalo se habían convertido en inseparables. Aquellas esporádicas excursiones a los límites de la selva no las hacían solos. Los acompañaba Manuel. Manuel era el nombre cristiano que le habían dado a un niño mestizo que el orfanato de la misión había acogido. Su nombre motilón era Marú. Porque Manuel era hijo de una india motilona y de un padre blanco a quien no conocía. Su físico era curioso. Tenía la piel más clara que sus congéneres de raza y en su rostro destacaban unos ojos azules, impensables en ningún habitante de aquellas selvas frondosas. Aquellos ojos inquietaban a los miembros de su tribu y su madre acudió una tarde a la misión para entregar a su hijo, ya que el chamán había visto en él la personificación de un demonio que iba a traer la desgracia a su pueblo. El padre Leonardo lo había acogido y educado y consentía que su madre lo visitara en secreto. Según el padre Leonardo, un indígena —o medio indígena en este caso— podía ser el vehículo ideal para transmitir la palabra de Dios a los suyos.

Así, a medida que fue creciendo, Manuel pasó del orfanato al seminario y Mateo, Manuel y Gonzalo dormían en camas contiguas y estudiaban en pupitres también contiguos. Pasaban todo el día juntos.

El padre Celso tenía grandes planes para Gonzalo. Igual que el padre Leonardo lo había elegido a él como mano derecha y sucesor a la cabeza de la misión, el padre Celso había elegido a Gonzalo. Y razones no le faltaban. Gonzalo era un niño avispado, despierto, interesado por todo y con un don indudable para el liderazgo. Y estaba muy agradecido al padre Celso por haberle librado de la tortura de su tía Calvario. Confiaba tanto en él que incluso llegó a aceptar la versión que su tía había dado sobre sus padres. Gonzalo creyó la palabra de aquel cura y comenzó a olvidar la idea de volver a Puente Viejo. Fue tan sencillo… Solo le hizo una pregunta:

—¿Crees, Gonzalo, que, si yo supiera que tus padres andan buscándote, no removería cielo y tierra para devolverte con ellos?

Y Gonzalo, niño todavía, confiando ciegamente en quien solo le había traído cosas buenas, asintió y olvidó. Puente Viejo abandonó su mente, aunque permanecía en alguno de sus sueños, y la misión se convirtió en su mundo.

Pero ahora don Celso lo trataba de forma especial. Había comenzado a ser muy duro con él, cosa que no había hecho nunca antes. Sin embargo, era lo suficientemente hábil como para darle una de cal y otra de arena. Y así, Gonzalo consideraba que era parte de su educación y que don Celso le exigía más porque confiaba en él, como el padre que es más benévolo con el hijo más débil y más exigente con el más dotado.

En el orfanato habían empezado a verse cosas extrañas. Los niños salían antes de que rompiera el alba y regresaban a dormir bien caída la noche. Eso los más pequeños. Los mayores desaparecían un día y ya no se los volvía a ver. Manuel, muerto de curiosidad por el destino de muchos de sus amigos, decidió un día seguirlos. Y sin contarles nada a sus dos compañeros, determinó quedarse toda la noche en vela para vigilar qué pasaba. Los niños salían del orfanato en fila, con los ojos cargados de sueño, y se subían a un carro, donde, hacinados, viajaban hasta internarse en la selva. Aquella primera misión de espionaje de Manuel fracasó. Vicente, el capataz de la mina, lo descubrió atisbando entre la maleza y lo devolvió a la misión por las orejas. Lo llevó directo al despacho de don Celso.

Cuando entraron, sin llamar, el cura ocultó rápidamente algo en el cajón de su escritorio.

—¿Qué es esto de entrar sin llamar, Vicente?

—Aquí le traigo a uno de sus discípulos —replicó el capataz tirando aún más de las orejas de Manuel.

—¿Qué ha hecho? ¡Suéltelo!

—Intentar meter las narices donde no le llaman. Lo he encontrado atisbando el carro entre la maleza. Y eso, páter, no nos conviene ni a usted ni a mí, ¿verdad?

A Manuel le extrañó que el capataz empleara un tono amenazador con quien era la máxima autoridad de la misión. Pero lo que le extrañó aún más —a él y a todos— fue la desmesurada dureza del castigo. Antes de que empezaran las clases, llevaron a Manuel al patio del seminario y todos los alumnos, Mateo y Gonzalo incluidos, fueron convocados para que contemplaran el castigo que Manuel iba a recibir.

El propio don Celso ató a Manuel a un poste y comenzó a propinarle unos latigazos que fueron desgarrando su camisa y tiñendo los jirones de rojo. Así hasta diez latigazos, que en el delgado cuerpo de un niño de apenas doce años fueron una devastadora carnicería.

Manuel no emitió un solo gemido de dolor. Gonzalo no necesitaba levantar la vista del suelo para saber, por el chasquido, que el cuerpo de su amigo estaba siendo martirizado de forma cruel. Y aquel castigo lo estaba administrando aquel en quien el propio Gonzalo había confiado.

—Esto le sucederá a cualquiera que rompa las reglas. Vuestro sitio es el seminario. Desde ahora, cualquiera que sea sorprendido merodeando más allá de los límites de la misión recibirá el mismo castigo que Manuel.

Aquellas palabras del padre Celso cayeron como una losa en los corazones de todos. Gonzalo no entendía por qué de repente se establecía aquella regla que hasta entonces no había existido.

Ya en su catre, Manuel contó, dolorido, lo que había visto. Él no iba a mirar con mala intención, tan solo curioseaba.

Aquel castigo produjo en los tres amigos el efecto contrario al deseado. Los niños siguieron saliendo en aquel carro, pero ya no era Manuel el único que lo había visto. Gonzalo y Mateo se quedaban de noche a vigilar para llegar a entender para qué se hacían aquellos viajes. Y sobre todo para entender por qué aquellos niños volvían con cara de cansancio, arrastrando los pies, y estaban cada vez más delgados.

—Tenemos que seguir ese carro sin que nos vean —dijo Gonzalo una noche.

—Yo no voy. No quiero que me den latigazos como a Manuel —replicó Mateo asustado—. No es asunto nuestro.

—¿Y si algún día nos lo hacen a nosotros? —le preguntó Gonzalo.

—Pues entonces ya sabremos adónde van —repuso Mateo riendo.

—Entonces será demasiado tarde, Mateo —intentó convencerlo Gonzalo—. ¿No ves que cada día están más delgados? ¿No ves sus caras de cansancio?

—¿Qué propones? ¿Que los sigamos por la selva?

—¡Pues claro!

—¿Te ha cogido la luna, Gonzalo?

—Bueno, como quieras, Manuel y yo los seguiremos mañana —aseguró Gonzalo—. Tú te quedas aquí, gallina.

La selva jamás era un lugar silencioso, pero de amanecida, menos aún. Gonzalo se había acostumbrado a vivir con el sonido perenne de numerosos animales. Cuando rompía la luz del sol, el canto de los pájaros que lo saludaban se convertía en un zumbido. Bañados por esa media luz y protegiendo sus pasos con esa algarabía de cantos, Manuel y Gonzalo caminaban con sumo cuidado. Iban despacio, tras la carreta que avanzaba por los surcos que ya había abierto en días anteriores. La frecuencia de su paso no permitía que la selva retomase un territorio que le habían arrebatado.

Gonzalo perdió el equilibrio y apoyó su mano contra un árbol para no caer.

—Ten cuidado con dónde apoyas, Gonzalo —le advirtió su amigo—. Los animales grandes no son los más peligrosos. Son peores los pequeños.

—Lo sé. Tropecé. Sigamos. Andaré con más tiento.

Manuel tenía un instinto especial para caminar por aquellos lugares. Puede que fueran los pocos años que había pasado con los suyos o que lo tuviera en su memoria genética, pero lo cierto es que avanzaba con una habilidad de la que Gonzalo carecía. Manuel, descalzo, se deslizaba, mimetizado, mientras que Gonzalo, con sus sandalias, hacía lo que podía por mantener el equilibrio.

Otro traspié y Gonzalo perdió de nuevo el equilibrio y volvió a apoyar su mano en un árbol. Fue solo un instante, pero le empezó a arder la palma de su mano con una quemazón como la que provoca la llama de una vela. Cuando la retiró, la tenía enrojecida. Ante la queja de Gonzalo, Manuel se giró y vio aterrado lo que había pasado. Fue muy rápido. Gonzalo empezó a sentirse mal, con ganas de vomitar y con una tremenda flojera en sus rodillas. Vio como Manuel tomaba su mano y la ponía contra su boca, absorbía y escupía. Luego, sintió que Manuel lo cargaba en sus hombros y, trabajosamente, caminaba por la selva, de vuelta a la misión.

Ya no fue consciente de nada más. Cayó en un sueño profundo.

Cuando despertó, se encontraba en la enfermería de la misión. Tenía la mano vendada y la notaba hinchada. El padre enfermero salió corriendo en cuanto vio que Gonzalo había abierto los ojos y al poco rato entró don Celso.

—¿Cómo estás, Gonzalo?

—No lo sé. ¿Qué ha pasado?

—Eso es lo que quiero que me expliques. ¿Qué ha pasado? —preguntó el cura con severidad.

Gonzalo empezó a recordar sus últimos minutos de consciencia, al tiempo que iba trabando una historia que no implicara a Manuel y en la que él apareciera como el único responsable de lo que había sucedido.

—No sé lo que pasó. Me ha picado algo.

—¿Dónde fue eso?

—En la mano.

Don Celso le soltó un capón.

—Gonzalo, no te burles de mí —dijo enfadado—. ¿Qué hacías en la selva? ¿Acaso no sabes de sobra que está prohibido?

—Fui a…, fui a… —balbuceó el chico con el cerebro aún demasiado pesado para pensar con agilidad.

—Me da igual a qué fuiste. Desobedeciste y el Señor te ha castigado. ¿Necesitas alguna señal más de su justicia? ¿Algún latigazo, acaso?

—No, padre. Por favor —respondió Gonzalo aterrado.

—Escúchame bien, Gonzalo. Ésta ha sido tu última aventura. Tenlo claro. Otro desmán y te aseguro que probarás los latigazos.

Cuando se hubo repuesto, volvió al dormitorio. Caminó hacia su cama y, al pasar por la que ocupaba Manuel, vio que estaba deshecha y que el colchón estaba enrollado.

—Se ha ido —contestó Mateo a su mirada interrogante.

—¿Adónde?

—No lo sé. Supongo que a la mina. Se lo llevó Vicente a la mañana siguiente de tu accidente. Don Celso dice que intentó huir después de traerte, pero lo pillaron y lo metieron en una habitación con llave hasta que vino Vicente a llevárselo.

Mateo y Gonzalo se habían quedado sin su amigo. Por miedo al látigo, ninguno de los dos se atrevió a preguntar qué había sido de él. Y Gonzalo no volvería a la selva hasta pasados algunos años.