13
(1908)
Apenas eran las cinco de la tarde y ya había empezado a anochecer. En este caso, lo extraño no era lo temprano de la hora. En Puente Viejo había visto anochecer alrededor de esa hora en los inviernos duros y nevados de la comarca. Pero él estaba acostumbrado a que el sol fuera ocultándose lentamente tras las montañas y prolongando las sombras. Allí todo era de repente. Empezó a anochecer y al cabo de quince minutos ya era noche cerrada.
Además, se desencadenó uno de esos aguaceros que caen como cataratas sobre esa misma tierra que un sol vertical ha estado abrasando durante todo el día. A menudo es una lluvia tan densa que cuesta discernir con claridad a quién pertenecen las figuras que se encuentran a más de tres palmos de uno mismo.
Así era la selva colombiana. Así era la misión de La Guajira. Había cambiado las tierras duras donde el cereal crecía gracias a la constancia y al esfuerzo humano por aquellas tierras fértiles donde cualquier semilla brotaba con facilidad y crecía de forma salvaje sin necesidad de que los hombres les proporcionasen cuidados.
Había cambiado también su nombre. Ya no era Martín, el renacuajo de seis años al que su tía Calvario había arrastrado por los caminos, alejándolo de los suyos. Ahora era Gonzalo y estudiaba en el seminario de la misión de La Guajira, en la selva de Colombia. Se había convertido, a sus once años recién cumplidos, en un niño delgado y alto para su edad. Sobre su rostro, algunos rasgos estaban perdiendo la redondez de la infancia, y se cincelaban unas facciones que anunciaban la inminencia de un adolescente apuesto.
Calvario no quería dejar rastro sobre su destino, ni dar en su nuevo hogar demasiadas pistas sobre el pasado. Así que tan pronto como subieron al vapor de la Transatlántica en el puerto de La Coruña y la proa comenzó a cortar las olas rumbo a Sudamérica, le impuso a Martín un nuevo nombre: Gonzalo. Pero lo disfrazó como que aquel cambio de identidad era, en realidad, ventajoso para él. Le contó que la Guardia Civil le perseguiría por haberse escapado y por haberle robado su dinero. Y Martín, con un miedo cerval a perder su libertad, había aceptado, sin percatarse de que eso borraba aún más las posibilidades —si es que quedaba alguna— de que su familia diera con él. Un nuevo mundo, un nuevo nombre, una nueva vida. Eso era lo que había obtenido Gonzalo al pisar tierras colombianas.
La Guajira era una misión de reciente creación. Llegar hasta allí fue toda una aventura que los hizo atravesar caminos selváticos y navegar en canoa ríos tan anchos que a menudo no se veían sus orillas. No fue suficiente padecimiento la travesía del Atlántico, en la tercera clase de un buque que los dejó en Río de Janeiro tras varias semanas de una navegación insoportable. La tercera clase de los viajes transoceánicos viajaba amontonada en camarotes comunes, con escasas condiciones higiénicas y una ventilación casi inexistente, donde el aire se hacía irrespirable. En tantas semanas de travesía siempre alguna tormenta alteraba los estómagos casi vacíos de aquellos pasajeros hacinados, y los humores que expulsaban de sus cuerpos tornaban el aire casi venenoso.
Por si todo aquello fuera poco, Calvario no relajó la vigilancia ni las torturas que infligía a Gonzalo. Estaba dispuesta a aprovechar aquel tiempo, en un espacio donde el niño no podía escapar, para entregarlo a la misión lo más domado posible. Así que, sin ninguna razón, mantuvo el castigo del cilicio en el muslo de su sobrino durante todas las noches que duró la travesía. Y como desconfiaba de él de forma absurda, lo esposaba a los barrotes de la litera con los grilletes que había comenzado a ponerle tras haberlo encontrado en Valladolid. La mayor distracción que le permitía era subir a la cubierta para ver a los pasajeros de primera clase pasearse por el barco del mismo modo que aquellos señores empingorotados que lo habían despreciado en el paseo de Alfonso XIII. Pero al menos podía respirar aire puro.
La primera vez que Martín vio el océano le pareció excitante, con aquella habilidad que tienen los niños para poner alegría en las cosas más pequeñas de una vida aciaga. Pero después de varios días, aquel azul inmenso dejó de llamarle la atención. Calvario lo mantenía vigilado y aislado en la medida de lo posible. No le dejaba entablar conversación con nadie, por miedo a que revelara su verdadera identidad y encontrara un medio para escapar. Claro que Gonzalo buscó medios para escapar, pero realmente nada podía hacer en aquel mundo flotante tan grande y tan reducido a la vez.
Cuando llegaron a Río de Janeiro, Calvario tomó las esposas y ató a su sobrino a su muñeca. Y así hicieron el viaje, siempre que fue posible. Al cabo de un tiempo, Gonzalo comenzó a hacer caso omiso de su cautiverio y prefirió observar todo aquel nuevo mundo que se abría ante sus ojos. Tenía un recuerdo especialmente agradable de su llegada a La Guajira. Tras atravesar ríos, navegando en canoas, Gonzalo y Calvario pusieron el pie en territorio de la misión. La noche caía de esa forma repentina a la que Gonzalo ya se había acostumbrado y, caminando por una estrecha vereda, ganada a la selva a golpe de machete, Gonzalo miró a un lado del camino y vio el suelo sembrado de pequeñas lucecitas. Las había a cientos y palpitaban sobre la hierba húmeda. Eran luciérnagas. Puente Viejo también las tenía, pero encontrarlas era difícil. En cambio, allí había tantas que alfombraban el camino, restando oscuridad a la repentina noche.
El edificio más importante de la misión era la iglesia y a ella se encaminaron cuando llegaron. Calvario se arrodilló a rezar y musitaba las gracias al Señor por haberlos llevado sanos y salvos hasta su destino. También obligó a Martín a que hiciera lo mismo. Luego fueron al edificio anexo, donde la mujer preguntó por el padre Celso. Aquel edificio y la iglesia eran los únicos que estaban construidos de ladrillo. Otros del mismo material estaban en construcción, pero el resto de las edificaciones eran de madera y caña, con las paredes hechas de guano. En aquella misión había aún mucho por hacer, sin duda.
Don Celso era un hombre enjuto, que rondaba la cuarentena, de nariz aguileña y mirada de un gris metálico. Su boca era fina y sonreía de manera sincera. No era desagradable físicamente y a Gonzalo le pareció que podía confiar en él.
Don Celso hizo que tomaran asiento frente a su mesa, un sólido mueble de caoba tallada, que destacaba por su belleza en un entorno austero que tenía una cruz por único adorno. Mientras Calvario explicaba la historia de su sobrino y lo presentaba como un desgraciado niño huérfano al que su familia había abandonado para dejarlo en sus manos, el padre Celso miraba a Gonzalo sonriendo. La intención de Calvario era dejarlo allí, al cuidado de los padres de la misión, para que recibiera una formación católica y abrazara después el sacerdocio.
Aquello del sacerdocio era nuevo para Martín y dio un respingo en su silla cuando su tía lo dijo.
—¡Pero yo no quiero ser cura! —protestó.
—No me ha dado tiempo de decirle, padre, que Gonzalo es un niño rebelde —dijo la tía mirando con cara de reproche a su sobrino—. Como bien puede usted observar.
—Pocos niños conozco que a esa edad tengan una vocación por el sacerdocio —replicó el padre mirando a Gonzalo con complicidad—. En cambio, niños rebeldes conozco más de los que puedo contar.
Definitivamente, a Gonzalo aquel sacerdote le caía bien, así que le devolvió la sonrisa.
—¿No es acaso éste el lugar para despertar su vocación, padre? —preguntó Calvario.
—Lo es, sin duda. Pero esa llamada le vendrá a Gonzalo con los años, si el Señor así lo decide. Nosotros lo único que podemos hacer es facilitar el camino para que, si es designio divino, se convierta en un digno servidor de la fe.
—¿No tengo que ser cura?
—Solo si tú lo quieres, Gonzalo. El Señor no quiere servidores sin vocación.
—Es el mejor camino para ti, Gonzalo —le dijo su tía Calvario.
—Lo primero que haremos con Gonzalo, hermana, será acomodarle en una litera junto con sus compañeros. Hay niños más o menos de tu edad, ¿sabes? —dijo a Gonzalo mientras continuaba sonriendo—. Aquí tendrás amigos y aprenderás cosas. Muchas cosas. Nosotros nos ocuparemos de él, hermana. Puede ir tranquila.
—¿Tú no te vas a quedar aquí? —preguntó Martín, al que aquella conversación lo llevaba de sorpresa en sorpresa.
—No, pequeño. Yo tengo un lugar en el convento de Santa Clara, en Cartagena de Indias. Si el padre te acepta, me iré hoy mismo. —Calvario sacó un sobre de su zurrón y lo tendió al padre Celso—. Confío, padre, en que esto sea suficiente para proporcionar a la misión medios para la educación de mi sobrino. Y alguna cosa más para el bien común.
Don Celso abrió el abultado sobre y pasó unos instantes contando la cantidad que contenía. Lo dejó de lado y aseguró:
—Cuidaremos bien de Gonzalo. Pierda cuidado. Y lo que el Señor designe así se hará.
Calvario se levantó y dio a su sobrino un beso en la frente. Ésa fue toda su despedida. Gonzalo permaneció sentado en la silla, viéndola marchar, con una mezcla de alivio y preocupación. El padre Celso parecía buena persona. También lo había sido el padre Críspulo, pero había encontrado tanta gente en los últimos tiempos que no era lo que aparentaba ser que Gonzalo no las tenía todas consigo.
Cuando hubo despedido a Calvario, el padre Celso regresó junto a Gonzalo. Ocupó la silla que había dejado su tía y le contó con palabras perfectamente inteligibles para un niño de su edad que su obligación a partir de ahora sería estudiar, obedecer y rezar. El sacerdote se dio cuenta de que había un bulto en el muslo del niño y, señalando el cilicio, le dijo:
—Eso te lo puedes quitar. Eres aún muy pequeño para llevarlo. Dudo mucho que tus pecados merezcan esa penitencia.
Gonzalo sonrió aliviado y feliz. Era, después de muchos meses, el primer momento de alegría que aquel pequeño tenía. El padre Rafael fue quien lo acompañó al dormitorio. Era un espacio alargado, con camas a ambos lados. Algunas de ellas estaban hechas, otras tenían los colchones enrollados, como esperando a que alguien las ocupara para extenderse.
A Gonzalo le dieron ropas más acordes con la región en la que se encontraban. Eran más ligeras y de algodón, así que enseguida dejó de pasar calor con aquellos pantalones de franela que servían de mucho en España, pero que, en Colombia, no hacían sino entorpecer.
Y Gonzalo se adaptó a un lugar del que había desconfiado en un principio, pero que le proporcionaba una libertad que había desconocido desde que su tía Calvario lo separara de sus padres.
Ahora, cinco años después de aquella primera noche en La Guajira, Gonzalo se había aclimatado por completo a aquel mundo exuberante. Aceptaba sin problemas la disciplina de estudio y de horarios, demostrando que no es que fuera un niño rebelde. Simplemente, no se plegaba a decisiones injustas. Y así como su tía Calvario había sido pródiga en ellas, en La Guajira, hasta el momento, no había tenido que sufrir ninguna.
Pero las personas y las cosas cambian e, inexplicablemente, el padre Celso había cambiado. Y no lo había hecho para bien.