16

Todo estaba quedando muy coqueto. Emilia quería que su nuevo negocio tuviera el calor de un hogar, y ella y Alfonso lo estaban consiguiendo. Pocas discusiones había entre ellos sobre temas de decoración, ya que Alfonso confiaba en el criterio de su mujer. Emilia consideró que el toque definitivo lo darían unas cortinas de encaje. Las había visto en las ventanas de Lausana y tuvo claro que quería esos encajes para su hotelito. Pero lo que veía en el colmado Mirañar no acababa de convencerla, así que decidieron llegarse a La Puebla en día de mercado para buscar algo diferente.

María, entusiasmada con la aventura, fue la primera en subirse al carro a esperar a sus padres. Emilia consintió que fuera en el pescante con su padre y ella se acomodó en la parte trasera. No quería empezar el día con una rabieta por una cosa sin importancia. Y ver a su hija tan feliz al lado de su padre bien valía la pena.

A medida que se iban acercando a su destino, el flujo de carros y caballos iba aumentando; todos confluían en la parte central del pueblo, donde el mercado extendía sus dominios. María conocía el mercado de Puente Viejo, pero no había visto ninguno tan grande como aquél. En su pueblo también voceaban la mercancía, pero aquel guirigay era algo que ella nunca había visto. Mejor dicho, algo que nunca había oído y era tan intenso que María se llevó las manos a los oídos.

Faustina cruzaba los bolillos con sorprendente habilidad. De vez en cuando, levantaba la cara, con una mirada entristecida por lo que debían de haber sido años de sufrimiento, pero sus manos mantenían el mismo ritmo frenético en el progreso de su labor. Debía de rondar la cincuentena o puede que no, pero su aspecto de mujer curtida en el trabajo le hacía aparentar esa edad. María miraba absorta sus manos nudosas y rápidas, mientras Emilia examinaba los encajes que la bordadora exponía en un paño negro que tenía extendido sobre el suelo.

—¡Huy! ¿Qué te ha pasado en ese brazo? —dijo Faustina al ver el cabestrillo de María.

—Me caí en una zanja. Pero no duele —respondió María orgullosa de su herida de guerra.

—Eres una niña valiente. Te pareces mucho a mi hija Petra —le dijo la bordadora—. Era así, morenita como tú y muy bonita. Y trepaba a los árboles. ¿Tú también?

—¿Está aquí su hija? —preguntó la pequeña, ansiosa de encontrar alguna amiguita con quien correr aventuras y trepar a los árboles.

—No, hija. Está en el cielo. Con sus otras dos hermanas. —Faustina soltó su labor para santiguarse.

—¿Se cayó de un árbol? —indagó la niña.

—¡Qué desgracia! —intervino rauda Emilia—. ¿Ha perdido a tres hijas?

—Sí. Mis tres hembras murieron y mi marido también. El señor ha querido dejarme sola en el mundo. ¡Qué se le va a hacer!

—Pero le ha otorgado un don con las manos. Este trabajo es primoroso.

—Muchas gracias, señora. No sé cuánto tiempo podré aguantar esta vida de feria en feria. Mis dedos ya no son lo que eran. Ni mi vista tampoco.

—Me llamo Emilia —dijo sintiendo un impulso irrefrenable de simpatizar con aquella mujer tan baqueteada por la vida.

—Yo Faustina, para servir a Dios y a usted.

—Encantada, Faustina. Mire, yo necesito unos metros de este encaje. Pero son para unos visillos. ¿Tendrá usted suficiente ya hecho?

—Eso le da para dos ventanas, a lo sumo. Más no tengo. Tendría que hacerlo.

—Pues sí. Le hago un encargo en firme. Necesito para cinco ventanas. ¿Cuánto tardaría usted en tenerlo presto?

—Pues no mucho. Unos cuatro días. Pero yo no vuelvo aquí hasta dentro de una semana. Los puede recoger entonces, si le place.

—¡Hecho! ¿Le tengo que dar alguna señal de adelanto?

—No, Emilia. Deje, deje. Me parece usted buena persona. Me fío de usted.

—Muchas gracias, Faustina. La verdad es que yo no sé si estos trabajos se pagan en lo que valen —le dijo Emilia con complicidad.

—Yo le haré un buen precio, Emilia.

—El que tenga que ser. ¡Faltaría más! No lo decía por eso. Todo lo contrario.

Faustina se agachó y buscó entre las piezas de su puesto. Tomó dos pañuelos con el borde de encaje y le dio uno a Emilia y otro a María.

—Éste es para tu brazo, ¿te gusta? —María lo cogió enseguida y dio las gracias atropelladamente, encantada con su regalo.

—Y éste para usted, Emilia. Es un obsequio.

—¡De ninguna manera! ¿Cuánto es?

—Acéptelo, hágame el favor. Si no, me sentiré ofendida —repuso Faustina esbozando una sonrisa triste.

—Sea, pues. Agradecida.

Alfonso, que ya había terminado sus mandados por el mercado, vino a recogerlas y todos se despidieron de Faustina hasta la siguiente semana. Tras una visita al doctor para que examinara el brazo de María, que tendría que conservar el vendaje una semana más, tomaron el camino de regreso. Emilia recuperó su lugar en el pescante con Alfonso, pero a María no le importó, porque hizo todo el camino de vuelta a casa dormida, vencida por el cansancio después de tanto tiempo en La Puebla.

—Alfonso, me andaba yo barruntando que lo mismo esta mujer de los bordados podía ayudarnos a cuidar de María.

—Sí que hemos dicho que nos iba a hacer falta alguien, es cierto. Al menos por un tiempo. ¿Por qué esta mujer, Emilia?

—No sé. Me ha dado un buen pálpito con ella. Sus manos son, sin duda, las de una mujer trabajadora y, al mismo tiempo, son capaces de los trabajos más primorosos.

—¿Y por qué iba a querer ella venir con nosotros?

—Dijo que estaba cansada de la vida errante. Es mayor, Alfonso. O al menos lo parece. Yo creo que ansía quedarse a vivir en un lugar.

—¿Y por qué no alguien del pueblo? ¿No sería mejor?

—Sí, tienes razón, pero se me antoja que a esta mujer le vendría bien. Está muy sola. Ha perdido tres hijas, Alfonso. Eso debe de ser terrible para una mujer. En parte me mueve la compasión, cariño —reconoció Emilia.

—Bien está. Meditémoslo una miaja nada más. ¿Te parece?

—Me parece —asintió Emilia—. La semana que viene hemos de volver a buscar los encajes, y ya veremos.

Cuando, a la semana siguiente, volvieron a buscar el encargo —que resultó tan perfecto como Emilia pensaba— le propusieron a Faustina que cuidara a María. La mujer aceptó, sin dudarlo, con lágrimas de agradecimiento en los ojos. Emilia puso como condición que probaran unos días hasta ver cómo se adaptaba María y, si todo iba bien, tendría el trabajo. Faustina aceptó comprensiva. Subió sus escasas pertenencias a la carreta y todos regresaron a Puente Viejo.

Emilia había pedido permiso a Pedro Mirañar para que Faustina ocupara, por un módico alquiler, una cabaña que se encontraba en las afueras del pueblo, en terrenos comunales. Es cierto que estaba un poco alejada, pero María en cualquiera de sus aventuras llegaba mucho más allá. María empezaría el colegio al año siguiente y tendría muchas más horas ocupadas. Además, Emilia pensaba que, una vez que pasara el apretón inaugural de la posada, la presión de trabajo se aliviaría y ella dispondría también de más tiempo para su hija.

Emilia le pidió a Faustina que le enseñara a la niña las primeras letras y las primeras cuentas, así aprovecharía el tiempo. Al principio, María estaba excitada con la idea de pasar sus días en el campo. Podría, burlando la vigilancia de su aya, o incluso con su compañía, dar esos paseos que sus padres le prohibían.

Alfonso había consentido en contratar a aquella mujer porque veía a Emilia demasiado agotada con todas las obligaciones y porque claudicaba en cualquier cosa que fuera dar gusto a la que tanto amaba. Pero no acababa de confiar plenamente en Faustina. No obstante, se limitaba a callar y a observar, sin que Emilia se diera cuenta, el comportamiento de la mujer, cada vez que devolvía a María con sus padres.

En ocasiones, María se quejaba de que se aburría, de que Faustina no la dejaba salir de la cabaña. Pero como alma inocente, lo decía delante de ella y aquélla quitaba importancia al asunto.

—María, sí sales, pequeña. Pero no puedo permitir que te me pierdas de vista.

—Claro, María. Faustina está aquí para cuidarte —intentaba hacerle comprender Emilia a su hija.

En cualquier caso, Emilia, que conocía a su hija y sabía que no mentía, decidió hacer un poder al día siguiente y fue a merodear por las inmediaciones de la choza de Faustina. Lo hizo con cuidado, para que no la descubrieran y, escondida tras los castaños, vigiló durante un rato. Se extrañó al ver que se acercaba a la cabaña un pastor de aspecto descuidado, rodeado de unas pocas cabras. Nunca había visto por allí a aquel hombre y su aspecto siniestro —al menos eso percibió de lejos— le llamó la atención. Vio como Faustina le decía algo a María y la metía corriendo dentro de la casa. Se acercó un poco más para intentar discernir lo que ambos hablaban, pero no lo consiguió. Sí tuvo la impresión, en cambio, de que Faustina estaba enfadada y de que el hombre reía ante el enfado. De haber podido oír su conversación, se habría asustado mucho.

—Bonita niña tienes. Como la Petra —dijo el pastor señalando con la cabeza al interior de la choza.

—A ésta no le toques un pelo —decía Faustina mientras lo señalaba con su dedo índice amenazadora.

—¿La vas a encerrar en ese chozo tan resistente? —replicaba el pastor soltando una carcajada.

—Ésta me da el pan, así que mantente lejos, ¿me oyes?

Emilia vio como el hombre se alejaba, daba unos pasos y se giraba repentinamente, asustando a Faustina, que dio un respingo. Avelino, que así se llamaba el pastor, se alejó riendo a carcajadas y azuzando a sus cabras. Emilia se quedó inquieta, pero no podía revelar lo que había visto sin parecer una cotilla, así que volvió a casa, intentando dilucidar cuál podía ser el alcance de la relación entre aquel hombre y Faustina, que decía estar sola en el mundo. Prefirió no comentar nada con Alfonso para no inquietarlo, pues éste, además, andaba raro por aquellos días. Suponía Emilia que se debía a los nervios del nuevo negocio. Así que decidió callar y observar mucho más de cerca a la cuidadora de su hija.

Sin embargo, Emilia decidió no seguir con su incertidumbre y, un día que fue a recoger a María, le pidió un momento a Faustina para hablar con ella. Aprovechando que la niña estaba jugando en el interior, Emilia la invitó a alejarse un poco.

—No quiero inmiscuirme en su vida, Faustina, Dios me libre —comenzó Emilia, mientras caminaban unos metros—, pero hay una cosa que me inquieta y quiero hablarla con usted.

—Usted dirá, Emilia.

—Hace unos días que veo rondar por aquí a un pastor, al que supongo que usted conoce. —Emilia detuvo entonces la marcha, pues quería ver la cara de Faustina cuando ésta le contestara.

—Claro que lo conozco —dijo con naturalidad—. Es Avelino. Mi hermano.

Emilia se tranquilizó por un segundo. Y calló. Faustina prosiguió su explicación, sin que Emilia le hubiera pedido que lo hiciera.

—Baja de tanto en tanto del monte para visitarme. No tiene ningún peligro, señora. No se preocupe. Es un hombre callado y un poco bruto, pero sin peligro. La niña no tiene nada que temer.

Emilia recordó una frase de su padre que solía encerrar mucha verdad: «Excusatio non petita, accusatio manifesta». Aquella mujer estaba dando tantas explicaciones —que Emilia no creía haber pedido— que daba la impresión de que se estaba justificando. Pero, por otra parte, Emilia pensaba que era normal que un hermano visitara a su hermana de vez en cuando.

—Bueno, Faustina, creo que es hora de que me lleve a María —concluyó Emilia mientras entraba en la cabaña y se llevaba a la niña a toda prisa.

A partir de entonces se reveló algo curioso: Emilia espiaba a Faustina dondequiera que ésta estuviera con María y, allá adonde fueran, antes o después, encontraba al pastor merodeando. El caso es que aquel «de vez en cuando» que había dicho Faustina era en realidad «todos los días», y Emilia se iba cargando de aprensiones.

Aunque Dolores Mirañar tenía el gran defecto de ser excesivamente curiosa, aquel afán suyo por estar al tanto de todo era una ventaja cuando se quería saber algo. Y Emilia pensó que si alguien tenía información de aquel extraño hombre era Dolores. La alcaldesa consorte no sabía nada de él, ni de ningún forastero que hubiera llegado recientemente al pueblo, pero convino con Emilia en averiguarlo y contarle todo. Sus pesquisas resultaron infructuosas. Preguntaba a cualquier cliente que entraba; lo habló con su marido, Pedro Mirañar; si algún forastero pasaba por el colmado, indagaba sobre si era el posible pastor o si lo había visto, pero todo eran negativas. Y así se lo dijo a Emilia, que empezó a pensar que quizá aquel hombre estaba solamente en su imaginación, fruto de los miedos que la invadían desde la desagradable historia con Adolfina.

Aquella obsesión también le trajo problemas con Alfonso, que notaba que su esposa desaparecía de la posada y daba explicaciones peregrinas cuando le preguntaba dónde había estado. Emilia no se atrevía a revelarle sus temores, pues habría equivalido a aceptar que se había equivocado con Faustina y, de momento, no quería reconocer ese error sin al menos tener pruebas y no solamente sospechas. Pero Alfonso notaba que Emilia se iba alejando de él. Y él se daba a sí mismo una explicación que nada tenía que ver con la realidad. Pensaba que la razón era que no había sido capaz de darle otro hijo, siete años después del nacimiento de María, y que, ahora que la niña había crecido y pasaba menos tiempo con ella, aquella carencia se hacía más notoria.

Así las cosas, aquella tarde, Emilia tenía intención de llevarle a la niña a doña Francisca, aprovechando la ausencia de Alfonso, así que se acercó a recogerla a la choza de Faustina un poco antes de lo habitual. Entró sin llamar y lo que vio en el interior de la modesta cabaña le heló la sangre. María estaba en polainas, sobre el regazo de Avelino. Aquel ser abyecto tenía un brazo alrededor de la cintura de la niña y le acariciaba el pelo, al tiempo que la miraba de una forma lasciva. Emilia saltó como accionada por un resorte y tiró de María para bajarla de las rodillas del pastor. Puso a la chiquilla tras de sí y se encaró con el pastor, que seguía sentado.

—¿Qué estás haciendo con mi hija, bastardo? —gritó como una leona.

—Temple, señora, que yo no estaba haciendo nada —replicó Avelino con una calma insultante.

—¿Qué hacía mi hija en tus rodillas? ¡Cerdo! —chilló Emilia mientras se dirigía a él con el puño en alto. Avelino se levantó y paró el golpe, agarrando fuerte la muñeca de Emilia y retorciéndosela.

—¡Mamá! —gritó María.

—¡Sal de aquí, María! ¡Corre! —La pequeña se había quedado petrificada—. ¡Corre, te he dicho! ¡Ve con doña Francisca!

Aquel tipo no soltaba su presa. Tiró de Emilia hacia sí y la puso de espaldas, contra su cuerpo. Con la mano que le quedaba libre, tomó su cara y la apretó, girándola hacia sí. Le habló muy cerca, con un aliento apestoso y fermentado.

—Escúchame bien, rubia —sus palabras fluían lentamente, como un veneno espeso—, guárdate de decir nada de lo que ha pasado aquí. Sé que tu marido anda fuera y como se te vaya la muy, ni tú ni tu hija lo contáis. ¿Quedó claro?

Emilia no contestaba. Estaba aterrada. Ante la contundencia del pastor, emitió un débil «sí» y notó que la presión de aquellas manos rasposas cedía. Sin mirar atrás salió de la cabaña. El sonido de la risa sardónica de aquel ser repugnante quedó paulatinamente apagado por la lejanía y los latidos de su corazón.

Cuando por fin se acercó a La Casona, encontró a María en brazos de doña Francisca, llorando, con una congoja tal que no podía respirar. La Doña la abrazaba y la niña abrazaba a la mujer como si aquel contacto la alejara de cualquier peligro. Cuando vio entrar a Emilia, sofocada y casi sin aire, el susto de la Montenegro no hizo sino aumentar. En uno de los escasos gestos de ternura que se permitía Francisca Montenegro, tendió un brazo hacia Emilia y la hizo sentarse a su lado en el diván. Tan asustada estaba que salió la niña que aún vivía en su interior e, igual que María, comenzó a calmarse con el contacto de la Doña.

Cuando recobraron algo de sosiego, Francisca llamó a Agustina y le ordenó que diera de merendar a María. Le tendió a la niña después de darle un beso en la mejilla y con la orden expresa de que la mimara.

—Y ahora, Emilia, me vas a contar lo que ha pasado —dijo la Doña girándose hacia ella—. María no podía hablar del susto y tú no eres ninguna histérica, así que algo muy gordo ha debido de ser.

A medida que iba conociendo los detalles del hecho, una ira irrefrenable iba apoderándose de Francisca, pero, en medio de esa ira, se filtraba el cálculo que convenía para lo que ella anhelaba.

—Habrá que tomar medidas, sin duda —sentenció con toda la calma que se pueda imaginar—. Y quiero que me escuches atentamente, Emilia. Y sin una réplica, evidentemente.

Emilia asintió y la Montenegro prosiguió.

—Está claro que no puedes proteger a María. Con ese elemento rondando y con tu marido haciendo quién sabe qué fuera de casa.

—Ha ido a… —intentó defender Emilia.

—No me importa lo que esté haciendo. El caso es que no está cuando tiene que estar. —Emilia calló y otorgó, y la Doña prosiguió—. Sabes que soy la única que puede proteger a tu hija. Por eso le dijiste que viniera corriendo a mi casa, ¿no es así?

Emilia asentía y veía cernirse la trampa, pero no tenía argumentos para rebatir a la Doña.

—Yo cuidaré de María. La traerás a vivir conmigo. Te dije hace tiempo que era lo mejor para ella.

—Eso no, doña Francisca. Puede pasar los días, si a usted no le importa, hasta que vuelva Alfonso, pero dormir no. Mi marido nunca lo aceptaría.

Francisca sabía que para conseguir lo que quería iba a tener que dar un paso detrás de otro, así que prefirió soltar un poco el sedal.

—Sea, pues. Pasará los días aquí, conmigo, bien vigilada, y la recogerás en la tarde para que duerma contigo. ¿Estamos?

—Sí, señora —acató Emilia—. Pero solo hasta que vuelva Alfonso.

—De acuerdo. No sé si tu marido tendrá los arrestos suficientes en caso de que ese pastor del demonio se acerque; pero probemos.

Con ese acuerdo, que favorecía a las dos partes, transcurrieron unos cuantos días. Emilia estaba tranquila, María feliz en La Casona, jugando con bonitas muñecas y regresando a casa para dormir con su madre. Emilia le había consentido un privilegio que le faltaba desde que había crecido: dormir en la cama de sus padres.

Lo que Emilia no sabía es que Francisca Montenegro las vigilaba cuando se marchaban, a la caída de la tarde, las seguía, sin que ellas lo supieran, hasta que tomaban el camino del pueblo y se acercaban a éste lo bastante. Una tarde como tantas otras, Francisca estaba vigilando, como era su costumbre. Madre e hija iban caminando y se internaron en la parte más profunda del jardín de La Casona. A Francisca la inquietaba esa zona y respiraba aliviada siempre que las veía asomar. Pero aquella tarde tardaron demasiado en hacerse visibles de nuevo. Francisca esperó, pero no aparecieron.

Igual que Francisca las vigilaba, también lo hacía Avelino, y aquella parte del jardín que inquietaba a Francisca lo favorecía a él. Fue todo muy rápido. De un golpe en la cabeza, dejó inconsciente a Emilia y se abalanzó sobre María, tapándole la boca. Su depravado instinto le obnubilaba de tal manera que desgarró las ropas de María allí mismo, en el jardín de la Montenegro. Aplastando a María con su peso, le sujetó las manitas y la forzó. María no podía gritar. La mano de Avelino le tapaba la boca y apenas le permitía respirar. Su mirada estaba perdida, fija en el cielo. De pronto, sintió que algo húmedo le salpicaba la mejilla. Era sangre. Sintió que la cabeza del pastor caía y que todo su peso inerte se desplomaba encima de su cuerpo asfixiándola. Emilia había recuperado el sentido y le había abierto la cabeza con una piedra. María pudo zafarse, deslizándose como una culebrilla, pero Avelino no estaba ni mucho menos acabado. Como un gato se levantó y agarró a Emilia del pelo, la tiró al suelo y comenzó a apretar su cuello.

—Te dije que acabaría contigo —mascullaba con una mirada desencajada mientras Emilia sentía que ya no podía respirar.

En su último soplo de vida, Emilia vio que Francisca se acercaba empuñando un cuchillo que clavó con decisión en el costado del hombre. De nuevo, Avelino aflojó la presión, pero echó la mano a un lado y se arrancó el arma que lo había herido. Blandiéndola, se fue contra Francisca, que retrocedía y agarraba sus faldas al intentar esquivarlo. Aquel monstruo reía, como jugando al gato y al ratón con la mujer, hasta que su risa cesó y cayó de nuevo al suelo. Emilia le había golpeado con una pala y no paró cuando lo vio inerte: siguió golpeando la cabeza, con movimientos regulares, hasta que perdió la cuenta de los golpes que llevaba dados a aquella masa sanguinolenta. Francisca dejaba que aquella madre descargara toda la furia contra el que había forzado a su hija, una niña de siete años, que no era consciente de qué era lo que había pasado exactamente y que ahora tenía su mirada perdida en algún punto muy lejano del horizonte y la mente muy lejos de aquel lugar.

—Emilia, está muerto —dijo por fin Francisca.

Pero Emilia lloraba de rabia y no se detuvo hasta que Francisca se acercó y le sujetó el brazo cuando iniciaba la descarga de un nuevo golpe.

—Ya, Emilia. Ya está.

Francisca era la única que conservaba la cabeza fría. Con la misma pala que era el arma homicida, cavó un agujero. Francisca Montenegro estaba ocultando las pruebas del delito de Emilia con sus propias manos. Ambas mujeres tomaron el cadáver de Avelino y lo echaron dentro. Las dos quedaban así unidas de por vida por un terrible secreto.

Francisca Montenegro ordenó plantar, en ese mismo lugar, otra higuera que crecería frondosa con las raíces profundamente ancladas a aquella tierra. Y ordenó a Mauricio que redujera a cenizas el chozo de Faustina… con ella dentro.

Algunos días después de que aquellos hermanos desaparecieran de la faz de la tierra, Francisca mandó recado al afilador de que pasara por La Casona. Si alguien podía enterarse de cosas, fuera del radio de acción de la Montenegro, era él. Y sí, Pepe sabía quién era Faustina y le contó la historia.

Era tan negra y depravada que a la propia Montenegro le costó creerla. Pepe había oído que ambos era de Cienmilanos y que los habían sacado a pedradas de su pueblo. Por eso vagaban de acá para allá. Ella de feria en feria, ganándose el sustento con el arte del encaje, y él apacentando un ralo rebaño de cabras y vendiendo su leche a quien no hubiera oído nada de su historia. A Faustina no se le conocía marido, decían en el pueblo, pero sí tenía tres hijas y solo la visitaba un hombre: su hermano, cuya vida transcurría como la de un eremita, en los montes, con las cabras. Por aquel motivo, el pueblo sospechaba que las tres hijas de Faustina eran, en realidad, fruto del incesto. La muerte de las tres niñas, a una edad nunca superior a los siete años, tenía una explicación aún más negra. Se decía en el pueblo que Avelino era un ser depravado con una atracción malsana por las niñas de corta edad y que Faustina prefirió matar a sus hijas a someterlas a la tortura de ser el juguete sexual de aquel que, al mismo tiempo, era su padre y su tío.

A aquello fue a lo que tuvo que enfrentarse María cuando solo contaba siete años de edad. Y fue también lo que le permitió a Francisca Montenegro conseguir el objetivo que siempre había tenido en su punto de mira: ser ella quien criase a María.