8
Fue Raimundo quien, al ver cómo su hijo iba deslizándose día a día por una pendiente sin remedio sin que nadie a su alrededor pudiera hacer nada por ayudarlo, acabó tomando la decisión. Aunque, ciertamente, Tristán no era el único que se había visto afectado por la ausencia de Pepa. Y era ausencia, porque su cadáver seguía sin aparecer. En la casa de comidas, en el colmado, en la plaza, cada día se escuchaba un nuevo punto de vista sobre lo que le había sucedido a la partera. No había una explicación sobre su desaparición, pero si alguien tenía algún interés en encontrar todas las versiones posibles compiladas en un solo lugar, ya sabía adónde debía acudir.
Dolores Mirañar era la perfecta tesorera de todos los dimes y diretes de Puente Viejo y de alguno de La Puebla. Ella se sentía en la obligación de mantenerse informada y de informar a sus vecinos. Era parte de sus obligaciones como «alcaldesa consorte», según decía ella, y su colmado, en la plaza del pueblo, era, desde luego, el sitio perfecto para que confluyeran los que proporcionaban información y los que deseaban recibirla.
—Yo creo, Emilia, que lo que en realidad ha sucedido es que Pepa se ha ido a buscar a su hijito Martín —decía Dolores mientras preparaba el pedido de la casa de comidas. Y tal y como se lo contaba a Emilia, lo hacía con cualquiera que apareciera por su negocio.
—Pero, Dolores, ¿cómo se va a ir así, sola y sin decirle nada a nadie? Ni que usted no la conociera —respondió Emilia—. Póngame unos cuantos caramelos de violeta para María, que le encantan.
—Te digo yo que sí, Emilia. O eso o ha desaparecido para torturar a la Montenegro.
—Eso nos torturaría a todos, no solo a doña Francisca.
—Entonces, ¿qué explicación le das tú? A ver… —respondió Dolores—. ¿Necesitas garbanzos? No te llevaste la semana pasada.
—Sí, que se acerca el frío y es tiempo de cocidos. —Emilia comprobaba la calidad de la legumbre—. No sé qué explicación darle, Dolores. Pero no creeré ninguna en la que Pepa haga algo que pretenda causar daño.
—La verdad sea dicha: el señorito Tristán no levanta cabeza.
—Ni nadie. No crea que a mí no me falta presencia de ánimo. Hay días en que me despierto con la idea de acercarme a El Jaral a verla y al poco caigo en la cuenta de que ya no puedo hacerlo —replicó Emilia con la mirada húmeda.
—Por ahí pasa tu padre. Otra alma en pena, ¿adónde irá? —se preguntó Dolores en voz alta al tiempo que dejaba la pala de la legumbre y se acercaba a la puerta—. Parece que se dirige a casa de don Anselmo. Siempre me llamó la atención la amistad de esos dos hombres. Raimundo tan ateo y el padre…, pues eso. De ateo nada.
—Dolores, los garbanzos. Que tengo a María con Alfonso y tiene faena.
—¡Ay, Señor! Si es que se me va el santo al cielo con tantas cuitas —suspiró la otra volviendo a tomar la pala.
Efectivamente, Raimundo entró en la casa de don Anselmo. Llevaba una idea clara de qué hacer para acabar con aquellas habladurías y, sobre todo, con el decaimiento de su hijo.
—Creo que Tristán necesita un sitio donde llorar su dolor, padre —decía mientras observaba cómo don Anselmo le servía una copita de mosto.
—Ya sé que tu hijo no levanta cabeza. Es una situación inusual, sin duda. Y es cierto que, mientras no se encuentre el cuerpo, la herida del alma seguirá abierta.
—Eso creo yo.
—Un funeral sería de ayuda, sin duda —dijo el cura meditabundo.
—Voy más allá, padre. Estoy hablando de algo menos espiritual.
—No sabes lo que ayuda la fe en estos casos, amigo ateo —respondió el cura con socarronería.
—No hablo de misas, padre. Hablo de poner una tumba a Pepa.
—¿Vacía?
—Vacía.
—¿Quieres engañar a tu hijo, Raimundo? Con mi connivencia no será —sentenció don Anselmo seriamente.
—No hablo de engaños, páter. Él sabrá que está vacía. No voy a inventarme ninguna monserga. —Don Anselmo se relajó—. Pero me barrunto yo que, aunque la imagen de aquella tumba y la ceremonia de un entierro no han de ser plato de gusto para nadie, puede que supongan un buen vapuleo y harán que Tristán tome conciencia de que su esposa no está; de que no va a volver y de que él ha de seguir con su vida y cuidar de su hija.
—Duro medio para un buen fin, sin duda —meditaba don Anselmo—. ¿Sigue bebiendo?
—Todos sus días son iguales. —Raimundo enunció contando los hechos con los dedos—: Se levanta de mañana, ensilla su caballo y cabalga y cabalga sin descanso hasta que, con la caída de la tarde, regresa a casa exhausto. Viene sobrio, bien es cierto, pero, además de buscar infatigablemente por la quebrada, me consta que busca a Pepa en La Puebla y por toda la comarca. Y de paso, se trae a casa alguna botella que apura en el día, sabedor como es de que ni en la casa de comidas ni en el colmado le proporcionarán licor alguno. Tampoco le importan ni mis intentos ni los de toda la familia para hacerle entrar en razón.
—Pobre muchacho —se santiguó don Anselmo.
—Y al día siguiente lo mismo. —Raimundo se recostó en la silla—. Sin ni siquiera echar una mirada a su hija, que depende de los cuidados de Emilia y, sobre todo, de Rosario.
—Busca su destrucción, sin duda.
—Cierto es —asumió Raimundo sombrío—. Y yo ya no sé qué más hacer, padre.
Don Anselmo se quedó en silencio durante un buen rato. Calculaba las consecuencias de establecer en suelo sagrado una tumba vacía, aunque sabía que aquello se había hecho a menudo. No en Puente Viejo, o al menos no que él supiera. Pero si una tumba vacía salvaba a un vivo, bienvenido fuera el espacio ocupado en el camposanto.
—Sea, Raimundo. Hagámoslo. Las heridas hay que cerrarlas y los duelos hay que acabarlos.
Raimundo se encargó de los detalles mundanos y don Anselmo de los espirituales. El padre encargó cavar una fosa y el de Ulloa se llegó a La Puebla para encargar un ataúd con unas medidas aproximadas. La lápida era algo más delicado. El epitafio no debía estar de su mano, sino de la de Tristán. Esperó a la noche y fue a El Jaral a aguardar su regreso para contarle sus planes. Pero el capitán no quiso saber nada de entierros. No pensaba asistir a ninguna ceremonia fúnebre. Tan solo consintió en pensar el texto de la lápida. Lo escribió en un papel que le dio a su padre: «A mi esposa, mi vida toda, que ahora goza en la luz de nuestro Martín. Siempre nuestro».
El otoño comenzaba ya a ofrecer su cara más suave y a amarillear las copas de los árboles; con sus lluvias había comenzado a regar los campos agostados por el sol infernal de Castilla. Pero la ocultó pronto para dar lugar a la primera nevada, que fue inesperada, por lo temprana. Sobre aquel manto blando y helado, varias huellas de pasos confluían en un mismo lugar: la tumba de Pepa. Casi nadie de Puente Viejo faltó a las exequias, como forma de rendir homenaje a aquella mujer a la que quien más, quien menos, todos tenían algo que agradecer. Poco les importaba que aquella tumba fuera a estar vacía. Dondequiera que estuviese, Pepa les vería y con eso les bastaba.
Casi nadie no significa todo el mundo, en efecto.
Un hombre solo, sentado ante un fuego vivo, apuraba una copa de licor. Era Tristán Ulloa.
Otra mujer, también sola, ante otro fuego, sorbía una tisana. Era Francisca Montenegro.
Cada uno había tenido su razón para no acudir. Tristán, por miedo a abrir heridas que aún no habían terminado de cicatrizar. Francisca por desprecio. O eso pensaba ella. En realidad también era miedo. Uno de los rumores que recorrían las calles del pueblo era que Francisca Montenegro había hecho desaparecer el cadáver de su nuera con el único fin de torturar a su hijo. Y, verdaderamente, Tristán estaba torturado, fuera su madre o no la causante.
Ante su infusión, Francisca meditaba como únicamente lo hacía cuando estaba a solas. Entonces, solamente entonces se reconocía a sí misma sus errores de cálculo y sus escasos fracasos. Y aquello lo había sido. Todo había salido a pedir de boca hasta un momento. Ella había ordenado el secuestro de Tristán y había hecho llegar a oídos de Pepa lo que todos le ocultaban sobre la verdadera razón de la ausencia de su esposo. Y Francisca había previsto correctamente la reacción de la partera, que, en un estado avanzado de gestación, no dudó en ir a buscar a su amado esposo. Francisca había puesto en juego todos los engranajes para propiciar la muerte de su odiada partera y éstos habían encajado a la perfección. Pero la segunda parte del plan era lo que estaba fallando. La Montenegro había calculado que, habiendo eliminado del camino a la «partera del demonio» —tal era la perífrasis que siempre usaba para referirse a Pepa y evitar decir su nombre—, Tristán se volvería a su madre para encontrar su consuelo y ella recuperaría el amor de su varón primogénito. Pero habían pasado las semanas y Tristán seguía sumido en una tiniebla de dolor y muy alejado de ella. Podía ser cuestión de tiempo, pensaba Francisca, pero aquel retraso en la consecución de sus planes le dolía y la dejaba, en cierta forma, fuera de juego. Había fallado con aquel que más quería y al que mejor debería conocer.
Para Tristán su madre no era ningún consuelo. No podía serlo alguien cruel que despreciaba a quien él había elegido como esposa. Y aunque no tenía ninguna razón ni prueba alguna para pensar que su madre hubiera tenido algo que ver con todos los trágicos sucesos que, como una maquinaria perfecta, habían provocado la muerte de Pepa, en el fondo de su corazón pensaba que había sido su progenitora la que había ordenado envenenar sus tierras, la que había hecho que lo secuestraran y la que había convencido a Pepa de que fuera en su busca. Tristán sabía que su madre era ducha en manejar los hilos precisos para causar dolor y para mover a sus enemigos a hacer aquello que ella deseaba.
A lo largo de sus interminables días, este pensamiento rondaba su cabeza varias veces, junto a otros igual de perturbadores. Y aquél era uno de esos momentos, mientras el pueblo celebraba aquel falso entierro. Así que apuró de un trago su enésima copa del día y se encaminó a la cuadra.
Emilia volvió la mirada y a lo lejos vio que un jinete se alejaba del pueblo. Reconoció a su hermano Tristán y su corazón se encogió por él. Porque había rehusado estar presente en aquel homenaje a su amor. Él había elegido llorarla solo y los demás solo podían ayudarlo siempre y cuando él se dejara.
Su caballo hollaba la nieve con una seguridad pasmosa. Galopaba como sobre el terreno más firme. Y casi cuando anochecía, Tristán llegó a la Quebrada de los Lobos. Al mismo lugar en el que había abrazado a Pepa por última vez. Ató su caballo y se sentó sobre la fría roca. El vapor salía de su boca y de los ollares de su montura. Y bajo aquel cielo que una luna redonda y llena dejaba escaso de estrellas, lloró; y, entre sollozos, comenzó a hablarle a su amada Pepa.
—Buenas noches, mi amor. Dondequiera que estés, deseo que sepas que no he querido olvidarte. No es que no pueda. Es que no quiero hacerlo, Pepa… Todos me dicen que debo seguir adelante. Por Aurora. Tiene tus ojos, ¿sabes? Pero yo no tengo el valor de mirarla, ni de abrazarla porque mirar sus ojos oscuros es ver los tuyos y no puedo soportarlo. Quiero irme contigo. Quiero que Dios o quien sea me lleve a tu lado.
Tristán se levantó para calmar a Camilo, su caballo, que comenzaba a piafar inquieto.
—¡Sooooo! Calma —le decía al tiempo que le acariciaba el belfo—. Calma, amigo. ¿Qué has atisbado?
Agarró las riendas y subió a su lomo y siguió acariciando el cuello del animal desde atrás. Lo espoleó suavemente, pero Camilo se arrancó con una velocidad descontrolada, lo cual pilló desprevenido a Tristán, que no lograba dominarlo. Cabalgó como loco en línea recta y de repente fintó; Tristán entendió entonces la razón de su desasosiego. Tuvo una visión fugaz de tres figuras caninas entre los árboles. Camilo se encabritó; Tristán no pudo controlarlo y, finalmente, cayó. Su cabeza golpeó contra una roca oculta bajo la nieve y Tristán perdió el sentido. No pudo ver nada más. No pudo ver cómo Camilo detenía su loca carrera al dejar de sentir el peso del jinete y se giraba para volver a buscarlo. No pudo ver tampoco cómo los tres lobos le rodeaban buscando sus ijares o algún punto débil donde poder atacarlo y terminar aquella pesadilla de relinchos y coces que Camilo lanzaba a diestro y siniestro. Tristán habría estado orgulloso de su animal si hubiera visto como, de una tremenda coz, reventaba el cuerpo de una de las alimañas. O como daba buena cuenta de la segunda pisoteándola con sus patas delanteras. O como finalmente ahuyentaba a la tercera, que se internaba en el bosque con el rabo entre las patas.
Tristán escuchaba una voz lejana, pero clara:
—Despierta, Tristán. Despierta, amor mío. Aún no ha llegado tu hora.
Sintió primero unas ligeras sacudidas y, por fin, una más fuerte que le hizo dar con la cara en la nieve. Aquel frío le hizo reaccionar y despertó aturdido con el nombre de su amada entre los labios.
—¿Pepa? —masculló mientras se levantaba para encontrar de dónde había venido aquella voz tan clara y familiar. Pero no halló nada. Solo Camilo, calmado, permanecía firme a su lado y le daba un nuevo empujoncito con su morro.
Cuando miró a su alrededor y vio los cuerpos de los dos lobos, quebrados sobre la nieve, batida por las huellas de garras y de cascos, entendió la hazaña de su fiel compañero y abrazó su cuello, agradecido.
—Hubiera sido una buena noche para que me dejaras a mi destino, pero gracias, amigo —dijo a su caballo juntando su cara con la suya.
Subió a lomos del animal, que inició un andar pausado e irregular, lo cual era corriente en terreno abrupto. Sin embargo, aquel paso extraño prosiguió hasta que llegaron al camino que enfilaba hacia casa. Tristán desmontó y comprobó entonces que Camilo estaba herido. Sus corvejones traseros tenían varias dentelladas y otra más profunda sangraba en el muslo del animal. Prefirió seguir el camino a pie para librarle de su carga. Serían casi dos horas a buen paso, y la herida de la cabeza le dolía, pero el frío lo mantenía despierto y así tendría tiempo de pensar en aquella voz que le había dicho que debía seguir adelante. Los campos blancos de nieve reflejaban la luz de la luna llena e iluminaron su camino hacia Puente Viejo.