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Bajo aquella misma lluvia que iba borrando las huellas que pudieran quedar de Pepa, otras, las de la calesa de Francisca Montenegro, iban hollando el camino que unía La Casona con El Jaral. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hizo aquel recorrido, pero, muerta la partera —razón fundamental por la que había jurado no pisar nunca El Jaral—, era su deber de madre ir a expresarle sus condolencias a su hijo y ofrecerle su ayuda. Vestida del más riguroso luto que podía dictar la etiqueta, más por obedecer el protocolo que por manifestar un sentimiento de dolor, esperaba, protegida de la lluvia dentro de su vehículo, a que alguien en la casa abriera la puerta ante los aldabonazos de Mauricio. Se sorprendió de que fuera Rosario la que acudiera a abrir. Sin esperar señal de nadie, puso pie a tierra y se dirigió a la casa.
—Buenas tardes, señora —saludó Rosario—. No sé si el señor Tristán querrá recibir a nadie.
—¿Qué monserga es ésa, Rosario? —replicó la Montenegro mientras sacudía de sus faldas unas pocas gotas de lluvia—. Yo no soy cualquiera. Soy la madre de don Tristán.
—No se encuentra bien, señora. No ha salido en todo el día de su cuarto. Ni la comida me ha aceptado.
—¿Y tú qué haces en esta casa? ¿No te ibas a Sevilla con tu hijo Ramiro? ¿Para esto has dejado de estar a mi servicio? —preguntó Francisca despectiva.
—Ésa era mi idea, señora. Pero las circunstancias se han tornado adversas y estimo que se me necesita en Puente Viejo más que en Sevilla. —Rosario habló con ese respeto que los de ciertas clases tienen con los de clases pudientes. El respeto que nace del miedo.
—Tan sacrificada como siempre. ¿Puedes avisar a mi hijo de que deseo verle?
—Enseguida, doña Francisca.
La Montenegro entró en el salón y miró a su alrededor. Los restos del incendio eran evidentes, pero no la estremecieron. Había vivido varios. Solo el recuerdo de uno le seguía erizando el vello. Aquel en el que murió su hermano Miguel cuando ardieron las propiedades de La Casona. Aquel fuego se había llevado a la persona a la que más había querido en toda su vida. O al menos a una de ellas. La otra estaba en algún cuarto de esa casa, roto de dolor por la muerte de una mujer de la que nunca debió haberse enamorado. Unos pasitos rápidos y ligeros la sacaron de sus recuerdos. María se acercaba a ella, caminando, más bien corriendo, sobre las puntas de sus pies diminutos. Esta niña era otro de los objetos del amor de aquella mujer dura y venenosa.
—¡Pero mira quién está aquí! —dijo tomándola en brazos y besando la cara de la niña—. Pero si es mi princesa.
María jugueteaba con las perlas del cuello de Francisca cuando entró su madre a buscarla con un bebé en los brazos.
—Señora, ¡qué sorpresa! —exclamó Emilia.
—¿Qué sorpresa hay en que venga a ver a mi hijo, Emilia?
—Cierto es. Pero no la esperábamos tan pronto. —Aquella conversación de convenciones incomodaba a Emilia, así que acercó a Aurora a la Montenegro y dijo—: Ésta es su nieta, Aurora.
Francisca giró ligeramente el cuello, pero no se movió hacia la niña. Acariciaba, en cambio, la cabecita de María, que no dejaba de tirar del collar.
—Muy bonito el blusón que le has puesto. Pero no me gusta que se hereden ciertas cosas, Emilia —dijo secamente.
—Creí que, siendo su nieta, le agradaría, señora.
—Creiqué y pensequé, los hermanos de tontequé… ¿Verdad, María? —dijo dirigiéndose a la niña—. ¡Qué cosas tiene tu madre! ¡Con lo linda que tú estabas con esa camisola! ¡Y lo que has crecido ya!
Rosario entró y se dirigió a su antigua ama.
—Don Tristán pide que lo excuse, señora. No se encuentra bien. Prefiere que se vean en otro momento.
En realidad, Rosario había suavizado una única frase de Tristán: «¡No quiero verla!», pero había que tener muchos redaños para transmitir aquello a la señora de forma literal. Rosario no los tenía. Como anunciando el estado de ánimo que debía de tener Francisca Montenegro tras la negativa de su hijo, la tormenta arreció y un relámpago iluminó la estancia.
—Emilia, ¿me prepararías una tisana? —solicitó la señora al tiempo que se sentaba y ponía a María sobre sus rodillas. Emilia y Rosario se miraron sin entender—. No sé de qué os extrañáis. No pretenderéis que salga con esta lluvia. Ve, Rosario. Y dejadme disfrutar un ratito de María, que siempre me la traes menos de lo que quisiera.
María tiró del collar de Francisca con fuerza y las perlas cayeron sobre las negras faldas de la mujer. Rosario y Emilia se pusieron tensas, esperando la reacción de la Doña durante un segundo que se les hizo eterno.
—¡Vaya! —exclamó la otra mientras miraba a la niña, que sostenía en su manita el hilo con las pocas perlas que habían quedado intactas—. Pues habremos de enfilarlo de nuevo. Rosario, alcánzame mi bolso y ten un momento a María mientras recojo las perlas que cayeron en la falda. Y busca las que rodaron por el suelo. Y cuida de que no se trague ninguna de las que tiene en la mano.
Emilia puso a Aurora en brazos de Rosario.
—Yo lo hago, madre. Vaya con Aurora a la cocina y prepare la tisana de la señora.
—Trae a mi niña María a mis brazos, Rosario —dijo la Doña cuando Emilia iba a hacerse cargo de su hija.
La tormenta arreciaba y la puerta de entrada, al abrirse, dejó entrar en casa el sonido de la lluvia. Con él entró Alfonso sacudiéndose el agua de su gabán. Su rostro se puso tenso al ver a Emilia arrodillada a los pies de la Montenegro y a su hija en brazos de la Doña.
—¿Qué haces de rodillas, mujer? ¡Levanta! —le ordenó, y la agarró con brusquedad del brazo.
—¡Alfonso! ¡Templa! —Emilia rió ante lo que entendía que era la idea que se había hecho su marido. Solo recogía unas perlas de un collar que María había roto.
—¿Qué pensabas, Castañeda? ¿Que tu mujer me rogaba? —repuso Francisca con hiriente sorna.
Alfonso tuvo una idea muy clara pero muy equivocada de lo que sucedía. Y respondía a sus más profundos terrores y fobias. La imagen que se había hecho él era la de una Emilia rogando a la Montenegro que no se llevara a su hija. Y Emilia sabía que era aquello exactamente lo que su hombre estaba pensando. Así que le explicó la situación con claridad, conjurando los fantasmas de Alfonso.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿Qué ha pasado? ¿Y… Pepa? —Emilia apenas se atrevía a preguntar. Esperaba que su marido hubiera entrado con el cuerpo de su amiga y la hubiera llevado a su alcoba. Pero había entrado empapado y en las manos solamente tenía el zurrón de Pepa.
—No la encontré, Emilia.
—¿Cómo que no la encontraste? —intervino Francisca—. ¿Acaso se ha levantado por su propio pie y ha escapado a la muerte para atender algún parto? —miró el zurrón y añadió—: ¡Claro! A atender un parto no habría ido sin su zurrón.
—¿Ni muerta merece respeto? —inquirió una voz desde la entrada del salón. Era Tristán.
—¡Hijo mío! —Francisca se levantó y fue a abrazar a Tristán, que la detuvo antes de que llegara a su altura.
—Contésteme, madre. ¿Ni muerta merece respeto? —Tristán no esperó una respuesta y se dirigió a Alfonso—. ¿Qué ha pasado, Alfonso?
El Castañeda contó punto por punto su búsqueda del cadáver de Pepa por la quebrada, pero omitió la anécdota con el Rubio, pues para él no pasaba de ser eso, una mera anécdota emanada de las supersticiones.
—Mañana volveremos a buscar, Tristán.
—¿Miraste bien donde te dije? Puede que mis indicaciones no fueran claras.
—Lo fueron, Tristán —lo tranquilizó Alfonso—. Las huellas del parto estaban donde dijiste. Pero su zurrón estaba lejos del lugar y no hallamos rastro de ella.
El rostro de Tristán fue relajando sus rasgos y un aura de esperanza lo iluminó.
—¿Está viva? —se preguntó en voz alta ilusionado y, al mismo tiempo, incrédulo—. ¿Cómo puedo haberme equivocado tanto?
—Hijo mío, que no hayan encontrado su cuerpo no significa que esté viva —dijo Francisca con sequedad—. ¿No murió en tus brazos? Nadie mejor que tú puede saber si fue así o no.
El capitán no se dignó contestar a las últimas impertinencias de su madre. Recuperando una fuerza que había perdido con lo que él creía que era el último aliento de Pepa, salió hacia la puerta de entrada, pero Alfonso lo retuvo.
—¡Templa, Tristán! La quebrada es mal sitio para cabalgar con lluvia. Lo sabes bien. Y más de noche. Por eso hemos vuelto.
—¿Y si está malherida? Como dices, es mal sitio. No en vano se llama Quebrada de los Lobos.
—¿Me vas a obligar a salir de nuevo? ¿Crees que voy a dejarte ir solo? —Alfonso tenía razón. Si Pepa estaba aún viva, el cielo tendría que protegerla—. Mañana saldremos al despuntar el alba.
—Sea, pues. Mañana iré contigo y, como sea, la hallaremos —acató Tristán.
—Parece que a alguien no le interesa demasiado esta conversación. No, hijo, no hablo de mí —concluyó Alfonso señalando a María, que se había quedado dormida plácidamente en el regazo de la Montenegro—. Emilia, dime dónde va a dormir este ángel y la llevo para que no se despierte.
Alfonso miró a Emilia, que optó por desatender el mensaje de su esposo. Emilia y la Montenegro salieron y fueron a la habitación de Aurora, que ya dormía en su cunita después de que Rosario le hubiera dado de comer. Francisca aún sostenía a María en brazos:
—Duerme bien, mi princesa —le dijo. Y sin mirar a su nieta Aurora, salió de la habitación.