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Los seres humanos sabemos que ninguna muerte altera el curso inmutable del mundo. El invierno sigue sucediendo al verano, la luna al sol, el desamor al amor… Los dioses mantienen sus planes aunque aquí, en la tierra, alguien haya perdido a un ser querido. Pero para ciertas personas el dolor es tan inmenso, tan lacerante, que solo parecen encontrar consuelo deteniendo su mundo. Tristán Ulloa era una de esas personas.
En alguna parte de su cabeza, la sensatez le decía que debía olvidar, seguir adelante. Por su hija. Por Aurora. Pero el dolor de su corazón frustraba cualquier intento de su voluntad por reponerse. Porque Aurora le recordaba a Pepa y Pepa ya no estaba. Y la sola visión de la niña le dolía. Abrir los ojos cada mañana era revivir, como un Tántalo incansable, la misma tortura de la ausencia de Pepa.
Habían pasado ya varios días desde que Aurora había venido al mundo en aquel rincón entre dos piedras de la Quebrada de los Lobos. Y aquella niña que dormía plácidamente en su cuna se había llevado al nacer lo que Tristán más quería. La vida de Pepa, su amor. La mujer de su vida.
Desde entonces, Tristán se había encerrado en una concha de tristeza y silencio. Ciertamente, aún era pronto para olvidar. Era muy probable que aquel duelo durase; al fin y al cabo, no se trataba solamente de que Pepa hubiera muerto en sus brazos. Si hay algo que hace que un duelo se prolongue más de lo acostumbrado es no poder enterrar al muerto. Y aquello era lo que le sucedía a Tristán. El cadáver de Pepa había desaparecido.
El recuerdo de las últimas palabras de su mujer era un martilleo constante y cruel en su cabeza.
—Por favor, amor, sé fuerte por los dos. Ayúdame a dar este paso, que veo negro como la noche. Tengo miedo, mi vida. Dame calor. Dime cosas bonitas… —decía Pepa, arrebujándose contra su pecho, buscando cobijo.
Tristán solo acertaba a acunarla como quien acuna a un niño, mientras Pepa, a su vez, mantenía a la recién nacida Aurora entre sus brazos. Tristán la abrazaba, tragándose las lágrimas, como si con aquel abrazo pudiera arrebatársela a un destino cruel que sabía que se acercaba inexorable. Y murmuró al oído de su esposa:
—No temas, vida mía; no tengas miedo, que yo no he de dejarte. Mira cómo brilla el sol, mira cómo cantan los pájaros… Como cantaban la mañana en que nos conocimos… Sabía que alguien me miraba antes de verte. Te recuerdo subida a la grupa de mi caballo, riendo, con tu brazo alrededor de mi cuerpo… Y lo bonita que estabas… —Tristán depositó un tierno beso en la cabeza de Pepa—. Nada ha de pasarte… Yo estoy contigo… Mi Pepa…
Y al pronunciar su nombre, sintió que Pepa dejaba de respirar. Que la vida se escapaba de un cuerpo que había perdido la tensión que había mantenido hasta unos segundos antes. Tal fue su dolor, tan profundo, que también él notó que respirar se convertía en una tarea ímproba. Tanto que ni siquiera pudo liberar su dolor en un grito. Acercó la cara al oído de su esposa muerta y susurró:
—Adiós, mi amor.
Fue el llanto de Aurora lo que puso de nuevo en movimiento aquel mundo que se había detenido para Tristán. Lo que no desapareció fue aquel peso pétreo sobre su pecho que le hacía difícil seguir respirando. Y con él a cuestas, cubrió el cadáver de su esposa. Acarició por última vez la cabeza de Pepa, por encima del abrigo que la tapaba a su vista, tomó en sus brazos a Aurora y emprendió el camino para cumplir la última voluntad de Pepa.
—La única vida que ya me queda es ésta —había dicho Pepa mirando a su hija recién nacida—. Y no quiero que muera. Has de marchar a Puente Viejo, y llevarla contigo. Necesita calor y alimento, o morirá, como yo.
Casi sin aliento, Tristán llegó a Puente Viejo. Había hecho el camino deprisa, por si había alguna esperanza de que Pepa no hubiera muerto. Como si cada segundo de más que tardase en pedir ayuda restara las posibilidades de que su esposa siguiera con vida. Él sabía lo que había pasado en aquellas rocas en la Quebrada de los Lobos. Sabía lo que había dejado atrás, pero muy en el fondo de su alma algo le decía que no lo creyera completamente.
Tristán había llorado demasiado y seguía teniendo los ojos anegados de lágrimas, así que, cuando desembocó en la plaza del pueblo con Aurora en brazos, las figuras que veía moverse eran sin duda familiares, pero difusas. Llegó a las puertas de la casa de comidas, flanqueado por los habitantes del pueblo, que le abrían paso en silencio. Tristán sintió una mano cálida sobre su hombro.
—Tristán, muchacho —decía Pedro Mirañar, intentando consolarlo, pero ni aquel tacto ni aquel discurso lo distrajeron de su camino.
Raimundo, Alfonso y Emilia salieron a la plaza al ver el pasillo de gente a través de las ventanas de la casa de comidas. Raimundo se acercó presto al capitán.
—Hijo… ¿Qué ha pasado? —inquirió triste. Se hizo un tenso silencio en espera de una respuesta que Tristán fue incapaz de dar. Y Emilia tomó conciencia de lo que podía haber ocurrido.
—Pepa… —dijo ahogando un grito y llevándose las manos a la boca.
—Tristán… Hijo mío… ¿Y tu esposa? —volvió a preguntar Raimundo.
Nadie más se atrevió a romper el silencio de Tristán, en realidad porque todos temían una respuesta que auguraban terrible. Su aspecto demacrado e infinitamente triste y aquel bebé en sus brazos eran como un libro abierto que anunciara una catástrofe. Emilia no pudo reprimir las lágrimas y rompió a llorar contra el pecho de su esposo, Alfonso.
Una vez conseguido el objetivo que le había encomendado Pepa en aquella quebrada, una vez que Aurora estaba a salvo, las fuerzas de Tristán se esfumaron y cayó de rodillas sobre el adoquinado de la plaza, con la pequeña en brazos. Agotó las últimas fuerzas en un grito sobrecogedor que se afianzó con sus garras a los corazones de todos los habitantes de Puente Viejo y hasta a la última de sus piedras.
—¡¡¡Pepaaaaaaaaaaaaaaa!!!
Y después, silencio.
Costó convencer a Tristán de que debía volver a El Jaral y descansar, y de que dejara que los hombres del pueblo se ocuparan de la búsqueda del cuerpo de su esposa. Pero su cansancio y su tristeza le restaban la capacidad para mantener largas discusiones y acabó por rendirse al sentido común del que Emilia, sacando fuerzas a pesar del dolor, hacía gala.
Emilia entró en la casa de comidas, recogió a María, se la acomodó en la cadera y ambos hermanos se encaminaron, con paso triste, cada uno con su retoño, hacia El Jaral. La casa aún mantenía las marcas del reciente incendio, pero ahora otra marca más dolorosa se sumaba a la historia del caserón: la ausencia de Pepa.
—Deberías darte un baño e intentar dormir un poco, Tristán. Cuando hayas descansado, me contarás lo que ha sucedido en estos días —le dijo Emilia comprensiva—. Sé que no es momento de explicaciones.
—No creo que pueda conciliar sueño alguno, hermana —dijo Tristán llevándose la mano derecha a la frente, como intentando borrar, sin conseguirlo, todos los pensamientos que en ella se agolpaban.
—Lo sé, lo sé. Tiéndete aunque solo sea una miaja. Rosario y yo nos ocuparemos de la pequeña. De seguro que en breve clamará por algo de alimento.
Cuando Tristán se tendió en la cama, notó esa inigualable sensación del cuerpo cansado que está a punto de recibir algo de paz. Su cuerpo se relajó, pero su cabeza no paraba de rememorar los últimos días y sobre todo las últimas horas con Pepa. Se hizo un ovillo y, por primera vez desde que su esposa partió de este mundo, lloró. Y en medio de aquel llanto logró quedarse dormido.
Emilia contó a Rosario lo poco que sabía y ambas convinieron en que habían de esperar para saber más. Y que lo único que podían hacer en aquel punto era bañar a la recién nacida, curarle su cordón umbilical, darle de comer y vestirla.
—Yo creo que los ojos y la boca son los de Pepa, ¿no cree, Rosario? —aseveró Emilia, mirando a la pequeña, mientras derramaba el agua tibia por su cabeza.
—Pudiera ser. Son grandes y oscuros. —Rosario echaba unas gotas de leche de un biberón en el dorso de su mano para comprobar la temperatura—. Pero te confieso, Emilia, que carezco de esa habilidad de ciertas personas para encontrar parecidos en las caras de los recién nacidos. A veces me maravilla lo capaces que son otros de encontrar las semejanzas.
—A lo mejor es que quieren encontrarlas, Rosario. Pero yo creo que, sin duda, esta niña es hija de su madre. ¿Verdad, pequeña? —preguntó mientras envolvía a la criatura en un paño de algodón blanco para secarla—. Habrá que ir a buscar la ropita que Pepa previno para ella.
María miraba toda aquella escena sentada en una trona, en un extremo de la mesa de la cocina. Había alcanzado una cuchara de palo que rondaba cerca y golpeaba repetidamente su asiento con ella. Encontraba aquel ruido muy divertido y lo repetía cada vez más fuerte, ajena a la tragedia que vivía su familia en aquel momento. María era la hija de Emilia y Alfonso, apenas tenía un año y si los ojos de su prima Aurora eran grandes y oscuros, los suyos no le andaban a la zaga. Era una niña bonita, sana y espabilada. Y sobre todo simpática. Pero en aquel momento, sentía que no era en absoluto el centro de atención y redobló la fuerza de los cucharazos.
—María, hija, deja de hacer ruido —dijo Emilia triste. Pero María encontraba aquello divertido y, aunque ante la orden de su madre se detuvo, retomó al poco su tamborileo, pues había comprobado que así se fijaban en ella. Emilia tendió a Aurora a Rosario y le quitó la cuchara a María, que en lugar de llorar estiró los brazos hacia su madre—. ¡Ay! ¡Zascandil! Querías brazos. ¿Vienes con mamá a buscar ropita para tu prima? ¿Sí? ¡Vamos!
Con María en la cadera, feliz después de haber conseguido su objetivo, Emilia salió hacia la habitación que sabía que Pepa había preparado para su niña. Porque siempre supo que iba a ser una hembra. Y como no podía ser de otra forma, una hembra fue.
Aquella habitación de colores claros era el lugar con el que cualquier niña habría soñado. En las paredes, un papel con dibujos de flores de un color pálido daba luz a una habitación en la que el sol entraba, ya desde la mañana, por un amplio ventanal. Aquella estancia era de las pocas partes de El Jaral que había escapado al incendio y, aunque, como toda la casa, tenía un ligero olor a madera quemada, que sin duda tardaría en desaparecer, ninguno de sus muebles había perdido el blanco de su laca. Emilia fue hacia un armario pequeño, cuyas puertas estaban forradas con el mismo papel de flores que las paredes y seleccionó, de uno de sus cajones, una camisola con florecitas bordadas en el cuello. María extendió la mano y alcanzó la prenda.
—Sí, cariño. Era tuya. Pero ahora se la prestamos a la prima, ¿quieres? —Emilia le había regalado a Pepa algunas de las prendas de María que se le habían quedado pequeñas; aquella camisola era una de ellas. Emilia recordaba lo bonita que estaba su niña cuando la llevaba. Y de aquello no hacía mucho tiempo. María había crecido tan rápido…
Emilia confiaba en que el cielo los bendijera a Alfonso y a ella con un nuevo vástago al cabo de no mucho tiempo. Y que, este sí, fuera hijo de los dos. Porque aunque Alfonso era generoso y aceptaba a María como su hija y como a tal la cuidaba, no era el padre genético de la chiquilla. María era el fruto de un desliz de Emilia con Severiano, el Guapo, un amigo de Alfonso que anduvo una temporada por Puente Viejo, buscando trabajos para juntar unas perras e irse a América a hacer fortuna. Emilia, obnubilada por los indudables atractivos de Severiano, al que sin duda el mote le hacía justicia, no reparaba en que Alfonso se consumía de amor por ella. Reparaba tan poco que hasta tomó a Alfonso como confidente de sus cuitas amorosas con Severiano, sin darse cuenta del daño que le hacía al que acabaría convirtiéndose en su esposo, aunque ella no lo sabía. Y Emilia agradecía día tras día que el cielo le hubiera regalado a un hombre tan bueno y pensaba que si existía la justicia divina, el mismo cielo habría de enviarles un nuevo vástago; un chico, quería ella, que llevara por derecho y por sangre el apellido Castañeda.
Emilia reparó en que aquella camisola había sido un regalo de Francisca Montenegro a la pequeña María. Uno de tantos. Porque, inexplicablemente, aquella mujer de corazón oscuro y apretado perdía el oremus por su hija y no cesaba de hacerle regalos.
—Esta cosita ha de ser la niña más linda de la comarca, Emilia —decía mientras le hacía algún arrumaco y la sostenía en brazos—. Si tú no puedes, yo me ocuparé. Nada le ha de faltar a esta prenda mientras yo viva.
Y aquella pasión de la Doña por la pequeña Castañeda le había traído no pocas cuitas con Alfonso, que no podía evitar ver segundas intenciones en las atenciones de la señora hacia la niña. Sus razones tenía para desconfiar de ella, sin duda.
Francisca Montenegro era generosa en su crueldad y sus desplantes con todos los habitantes del Puente Viejo. Emilia era de las pocas personas que quedaba a salvo de sus malas maneras y de sus exigencias, gracias a varios años de servicio en La Casona con los que la Doña pareció quedar satisfecha. Y ese aprecio era extensivo a María.
Todos aquellos pensamientos, toda aquella frenética actividad doméstica no eran más que un subterfugio. El que encontró Emilia para no pararse a digerir la noticia que Tristán le había dado unos minutos antes. Y hasta el momento en que dejó vestida a la pequeña Aurora no tomó tierra y empezó a medir las consecuencias de la ausencia de Pepa. Aquella niña crecería sin madre, Tristán envejecería sin la mujer a la que más había amado en la vida, ella ya no tendría a su mejor amiga para contarle sus preocupaciones… Todos se habían quedado huérfanos. La realidad, inmisericorde, golpeó con la dureza que la caracteriza. Y Emilia dejó la vista perdida y sus manos quietas sobre el cuerpecito de Aurora, que ya comenzaba a llorar de hambre.
—¿Qué tienes, hija mía? —Las palabras de Rosario la sacaron de su ensueño—. Anda, dame a la niña, que habrá que alimentarla.
Emilia se la tendió a Rosario en un gesto mecánico y Aurora dejó de llorar en cuanto comenzó a sorber de aquel biberón, que era lo más parecido al pecho de una madre que habría de tener.
—¿Qué va a pasar ahora, Rosario? ¿Qué voy a hacer sin Pepa? ¿Qué va a hacer Tristán? ¿Y esta niña?
—Pues llorarla, hija. Rezar por ella y por su alma, aunque es bien cierto que pocas oraciones precisa, de buena que era —decía Rosario mirando al cielo—. Y cuando todo haya pasado, seguir con la vida y con sus cuitas.
Aquellas mismas preguntas se hacía Tristán, tumbado en la cama que aún olía a Pepa, agotado, pero incapaz de conciliar el sueño. Los últimos días habían sido un cúmulo de circunstancias desgraciadas y extrañas que habían conducido a un desenlace fatal e imprevisto. Como si una mano negra hubiera movido ciertos hilos invisibles para conseguir un fin terrible.
Parecía que la desaparición de ciertos seres humanos sí era capaz de detener el mundo… o al menos el pequeño mundo que era Puente Viejo.