22
Aquella vegetación y aquel ambiente seco le evocaban recuerdos de infancia. Algunos buenos, otros que prefería olvidar. Pero todos ellos lo habían traído adonde estaba ahora. En aquella diligencia que lo acercaba, traqueteando, al lugar que le había estado prohibido durante dieciséis años. Su atención estaba dividida entre esos recuerdos y la conversación con uno de los viajeros que le acompañaban. Era un hombre mayor que, desde que habían iniciado el camino en La Puebla, no había dejado de hablar con el claro propósito, no siempre conseguido, de hacer el viaje más liviano. Los otros viajeros eran una niña de siete años y su madre.
—… Y después de tanto hacer y acontecer, mi señora esposa se me echa a llorar, que ni María Guerrero le pone tanto arte a la cosa de las lágrimas —decía Pedro Mirañar, el viajero de hablar incansable—. Y me dice que me llegue yo hasta Madrid capital para hacerme con las sargas estilo Fortuny. ¿Cómo se queda usted?
—In albis —contestó Gonzalo divertido—. No tengo la fortuna de entender de cosas de mujeres.
—Natural, siendo usted hombre de Dios. Pero ¡ay cuando se case usted! —dijo Mirañar, que de pronto se vio violentamente bamboleado por uno de los muchos baches del camino—. A la fuerza entenderá de corsés, aderezos cordobeses y mostacillas.
—No creo que me case, buen hombre —respondió Gonzalo, sonriendo ante lo inoportuno de la observación del antiguo alcalde de Puente Viejo.
Aquel violento bache había afectado a la rueda, y uno de sus tornillos empezaba a tomar holgura, pero ninguno de los ocupantes del vehículo lo sabía; para ellos, pues, no existía motivo de preocupación.
—Pa chasco, claro que no. —Mirañar cayó en la cuenta del escaso sentido que había tenido lo dicho—. Es que me ando algo aturdido con tanto traqueteo y no sé lo que me digo. Estos caminos… —se lamentó—. Si yo siguiese siendo alcalde de Puente Viejo, llanos como Castilla los tendría.
—¿Fue usted alcalde de Puente Viejo?
—Usted lo ha dicho —suspiró nostálgico—. Lo fui. ¡Qué gran pérdida ha sido para nuestra noble villa que ya no sea yo su mayoral! ¡Hasta autobús habría traído a la comarca!
—El progreso se demora en llegar a estas tierras, sin duda —afirmó Gonzalo, que se percataba de que, aparentemente, las cosas no habían cambiado tanto desde que había embarcado para Colombia.
—Tanto como esta tartana al pueblo. Pero hable usted, hable. Diga, ¿a qué viene usted a estos lares?
Otro bache escoró el carruaje y esta vez los cuatro pasajeros buscaron algo a lo que asirse para mantener la verticalidad, que peligraba por la fuerza de la sacudida.
—A conocer mejor el país que casi he olvidado. Me marché de niño a las Américas y apenas recuerdo los usos y costumbres de España.
—Pues, en Puente Viejo, vive Dios que hallará la cuna de todo lo español. Somos más ibéricos que el jamón de Guijuelo y el cariñena. ¿Y a qué el interés por lo patrio?
—Aún soy diácono. He de tomar los votos definitivos en breve y antes de dedicarme a mi propia parroquia quiero saber más de mis futuros fieles. De ahí lo de pasar una temporada indefinida en Puente Viejo.
—Yo le diré todo lo que hay que saber sobre los vecinos de Puente Viejo: gustan de comer caliente, dormir bajo techado y apurar una jarra de buen vino.
—Para qué más —reconoció Gonzalo sonriendo.
Aquel último bote fue tan violento que, esta vez, la niña, que había mantenido una calma pasmosa, soltó un grito asustado y se refugió en su madre.
—¡La Virgen! —dijo Mirañar enjugándose el sudor con un pañuelo—. Perdone, padre, ha sido el canguelo por el bote.
—Disculpado. —Gonzalo se dirigió a la niña—. No se habrá asustado una niña tan grande como tú, ¿verdad?
La niña negó con la cabeza y la madre sonrió agradecida ante la preocupación de Gonzalo.
—Lo sabía. Se te ve valiente. —El diácono metió su mano en una bolsita. Sacó un saquito de cuero del que extrajo una semilla de cacao que le tendió a la niña—. ¿Sabes qué es esto? —como la niña negaba, prosiguió—: Una semilla de la suerte. Guárdala, y nada habrá de sucederte.
—Gracias —esta vez la niña sí habló.
—Ay, Puente Viejo de mi vida. Qué ganas de volver a verte —suspiró Pedro Mirañar ante otro bache.
—Y que lo diga… —suspiró también Gonzalo mientras miraba por la ventanilla para atisbar algún tejado que anunciara la cercanía del pueblo.
Poco duró la calma, pues un nuevo bache disparó ese resorte que hace que los humanos hablemos sin parar cuando el miedo sobrevuela el ambiente.
—¡Ay, padre, rece lo que sepa, que nos la pegamos! —decía Mirañar.
—No tema, hombre, que en peores trastos he viajado por las selvas y aquí estoy.
—Las carreteras de esta comarca las carga el diablo, se lo digo yo.
—Ande, reláteme más cosas de su pueblo, a ver si se le va el pesquis a otra cosa. —Gonzalo detectó que Mirañar se encontraba al borde de una histeria que, temía, podía contagiárseles a las otras dos viajeras.
Y si a Pedro Mirañar se le presentaba la oportunidad de un cotilleo, no perdía ripio a la hora de aprovecharla.
—Lo más principal que ha de saber usted para bien vivir en Puente Viejo es arrimarse a quien conviene. Y la que conviene, mayormente, es la Montenegro.
—¿Francisca Montenegro? —preguntó Gonzalo con las alarmas disparadas por aquel nombre.
—Hasta al Amazonas ha llegado su fama —repuso Mirañar, asombrado de que Gonzalo conociera el nombre de pila de la Doña—. Si supiera su santidad el chubasco que esa mujer nos trajo a los puenteviejinos… Hasta su hijo don Tristán Castro reniega de su madre tras lo que pasó, no le digo más.
—¿Cuál fue esa desgracia? —preguntó Gonzalo con gravedad y muy interesado.
—Una de raigón bien hondo, mire usted…
Aquél fue el bandazo definitivo. La diligencia se inclinó de forma dramática, pero aquella vez no se recuperó. Los caballos relincharon nerviosos, cosa que no habían hecho en ninguno de los baches anteriores. Algo habían percibido en este nuevo bache que los alertó y ni el grito del cochero consiguió calmarlos. Toda aquella cacofonía de gritos, relinchos y golpes sordos contra las paredes del carruaje se vio cubierta por otro ruido más terrible y concreto. Un crujido en alguna parte de la diligencia anunció una clara y próxima tragedia.
Gonzalo se percató de que, ahora, si quería poner los pies en el suelo, debía en realidad pisar lo que antes había sido el respaldo acolchado de su asiento. Pensó que, si conseguía salir, podría ayudar más fácilmente a los ocupantes desde fuera, y, no sin dificultad, se deslizó por la estrecha ventanilla hacia el exterior. Cuando, tras gatear, consiguió ponerse de pie, lo que vio lo dejó de piedra. La diligencia colgaba sobre un puente, con la mitad del armazón asomando y en un precario equilibrio. Solo el control que el cochero estaba ejerciendo sobre los caballos evitaba que cayera al vacío.
—¡Padre, vaya quitando peso del carruaje! No sé lo que aguantará el tiro —gritó el cochero a Gonzalo.
—¡Salga, señora!
—¡Pero mi hija!
—Salga. Yo me ocupo de ella. Cuanto más hueco haya dentro, mejor nos moveremos los dos.
La mujer obedeció a la autoridad que desprendía la voz de Gonzalo, que ya se estaba despojando de su sotana para quedarse en mangas de camisa y tener más movilidad.
—¡Mamá! —gritó la niña cuando vio que los pies de su madre desaparecían por la ventanilla y se quedaba sola en aquel lugar.
—¡Adelaida! ¡Hija! —La madre se precipitó hacia la carreta, pero la mano de Gonzalo la detuvo.
—¡No! No se acerque. La calesa está a punto de caer.
—¡Es mi niña! —replicó la madre intentando zafarse y a punto de perder el control.
—La sacaré de ahí —aseguró Gonzalo acariciando la cara de la mujer para infundirle la calma necesaria en ese momento.
—¿Está seguro, padre? Mire, hijo, que la rueda está bailando en el vacío —observó Mirañar.
—Me encanta bailar —dijo Gonzalo con una sonrisa que calmó los ánimos de los demás—. Cochero, haga que los caballos no aflojen el tiro.
Gonzalo puso el pie derecho sobre la calesa y se aseguró de que resistiría su peso, antes de encaramarse totalmente sobre ella. Notó un crujido y un balanceo que casi le hizo perder el equilibrio. La diligencia se descolgó un poco más hacia el vacío. El cochero templó los caballos y el coche interrumpió el deslizamiento.
—¡¡Mamá!! —volvió a gritar Adelaida.
—Shhh. Tranquila, cariño. Ya voy —susurró Gonzalo.
Cuando por fin logró Gonzalo deslizarse en el interior, lo que vio lo dejó seriamente preocupado. Adelaida estaba atrapada bajo uno de los asientos, que con el vuelco se había desatornillado del suelo. Uno de los hierros de las patas se había clavado en la pierna de la pequeña. Y aquella herida no tenía buen aspecto. Además, era posible que la pierna estuviera rota.
—Ya estoy aquí. Me parece que eso pesa mucho para ti, ¿no? —La niña asintió—. ¿Lo quitamos?
—¡No! Me duele.
—Seguro que sí. Pero hemos quedado en que eras una niña valiente.
—No tanto.
—No tanto, sin ayuda. Pero recuerda que tienes la semilla de la suerte.
—No me ha dado suerte. Nos hemos caído.
—Porque no era para entonces. Era para ahora. Si aprietas la semilla muy fuerte, yo lograré apartar ese baúl y podremos ir con tu madre. ¿Qué me dices? ¿Sí?
Adelaida apretó la semilla en su manita con todas sus fuerzas y, de vez en cuando, se enjugaba la cara llena de churretes.
—Dame fuerzas, Señor —murmuró Gonzalo.
Con enorme esfuerzo, consiguió desenganchar el asiento y librar la pierna de Adelaida de su prisión. Efectivamente, estaba fracturada.
—Ahora, Adelaida, vas a apretar aún más fuerte la semilla…
Gonzalo se quitó la camisa, la hizo jirones y vendó la pierna de la pequeña, imitando un entablillado de emergencia. Le doliera o no, la pequeña no emitió un solo quejido.
—¿Sabes que si no fuera sacerdote me casaría ahora mismo contigo por lo valiente y guapa que eres? —Adelaida sonrió y Gonzalo le preguntó—: ¿Vamos con madre?
Con la niña en brazos, Gonzalo se acercó a la desvencijada ventanilla.
—Pedro, cojan a la pequeña, rápido.
—Madre de mi vida, con cuidado. La calesa va a despeñarse… Padre, por su padre…, es decir, por Dios, ¡salga! —Pedro Mirañar no sabía cómo alertar al cura.
—Si me lo pide así…
Gonzalo se apoyó en la ventanilla para tomar impulso y salir, pero aquél fue el último empellón que podía resistir la carreta y el remache que unía el tiro al carruaje se quebró, por lo que la fuerza de los caballos no podía transmitirse. La calesa cayó sin nada que la retuviera a la tierra. Adelaida intentó zafarse de los brazos de su madre para correr detrás de Gonzalo, pero con la pierna y el brazo heridos fue tarea imposible.
—¡Gonzalo! Madre, no quiero que se muera —gritó mirando hacia el río con cara de terror.
—Shsss. No va a morir, hijita —intentó tranquilizarla su madre.
—¡Se ha matado! ¡Se nos ha matado el cura! ¡Ay, Señor!, con lo majete que era el chaval… Qué desgracia, qué fatalidad. —Pedro Mirañar se acercó al abismo con las manos en la cabeza y soltando imprecaciones. Entre los restos de la diligencia no parecía haber ningún movimiento.
—¡No me dé matarile tan pronto, alcalde, que aún he de dar guerra en esta tierra! —gritaba Gonzalo jadeante mientras trepaba trabajosamente por la pared del barranco, con la cara y las ropas desgarradas y llenas de barro.
—¡Ay, santa providencia, milagro! —dijo Mirañar santiguándose.
—Deje los milagros para el Nuevo Testamento y alcáncenme una maroma, señores. Que Dios ha de andar ocupado para mandar ángeles a recogerme.
El cochero tiró una cuerda que encontró entre los enseres que no habían caído al fondo del barranco y, con la ayuda de Pedro Mirañar, tiraron del peso de Gonzalo hasta que vieron asomar la cabeza del muchacho. Cuando este puso pie en tierra firme, parecía cualquier cosa excepto un sacerdote. Había perdido el alzacuellos. Su camisa desgarrada dejaba al descubierto el torso y un collar de semillas que le rodeaba el cuello. Adelaida intentó de nuevo zafarse del abrazo de su madre y, al no conseguirlo, tendió los brazos hacia Gonzalo.
—Por poco se queda usted sin conocer todos los secretos de Puente Viejo —dijo Pedro Mirañar quitando gravedad al asunto.
—Eso ni pensarlo, don Pedro. Ni pensarlo —respondió Gonzalo sonriendo, pero con un deje de amargura en su mirada.