18
Ya no era un niño. Ya no caminaba por la selva con paso titubeante. Había pasado el tiempo y Gonzalo era ya un joven de diecisiete años. La selva era ahora parte de su entorno más cotidiano. Ya no dedicaba su tiempo al estudio y a la oración. Había llegado a esa edad en la que tenía que comenzar a aprender la parte práctica de las misiones. Y ahora ya se le permitía acompañar a los padres misioneros en sus viajes evangelizadores por lo más intrincado de aquellos parajes hasta las tribus más recónditas.
Iba con el padre Rafael, a quien don Celso había confiado la parte práctica de su formación. Gonzalo apenas lo conocía, pues paraba poco por la misión. Su vida era un constante trasiego por el río y un contacto diario con los habitantes autóctonos de la región. Don Celso odiaba esa parte que Rafael adoraba y, aunque la había ejercido, la abandonó totalmente cuando se convirtió en vicario de la misión. Las pocas veces que salía de ésta, lo hacía para ir a Santa Marta a visitar al arzobispo y a dar cuenta de la evolución de La Guajira. Don Rafael se movía en la selva como un jaguar y don Celso era perfecto para los despachos. Y Gonzalo, muy a pesar de don Celso, prefería la selva.
El vicario seguía creyendo que Gonzalo sería el sustituto ideal y habría preferido tenerlo bajo su tutela y enseñarle los manejos de las altas instancias eclesiásticas. Pero como era hombre conocedor del espíritu humano, sabía que la mejor forma de alentar la vocación sacerdotal de Gonzalo era dejándole descubrir la parte de ayuda al prójimo de las misiones. La parte humana era la que ganaría el espíritu de Gonzalo y no la organizativa y de poder.
Así que Gonzalo, al lado del padre Rafael y acompañado a veces por Mateo, pasaba grandes temporadas alejado del estudio teórico y aprendía sobre el terreno cómo se hacía una labor evangelizadora y social.
Y también descubrió cómo vivían otros pueblos. Gente primitiva que tenía sus propios dioses, a los que podían ver y tocar cada día. Eran los árboles, los ríos, los animales y el sol o la luna. Gonzalo entendía que, en un entorno duro como es la selva amazónica, tener a un dios al que pudiera verse era de gran ayuda. Cada día quienes creían en estos dioses podían apreciar demostraciones de la fuerza de sus divinidades, mientras que Gonzalo, en ocasiones, tenía que hacer un esfuerzo de fe para seguir creyendo en el todopoderoso pero invisible Señor de los cristianos.
No obstante, Gonzalo también apreciaba la buena obra que en su nombre llevaban a cabo personas como el padre Rafael, que enseñaba a los indígenas a cultivar la tierra, a leer y a curar ciertas enfermedades. Aquel hombre hacía todo aquello con una abnegación y una generosidad que impresionaron a Gonzalo. Y para él fue un modelo de cómo, si al final se decidía, debía ejercer su ministerio sacerdotal. Gran conocedor de aquel entorno y de sus gentes, el padre Rafael tenía su propia forma de catequizar y consentía que aquellas tribus dieran sus formas a las figuras del santoral cristiano. No era importante la forma. Lo que importaba era el fondo. Si Dios estaba en todas partes, también podía tomar muchas formas, le decía a Gonzalo. A éste le llamó poderosamente la atención una figura de san Miguel, el santo al que rezaba con más devoción desde que lo había ayudado en la ermita de San Saturio. El diablo era un caimán y san Miguel no llevaba una espada, sino una lanza y tapaba su cuerpo solamente con un trozo de tela en su cadera, igual que aquellas gentes de las tribus se tapaban a sí mismas. Gonzalo vio muchas figuras así, siempre de madera tallada y con brillantes colores.
Había, no obstante, un reducto que se resistía al padre Rafael. Sabía que río arriba, allí donde aún no había llegado el hombre blanco, quedaba todavía una tribu de indios motilones. Tenía que llegar a ellos, pero también sabía que eran feroces guerreros que no se andaban con chiquitas. El territorio de estos motilones mermaba y, durante un tiempo, se fueron replegando hacia el interior, para mantener la distancia con el hombre blanco. Su experiencia con los colonos no había sido en absoluto favorable. Y aunque fieros, les tenían miedo, pues no eran pocas las víctimas de sus enfrentamientos con las armas de fuego de los blancos.
La última incursión que se les había atribuido había tenido como objetivo la mina de esmeraldas. Con ese sigilo con el que solo son capaces de moverse los habitantes de la selva, habían entrado en el campamento minero y habían prendido fuego a varias de las cabañas que lo componían. Vicente tomó una partida de hombres y se internó con ellos en la selva, donde sabía que los encontraría, pero, cuando llegaron al lugar, las cabañas, todas rectangulares con sus techos de paja, estaban desiertas. Ni un solo apero quedaba en su interior. Habían buscado otro lugar. Contaban los trabajadores de la mina que Vicente montó en cólera y mandó quemar aquellas construcciones.
—Te cazaré. Juro que te cazaré. Maldito mestizo —gritaba el capataz montado sobre su caballo, que estaba, a su vez, encabritado por la ira de su amo y por el fuego. Pero antes de que ardieran definitivamente las cabañas, comenzó a llover de esa forma rabiosa en que lo hace en aquellas tierras, y las llamas se sofocaron. Los esmeralderos, católicos, pero con sus supersticiones aún muy arraigadas, vieron en aquello una señal de protección a los motilones y salieron huyendo.
La anécdota llegó a oídos del padre Rafael, quien determinó que la mejor forma de ganarse a aquella tribu era la palabra de Dios y no la de guerra, así que anduvo preguntando por los poblados adonde podían haber ido aquellos indios. Y averiguó dónde habían levantado su nuevo asentamiento. Tenía además una sospecha y ansiaba confirmarla. Eso, aparte de su labor evangelizadora, era lo que lo movía a buscar. Y prefería ir solo con Gonzalo, porque de confirmarse su sospecha, el muchacho sería, por su discreción, el compañero ideal.
Estuvieron buscando durante varios días. Dormían en la selva. Seguros de que, del otro lado del follaje, los observaban. Pero nunca surgió ningún problema, por lo que el padre Rafael sospechaba que debían de andar cerca de su objetivo, aunque no tanto como para que los dos misioneros fueran considerados un peligro.
En cierta ocasión, cuando el sol se levantaba, Gonzalo miró la copa de uno de los árboles. Su tronco estaba estrangulado por lianas y sus hojas de un color verde oscuro buscaban la luz, muy arriba, cerca del cielo. Gonzalo mantuvo la mirada fija en aquellas hojas, sabedor de que en breve se produciría el milagro. Y cuando el sol subió un poco más, aquellas hojas perdieron su color verde y, en vez de éste, apareció una gran cantidad de manchas rojas que salieron volando al unísono. Eran difíciles de ver, pero Gonzalo había aprendido a mirar a los quetzales y a deleitarse cuando, al girarse hacia el sol que se levantaba, mostraban el plumaje rojo de su pecho y delataban de este modo su presencia. Era una delicia verlos volar y perderse con rapidez en el horizonte, escaso en aquella zona frondosa. Se dirigió al río y se refrescó la cara. De repente, vio una figura reflejada en las ondas que formaban las gotas que caían de sus manos. Se asustó y casi se cayó de espaldas cuando se giró. Aquella figura lo miraba, lanza en ristre, con una amplia sonrisa.
—Gonzalo —dijo la figura al tiempo que sonreía, también con sus ojos azules.
—Manuel. ¿Eres tú?
—Soy Marú. Sí, Gonzalo. Soy yo —respondió el mestizo tendiéndole la mano para ayudarlo a incorporarse.
—Pero ¿de dónde sales? —inquirió Gonzalo con asombro.
—Solo escucha —dijo Marú poniendo una mano en el hombro de su amigo—. Sé que me andas buscando. Mejor dicho, que andas buscando a mi pueblo.
—El padre Rafael quiere hablar con vosotros.
—Aléjalo de aquí. ¿Puedo confiar en ti?
—¿Por qué?
—Solo aléjalo. No hay tiempo de explicar nada ahora. Hazlo no más. Si quieres saber, vuelve a este río, pero solo. Ayúdame, por favor.
—Claro —dijo Gonzalo.
—Nos volveremos a encontrar —se despidió Marú, que ya se alejaba rápidamente internándose en la maleza.
El padre Rafael apareció por el lado contrario y sobresaltó a Gonzalo.
—Buenos días. ¿Con quién hablabas?
—Rezaba, padre —mintió Gonzalo, sin estar seguro de qué había visto u oído el padre Rafael.
Pasaron dos noches más en la selva durante las cuales dejaron de sentir aquella presencia escrutadora de otros días. Don Rafael dedujo que debían de haberse alejado de territorio motilón o bien que los propios motilones habían tomado distancia. Así que el padre decidió que era mejor volver a la misión.
Gonzalo no dejaba de buscar el momento en que pudiera volver a encontrarse con Marú. Y vio la gran oportunidad cuando el padre Rafael cayó enfermo con una infección intestinal. Se le ocurrió entonces pedir permiso al padre Celso para proseguir él solo con la labor de buscar a los motilones. En principio, el padre Celso no estuvo de acuerdo en que fuera solo por aquellas selvas. Aún lo consideraba inexperto. Pero Gonzalo lo convenció diciéndole que sentía esa llamada y que debía hacerlo, que sabía que el Señor lo protegería. Don Celso vio en aquello una señal del fortalecimiento de la fe de Gonzalo y un paso más hacia el sacerdocio, y aceptó.
Gonzalo partió y tomó como base el poblado de El Carmen, última frontera del territorio de La Guajira antes de la selva en la que encontró a Marú. No ocultó en el poblado que su intención era evangelizar a los motilones, por lo que estaba justificado que desapareciera durante días. Pero, al no encontrar a Marú en ninguna de las ocasiones en que se llegó al río, regresaba al poblado cada noche. Por fin encontró a Marú en el río y aquella noche Gonzalo no volvió, ni tampoco la siguiente. Marú lo llevó con él a su poblado y, allí, en su cabaña de madera y paja situada en lo profundo de la selva, le contó la historia de lo que había acontecido los años que habían estado separados.
Marú había vuelto con su pueblo. Aquello estaba claro, pero Gonzalo quería saber qué era lo que le había sucedido desde aquel día en la selva en que algo le había picado en la mano.
—Lo que te picó fue una rana flecha venenosa. Su veneno es el más potente del mundo y mi pueblo lo utiliza para envenenar dardos y flechas.
—¿Y por qué no estoy muerto?
—Porque te chupé el veneno. Y conozco el antídoto —rió Marú y, ante la expresión interrogante de Martín, continuó con su explicación—. Mi madre me traía cosas a la misión de vez en cuando, sin que nadie lo supiera. Ese día nos buscaron a los dos, pero claro, estábamos en la selva, «investigando». Te subí al dormitorio que estaba vacío y te di el antídoto.
—Pero te arriesgaste por mí.
—Tú también lo habrías hecho —respondió Marú como si no tuviera ninguna importancia—. Esperaba poder darte el antídoto, dejarte allí y salir huyendo. Pero calculé mal y el padre Celso me sorprendió. Los latigazos que temí los recibí multiplicados por dos.
—Y luego huiste.
—No hui. Me sacaron de allí a la fuerza. —Marú hizo una pausa—. Vicente me llevó. Y me tuvo trabajando en la mina de esmeraldas. Ahí era donde llevaban a los niños, Gonzalo. Y ahí los siguen llevando. A trabajar en la mina.
—Pero eso está prohibido.
—Tantas cosas hay prohibidas…
—¿Y el padre Celso sabe que trabajan allí? ¿Y lo consiente?
—No solo lo consiente, Gonzalo, sino que saca provecho de ello. Qué o cuánto no lo sé, pero saca partido. Y el arzobispo hace la vista gorda porque, seguramente, también recibe algo.
El mito de Martín se había derrumbado.
—Y ¿cómo llegaste a la selva? ¿Cómo te aceptaron de nuevo?
—Mi madre vino a buscarme. El antiguo chamán había muerto. Y sin su oposición, mi madre podía tenerme de nuevo con ella.
—¿Así de fácil?
—No lo fue en absoluto —repuso el otro riendo—. Vicente nos persiguió a mi madre y a mí, pero la selva nos ayudó y huimos. He vivido todos estos años con los míos, lejos de las palizas de don Celso y de Vicente.
—¿Y ahora por qué me has buscado?
—Porque nuestra tierra se hace cada vez más pequeña. La misión está ampliando su territorio y Vicente ha jurado encontrarnos y darnos muerte a mí y a los míos. Y yo tengo que protegerlos.
—¿Por qué tú?
—Porque soy el nieto de Hocoche. El jefe. Es el padre de mi madre. No ha tenido ningún descendiente varón. Por eso mi madre fue a buscarme. Soy el mayor de sus nietos. El único varón.
—¿Ya no tiene miedo a la maldición?
—Las visiones del nuevo chamán han dicho que la maldición empezó cuando me fui. Arrancar a un hijo de su madre solo ha traído desgracias.
—¿Y qué tengo que hacer yo? ¿Por qué me necesitas?
—Porque quiero que les digas que no nos encuentras. Que has recorrido la selva, pero que hemos desaparecido. Diles que seguramente hemos pasado la frontera y estamos en territorio de Venezuela. A ti te creerán.
—Pero esto podrías habérselo contado también al padre Rafael. Él os habría protegido.
—El padre Rafael no es mi amigo. Él no me debe la vida. Se debe a Dios.
—Pero yo también me debo a Dios, Marú.
—Tu destino aún no está escrito. Si ni siquiera conoces tu pasado, ¿cómo puedes saber tu destino?
—Y tú ¿conoces el tuyo?
—El chamán me lo ha revelado. Mi destino es salvar a mi pueblo.
—¿Cómo puedo conocer el mío? ¿Y mi pasado?
—Preguntándole al chamán. Si cree que debes conocerlos, te los revelará. Pero hoy debes partir, Gonzalo. Vuelve mañana, te esperaré en el río.
Y sin más desapareció de nuevo entre los árboles. Aquella noche, de vuelta al poblado de El Carmen, Gonzalo tuvo un encuentro inesperado.
—¡Padre! ¡Qué alegría verle!
El padre Rafael estaba plenamente recuperado y había venido a echarle una mano. O al menos ésa fue la explicación que le dio a Gonzalo.
A la mañana siguiente, Gonzalo se levantó muy temprano para acudir al lugar de su cita con Marú. Esperó durante un buen rato, pero Marú no apareció. Quien sí lo hizo, en cambio, fue el padre Rafael.
—Mucho has madrugado, Gonzalo.
—Siempre me despierto con el sol, padre. Lo aprendí de usted.
—¿Y vienes solo hasta el río y te quedas aquí un buen rato? —inquirió el padre con un tono de incredulidad que Gonzalo captó enseguida.
—Dios está en todas partes, ¿no es así?
—En efecto, hijo. Y ve todas las cosas. Pero también algunos hombres vemos algunas cosas.
—¿Intenta decirme algo, padre?
El anciano misionero se sentó al lado de Gonzalo.
—Sé por qué vienes a este lugar, hijo mío. Y sé por qué has querido venir solo. —Gonzalo fue a responder, pero el padre, con un gesto de la mano, le indicó que lo dejara seguir—. No quiero que mientas. No a mí, al menos.
—Padre, yo… —balbuceó Gonzalo—. ¿Desde cuándo lo sabe?
—Desde el primer momento, hijo mío. Desde tu primer encuentro con Marú.
—¿Y por qué no dijo nada?
—Porque estás buscando algo. Lo sé. Andas buscando respuestas. Y si quieres ser un buen sacerdote, cuantas más tengas, mejor.
—Es cierto, padre. Necesito saber quién soy. Desde que salí de mi pueblo me han contado una historia sobre mi vida y ya no sé si mis recuerdos son ciertos o si me engaño para darme una vida y un pasado que nunca fueron míos.
—¿Y qué esperas de Marú? ¿Lo ayudas a él desinteresadamente o esperas algo a cambio?
—Lo ayudo porque es mi amigo y porque ahora mismo me necesita. Necesita nuestra ayuda, padre Rafael. —Gonzalo hizo una leve pausa emocionado—. Pero también lo hago por mí. Su chamán tiene respuestas.
—El chamán. —El padre Rafael sonrió y bajó la cabeza.
—Ya sé que me dirá que es una superstición y que eso es justamente lo que hemos venido a erradicar, pero…
—Yo no te voy a decir nada, Gonzalo. Solo una cosa: que no mientas. —Giró levemente su cuerpo y se puso frente a Gonzalo—. Mira, yo también tenía tu edad cuando llegué a estas tierras y también tenía muchas preguntas. Y estas gentes, a las que, con toda nuestra soberbia, nos creemos obligados a enseñar, tienen también mucho que decirnos.
Si ya Gonzalo simpatizaba de forma especial con el padre Rafael, aquellas revelaciones, nada ortodoxas respecto al modus operandi de la Iglesia católica, lo acercaban aún más a él. Ahora entendía de dónde venía su amor por la selva. De dónde procedía su simpatía hacia aquellas gentes y la razón de su éxito en su misión evangelizadora. El padre Rafael conocía a aquellas gentes mejor que nadie y les hablaba desde la comprensión, no desde el dominio.
—¿Usted cree en los chamanes?
—A veces sigues preguntando como un niño —repuso el padre riendo—. Déjame que te diga tan solo que no voy a ser yo quien te impida experimentar, conocer y comprobar. Yo puedo contestar a ciertas preguntas, pero no tengo todas las respuestas.
—Gracias, padre.
—Y también te diré que Marú puede estar tranquilo en lo que a mí respecta. —El padre Rafael se levantó e inició su marcha—. Ah, déjame darte solo un consejo: no me gustaría mentir en exceso, por lo tanto, vuelve a dormir al poblado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Así que Gonzalo, bajo la tutela del padre Rafael, pasaba largas temporadas fuera de la misión, en el poblado de El Carmen. Y durante esas temporadas, sus visitas a los motilones eran frecuentes. Aprendió cosas de ellos. Y los admiró. Supo que creían también en un solo dios, el creador y ser supremo al que llamaban Maruta. Observó que enterraban a sus muertos con comida para un largo viaje y que embalsamaban sus cuerpos. Pero sobre todo aprendió de ellos el uso de plantas para curar enfermedades y para sus rituales mágicos. Y ellos, los motilones o baris, fueron escuchándole cuando él los adoctrinaba sobre la fe católica porque, con el tiempo, empezaron a considerarle uno de ellos. Tanto que le dieron un nombre: Kampisike, que no significaba otra cosa que «niño».
Pero Gonzalo no consiguió en todo aquel tiempo que pasó entre los motilones que el chamán lo buscara para decirle nada sobre su pasado. Según Marú, tenía que tener paciencia. El espíritu vendría cuando tuviera que venir. Y al fin y al cabo, era posible que el espíritu no llegase a alguien que no dejaba de ser un hombre blanco.
El día en que Gonzalo cumplía los veinte años, una voz en el río pronunció su nombre bari.
—¡Kampisike!
Era el chamán. A su lado, Marú le dijo a Gonzalo:
—Ha llegado el día, Kampisike. El chamán quiere que lo sigas.
—¿Adónde? ¿Vendrás conmigo?
—Adonde él diga. Y claro que iré contigo.
Caminaron por la selva, hasta lo más frondoso de su vegetación y se sentaron en un círculo. El chamán portaba una antorcha, con la que encendió un fuego que quedó en el centro. Puso sobre él una olla de cerámica negra y, tras verter un poco de agua en su fondo, dejó caer diferentes tipos de hierbas. Murmuraba algo ininteligible mientras aquel cocimiento empezaba a hervir. Gonzalo miraba al hombre en silencio y de vez en cuando a Marú, que también permanecía callado, observando las maniobras del anciano.
Éste tomó otro tazón, más pequeño, y se lo tendió a Gonzalo, indicándole que lo sumergiera en la olla. Gonzalo hizo caso y llenó el recipiente. Con un gesto, el chamán le indicó que bebiera. Gonzalo miró a Marú, que asintió con la cabeza. Confiando en su amigo, bebió un sorbo y apuró el contenido, por indicación del chamán. Cuando hubo terminado, el anciano tomó el tazón y bebió a su vez un sorbo de la misma olla.
Gonzalo esperó, pero, aparentemente, no sucedía nada. Súbitamente, experimentó una especie de latigazo. Empezó a sentirse mareado y con la cabeza pesada. Y comenzaron a pasar delante de él imágenes. Confusas, rápidas. Y se desvaneció. Todo parecía un sueño y tenía la sensación de estar hablando en él. La hierba sobre la que estaba sentado le pareció más fragante y el suelo más mullido. Los olores de la selva se percibían con mucha más intensidad. Era como si aquel brebaje hubiera despertado sus sentidos.
Vio cosas que nunca había visto antes. A un Tristán triste y envejecido. A una niña solitaria a quien no conocía. A una joven bonita y morena montada en una yegua torda. Y a su madre, llorando y flotando en las aguas de un río. Y se vio a sí mismo, junto a esa joven morena y bonita, que ya no montaba ninguna yegua, sino que caminaba a su lado. Y aquella mujer le decía: «Vuelve, Martín. Vuelve a casa». Sabía que todas aquellas imágenes pertenecían a Puente Viejo. Y vio a su tía Calvario. Muerta y amortajada. Pálida como la cera.
En algún momento de aquella alucinación, creyó volver a la realidad y vio que, entre algunos arbustos cercanos, algo se movía. Un jaguar emergió de entre el follaje y se dirigió hacia él con paso suave. Lo miraba directamente a los ojos. Gonzalo no se asustó cuando el animal lo rodeó, lo olisqueó y volvió a desaparecer por el mismo sitio por el que había venido.
Entonces, notó algo húmedo en sus labios. Y bebió. No había sido consciente de lo sediento que estaba hasta que aquella agua llegó a su garganta. Poco a poco, despertó y se dio cuenta de que había anochecido. A su lado, Marú seguía sentado en la misma posición. El chamán también. Ambos lo miraban.
—Kaikusi —dijo el chamán.
—¿Kaikusi? —preguntó Gonzalo a Marú.
—Significa «jaguar». Es tu nuevo nombre bari, Gonzalo. Te lo ha dado el chamán. El jaguar ha sido el animal que ha venido a ti. El chamán lo ha visto.
—¿Tú no lo has visto? Se ha paseado por aquí tranquilamente, alrededor de mí.
—Yo no puedo verlo. Solo el chamán y tú podíais verlo.
—¿Soy un jaguar?
—Tu espíritu es el de un jaguar. Es el animal que te protege.
Entonces el chamán se levantó y colocó alrededor del cuello de Gonzalo un colgante. Tenía varias semillas que Gonzalo no conocía y un colmillo. Lo ciñó a su cuello y Marú le explicó:
—Debes llevarlo siempre contigo. El jaguar es tu tótem y ese colmillo te protegerá de los malos espíritus.
Gonzalo lo acarició y asintió.
—¿Y el resto de cosas que he visto?
—Esas debes interpretarlas tú. Tendrás sueños extraños estos días. No te preocupes. Son las plantas que has tomado. Esos sueños te irán revelando cosas y aclarando las que hoy has visto. Otras las entenderás a lo largo de tu vida.
—¿Cuál es tu animal, Marú?
Para responder, Marú rebuscó entre los diferentes collares que llevaba y enseñó a Gonzalo uno parecido al suyo. Sonrió con complicidad.
—Por eso nos hemos encontrado, hermano. Por eso te salvé la vida. Pero recuerda que el camino del jaguar no es fácil. Eso dicen los viejos. Y no es fácil porque el jaguar necesita ser libre. Siempre. —Los dos amigos se abrazaron.
El chamán emprendió la marcha y ellos lo siguieron en silencio, tras la antorcha que les iluminaba el camino.