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El grito desgarrado de Tristán no había llegado ni mucho menos a La Casona, pero, habiendo sido testigo del hecho Dolores Mirañar, sí llegó la noticia de la reaparición del capitán y de sus circunstancias. Agustina se había llegado de buena mañana al colmado y volvió corriendo, con las compras a medio hacer, para dar cumplida cuenta a su señora de las novedades.
—¿Cuándo aprenderás a llamar antes de entrar, Agustina? —dijo la Doña mientras tomaba su infusión del desayuno en la sala.
—Usted disculpe, señora. Pero traigo una nueva que no podía esperar —se excusó Agustina.
—Claro, claro. Como tu educación. ¿Crees que son horas de incomodarme, recién levantada, con alguno de tus cotilleos de mercado de pueblo y cargada con las verduras? ¡Jesús! ¡Qué sinsorga! —suspiró la Montenegro, tomando de nuevo la taza y llevándosela a los labios.
—Es sobre el señorito Tristán. —Agustina estaba convencida de que bien podía la señora disculpar los desatinos, visto el titular que acababa de darle.
Francisca Montenegro casi vierte el contenido por la mañanita morada con la que cubría sus hombros. Pero se recompuso rápidamente.
—Habla, pues, muchacha. ¿Qué tengo que saber? —dijo dejando la taza en su plato y recostándose en su sillón.
La Montenegro procesaba la información que Agustina desgranaba e iba dibujando una de sus sonrisas de triunfo.
—¡Vaya! Así que tengo una nieta —dijo sin demasiada alegría—. ¿Y de la partera? ¿Qué se sabe?
—Ahí andan los hombres a buscar su cuerpo —replicó Agustina—. Al parecer, quedó en la Quebrada de los Lobos —respiró para dar más dramatismo a su siguiente frase—. Muerta.
Francisca sabía que su sonrisa se estaba haciendo más grande y se tapó la boca, con la mano derecha, para ocultarla.
—Encuéntrame a Mauricio. Dile que venga inmediatamente.
Aquel día empezaba bien para Francisca. Aunque era bien cierto que su plan no se había cumplido a la perfección, el resultado había sido relativamente satisfactorio. Había conseguido librarse de la partera del demonio. Querría haber eliminado su estirpe del mismo plumazo, pero mala hierba nunca muere, pensó para sí, y la herencia de Pepa había quedado en este mundo. Un pequeño detalle sin importancia que ya solucionaría con el tiempo.
Francisca Montenegro podía negarlo hasta la muerte, pero ella había sido la responsable activa de la fatalidad de Pepa. La Doña había perdido el cariño de su hijo y estaba firmemente convencida de que la causa de aquella frialdad de Tristán había sido la aparición de la partera. Había hecho ímprobos esfuerzos para separarlos, pero ambos parecían destinados a acabar sus días juntos. Así que Francisca se encargó de que aquellos días fueran los menos posibles. Y no quería ser consciente de que eran precisamente esos esfuerzos, con los manejos consiguientes, lo que la alejaba de su primogénito.
Alguien golpeó suavemente la puerta, pero Francisca no contestó para darle paso. Al cabo de unos segundos, una cabeza asomó tímidamente y preguntó.
—¿Da usted su permiso, doña Francisca?
—Pasa, Mauricio, pasa —autorizó distraída—. ¿Tienes alguna nueva que narrarme?
—Buenos días, señora —saludó Mauricio con la ligera inclinación que solía hacer—. Sin duda hay alguna. Pero poco puedo añadir a lo ya relatado por Agustina, salvo que Alfonso Castañeda me pidió hace un rato que le prestara algunos braceros para ir a batir los montes en busca del cuerpo de la partera.
—¿Se los proporcionaste?
—Lo estimé conveniente, señora —dijo Mauricio temeroso, como siempre, de la reacción de su señora—. Consideré que, siendo la esposa del señorito Tristán, era un deber de caridad ayudar en la búsqueda. Y que la señora daría su beneplácito.
Mauricio, después de muchos años como capataz de la Montenegro, había ido aprendiendo los vericuetos para no provocar la ira de su señora. En este caso, ayudar a Tristán era sin duda la coartada perfecta. Aunque, en realidad, Mauricio lo hacía por Pepa, con quien le había acabado uniendo una sincera amistad. Y porque de algún modo se sentía responsable de su muerte. Mauricio la había ayudado a salir de El Jaral cuando todo el mundo insistía en someterla a una vigilancia estricta para que, en su estado de avanzada gestación, no fuera a la busca de Tristán. Pepa le había pedido su colaboración al capataz y éste se la había dado. Cierto que lo había engañado diciéndole que había quedado con Raimundo en un punto del camino. Y él se lo había creído. No tenía ninguna razón para no hacerlo. Pero el hecho es que le pesaba en la conciencia.
—Muy acertado, Mauricio. Si ha sido por Tristán, bueno está. ¿En qué estado ha llegado mi hijo? ¿Ha dado alguna razón de dónde ha andado estos días?
—Ninguna por el momento, señora. Apenas abrió la boca cuando llegó a la plaza del pueblo. Solo para gritar a los cuatro vientos el nombre de Pepa, roto de dolor y arrodillado sobre los adoquines del pueblo.
—¡Qué dado fue siempre al teatro este hijo mío! Ha salido a su padre, sin duda. —Mauricio no contestó. Acostumbrado al duro material del que estaba hecho el corazón de su señora, siempre esperaba la respuesta más desalmada. Y siempre llegaba—. Prepara la calesa. Habré de llegarme a ese lugar infame que es El Jaral a ver en qué estado se encuentra mi hijo. Pero no inmediatamente; cuando caiga el sol. Hace mucho calor para andar por los caminos.
En efecto, la muerte de Pepa iba a alterar muchas cosas. Francisca Montenegro nunca habría pisado aquellas tierras de haber estado su nuera viva. Pero para alegría de la Doña, estaba muerta. Los hombres encontrarían, si no lo habían devorado las bestias, el cuerpo de la partera. Una vez enterrada, comenzaría el olvido y Francisca podría trabajar para recuperar el amor de su primogénito. Pero todo eso podía esperar un poco. No había que mostrar demasiada ansiedad.
Mientras, las piedras de la Quebrada de los Lobos estaban siendo holladas por las botas de algunos hombres de Puente Viejo, encabezados por Alfonso. Fueron primero al lugar que describió Tristán como aquel en el que había quedado el cuerpo de la joven, cubierto con su abrigo. Fue Alfonso el que primero llegó, pero su sorpresa no fue pequeña al no encontrar ningún rastro de Pepa.
—Muchachos, hemos debido de equivocarnos de lugar —les dijo Alfonso—. Habremos de seguir buscando. Dividámonos y encontrémonos en el olmo del río cuando el sol esté en el mediodía.
Bien pudiera ser que Tristán, demasiado aturdido por los acontecimientos, se hubiera equivocado y aquél no fuera el sitio. O puede que Alfonso no hubiera entendido bien las indicaciones. Pero cierto era que un rayo de esperanza alumbró en el corazón de Alfonso. ¿Y si Pepa no estaba muerta? ¿Y si Tristán la había dejado solamente inconsciente y ella, recuperado el sentido, se había encaminado hacia el pueblo al verse sola? Sin duda, pensó Alfonso, tenía arrestos para caminar dos horas por el monte, incluso recién parida. Para eso y para más. Se paró a pensar que podía haber bajado al río para refrescarse y recuperar las fuerzas, que sin duda tendría mermadas. Así que bajó por entre los riscos, buscando el camino más fácil, el que con toda seguridad habría tomado Pepa.
Mirando atentamente, vio huellas recientes allá donde la roca dejaba asomar la hierba. Eran huellas que podían confirmar su teoría, y apretó el paso para bajar hacia la orilla. Las huellas no se detenían allí, sino que continuaban por la ribera, corriente abajo. Alfonso las siguió. Pepa podía haber continuado por la vera del río hasta el pueblo, sin duda. Pero en cierto punto, allá donde la tierra estaba más húmeda, vislumbró otra huella y, entonces, cayó en la cuenta. Aquélla no podía ser la huella del pie de una mujer. Levantó la vista y vio al Rubio, uno de los braceros de La Casona, unos metros más allá. Había tenido, evidentemente, la misma idea que él. Alfonso había seguido el rastro equivocado. El hombre lo vio y se llegó cerca de Alfonso.
—No he hallado nada, Alfonso —le dijo.
—Yo tampoco. Sigue tú mirando por el río. Yo volveré al lugar donde dijo Tristán y buscaré con más atención. —Alfonso pensaba que, si había confundido aquellas huellas, bien había podido pasarle inadvertido algo entre las rocas que habían investigado antes.
Subió la loma y anduvo buscando de rodillas. Había huellas, pero bien podían ser de ellos mismos, de Tristán, de Pepa… Al pasar la mano por la hierba, Alfonso descubrió una mancha de sangre seca. Aquél era el lugar. Tristán no se había equivocado. Pero ¿dónde estaba Pepa?
Seguía mirando por los alrededores cuando le llamó la voz del Rubio. Subía la loma cargado con un bulto. Cuando llegó a la altura de Alfonso, este pudo ver más claro lo que era aquello.
—¿No es éste el zurrón de la partera?
—A fe mía que lo es —dijo Alfonso—. ¿Dónde lo hallaste? —preguntó mientras lo tomaba en su mano.
—Unos metros más allá de donde me encontraste a mí, cerca de la orilla.
—Bajemos, a ver si encontramos algo que nos dé más indicaciones de lo sucedido —propuso Alfonso.
Se apresuraron a llegar a la ribera del río y caminaron unos metros con cuidado.
—¿Y si cayó al río y quedó bajo el lodo del fondo? —aventuró el Rubio.
Alfonso ya se estaba quitando las botas y entrando en el agua. Su compañero, al verlo, lo siguió. Caminaban con cuidado sobre el terreno baboso del fondo, atentos a cualquier bulto que pudiera tener la forma de un cuerpo. Intentaban intuir, entre el limo que sus propios pies levantaban, qué podía hallarse en el lecho de la corriente. Cuando Pablo, el Escocés, otro de los hombres que los acompañaba en la búsqueda, llegó cerca de ellos, determinaron separarse. Alfonso decidió bucear como pudo. Tomaba aire y metía la cabeza bajo el agua, con cuidado de no tocar el fondo para no enturbiar su vista. En una de las veces, notó que algo se agarraba a su manga y se volvía a desasir con la misma rapidez. Sacó la cabeza del agua y, entre el pelo que no lograba apartar de sus ojos, vio como el Rubio era arrastrado corriente abajo. Intentó alcanzarlo, pero la fuerza del agua lo hacía tremendamente difícil. Alfonso y el Escocés, alertado también por el grito del Rubio, nadaban, pero vieron que se les escapaba su objetivo. Vapuleado por las aguas, el cuerpo del Rubio sufrió una repentina sacudida y su cabeza fue a impactar contra una piedra. Tan duro fue el golpe que perdió el sentido y flotó, ya inerte, aguas abajo.
—Lo perdemos, Alfonso —jadeaba el Escocés.
—Vayamos por la orilla. Será más rápido —apremió Alfonso.
Corrieron descalzos, sin perder de vista el cuerpo de su amigo, cuando, de repente, notaron que se detenía en su deslizar corriente abajo. El río continuaba fluyendo, pero el Rubio permanecía inconsciente, boca arriba y como anclado al fondo del cauce.
—Se ha enganchado con algo al fondo —observó Alfonso—. Alcancémoslo antes de que lo arrastren las aguas.
Entonces, el Rubio volvió en sí y vio que sus compañeros llegaban cerca de él. Notaba una presión en su espalda que aumentó y le hizo incorporarse, para darse cuenta de que no se encontraba en una parte profunda y que podía permanecer de pie sobre el limo. Aturdido, miró hacia abajo y solo pudo distinguir el fondo plano, sin rocas, como de una de las playas de arena de la orilla. Ni una roca, ni una hierba. Nada.
Sus compañeros se acercaron y lo ayudaron a llegar a la orilla.
—Menuda suerte, compañero —le decía el Escocés, mientras golpeaba con ademán cómplice su espalda. Pero el Rubio no dejaba de mirar hacia el río.
—¿Qué tienes, amigo? ¿Pasaste miedo? —preguntó Alfonso.
—No, Alfonso. Quiero decir, sí pasé miedo —replicó el Rubio pensativo—. Pero eso no es lo que me turba. Ahí pasó algo extraño.
Alfonso lo miró interrogante.
—Te enganchaste con alguna rama en el fondo, Rafael. Lo justo para detenerte y que te alcanzáramos.
—No fue una rama, Alfonso. Fue otra cosa. Fue una fuerza extraña. Como una… —Rafael titubeó, temiendo que le fueran a tomar por un iluminado— una mano.
—Estabas atontado, Rafa. Pudiste intuir algo diferente de la realidad —conjeturó Alfonso.
—Puede, pero yo sé lo que sentí. Algo me hizo incorporarme. Te lo aseguro.
—El hada de los ríos —se carcajeó el Escocés—. ¿Qué dices, Rafael? El golpe te ha mermado el seso.
—Déjalo ya, Escocés —quiso poner paz Alfonso, que veía avecinarse una discusión sin sentido.
—Piensa lo que quieras. Era yo el que estaba ahí, no tú —sentenció el Rubio amoscado por la incredulidad de su amigo.
—Deberíamos pensar en regresar. Mañana seguiremos la búsqueda. No me gustan esas nubes que se ciernen sobre la montaña —observó Alfonso—. Lloverá pronto y aún tenemos un trecho largo hasta el pueblo. ¿Vamos, Rafa?
El Rubio se levantó pensativo, y pensativo se mantuvo todo el camino hasta Puente Viejo. Sumido en el silencio, iba sentado al lado de Alfonso, en el pescante del carro. Tampoco Castañeda andaba muy parlanchín. Conocía bien al Rubio y sabía que no era hombre de fantasías. Pero bien podría ser que su aturdimiento lo hubiera confundido. Alfonso necesitaba el silencio para organizar sus pensamientos. No habían encontrado a Pepa, pero sí su zurrón. Aquello podía ser una buena noticia, pero ¿tanto se había equivocado Tristán al dar por muerta a su esposa? ¿Era posible que la hubiera dejado desmayada y no se hubiera acordado de hacer algo tan simple como tomarle el pulso? El hecho es que el cuerpo de la partera no volvía con ellos en aquel carro. Y al día siguiente, la lluvia que ya empezaba a caer habría borrado las escasas huellas que de ella pudieran quedar.