CAPÍTULO 42

Hotel Four Seasons, México D.F.

—¿Señor Criss?

—Sí, dígame.

—Le llamo de recepción. Un coche le está esperando en la puerta.

—¡Mil gracias, enseguida bajo!

El empresario del petróleo iba vestido informal. Cogió su cazadora y bajó a la puerta. Allí esperaban cinco lujosos coches acreditados con una tarjeta con el símbolo de la ganadería de San Román que les transportarían hasta la finca. El resto de invitados fueron llegando y, en cuanto estuvieron los diez, partieron velozmente hacia su destino. Cada coche estaba ocupado por un conductor, un guardaespaldas y dos empresarios.

En la ciudad comenzaba a dejarse notar la huella de la llegada del presidente estadounidense. El hotel en el que se hospedaba estaba tomado por musculosas torres humanas trajeadas, con el pelo cortado a cepillo y protegidos por gafas de sol. A las puertas de los hoteles más importantes también había una fuerte presencia policial y militar. Los cuerpos especiales, parapetados en sus chalecos antibalas, habían tomado el control de las principales arterias.

Los potentes vehículos cogieron la autopista en dirección a Acapulco y avanzaron a gran velocidad, uno tras otro, como si se tratara de un elegante cortejo fúnebre. Al cabo de una hora se toparon con el control que la policía mexicana había instalado para que nadie ajeno a la organización pudiera acceder a la finca de San Román. Era tal el despliegue policial que había en la ciudad por la llegada del presidente Obama que aquel control parecía uno más entre mil. Una vez comprobadas las identidades de sus ocupantes, los coches continuaron hasta la puerta del pabellón de caza, donde les esperaban para darles la bienvenida Mario y Diego.

Los dos anfitriones fueron saludando a los invitados, que accedieron a la amplia nave iluminada con velas y antorchas. Todo estaba preparado para el ceremonial. En un lado se podía ver el altar de piedra sobre el que descansaría en unos minutos la joven que sería entregada a los dioses. Junto al altar había varios hombres con ropas al estilo de los antiguos mayas y con tambores. Un denso humo con aroma a incienso lo inundaba todo. Algunos se extrañaron de encontrar a Richard atado en una silla, pero pensaron que sería un invitado especial, en aquellas ceremonias era mejor no preguntar. Uno de los hombres vestidos de maya se acercó con el puñal hasta Richard y lo depositó en la mano del periodista, al que obligó a cerrarla con fuerza. También las huellas de Richard quedaron impresas en el arma asesina. El periodista estaba convencido de que si mataban a la joven, tendría que dar muchas explicaciones. Parecía que sus captores seguían divirtiéndose con él y, aunque temía por su vida, rezaba para que el juego continuara y no decidieran sacrificarle también a él en aquel macabro ritual. Richard no podía dejar de pensar que si aparecían su cuerpo y el de la joven asesinados la policía daría el caso por cerrado.

Los tambores comenzaron a sonar levemente mientras los invitados se iban enfundando en sus capas negras. Todos se taparon la cabeza con la capucha y se fueron situando en círculo alrededor de la piedra en la que se realizaría el ritual. Painal, el sacerdote, comenzaba ya a recitar oraciones con sus brazos apuntando hacia el cielo.

Diego también se protegió con su capa y su capucha para no ser visto por Richard, quien, absorto, era testigo de aquella locura. San Román, que se encontraba vigilándolo todo desde una esquina del salón, se acercó por detrás a Richard y le agarró fuertemente de la melena para que éste no pudiera verle. A continuación, le susurró al oído:

—¡Hola, cabrón, te he traído un regalito! —Y, automáticamente, le mostró el dedo de su mujer con la alianza puesta.

Richard intentó con todas sus fuerzas volverse para ver a aquel hijo de puta que lo estaba martirizando, pero le fue imposible.

—¡No te preocupes, gringo...! ¡Te lo regalo! —San Román depositó el dedo en el bolsillo de la camisa de Richard y se volvió soltando una sonora carcajada.

El sacerdote cogió un cuenco de madera labrada y comenzó a repartirlo entre los invitados, que bebían con ansia aquel brebaje que los transportaba a otra realidad, acababa con su cansancio y los preparaba para lo que se avecinaba. Uno a uno, saborearon el espeso líquido. En segundos entraron en un estado de excitación difícil de controlar. Todos estaban ansiosos con lo que vendría a continuación.

La puerta se abrió y aparecieron dos ayudantes de Painal portando a la joven cubierta con una túnica roja. La muchacha estaba ensimismada, no parecía importarle aquel dispositivo. Los brebajes que había tomado aún la mantenían desinhibida y dócil.

Los asistentes le quitaron la túnica a la mujer y la tumbaron, boca abajo, sobre la fría losa. Los invitados observaban el cuerpo desnudo, depilado y brillante de la joven. Painal puso sus manos sobre el tatuaje de la elegida y comenzó a recitar oraciones a los dioses a la vez que los tambores sonaban con más fuerza. Alguno de los encapuchados no pudo evitar una erección.

Diego cogió una bolsa de tela oscura con nueve bolas de madera negra y una roja, la acercó a los invitados y uno a uno fueron introduciendo su mano sin mirar para coger una bola que guardaron dentro de su puño, sin enseñarla. Cuando todos tuvieron la suya, los tambores redoblaron con fuerza y pararon bruscamente. En ese momento, los asistentes mostraron sus manos. Todos tenían una bola negra menos el empresario de Miami, que en su palma sostenía la roja.

Los tambores volvieron a redoblar y el empresario se acercó hasta la joven, deseoso de cumplir la ceremonia. Antes de acabar con la vida de la muchacha, uno de ellos tenía el macabro privilegio de poseerla ante los demás sin importarle las miradas curiosas del resto, por eso pagaban esa cantidad tan elevada de dinero. No sólo disfrutaban viendo cómo mataban a la elegida, el acto de poseerla en sus últimos momentos de vida era lo que más les excitaba.

El empresario se situó detrás de la joven y la penetró con todas sus fuerzas. No hicieron falta muchos empujones para que terminara la agonía de aquella muchacha: la excitación del empresario aceleró el acto. El magnate se guardó su miembro y volvió junto a sus compañeros satisfecho. Sus ojos estaban casi en blanco.

Los ayudantes del sacerdote dieron la vuelta a la joven y la colocaron boca arriba ante la mirada atónita de Richard, que no podía entender cómo podía haber gente tan repugnante. Ataron a los extremos de la losa los pies y las manos de la muchacha, que seguía con la mirada perdida y sin apenas oponer resistencia. Richard intentaba por todos los medios zafarse de las cuerdas que lo tenían sujeto, pero era imposible.

El sumo sacerdote recibió de uno de sus discípulos el tosco puñal tallado en piedra y lo elevó hacia el cielo. Con el puñal apretado fuertemente entre sus dedos comenzó a gritar:

—¡Para que nuestro pueblo sea próspero! ¡Para ser dignos en tu regreso! Guerrero valeroso y voluntario... ¡con tu sangre renuevas el mundo de edad en edad! ¡Gracias te sean dadas!

El sacerdote estrechó el arma entre sus dedos y la elevó hacia el cielo. En ese preciso instante comenzaron a escucharse algunos ruidos en la entrada de la finca. Se oían gritos lejanos e incluso lo que parecía el sonido de algún disparo.

Richard observó la mirada de terror de Painal, quien, rápidamente, volvió a alzar el puñal para acabar con la vida de la ofrendada. No podía permitirse el lujo de que los dioses perdieran ese esperado sacrificio. Elevó más aún el cuchillo en el aire y, cerrando los ojos, lo impulsó con todas sus fuerzas hacia el pecho de la joven. En ese momento, una bala atravesó el cristal de una ventana e impactó en la mano del sacerdote, provocando que el puñal saliera despedido unos cuantos metros. Éste observó cómo la sangre manaba de su mano.

Los siguientes minutos fueron una auténtica locura. Por la puerta y las ventanas comenzaron a entrar miembros de élite de la policía mexicana, ataviados con uniformes negros y protegidos con cascos y chalecos antibalas del mismo color. Lanzaron unos cuantos disparos al aire y ordenaron a todo el mundo que se tirara al suelo y pusiera manos sobre la cabeza.

El policía americano corrió hacia Richard, quien, desesperado, intentaba zafarse de sus ataduras.

—¡Tranquilo, Richard, ya estamos aquí!

Cuando Richard vio la cara del agente del FBI con el que había hablado en el hotel comprendió que su pesadilla estaba a punto de terminar. Con su mirada lo expresaba todo.

El agente le quitó la mordaza. Sacó de su cinturón un machete y cortó las cuerdas que le mantenían atado. En cuanto lo soltaron, se frotó las muñecas intentando aliviar el dolor.

—¡Joder, habéis aparecido como el séptimo de caballería! ¡En el momento justo!

—Sí, tan sólo unos minutos más tarde y la pobre chica no lo habría contado.

Richard no pudo evitar abrazar a su salvador. Automáticamente, salió disparado para intentar ayudar a la muchacha. A la joven la acababan de tumbar sobre una camilla y la habían tapado con una manta, sin duda no se le olvidarían jamás los terribles días soportados. El tatuaje maya grabado en su espalda se ocuparía de recordárselos. Richard le acarició la cara. Seguramente, era la única señal de cariño que la pobre había recibido en muchos días.

—¡Por cierto! —Richard se dirigió a uno de los sanitarios—: Esto me lo ha dado ese cabrón, es el dedo que le cortaron hace unos días a mi mujer en Nueva York, no sé si se podrá hacer algo...

El médico lo cogió con sus guantes y lo metió en una bolsa de plástico. No podía creer lo que estaba viendo. El agente le golpeó con cariño la espalda.

—¡Lo siento!

—Sí, ha sido duro, pero creo que ya ha pasado todo. —Richard tomó aire, intentando olvidar los malos momentos, y preguntó al agente americano—: ¿Cómo habéis podido localizarme? Creo que este lugar está algo apartado.

—Querido amigo, jamás te fíes cuando un agente del FBI te abrace para despedirse. ¡Mete la mano en el bolsillo trasero de tu pantalón!

Richard obedeció y, tras rebuscarse mucho, encontró una minúscula tarjetita metálica.

—¿Y esto?

—Pues esto, querido amigo, es un localizador de última generación que te puse el día que hablamos y ha sido lo que nos ha conducido hasta aquí.

A Richard se le iluminó la cara con una sonrisa.

Los agentes fueron tomando los datos de todos los apresados. Los cacheaban y esposaban para transportarlos a las furgonetas. San Román y Diego fueron detenidos.

—¡Vaya, vaya...! ¡Qué sorpresa! —comentó Richard.

San Román le lanzó una mirada que le fulminó.

—¡Me gustas gringo, no lo olvides! —Y le sonrió. Los agentes que lo llevaban al coche lo trataban con delicadeza, parecía que hasta esposado imponía respeto.

Cuando Richard abandonó las inmediaciones del pabellón de caza, se quedó impresionado. En la explanada había al menos cinco o seis cuerpos de sicarios muertos a balazos. Los sanitarios se llevaban a dos agentes heridos.

—Han tenido que trabajar a fondo... ¿verdad?

—Sí, aunque lo más difícil ha sido conseguir las órdenes de los jueces para que pudiéramos asaltar la finca. Finalmente, la presión de nuestro gobierno ha conseguido el milagro. No podía suceder que estando en tierras mexicanas nuestro presidente se armara un lío con uno de nuestros periodistas muerto.

—Pues me alegro de haber coincidido con el presi... Por cierto... ¿quién les avisó de mi secuestro?

—Tu amiga Rosa me telefoneó.

Richard sonrió.

—¿Me dejas un momento tu teléfono?

—Sí, por supuesto.

El periodista marcó el número de la mexicana.

—¿Rosa?

—Richard, ¿eres tú?

—Sí, soy yo. Me acaban de liberar.

Rosa se derrumbó y comenzó a llorar de la emoción.

—¡Menos mal! ¿Dónde te encuentras? ¿Estás bien?

—Estoy cerca de la ciudad, en alguna finca. Estoy bien, de verdad... ¿Sabes que los cabecillas de todo esto eran tu amigo Diego y el magnate que nos encontramos en la fiesta del hotel?

—¡No me puedo creer que pudieran ser tan macabros!

El agente miró a Richard para meterle prisa. Debían marcharse.

—Bueno, Rosa, te tengo que dejar. Tengo que acompañar a los agentes a la comisaría. No te preocupes por mí, me tienen vigilado. Mañana te llamo y quedamos cuando ya haya pasado todo.

—¡Te echo de menos, Richard!

—Y yo a ti, Rosa. Mañana te veo.

Richard devolvió el teléfono al agente.

—¿Nos vamos? —El americano abrazó de nuevo al periodista.

—¿No me estarás poniendo otro localizador?

—¡No, tranquilo! Vamos hacia el coche.

Richard y el agente entraron en el todoterreno.

—¿Dónde me lleváis?

—Pues en primer lugar, al hospital, queremos estar convencidos de que no tienes ninguna lesión. Luego te acompañaremos a comisaría para que declares. Después, te llevaremos al hotel para que descanses y más tarde te escoltaremos hasta el aeropuerto. Mañana te queremos en Nueva York. No nos podemos permitir más problemas.

Richard observó las luces de los vehículos de la policía y las ambulancias a través del cristal de la ventanilla. Impresionaba ver aquella finca iluminada por las luces blancas, rojas y azules. Se frotó de nuevo las muñecas y suspiró pensando en lo cerca que había estado de no contarlo. El coche policial arrancó y Richard alcanzó a distinguir el rostro de San Román cuando lo estaban metiendo en un furgón. Se quedó aterrorizado cuando el narco le regaló una última sonrisa.