CAPÍTULO 22

A Richard le despertó la vibración del móvil. Se había quedado dormido y las horas habían pasado sin que se hubiera dado cuenta. Ninguna pesadilla había perturbado su preciado descanso.

—¿Dígame?

—¡Hola, Richard! ¿Cómo va mi príncipe azul? —La voz de Rosa terminó por despertarle.

—Tu príncipe se acaba de despertar de la siesta. ¡Dios, aún estoy aturdido! Y tú, ¿cómo vas?

—Yo bien, dentro de media hora viene Fernando a buscarme.

—¡Perfecto! No te preocupes, que cuando lleguéis, estaré preparado... ¡Princesa!

—Pues hasta dentro de un rato. Estoy deseando verte con el esmoquin.

—Yo estoy deseando verte, te pongas lo que te pongas.

Richard se arrastró hasta la ducha, abrió los grifos hasta templar el agua y dejó que el chorro consiguiera, poco a poco, revitalizar su cuerpo. Una vez tonificado, se afeitó y comenzó a vestirse. El esmoquin le quedaba perfecto. Se ajustó la pajarita y se puso la chaqueta. No pudo evitar un gesto de coquetería y se colocó frente al espejo para admirar su esbelta figura.

Fernando y Rosa no tardarían mucho en llegar, tenía el tiempo justo de tomarse un margarita en la terraza, ahora que su exterior estaba en forma, había que cuidar el interior.

Apoyado en la barandilla de la terraza y con la copa en la mano parecía un anuncio de alguna famosa bebida. Su teléfono volvió a sonar.

—¿Sí?

—Jefe, soy Marc. Oye, ya estamos aquí. Estaremos pendientes para grabar vuestra llegada. ¿Todo bien?

—Sí, ya estoy preparado. En unos minutos vendrán Fernando y Rosa. ¿Qué tal el hotel?

—¡De lujo! Ya lo verás. Además, hay un montón de comida y bebida y ya están llegando algunas chavalas espectaculares.

—Pues nada, nos vemos en un rato.

En cuanto colgó, recibió una llamada de Rosa.

—¿Richard?

—Dime, Rosa. ¿Ya estáis por aquí?

—Sí, en cinco minutos llegamos.

—¡Vale! Salgo a buscaros. Ahora te veo.

Richard apuntó la bebida en su cuenta y bajó a la puerta del hotel. Antes de marcharse a la fiesta quería estar convencido de que no tendría una nueva sorpresa. Lamentablemente, observó que a tres manzanas había un lujoso coche aparcado en una esquina. No había duda de que seguían controlando todos sus pasos.

A los pocos minutos apareció un impresionante Mercedes negro que activó las luces de emergencia y se subió a la acera justo a escasos centímetros de la puerta del hotel. Una ventanilla bajó automáticamente.

—¡Venga, gringo, no tenemos toda la noche!

Una vez más, Richard alucinó con el despliegue de Fernando, que era capaz, en un instante, de hacer pasar a su padre por un fornido escolta y de transformarse en un elegante acompañante para la mejor fiesta de la ciudad. El mexicano iba vestido con un exquisito traje oscuro, pero una corbata fucsia con puntos amarillos ponía la nota de color. En el asiento trasero estaba Rosa, con un ajustado vestido negro con escote en pico por el que se asomaban sus generosos pechos.

—¡Vamos, Richard, te estamos esperando!

Richard se sentó al lado de Rosa. La falda de la joven tenía una abertura que le permitió ver la liga que remataban las medias negras.

—¡Dios mío! No te pienso abandonar en toda la fiesta.

A Rosa se le sonrojaron, aún más, sus coloridas mejillas.

—Yo tampoco pienso dejarte. Con el esmoquin, pareces un galán de película.

—Bueno... Por cierto, Fernando... ¿cuánto me va a costar este coche?

—Mucho menos de lo que habrías tenido que pagar si lo hubieras alquilado. Y encima, nos darán factura. Tu amigo Charlie tendrá que ponerme en nómina. ¿Tienes por ahí la invitación? La calle sé que se llamaba Amberes, pero no recuerdo el número.

Richard sacó un papel de su chaqueta.

—El hotel se llama Valentina y está en la calle Amberes número 27, cerca de la plaza de los Insurgentes.

—Sí, vamos a coger el paseo de la Reforma y en unos minutos estamos.

Al entrar en la calle Amberes tuvieron que detenerse. La cola de lujosos vehículos y limusinas que esperaban para dejar a sus ocupantes en la puerta del hotel era impresionante.

—¡Me temo que tendremos que tener paciencia! Hacía mucho tiempo que no se organizaba una tan gorda en el D.F.

—¡No me lo puedo creer! Estos cabrones van al hotel.

—¿Qué hacemos? ¿Llamamos al jefe?

El copiloto buscaba ya directamente su móvil.

—¿Señor?

—Perdone. Simplemente avisarle de que el cliente ha salido de su hotel vestido con esmoquin y que le han recogido en un Mercedes. Ahora se encuentra a pocos metros del hotel al que van a ir ustedes. ¿Quiere que actuemos?

—¡No, noooo! ¡Esperen órdenes! Voy a consultarlo.

Diego se acercó a San Román, que reía divertido con un par de modelos espectaculares y que, al ver la cara de su amigo, pidió disculpas a sus amiguitas y se separó unos metros para escucharle.

—No me vayas a joder la noche. ¿Ocurre algo?

—Bueno, verás: el americano está a punto de llegar al hotel. Deben de haberle invitado a la recepción.

A San Román se le iluminó la cara.

—¡Esto va a ser más divertido de lo que pensaba! Tú ni te preocupes. Me gustará conocerle y verle la cara a este tipo. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta me lo cargo yo con mis propias manos esta misma noche.

San Román agarró por los hombros a Diego y se lo presentó a las dos despampanantes rubias.

—¡Vengaaa, vengaaaaa! ¡Qué panda de mamones! Se les están acumulando todos los jodidos carros. —Fernando se desesperaba al volante. Estaba deseoso de poder entrar en la fiesta más elegante de los últimos meses.

Diez minutos después, y tras avanzar tan sólo doscientos metros, se les acercó un joven vestido con un impecable uniforme gris claro.

—¡Disculpe, señor! ¿Me permite que le parquee el carro?

—¡Por supuesto! Pero ten cuidadito de no arañarlo, ¿de acuerdo?

—¡Sí, señor!

El joven acudió rápidamente para abrir la puerta de Rosa. Richard ya había salido del lujoso coche también para ayudarla.

Los tres se acercaron hasta la entrada del hotel, delimitada por dos cordones rojos a cada lado de la calle. Había varias personas de seguridad protegiendo la entrada y cientos de curiosos se agolpaban a las puertas, deseosos de sacar una foto a su artista o famoso favorito. Una impresionante azafata les pidió su nombre para comprobar que estaban acreditados.

—¡Bienvenido, señor Cappa! Espero que tenga una feliz fiesta. Gracias por acompañarnos. —La azafata les colocó una pulsera rosa en la muñeca.

Al entrar se quedaron fascinados con la colorida recepción del hotel. Tenía todo un lateral con un mural de vivos colores asemejando las olas del mar. Pasaba del rojo al naranja e incluso al amarillo, en unas líneas llamativas que no desentonaban con el ambiente minimalista del hotel.

La recepción estaba presidida por un mostrador blanco circular en el que habían realizado algunos relieves mayas. Rosa y Richard se acercaron a contemplarlo más de cerca. Marc y Rul ya les grababan a distancia.

—¿Les gusta?

Richard y Rosa se volvieron y descubrieron que el que se había dirigido a ellos era Diego, que lucía un elegante esmoquin confeccionado a medida.

—¿Qué tal? ¿Cómo estás, Diego?

—No tan bien como tú, vienes impresionante.

—Eres muy galante. ¿Te acuerdas de Richard?

—¡Por supuesto! ¿Cómo está?

—Bien, gracias. Contemplando la recepción. Es una maravilla.

—Es un motivo maya en el que unos sacerdotes están haciendo ofrendas a los dioses de la abundancia, aunque supongo que tú, Rosa, ya lo conocerías. Ayudé al diseñador a elegirlo.

—¿Tienes algo que ver con el hotel? —preguntó Rosa.

—Bueno, un gran amigo y socio mío se ha asociado a su vez con el dueño de la cadena para montar este hotel. Por cierto, es español.

—Sí, le conozco. Kike Sarasola. Hemos coincidido un montón de veces en las fiestas que organiza en su hotel de Nueva York. Es un tipo muy inteligente y divertido. Tengo ganas de verle.

La gente se iba agolpando ya en la recepción del hotel. Había decenas de mujeres y hombres elegantemente vestidos y un montón de chicas que parecían sacadas de la revista Playboy. En ese momento pasó junto a ellos San Román y Diego aprovechó para llamarlo y presentarle a la pareja.

—Mario, disculpa...

San Román se acercó sin perder de vista el rostro de Richard.

—¿Te acuerdas de Rosa?

—¡Por supuesto! Cómo no acordarse de una flor tan bella... —San Román le cogió la mano y se la besó.

—¿Cómo estás, Mario?

—Yo bien, hijita. ¿Y la familia?

—Todos bien. Estamos viendo el hotel, es impresionante.

—Sí, el joven con el que me he asociado es muy brillante. Espero que este hotel funcione tan bien como los otros que tiene.

Diego miró a San Román y le dijo:

—Y éste es Richard Cappa, periodista de CNN.

—¡Señor Cappa! ¿Cómo está usted?

Mario y Richard se dieron la mano. El periodista no esperaba la contundencia del magnate y le crujieron los huesos, pero aguantó como pudo el dolor.

—¡Encantado! Ya nos ha contado Diego que es usted socio de esta maravilla. ¿Le podríamos hacer luego unas preguntas para el reportaje que queremos montar sobre la inauguración?

—¡Por supuesto, las que usted desee! ¿Qué hace por nuestra ciudad?

—Estoy realizando unos reportajes para la visita de Obama y nos invitaron para que hiciéramos una crónica de la inauguración. Tiene usted buenos contactos...

San Román lanzó una carcajada.

—¡Me gusta este güey! Sí, conozco a unos cuantos magnates mundiales. Es bueno tener amigos hasta en el infierno.

—Seguro, ¿y a qué se dedica, si no es indiscreción?

—Bueno, ya sabe... Unos negocios aquí, otros allá... Pero lo que me da de comer son los laboratorios. Poseo uno de los más importantes de México.

Richard observó que dos gorilas trajeados no le quitaban la vista de encima. El periodista los señaló con la mirada dirigiéndose a San Román.

—¿Son suyos?

—Sí, querido amigo. Son mi escolta. Ya sabe, México no es un país seguro y uno no sabe cuándo le van a agujerear el coche.

Diego no pudo reprimir una pequeña sonrisa.

—Lo sé, lo sé. Llevo una semanita muy ajetreada —apuntó Richard—. Por cierto, Diego, quedamos en que me organizaría un ritual para que pudiéramos grabarlo.

—Sí, tiene razón. He tenido unos días de mucho trabajo, pero, en cuanto pueda, lo dispondré todo para que se haga.

En ese momento Fernando se acercó al grupo y, con todo descaro, saludó al magnate.

—¡Hombre, San Román! Un placer conocerle.

Mario se quedó sorprendido por el abordaje del desconocido. Miró a Diego sin ni siquiera contestar a la mano que Fernando le tendía.

—¿Y este pinche?

Fernando seguía con la mano extendida. Diego se volvió hacia su socio.

—Es un periodista de Televisa.

Richard entró rápidamente en la conversación.

—Sí, me está ayudando en todas las gestiones que tengo que realizar.

—¿Y? —San Román lanzó una mirada gélida al mexicano.

—Nada, simplemente saludarle. Es un honor conocer a alguien de su relevancia.

Mario por fin tendió la mano a Fernando a la vez que le tocaba el hombro.

—Muy bien, chavo, aplícate bien en tu trabajo y ayuda todo lo que puedas al gringo, esta ciudad es muy peligrosa.

El perfume de una mujer que pasó junto a ellos distrajo la atención del magnate.

—¡Señores! ¡Señorita! Me van a perdonar, pero tengo que seguir haciendo de relaciones públicas.

—Sí, por supuesto. Luego le vemos para grabarle —añadió Richard intentando quitar hierro a la situación.

—Ok, amigo.

San Román agarró de la cintura a la mujer que acababa de pasar y comenzó a bromear con ella. Diego también pidió permiso y se retiró. Fernando aún seguía impresionado.

—¡Joder, cómo se las gasta el cabrón!

—Sí, es un tipo curioso —contestó Richard—. ¿De qué le conoces, Rosa?

—En México todo el mundo conoce a San Román. Es uno de los mayores narcos de este país y está metido en decenas de negocios sucios. No es bueno tenerle de enemigo.

—¿Y esa relación con Diego?

—En el fondo, San Román es una persona muy creyente. Todos los grandes tipos se acompañan de chamanes, acuden a la Santa Muerte, realizan peregrinaciones... son muy supersticiosos, seguro que aporta mucho dinero a la Asociación de Los Vigilantes de los Días y no me extrañaría que organizara ceremonias para contentar a los dioses.

—¿Incluso rituales de sangre? —Richard y Rosa se miraron fijamente.

—Incluso rituales de sangre.

Fernando seguía perplejo la conversación, parecía como si a los tres se les hubiera encendido una lucecita.

—No sé por qué me da que a partir de mañana tendremos que buscar un poco más de información del señor San Román, ¿no creéis?

—Creo que sí. ¡Heyyy, güeyyy, mira qué ternera! —Fernando salió disparado tras de una modelo. Richard y Rosa no pudieron evitar una sonrisa.

Mientras Richard observaba divertido a Fernando intentando llamar la atención de la modelo, vio al empresario español dueño de la cadena de hoteles.

—¿Me acompañas, Rosa? Quiero presentarte a un amigo.

Los dos se dirigieron a saludar a Sarasola, quien, saltándose la etiqueta exigida, llevaba unos gastados pantalones vaqueros, una elegante camisa azul y una chaqueta de aire escocés en tonos marrones y azules. Su brillante y rasurada cabeza estaba repleta de gotitas de sudor.

—¡Kike!

—¡Hey, Richard! Pero, bueno, ¿cómo estás? ¡No te hacía por aquí!

Los dos amigos se fundieron en un fuerte abrazo.

—Bueno, otro hotel... ¡Enhorabuena!

—Sí, ya van unos cuantos. ¿Qué haces en D.F.?

—He venido a hacer algunos repor para la visita de Obama y, como parece ser que tienes un socio con buenos contactos, nos han recomendado los de arriba que hagamos una crónica.

—Sí, este tío es la hostia. ¿Lo conoces?

—Me lo acaban de presentar.

—Tendrías que ver cómo se maneja y la pasta que tiene. Vive en una mansión en la mejor zona de México y posee fincas por todo el país. Tiene fama de hacer unas fiestas a las que acuden personalidades de todo el mundo. Pero hay que tener cuidado con él, a la primera de cambio saca el revólver y te agujerea como si nada.

—Pues espero que no tengas problemas con el negocio, si no... ¡ya sabes!

—¡Kike!

El asistente del empresario le llamaba para inaugurar oficialmente el hotel, cortando una cinta naranja tendida entre dos cactus de mármol blanco situados frente al colorista mural de la recepción.

Hasta la cinta se acercaron el empresario español, Mario San Román y el secretario de Turismo mexicano, que había acudido para la ocasión. Los tres se dispusieron juntos con unas brillantes tijeras y cortaron la cinta.

Los asistentes aplaudieron sin descanso y comenzó a sonar música chill out de dos de los mejores DJs españoles del momento: Wagon Cookin. Los hermanos Garayalde, contratados para la ocasión, manipulaban una mesa electrónica en un lateral de la sala y comenzaron a moverse al ritmo de la música que sonaba. Los camareros aparecieron mágicamente con bandejas de champán y vistosos canapés. Por unos momentos, más que México, aquello parecía una fiesta en un lujoso hotel neoyorquino.

Rosa y Richard cogieron un par de copas de champán al vuelo.

—¡Por nosotros!

—¡Por nosotros!

El preciado líquido dorado entró por sus gargantas, reconfortándoles.

—¡Sorpresa! —Fernando les abordó por detrás. Llevaba en la mano un plato con jamón ibérico recién cortado.

—¡Por Dios, Fernando! ¿Cómo no voy a quererte? ¡Jamón serrano!

—¡Sabía que te gustaría! Creo que los españoles es lo que más añoráis de vuestra tierra. Hay un cortador en la otra esquina dándole al cuchillo, al muy gringo lo están haciendo sudar de lo lindo.

Mientras Richard saboreaba una de las lonchas de jamón, notó que una mirada gélida se cruzaba en su camino. San Román lo miraba desde la distancia. El magnate levantó su copa con una sonrisa. Richard alzó la suya y también le sonrió, mientras pensaba: «Espero que no seas tú el hijo de puta que está detrás de todo esto...».