CAPÍTULO 27
Ciudad Juárez, México
El periodista de El Universal aparcó a varias manzanas para que nadie pudiera reconocer su carcomido coche. Se deslizó entre los vehículos y, asegurándose de que nadie lo veía, corrió hacia la puerta trasera del edificio. Era la una del mediodía y el sol pegaba con fuerza, seguramente los funcionarios que trabajaban allí estarían en alguna habitación protegidos del calor, llenando el estómago con los tacos preparados por sus mujeres o por sus madres. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Recorrió la parte trasera del inmueble buscando alguna posible entrada hasta que divisó una ventana entreabierta.
Sacó de la bolsa que le colgaba en bandolera una bata blanca, se la ajustó y, dando un salto, se encaramó del poyete de la ventana. Corrió el cristal y se adentró intentando pasar por un trabajador más.
Teodoro conocía bien aquellas instalaciones. Lamentablemente, las había visitado en innumerables ocasiones. Cualquier periodista de Ciudad Juárez conocía aquel edificio. Subió a la primera planta, procurando no hacer ruido para no ser descubierto, aunque a esas horas del día, como él había previsto, no deambulaba nadie por aquellos tétricos pasillos.
Llegó hasta una puerta blanca y la empujó, buscó a tientas el interruptor de la luz, lo pulsó y se encendieron varios fluorescentes que iluminaron una sala desierta, de suelos de mármol y paredes cubiertas de azulejos blancos. En uno de los laterales había un gran mueble metálico con decenas de tiradores del mismo material. En algunos de los enormes cajones había una pegatina con el nombre y apellidos del fallecido.
El periodista sacó su cámara de fotos de la bolsa y se la colocó al cuello. Comenzó a abrir los grandes cajones metálicos. Abrió uno... ¡vacío! Abrió otro... ¡lo mismo! Tuvo que abrir cuatro o cinco hasta descubrir uno en el que había un cuerpo cubierto con una bolsa de plástico. Con el pulso tembloroso, abrió la cremallera y quedó horrorizado al ver la cara de un tipo con el rostro desfigurado por algún golpe.
Cerró el cajón y siguió abriendo y cerrando compartimentos y cremalleras hasta que encontró el cuerpo que estaba buscando. Había sido lavado y ya no le quedaban restos de tierra. Pero, afortunadamente, aún no le habían practicado la autopsia. Abrió del todo la bolsa oscura y sacó varias fotos del pecho de la joven, que no ofrecía muestras de que hubiera sido abierto. Como pudo, volteó el cadáver para poder fotografiar el tatuaje, estaba convencido de que sacaría unos buenos dólares por la foto. Apretó en varias ocasiones el disparador de su cámara.
Mientras volvía a dejarlo tal y como se lo había encontrado, escuchó unos pasos que se acercaban a la sala en la que él estaba. Los nervios le impedían subir la cremallera del cadáver, lo intentó un par de veces con sus temblorosos dedos, pero fue imposible. Cerró como pudo el cajón y se escondió atemorizado en el hueco entre el enorme armario metálico y una de las paredes.
En la sala entraron dos gorilas que comenzaron a abrir todos los cajones de la sala de autopsias como si estuvieran poseídos por la urgencia.
—¡Venga, güey! Tú empieza por ahí y yo por aquí.
El periodista intentaba no hacer ruido con la respiración, aunque era casi imposible controlar sus pulmones, que le demandaban aire con urgencia. Notó cómo el calor corría por su pernera. El miedo le había paralizado consiguiendo que se orinara encima. No sabía muy bien quién se encontraba en la misma habitación, pero por el escándalo que armaban abriendo y cerrando cajones no había duda de que habían entrado a lo mismo que él: buscaban un cadáver.
—¡Heyyy, he encontrado a la zorra!
Los dos sicarios cerraron la bolsa abierta y tirando de ella la sacaron a la fuerza del compartimento metálico. Se escuchó un fuerte golpe seco al caer a plomo el cadáver contra el suelo. En ese momento, el periodista descubrió horrorizado que la orina había formado un pequeño charquito que comenzaba a escaparse hacia la sala.
El compañero del Tigre observó extrañado aquel líquido que salía del rincón. Se dirigió hacia allí. De repente, alguien entró en la sala.
—¡Eh! Pero... ¿qué mierda hacen?
El funcionario no salía de su asombro cuando vio al Tigre arrastrando una bolsa con un cadáver dentro. Éste la soltó rápidamente y el cuerpo de la joven volvió a golpear nuevamente el suelo. El periodista, aterrado, apenas respiraba.
—¡Cállate, mamón!
Y para asegurarse de que lo haría, el Tigre sacó un revólver de su cintura, apuntó a la cabeza del funcionario y apretó el gatillo.
El pobre hombre cayó fulminado por el impacto de la bala. De su frente comenzó a brotar un hilo de sangre.
—¡Joder, controla un poco, chingón! Ya tenemos la vida jodida como para que matemos a otro.
El Tigre apoyó el revólver en la frente de su compañero.
—¡Tira, cagón, y vámonos rápido, no vayas a ser tú el próximo!
Arrastraron la bolsa con el cadáver hasta la furgoneta que tenían aparcada en la parte trasera del Anatómico Forense de Ciudad Juárez sin que nadie más se atreviera a salirles al paso. Lanzaron el cuerpo dentro y se marcharon a toda velocidad.
El periodista esperó unos segundos y salió de la sala como una exhalación. No le importó tener que saltar por encima del cuerpo del funcionario. No paró hasta que llegó a su coche, ni siquiera se preocupó de si alguien lo había visto. Arrancó tembloroso el vehículo y salió a la velocidad que el viejo coche se lo permitía rumbo a la redacción de su periódico. Su corazón palpitaba desbocado y la humedad de su pantalón le recordaba el terror que había pasado en aquella sala.