CAPÍTULO 10
Richard aprovechó que se encontraba en la terraza del hotel esperando a Fernando para hacer algunas llamadas pendientes. La primera, a su mujer, pero no obtuvo respuesta. El mensaje de un frío contestador fue lo único que se escuchó al otro lado del teléfono. La siguiente fue a Charlie, que enseguida contestó.
—¡No me lo puedo creer! ¡Mi amigo Richard! ¡Cuánto tiempo!
—¡Venga ya! ¡No seas irónico!
—No, en serio... ¿cómo te va? Me tenías preocupado.
—He estado bastante liado. Primero, con los reportajes, y luego, porque me he metido en un pequeño lío.
—¡Soy todo oídos!
—Verás... —Richard no sabía cómo contarle la historia sin provocar un disgusto a su sensible amigo—. La otra noche estuve en Teotihuacán tomando unas imágenes con mi videocámara...
—¿Tú solo?
—Sí.
—¡No tienes solución! Venga, cuéntame qué sucedió.
Richard le contó detalladamente lo que le había pasado en la pirámide. Charlie permaneció unos segundos en silencio al otro lado de la línea.
—Richard, ¡contéstame! No me estarás gastando una broma...
—Te hablo muy en serio, Charlie. Lo peor de todo es que en la huida perdí mi cartera con el carné de prensa. Creo que me tienen localizado.
—¡Joder! Ahora entiendo la llamada de esta mañana.
—¿Qué llamada?
—Un tipo mexicano. Preguntó por ti y me bombardeó a preguntas. Me aseguró que era de una productora mexicana y que querían localizarte para una entrevista.
—¿Te preguntaron dónde me alojaba?
—Sí. Y además se lo dije. ¡Joder! Creo que te he metido en un buen lío.
—No te preocupes. Tú no sabías nada... Bueno, al menos esto me sirve para saber que me están buscando. Hazme un favor, Llama a nuestro amigo Paul, de la policía de Nueva York. Intenta conseguir toda la información posible. Lo mismo se ha encontrado algún cadáver en México con signos de haber sido abierto en canal o sabe que se están haciendo en algún lugar rituales de este tipo. Cuanto más puedas averiguar, mucho mejor.
—¡Joder! ¡Vas a acabar conmigo! —A Charlie se le notaba angustiado—. Mañana te hago un carné nuevo de prensa y te lo mando con urgencia al hotel, pero sólo si me prometes que terminas los reportajes y te vuelves sin meterte en más líos. ¿De acuerdo?
—No te preocupes. Ya sabes que somos marines.
Al otro lado del teléfono se oyó una queja.
—¡Serás cabrón! ¡Ah, otra cosa, Richard! ¿Necesitas algún contacto allí, aparte de los tuyos?
—No, no te preocupes. Ya sabes que Fernando me cuida bien y además también tengo la ayuda de Rosa.
—¿Rosa?
—Sí, la arqueóloga de Teotihuacán que me está ayudando con los reportajes.
—¿Qué años tiene, Richard?
—Pues... no sé, unos treinta y tantos.
—¿Y está bien?
—¡Muy bien!
—Pues ten cuidado doblemente. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo, papá!
Charlie colgó indignado. De nuevo su amigo se había vuelto a meter en problemas y, una vez más, le tocaría a él protegerle las espaldas ante los jefes.
Richard marcó el teléfono de Marc.
—¿Jefe?
—¿Qué pasa, Marc? ¿Cómo va todo?
—¡Genial! Hoy el día ha sido más relajadito y nos hemos ido por el centro a cenar y a tomar una copa. ¿Qué tal tus gestiones?
—Bien, todo ha ido bien. ¿Y el montaje? ¿Habéis podido avanzar algo?
—Sí, sí. Hemos montado el repor de Teotihuacán y el del mercado de Sonora, creo que han quedado bastante bien. Estamos a la espera de que los veas y los retoques.
—¡Perfecto! Mañana, si os parece y para que no tengáis que madrugar, nos vemos a las doce en recepción y nos acercamos a Televisa. Tengo ganas de mandarle algo a Charlie para que se quede tranquilo.
—¡Muy bien! Mañana nos vemos y... ¡no seas malo!
Al instante se acercó un camarero.
—¡Señor Cappa! En la puerta le está esperando el señor de Televisa.
—Mil gracias. Enseguida bajo.
En la puerta del hotel descubrió un coche de Televisa con las luces de emergencia puestas. En cuanto se acercó, Fernando salió del vehículo para abrazarlo.
—¡Gringo cabrón! ¿Cómo estás?
—He tenido días mejores.
—Espero que vengas descansadito... ¡La noche está caliente!
Los dos amigos entraron en el vehículo y se dirigieron a la Zona Rosa, un barrio atravesado por el paseo de la Reforma con una gran oferta gastronómica y de ocio. No repararon en que, a la vez que ellos salían, un coche con dos enormes individuos en su interior arrancaba el motor varios cientos de metros por detrás de su vehículo y comenzaba a seguirles.
—Bueno, lo primero... ¡cuéntame si hoy hiciste alguna pendejada!
Richard sonreía con las ocurrencias de su amigo.
—Si tengo que ser sincero... creo que sí.
—¡No me jodas, gringo cabrón! Pero... ¿tú qué quieres? ¿Que te dediquen un corrido mexicano o qué?
—¿Te ocuparías tú de encargarlo si caemos en esta aventura?
Fernando se santiguó.
—¡Gringo cabrón! Hay cosas que no hay ni que mencionarlas, pero, a ver, ¿qué has hecho hoy?
—He estado de nuevo en la excavación...
El mexicano no salía de su asombro.
—¡Mamacita! ¡Tú estás loco! Dime, por favor, que solamente fuiste para ligarte a la arqueóloga.
—Quería comentar con ella lo que me pasó por la noche. Pensaba que Rosa podía orientarme.
—¿Orientarte? Ve poniendo música al corrido que yo te pongo la letra: «Le metieron seis balazos... mientras reporteaba el joven...».
—Venga, no exageres.
—Parece mentira, güey, que hayas visitado tantas veces México. ¿Cómo se te ocurre confiar algo tan importante a una persona que apenas conoces? ¿Tú qué sabes si esa mujer es quien dice ser? ¿Y si te traiciona? Sinceramente, creo que la doctora te la pone dura.
Fernando tuvo suerte de encontrar un sitio para aparcar el coche muy cerca del restaurante al que llevaba a Richard. En aquel barrio, localizar una plaza libre era una tarea bastante complicada, sobre todo en determinadas horas, cuando la mayoría de mexicanos se ponían de acuerdo para visitarla.
—¿Aquí me traes? ¿La Destilería? Veo que quieres empezar fuerte.
—Empezaremos a lo puro macho. En este sitio sirven uno de los mejores tequilas de la ciudad. Venga, vamos a entrar.
Fernando esperó unos segundos en la puerta mientras se ataba los cordones del zapato. Disimuladamente, giró la cabeza como si buscara a alguien. Entró en el local y cogió una de las cartas de la barra para pedir.
—Elijo yo, ¿verdad, gringo?
—¡Por supuesto, yo sólo pago! ¿Ocurre algo? —Richard notaba a Fernando intranquilo.
—No, nada. ¡Por favor, mesero! Empezaremos con dos margaritas gigantes.
—¿Los quieren con limón o con otro sabor como fresa o naranja?
—Los tomaremos con limón, por favor.
—Oye, está bien este sitio.
Richard echó un rápido vistazo al local. Un montón de barriles de roble utilizados para el envejecimiento del tequila decoraban las paredes del abarrotado restaurante. A los pocos minutos, el camarero les sirvió unas enormes copas con el borde embadurnado de sal.
—Díganos, por favor, lo que le debe el señor.
Richard no salía de su asombro.
—¿Ya tengo que empezar a tirar de la cartera?
—Sí, así estamos más tranquilos.
Fernando se bebió casi de un trago la copa de margarita y animó a su amigo a hacer lo mismo.
—¡Dios, como vayamos a este ritmo, me voy a coger una borrachera impresionante!
—Es que te quería enseñar una fotografía muy curiosa que hay dentro del restaurante —contestó Fernando, disculpándose.
—Pues venga... ¡Vayamos!
Atravesaron dos salones abarrotados de clientela. La mayoría de las mesas estaban ocupadas por grupos de jóvenes que se bebían los tequilas por litros. Le condujo a través de un pasillo, siguiendo la señal que marcaba los baños. Fernando tenía intrigado a su amigo.
—No preguntes y sígueme. —Le hizo entrar en los baños—. Escúchame, gringo. No te he avisado antes para no levantar sospechas, pero nos han venido siguiendo en un coche desde el hotel y tenemos a dos tipos esperándonos fuera. No te queda otra que seguirme.
—Pero...
Fernando interrumpió a Richard, que comenzó a ponerse tenso.
—No tenemos tiempo para pláticas.
—Bueno, no te preocupes... Ya nos hemos visto en otras peores.
Fernando abrió una de las ventanas del baño que daban al otro lado de la calle. Estaba bloqueada por una verja para impedir la entrada de cacos. Rebuscó en los bolsillos hasta que encontró un clip y lo introdujo en el candado con el que se cerraba. Después de unos segundos de manipulación, consiguió que cediera.
—¡Vamos!
Una vez abierta la verja nada les impedía poder escapar. Fernando saltó hacia la calle. No había mucha altura.
—¡Venga, gringo! ¡Apúrate!
A los pocos segundos, Richard estaba junto a él.
—¡Corre!
Los dos amigos salieron a toda velocidad en dirección opuesta al vehículo aparcado. A los pocos metros, pararon un taxi.
—Al hotel Majestic, junto al Zócalo, por favor.
—¿Tú crees que es buena idea? —preguntó Richard, temeroso.
—De momento, sí. En el hotel hay mucha gente y no creo que corramos peligro, pero tenemos que empezar a ver lo que hacemos. Me temo que has pateado el avispero.
El taxi circulaba a gran velocidad, esquivando a un montón de peatones que atravesaban sin apenas mirar la calzada. Mientras, en la puerta del restaurante, los dos enormes gorilas seguían esperando que Richard y su amigo salieran. Debían informar de todos los pasos que daba el periodista. No se imaginaban que sus presas estaban ya muy lejos.