CAPÍTULO 34

—No hay duda de que es aquel restaurante.

Richard divisó dos grandes anuncios luminosos con la bandera española, uno a cada lado de la entrada.

—Sí, es ahí —afirmó Rosa.

La pareja no se había percatado de que a pocos metros les seguían dos gorilas.

Richard se paró en los carteles de la entrada del restaurante, donde se anunciaban los platos recomendados. Un pequeño escaparate dejaba ver los productos frescos del día, había varios chuletones y un par de cochinillos tumbados y preparados para hornear.

—¡Qué hambre! —Richard se acordó de la paella tan sabrosa que preparaba su abuela—. ¿Entramos?

Entrar en el local era como trasladarse de un plumazo a cualquier mesón castellano. Todo estaba decorado en madera y en la pared había decenas de fotos de famosos españoles que habían pasado en algún momento por el afamado restaurante. Toneles en la pared, vigas en el techo, sillas de madera y mesas adornadas con manteles rojos y blancos... A Richard le recordaba los viajes de pequeño con sus padres por La Mancha.

Cuando les trajeron la carta, Richard lanzó un suspiro.

—¡Dios mío! Tienen de todo. Aquí lo difícil va a ser pedir. —Richard miró varias veces la carta hasta que al final se decidieron a pedir varios platos para compartir y de segundo un buen arroz caldoso con bogavante. Al final de la cena casi no se podían levantar de la mesa. Richard sirvió en las copas el poco vino que quedaba y de nuevo brindaron y volvieron a brindar.

A Rosa se le habían olvidado las prisas y la noche iba envolviendo, poco a poco, la capital mexicana.

Diego acababa de dejar a San Román y se dirigía en su todoterreno a su lujoso apartamento. Puso el manos libres del coche y tecleó un número de teléfono. Al otro lado, uno de sus hombres escuchaba sus instrucciones. En esta ocasión apostarían por algo más fuerte.

—¡Muchas gracias por todo! ¡Ha estado genial! —dijeron Rosa y Richard cuando se marcharon del restaurante.

—Gracias a ustedes. Regresen cuando quieran. Siempre es un gusto volver a ver a compatriotas.

La calle seguía llena de transeúntes. Parecía que la zona centro de la ciudad no descansara nunca. Richard le pasó la mano por el hombro a Rosa.

—Bueno... ¿qué hacemos?

—Tú, no sé. Yo, irme a casa. Estoy agotada. Vamos hacia el hotel y desde allí pedimos un taxi, es mucho más seguro.

—¡Te acompaño!

—¿Estás loco? ¿Y luego tener que volver tú solo? No te preocupes, querido Richard, sé cuidar de mí misma. De hecho, antes de conocerte, también salía por D.F. y nunca he tenido problemas.

El taxi tardó unos minutos en llegar. Richard le abrió la puerta.

—En cuanto llegues a casa, llámame, ¿de acuerdo?

—¡Por supuesto, señor! ¡A sus órdenes!

Richard cogió a Rosa por el cuello y le plantó un efusivo beso en los labios. La joven no se retiró. Cerró los ojos y disfrutó durante unos segundos.

—Estoooo... ¡en fin! ¡Me tengo que ir! ¡Luego te llamo!

Rosa entró muy rápido en el taxi y cerró violentamente la puerta. Ni siquiera vio la sonrisa de Richard, que movía su mano a modo de despedida.

Colonia Roma Sur, México D.F.

Fernando se divertía con un grupo de amigos en El Jarocho Taquizas, una típica cantina mexicana cuya especialidad eran los tacos. Era un negocio familiar, asentado en el barrio en el que él vivía y que en los últimos años había crecido gracias a la comida a domicilio. A Fernando le iba a estallar la tripa de tantos tacos como había engullido.

—¡Chicos, comida nomás! ¡Creo que la panza me va a crujir! ¿Nos vamos a El Cine a tomar una copa? ¡A estas horas ya debe de estar abierto!

—¡Pues venga, jalea, que ya estamos tardando!

Se acercaron hasta el local, a tan sólo unas calles de donde estaban cenando. Los amigos se sentaron en un rincón, en la planta de arriba, mientras la música de Maná tronaba en los potentes altavoces del local...

Oye, mi amooooor, no me digas que nooooo... Y vamos juntaaaaando las almaaaas... Oye, mi amoooooor, no me digas que noooooo... Y vamos juntaaaaando los cuerpos...

—¡Ahora vengo, mamones!

—¡Bueno, pero no tardes! —Estaba claro que Fernando era el alma del grupo.

Bajó las escaleras para ir al baño. Las cervezas comenzaban a hacer efecto en su vejiga. Antes de acercarse a los servicios echó un vistazo al local para ver si había alguna presa a la que mostrarle sus encantos, pero no se veía a ninguna chavala sola.

De pronto, se fijó en dos gorilas que bebían en la barra. Su sexto sentido le decía que aquellos tipos no estaban allí por casualidad. Rápidamente, se dirigió a la parte de atrás intentando que no lo vieran, debía localizar a toda prisa una salida de emergencia por la que escaparse. Uno de los gorilas le vio largarse por un pasillo y avisó a su compañero. Automáticamente, siguieron sus pasos.

Fernando, nervioso, comenzó a buscar alguna puerta o ventana en los baños, pero no encontraba ninguna vía de escape. De pronto, una gran mano le agarró del pelo y casi en volandas lo arrastró hasta el baño.

—¡Ven aquí, cabrón! ¿Dónde ibas?

—¡Heyyyy, hermanos! ¡Tranquilos! ¡Creo que os estáis equivocando de persona!

—¿Ah, sí? ¿Tú no eres el amiguito del gringo?

El gorila continuaba agarrando a Fernando del pelo. Éste intentaba soltarse, pero era imposible.

—¿Gringo? ¿De qué coño de gringo me hablas, mamón?

El gorila le estampó la cabeza contra uno de los espejos del baño, que estalló en su frente. Su compañero se quejaba.

—¡Hey, cabrón! ¡Déjame a mí un poco!

Fernando, como si fuera un títere, cambió de dueño. El otro matón lo agarró del cuello y, levantándolo del suelo con una sola mano, lo arrojó violentamente contra los azulejos de la pared. Fue tal el impacto que se escuchó el sonido de algunos huesos romperse. Fernando perdió el conocimiento. Su cara estaba ya empapada de la sangre que manaba de su frente.

—¡Qué ganas te tenía! ¡Ahora vas y sigues jugando, cabrón!

El otro sicario lo levantó del suelo y, a golpes, lo metió dentro de uno de los baños. De una patada lo dejó sentado en la taza del váter. Fernando seguía sin conocimiento. Su cuerpo se ladeó sin apenas vida contra una de las paredes pintando un rastro rojizo en los azulejos. Los dos gorilas cerraron la puerta. Se lavaron las manos y se arreglaron el pelo y las ropas como si no hubiera pasado nada. Salieron del baño. Nadie había escuchado los golpes. Pagaron sus consumiciones y se marcharon del local. Al entrar en el coche, uno de ellos mandó un sms:

Trabajo terminado. Todo bien. Paquete facturado.

El taxista esperó a que Rosa hubiera abierto el portal de su casa para marcharse. Compartía vivienda con una compañera australiana del equipo de la excavación en un populoso barrio cercano a la ciudad sagrada. Era una casa de dos pisos a la que se accedía por un patio central. Ellas vivían en el piso de arriba.

Rosa cerró la puerta y encendió la débil bombilla que iluminaba el patio. De pronto, alguien la saludó desde uno de los rincones.

—¡Buenas noches!

La joven no se lo pensó dos veces y dirigió una patada de kárate a la altura de la cara del desconocido, que, como pudo, evitó el golpe. Antes de que pudiera decir nada, Rosa ya estaba lanzando otra patada, que nuevamente esquivó el intruso.

—¡Joder, para ya! ¡Soy yo!

Rosa detuvo en el aire el siguiente golpe.

—¡Dios, tío, qué susto me has dado!

—Y tú a mí, sobrina. Veo que te mantienes en forma y que has aprovechado bien las clases que te pagué.

—¿Qué haces aquí, tío?

—¿Cómo que qué hago aquí? ¡Primero dame un abrazo!

Rosa le besó. Sintió sus fuertes brazos que la rodeaban con cariño.

—¿Cómo estás, princesa?

—Estoy bien. Te dije el otro día que no tenías que preocuparte.

—¿En serio? Eso no es lo que ha llegado a mis oídos.

—Ya sabes que no tienes buenos informadores —apuntó Rosa. Su tío sonrió.

—Princesa, te van a seguir de cerca mis hombres y no quiero quejas. Temo que te pase algo y te juro por la Santa que si eso sucede, monto una guerra.

—¡Pero... tío!

—Ni una palabra. Ya hablaremos. Me voy, que ya sabes lo celosa que se pone mi rubia.

—Sí, lo sé. Dale un beso de mi parte.

—¡Adiós, princesa!

—¿Qué quería tomar Fernando? ¿Os ha dicho algo?

—No, y ya está tardando.

—Eso es que ha pillado alguna chava. Voy a buscarlo.

El amigo de Fernando dio una vuelta por el local. Miró fuera y tampoco le vio. Decidió acercarse al baño, de paso miraría allí.

—¿Fernando?

Se sorprendió al ver el espejo roto y lleno de sangre. Observó con temor las manchas rojas por todo el suelo. Miró en los aseos. Estaban todos vacíos menos uno, que tenía la puerta entreabierta.

—¿Fernando?

El joven empujó la puerta. La cara ensangrentada de su amigo con la mirada perdida le sobresaltó.

—¡Maldita sea, mierda! ¡Hay que llamar a una ambulancia, joder!

Salió del baño lanzando gritos. Varios camareros corrieron para ayudarle. En pocos minutos, una ambulancia se llevaba a Fernando. Los enfermeros intentaban mantener el hilo de vida que quedaba en el maltratado cuerpo del mexicano.

Paula estaba terminando de embalar sus pertenencias. Cogió varias fotografías enmarcadas en las que se reflejaban una buena parte de su vida. En una de ellas se veía a Richard justo después de ser liberado por la guerrilla. Se quedó un buen rato observándolo. Suspiró y siguió guardando las fotos en las que solamente aparecía ella.

El sonido del timbre de la puerta la sobresaltó.

—Éste debe de ser James...

Bajó rápidamente los escalones para llegar a la entrada y abrió la puerta un poco para comprobar que era su nuevo amor. Tenía la cadena de seguridad echada, siempre que estaba sola tomaba algunas precauciones. Sin apenas poder reaccionar, notó un fuerte golpe en la puerta que arrancó de cuajo la cadena y a ella la desplazó varios metros hasta tumbarla en el suelo. Desde allí, divisó dos enormes gorilas, con rasgos mexicanos, que, a su paso, cerraron la puerta.

Uno de ellos la levantó de la pechera. Sus musculosos brazos hacían inútil cualquier fuga. Paula lanzó un grito, pero el matón le arreó un fuerte golpe en la cara y la obligó a callar la boca.

Paula estaba aterrorizada. No sabía a qué obedecía aquella brutalidad.

—¡Por favor, no me hagan nada! Les daré todo lo que tenga de valor —balbuceó en el básico español que conocía. Ahora se arrepentía de no haber practicado algo más con Richard.

Los gorilas no intercambiaron palabra. Uno de ellos sacó unas tijeras de podar del bolsillo de su abrigo.

Paula se arrodilló llorando.

—¡Por favor, no me hagan daño!

Sin escucharla, uno de ellos sujetó uno de sus delicados brazos. El otro agarró con fuerza su mano y situó las tijeras en el dedo anular en el que llevaba el anillo de casada. Para consuelo de Paula, se desmayó en aquellos instantes y no notó el chasquido de su hueso cuando el gorila cerró de golpe las tijeras. Metió el dedo sangrante de la periodista junto al anillo en una bolsa y la dejaron tumbada en el suelo. De su mano manaba abundante sangre.

Rápidamente salieron del domicilio comprobando que nadie les había visto. Recorrieron a la carrera un par de calles y pararon un taxi que circulaba por una avenida cercana. Una vez dentro pidieron ir al aeropuerto. En ese momento, uno de ellos sacó su móvil y mandó un sms.

Trabajo realizado con éxito. En unas horas volvemos a casa. El envío lo tendrá mañana por la mañana.

Diego observó por segunda vez el mensaje de su móvil y una amplia sonrisa mudó su rostro.

—Esta vez, amigo mío, la cosa va en serio...

A James le extrañó encontrarse la puerta de la casa de Paula abierta. No obstante, llamó al timbre para no asustarla. Pulsó varias veces, pero nadie contestó. Preocupado, empujó la puerta.

—¿Paula? ¿Paula?

Encendió la luz de la entrada y se quedó petrificado. La joven estaba tumbada en el suelo sin conocimiento. Su mano sangraba abundantemente. No se lo pensó dos veces. Se quitó el cinturón y le practicó un torniquete en el brazo y envolvió la mano en varias toallas mientras llamaba a los servicios de emergencia pidiendo ayuda.

En breves minutos una ambulancia ponía rumbo al hospital más cercano. Aunque Paula había perdido mucha sangre, no parecía que su vida corriera peligro. Mientras se dirigían a urgencias, James telefoneó a Charlie para contarle el suceso. El productor se vistió todo lo rápido que sus ahogos le permitieron. Entre jadeos, llamó para pedir un taxi.

—¡Tenme informada! ¿Vale, mi vida? —La mujer de Charlie estaba preocupada, pero más entera.

—Sí, en cuanto llegue te llamo. ¿Telefoneo a Richard?

—Yo esperaría a llegar al hospital. A lo mejor Paula no quiere contar nada. No sé...

—¡Tienes razón, creo que esperaré!

Charlie se marchó rápidamente hacia el hospital temeroso de la suerte de su amiga.

Los dos sicarios miraron la dirección apuntada en el papel.

—Creo que es ese portal. Apaga las luces y parquea el carro ahí mismo, por si tenemos que salir a los pedos.

Los dos gorilas bajaron del coche y se dirigieron hacia la verja que daba acceso al patio de la casa de Rosa. Uno de ellos alumbró la zona con una linterna mientras el otro abría la puerta con una ganzúa.

—¡Ya está! ¡Ésta ha sido fácil!

Los dos corpulentos armarios se dirigieron hacia el piso de arriba, donde vivía la arqueóloga. Uno de ellos pegó el oído a la puerta.

—Creo que está viendo la tele. Alúmbrame la puerta. —Sacó el juego de ganzúas y eligió la que consideró correcta para aquella cerradura. Realizó varios giros hasta que su mano notó que el cierre había cedido—. ¡Vamos!

Los dos matones entraron por la puerta sigilosamente. Rosa estaba viendo la televisión en el sofá. Se quedó aterrorizada al verlos.

—¡Ven aquí, putita!

Rosa intentó incorporarse, pero no tuvo tiempo. Uno de los gorilas ya la agarraba con todas sus fuerzas del pelo. El otro se estaba acercando para terminar de inmovilizarla cuando se escuchó un grito que llegaba desde la puerta.

—¡Quitad esas manos de la chica, cabrones!

Los dos gorilas soltaron a Rosa. Uno de ellos se giró para ver con qué y con quién se enfrentaban. Un individuo desde la puerta les apuntaba con un revólver.

—¡Venga, quiero ver vuestras putas manos en la cabeza!

Casi antes de que terminara la frase, uno de los matones agarró un jarrón que había sobre la mesa y se lo lanzó al pistolero impactándole en la cabeza. Tuvieron el tiempo justo para correr a la habitación contigua y escapar por la ventana. A los pocos segundos se escuchó cómo arrancaba un coche y unas ruedas chirriaban en el desgastado asfalto.

Rosa atendió al hombre, que sangraba por una pequeña brecha.

—¿Estás bien? —Conocía a aquel individuo de haberle visto con su tío en otras ocasiones.

—¡Sí, estoy perfectamente! ¡Menos mal, señorita Rosa, que he llegado a tiempo!

—Sí, no quiero ni pensar lo que habría sucedido si no hubieras estado.

—Bueno, no se preocupe. Estaré por aquí, vigilante. Llamaré a alguien más para que me acompañe. Esté tranquila.

Rosa comprobó que la herida ya no sangraba y besó tiernamente en la frente a su salvador.

—Será mejor que no le digas nada a mi tío o se montará una buena.

Amanecía tímidamente en México D.F.. Por las calles comenzaban a transitar miles de personas que acudían a sus puestos de trabajo. Los coches patrulla seguían vigilantes, observando cada rincón, mientras Richard dormía plácidamente sin sospechar que tendría una de las peores mañanas de su vida.

En esos mismos instantes, el conductor de una furgoneta negra leía un cartel en la solitaria carretera: «A CIUDAD JUÁREZ 223 KM».