CAPÍTULO 40

La noche discurrió sin incidencias, al menos para los hombres de San Román. La joven a la que iban a sacrificar se agitaba entre pesadillas atada a una cama. En una habitación próxima, Richard intentaba poner su cabeza en orden buscando una explicación a lo que le estaba pasando y, sobre todo, ansiaba encontrar alguna idea brillante para escapar de aquel encierro. También le habían atado a una cama. Intentó mover las muñecas y los pies para ver si sus ataduras cedían, pero era imposible: los sicarios habían realizado bien su trabajo. A unos metros de él descansaba, recostado en un sillón, uno de sus captores, que rompía con sus ronquidos el silencio de la noche.

Rosa también daba vueltas en la cama, cada pocos minutos miraba el reloj. Deseaba que llegara la mañana para ver si su tío tenía noticias del hombre que, casi sin darse cuenta, la había conquistado.

Fernando continuaba tumbado en la sección de cuidados intensivos del hospital, pegado a un montón de máquinas que emitían pitidos al compás de los latidos de su corazón. De momento, eran su único nexo de unión con la vida. Sus padres estaban despiertos, sentados en el sofá del salón de su humilde casa, con la mirada fija en el teléfono, que descansaba sobre la mesa.

En Nueva York, Marc dormía apaciblemente en su apartamento de soltero en Queens, Rul lo hacía descansando su pierna escayolada sobre unos cuantos cojines junto a su novia, y Charlie dormía agarrado a su esposa dejando caer un hilillo de baba sobre la almohada.

A pocos kilómetros de allí, Paula y su nuevo amor reposaban en una cabaña junto a un precioso lago. La periodista tenía la mano vendada fuera de las mantas para no hacerse daño. De vez en cuando, se despertaba y pegaba su cuerpo al de su compañero pensando que se encontraría con el musculado torso de Richard.

San Román dormía plácidamente como un niño en su cama king size repleta de cojines de plumas de ganso. Estaba agarrado a la escultural rubia que últimamente le acompañaba. Cada poco tiempo, acercaba su mano hasta los pechos descomunales de aquella mujer y los apretaba con todas sus fuerzas, parecía que sentir la mullida carne le congratulaba con el mundo.

En el hotel Four Seasons de México D.F. intentaban descansar todo lo que podían diez empresarios que, al día siguiente, darían pie a sus peores perversiones. Dos de ellos, en aquellos momentos, seguían pegados a su portátil, conectados a páginas pornográficas que calmaban su enfermizo cerebro.

Tan sólo había unos cuantos hombres que esperaban alerta el amanecer. Estaban arrodillados sobre mantas, rodeados de códices mayas. Painal recitaba los escritos realizados por sus antepasados al calor de un fuego en el que, de vez en cuando, añadían ramas y hierbas que ellos mismos habían recolectado y que impregnaban de un denso aroma todo el ambiente.

Los modernos vigilantes de los días escrutaban el cielo y las estrellas y seguían discutiendo y anotando sus predicciones. Diego observaba arrodillado aquella curiosa escena, seducido por el leve sonido de los tambores y por los brebajes que, de vez en cuando, le acercaban. Se sentía satisfecho porque al día siguiente, de nuevo, podrían volver a entregar a los dioses lo que más apreciaban... ¡sangre humana!