CAPÍTULO 20

Richard se apoderó rápidamente de la cuenta.

—¡Ehhh! ¡Te he invitado yo! —protestó Rosa.

—Pero... ¿no estamos en México? ¡Aquí jamás paga una señorita!

—¡No seas machista!

—Hagamos un pacto. ¡Tú pagas los margaritas!

—Venga, perfecto. Pero tendremos que bebernos unos cuantos para igualar la cuenta del restaurante.

Richard se guardó la factura para Charlie y pidió que les enviaran un taxi. A los pocos minutos, una camarera se acercó para avisarles de que el coche les esperaba en la puerta.

—¿Vamos a la terraza de mi hotel? —preguntó Richard.

—¡Estupendo!

—Al hotel Majestic del Zócalo, por favor.

El taxista arrancó en dirección al paseo de la Reforma mientras, a pocos metros de su vehículo, los nuevos sicarios de Diego no les perdían el rastro. Uno de ellos iba colocando el silenciador a su pistola Browning de 9 milímetros.

—¿Dejamos que pasen el paseo de la Reforma?

—Sí, es mejor pillar a estos chingones en una calle más estrecha y con menos gente.

El taxista atravesó todo el paseo y cogió la calle Juárez, que le conducía directamente hasta la plaza del Zócalo.

—¡Venga, ésta es la nuestra! Si se han metido por esta calle es que van al hotel y no tardaremos mucho en llegar. ¡Prepara el arma!

El gorila preparó la pistola y bajó la ventanilla del coche mientras el conductor comenzaba a acelerar, agobiando al taxista.

—¡Pero...! ¿Qué le pasa a este mamón? —El taxista observaba el coche acelerando detrás de él con las luces largas puestas, impidiéndole casi ver.

Richard se giró y, al ver que les perseguían, gritó:

—¡Acelere!

El taxista apretó al máximo el acelerador.

—¡Justo lo que quería, puto! —El sicario ya había previsto la situación. Siguió acelerando algo más hasta que su compañero sacó medio cuerpo por la ventanilla y apuntó al taxi.

En ese momento, se escuchó una explosión ahogada. El gorila había disparado a la rueda trasera. Debido a la velocidad, el taxista no pudo hacerse con el control del vehículo y se estampó de lado contra una fila de coches aparcados. El coche de los gorilas frenó y, a distancia, éstos observaron que los ocupantes del taxi se movían. En ese momento aceleraron y se metieron por una calle, huyendo de allí.

Richard se tumbó encima de Rosa, protegiéndola. Pensaba que todo había acabado. Escuchó el ruido del coche al estamparse, el fuerte frenazo y el claxon que no dejaba de sonar, empujado por la cabeza del taxista. Esperó unos segundos, temeroso de que los sicarios les fueran a rematar. De pronto, el sonido del claxon dejó de escucharse. El taxista se incorporó. Tenía un buen golpe en la cabeza.

—¿Está bien?

Richard se incorporó también y se quitó con cuidado los cristales del pelo.

—Sí, estoy bien. ¿Qué ha pasado?

—Creo que nos han disparado. ¿Está bien, amigo?

El taxista salió del coche maldiciendo a gritos.

—¡Hijos de la chingada! ¡La que me han liado estos cabrones!

Rosa y Richard salieron del coche. Los pocos transeúntes que se encontraban en la calle desaparecieron misteriosamente. Nadie quería ser testigo de nada.

Richard se acercó al taxista, que comprobaba los daños del vehículo.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, estoy bien. ¡Maldita sea mi estampa! ¡Hijos de puta!

Richard sacó de su nueva cartera 300 dólares.

—Mire, con esto tendrá para reparar el coche, nosotros no podemos quedarnos. No queremos que la policía nos saque más dinero. Por favor, diga que iba usted solo en el taxi, ¿de acuerdo?

—No se preocupe. ¡Gracias, señor! ¡Que la Guadalupana se lo pague!

Richard dio la mano al taxista y se despidió de él. Cogió a Rosa del brazo y a la carrera se escapó con ella por una de las calles peor iluminadas.

—Venga, ¡vamos rápido! Si seguimos por esta calle llegaremos en cinco minutos al hotel.

El teléfono de Diego sonaba sobre la mesa del comedor mientras él seguía su particular viaje, tendido aún sobre la alfombra de su despacho. Unos cuantos tonos más y saltó el contestador.

—¿Señor? ¡Somos nosotros! Todo ha salido según lo previsto. El cliente sigue vivo, pero temblando como una nenita. Comprobaremos en un rato que el pájaro regresa al nido.

Cuando Rosa y Richard se encontraron en la esquina del hotel, pararon para tomar aire y arreglarse un poco. Rosa le quitó a Richard unos trocitos de cristal que aún le quedaban en el pelo.

—¿Estás bien?

—¡Perfecto! —Richard miró a su alrededor para comprobar que no les habían seguido. Cogió de la mano a Rosa y tiró de ella—. ¡Vamos!

—¡Buenas noches, señor Cappa!

El amable recepcionista saludó a Richard.

—¡Buenas noches!

—¿Se le ofrece algo, señor?

—No, muchas gracias. Subiremos a la terraza a tomar un trago. ¡Buenas noches!

El conserje volvió a sentarse y subió un poco el volumen de su televisor.

Richard y Rosa se acomodaron en una de las mesas y pidieron dos margaritas.

—¡Dios mío! Ya he bajado la cena.

Rosa le miraba incrédula. Hasta en ocasiones como aquella el periodista era capaz de bromear.

—¿Tú crees que han querido matarnos?

—Yo estoy convencido de que el día que quieran acabar con nosotros lo harán. De momento, seguimos siendo solamente una diversión.

Los primeros margaritas se los tomaron casi de un trago. Richard miró a los ojos a Rosa y agarró su mano.

—Siento haber destrozado esta noche tan maravillosa.

—Ya te dije, querido Richard, que estamos juntos en esto.

Richard apartó de la cara de Rosa un mechón de pelo que se le había escapado de la coleta.

—Eres un encanto. ¡Ay, Dios mío! —Richard suspiró mirando a la arqueóloga—. ¡Camarero, otros margaritas!

Los clientes del bar, uno a uno, se fueron marchando. Una vez más cerrarían la terraza del hotel. Un alegre politono se escuchó con fuerza dentro del bolso de Rosa.

—¿Quién será a estas horas? —Rosa contestó la llamada—. ¿Dígame?

—Rosa, ¿estás bien?

—¿Tío?

Rosa puso la mano en el teléfono tapando el auricular.

—Disculpa un momento, Richard. —Y se alejó para que el periodista no pudiera escuchar la conversación.

—¡Tío! ¿Qué haces llamando a estas horas? —Rosa parecía indignada.

—¡No te enfades! Me he enterado del accidente y quería saber cómo estabas. Simplemente eso.

—¿Del accidente? ¿De qué accidente me hablas?

—¡Rosa! Te hablo del accidente con el taxi de hace un rato. Me da que os han pegado un par de balazos en el carro.

—Perooo... ¿tú cómo carajo sabes eso?

—Rosita, ya sabes que no hay nada que ocurra en la ciudad de lo que yo no me entere.

—Sí, de eso estoy segura. Pues estoy bien, tío. ¡Gracias! Venía con Richard de cenar y nos han tiroteado, pero no ha sido nada.

—¿Quieres protección, mi niña?

—No quiero nada, ¿me oyes? Ya te lo he dicho muchas veces. No quiero tu protección, ¿de acuerdo?

—¡Vaya carácter que tiene mi yegüita! Bueno, bueno... no te preocupes... ¡Rezaré por ti!

—¡Y yo por ti! Un beso, tío.

Richard observaba incómodo cómo Rosa gesticulaba airadamente como si estuviera en medio de una discusión. Cuando volvió a la mesa, no pudo evitar hacerle una pregunta.

—¿Todo bien?

—Sí, problemas en el trabajo. Estaban buscando unos restos que yo había guardado y no los encontraban.

Richard miró hacia la catedral mientras pensaba que no había escuchado una excusa peor en meses.

—Bueno, ¿qué hacemos? Me encantaría que te quedaras conmigo en el hotel. No quiero que pases hoy la noche sola. Aquí estaremos más seguros.

—¿Me prometes que no te aprovecharás de mí?

Richard cruzó los dedos frente a ella.

—¡Te lo prometo! —Rosa no pudo evitar una sonrisa—. ¡Ah, se me olvidaba! ¡Tengo una buena noticia! —La joven le miró incrédula.

—¡Por fin! ¿De qué se trata?

—Charlie me ha invitado a una fiesta superexclusiva mañana por la noche. Al parecer, va a acudir lo más selecto de la ciudad a la inauguración de un nuevo hotel. ¿Te apetecería acompañarme? Hay que ir de etiqueta. Yo mañana alquilaré un esmoquin.

—¿Y voy a dejar solo a un bombón como tú vestido con esmoquin? ¡Ni lo sueñes! ¡Claro que me apunto!

—¿Yo, bombón? —Richard sonrió y pellizcó en el hombro a Rosa, que le dio un puñetazo en el brazo.

Los dos se dirigieron entre golpes hacia la habitación de Richard sin saber, a ciencia cierta, qué sorpresas podría depararles la noche.