CAPÍTULO 30
—Señores pasajeros, estamos realizando las maniobras de aproximación al aeropuerto de Ciudad Juárez, les rogamos ajusten sus cinturones de seguridad, cierren sus bandejas y coloquen sus respaldos en posición vertical. En unos minutos el avión tomará tierra.
—¿Ya llegamos? —Richard consultó incrédulo su reloj. El vuelo se le había hecho cortísimo.
—Sí, ya estamos. Te has dormido un ratito. —Rosa, abstraída con una noticia de El Universal, observó también su reloj. Eran las siete y media de la tarde.
—¿Qué lees? —preguntó Richard.
—¡Otro nuevo suicidio colectivo! Esta vez en un pueblecito en la frontera entre México y Guatemala. Un chamán se ha quitado la vida junto a treinta personas. Al parecer, estaban convencidos de que en unos meses el mundo terminaría. El chamán les dio a beber peyote mezclado con veneno y tuvieron un viaje del que no regresarán jamás.
—¿Todos mexicanos?
—No, había dieciocho extranjeros. ¡Esto es de locos!
Richard volteó la cabeza y observó a su equipo. Los tres —Marc, Rul y Fernando— estaban como para foto, dormidos y con las cabezas sobre el hombro del compañero. Solamente el impacto de las ruedas del avión sobre la pista consiguió que despertaran.
Una vez que tomaron tierra, salir de la terminal fue sencillo, la burocracia y los controles no eran tan estrictos como en cualquier gran aeropuerto. También les hizo ganar tiempo que no habían facturado las maletas. Marc no se separaba de su cámara y Rul cargaba con un par de mochilas. El resto llevaba equipaje de mano.
A Richard le sorprendió que Ciudad Juárez no tuviera el mismo olor que México D.F. Los aromas llevaban menos gasolina y el aire era menos denso, aunque más seco. Se notaba la falta de humedad en el ambiente de aquella zona cercana al desierto.
—¡Venga, gringos, los taxis nos esperan!
Fernando ya se había encargado de negociar un par de taxis para que les llevaran al hotel.
—¡Al hotel Lucerna, por favor! Paseo Triunfo de la República, 3976 —dijo Fernando a los dos taxistas. Enseguida partieron en comitiva hacia el hotel.
Recorrieron los veinte kilómetros que les separaban de la ciudad por la carretera 45, una amplia vía con varios carriles a cada lado repleta, a ambos márgenes, de bajas construcciones destartaladas. La impresionante llanura se veía tan sólo interrumpida a lo lejos por unas montañas peladas de vegetación.
Atravesaron un parque y comenzaron a notar que entraban en la ciudad: cada vez había más casitas diseminadas a ambos sentidos. La carretera 45 se convirtió en el paseo Triunfo de la República. A los pocos minutos llegaron a su destino.
El Lucerna era un coqueto hotel situado a pocos minutos del centro. Un bloque de unos siete pisos, pintado en color arena, decorado en el centro con ladrillos y coronado con una Estrella de David, que cumplía su misión de destacar ante todo lo que lo rodeaba. Al atravesar el hall se veía a lo lejos una sugerente piscina, rodeada de enormes palmeras. Richard se alegró de haber incluido en su equipaje el bañador, en cuanto llegara a la habitación pensaba cambiarse y bajar a la piscina para refrescarse.
—¿Alguien se da un baño conmigo en la piscina? —La idea de Richard gustó a todos menos a Fernando.
—Yo no, güey. Soy de secano. Os miraré sentado en el jardín tomándome una cerveza. De todos modos... ¡con la que tenemos organizada y tú pensando en darte un baño! —Al mexicano le seguía asombrando la sangre fría de su amigo en determinadas ocasiones.
Richard y Rosa compartieron habitación para que a Charlie le saliera más barata la comitiva. En cuanto subieron a cambiarse de ropa, el periodista telefoneó al contacto que le había proporcionado Jon Sistiaga, para evitar problemas en aquella peligrosa ciudad.
—Comisario Sandoval. ¿Quién llama?
—Disculpe, comisario, soy Richard Cappa, un periodista español amigo de Jon Sistiaga. Si no me equivoco, creo que él ya se ha puesto en contacto con usted para contarle que veníamos un par de días aquí para hacer un reportaje.
—¡Ah, sí! Me llamó el muy chingón hace un rato. ¡Gran tipo!
—Sí, desde luego.
—¿Y qué se les ofrece?
—Pues de momento, nada. Estaremos hoy y mañana grabando reportajes por la ciudad. Jon me pidió que en cuanto estuviera en el hotel le avisara de mi llegada.
—Pues muy bien, señor Cappa. Espero que no tengan ningún problema. ¿En qué hotel se hospeda?
—Estamos en el hotel Lucerna.
—¡Ah, muy bien! Intentaré mandarle allí un par de hombres para su seguridad. No obstante, cualquier cosa que necesite no dude en llamarme. Espero que tenga una buena estancia en Ciudad Juárez.
—¡Eso espero, un saludo! —Richard colgó. Se sentía más tranquilo sabiendo que habría alguien pendiente de su seguridad.
Después del baño decidieron irse al centro a cenar. Marc y Rul se quedaron en el hotel, Richard no quería implicarlos, al menos aún, en lo que se traían entre manos. Fernando tenía que acudir a su cita con el tatuador y Rosa y Richard prefirieron no acompañarle para no levantar sospechas. Richard le enseñó su Moleskine para que se acordara del dibujo que les habían enviado grabado en la piel.
—Mira, éste fue el primer dibujo. Rosa piensa que el siguiente debe de ser éste. —Richard le enseñó los diseños que había realizado tomando como referencia el Códice de Dresde—. Tienes que fijarte e intentar localizar alguno parecido.
—No te preocupes, gringo. Los tengo memorizados en la cabeza.

—Sí, lo sé. Confío en ti. Bueno... ¿dónde cenamos? —A Richard le rugía ya el estómago.
—Un pinche de Televisa me comentó que hay aquí un restaurante histórico al que siempre han ido gringos famosos, como Frank Sinatra o Liz Taylor. Según me ha dicho, ahí se inventó el margarita y, encima, creo que se come bien.
—¡No sigas, nos apuntamos!
Pidieron un taxi en el hotel y se acercaron hasta el restaurante Kentucky Bar. Estaba a pocos minutos, en el 629 de la avenida Juárez Norte. Al llegar se quedaron bastante sorprendidos. Un montón de casas de la zona estaban derruidas y la mayoría de los negocios vecinos se vendían o tenían echado el cierre. Parecía que el Kentucky era lo único con vida en el barrio.
Rosa y Richard bajaron del taxi, Fernando continuó rumbo a su cita con el tatuador.
—¡Ten cuidado, amigo! Si necesitas cualquier cosa llámanos, y ya sabes... ¡sé discreto!
—¡Pierde cuidado, gringo!
La pareja vio desaparecer el taxi de Fernando entre las calles de Ciudad Juárez. Entraron en el restaurante. Aunque antaño había debido de ser la referencia del ambiente de la maltratada ciudad, ahora apenas había cuatro o cinco clientes... Un camarero vestido con camisa blanca, corbata negra y chaleco les saludó.
—¡Muy buenas noches y bienvenidos a Kentucky Bar! ¿Les sirvo unos margaritas?
—Pero sólo si son tan buenos como nos han contado. —Richard intentaba ser amable.
—Seguro que sí, señor. Están ustedes en la casa donde se inventó el margarita. Aunque nunca sabremos la verdadera historia, se cuenta que lo preparó un camarero para conquistar a una bella dama que se llamaba Margarita. El cantinero colocó en una copa dos terceras partes de tequila, una de Cointreau y limón. Para darle mayor prestancia, adornó el borde de la copa con sal.
—¿Y la conquistó?
—¡Ah, señor...! ¡Usted quiere saber mucho! Al quinto margarita se lo cuento.
El camarero preparó los margaritas y sentó a la pareja en una de las mesas. Enseguida Richard comenzó a hablar con él.
—Por cierto, me resulta raro en esta parte del mundo el nombre del bar: Kentucky. ¿Por qué se llama así?
—Viene de la época de cuando existía la prohibición de beber alcohol en Estados Unidos. Muchos americanos pasaban la frontera para tomar y comprar alcohol aquí, entre ellos centenares de soldados. Este bar era frecuentado, sobre todo, por un escuadrón de Kentucky, de ahí el nombre.
—¡Curiosa historia! Por cierto... ¿qué nos recomienda para cenar?
—Pues verá, señor, nosotros somos los reyes de los burritos, o sea, que yo, personalmente, tomaría alguno. También les recomiendo los lonches de colitas de pavo y la carne asada. Como todo viene con guarnición de fríjoles, arroz y ensalada, creo que con eso podrían cenar.
—¡Perfecto! Y tráiganos unas cervezas para la cena.
—¿Qué le parece Carta Blanca? Es una cerveza que se fabrica por la zona, es un poco más fuerte que la normal, pero está muy buena.
—Me parece muy bien.
En cuanto se marchó el camarero, Richard sacó su Moleskine y comenzó a dibujar la barra del bar.
—¿Sabes que en Ciudad Juárez presumen de ser los inventores del burrito? —señaló Rosa—. Al parecer, a principios de 1900, en tiempos de la revolución mexicana, había un señor que regentaba un puesto de comida callejero. Para que no se le enfriara la comida, pensó que lo mejor era envolverla dentro de una tortilla de harina de trigo que a su vez envolvía en mantelitos para que conservaran el calor.
»Fue tanta la fama que comenzó a tener el puesto de este hombre que llegó a tener pedidos de todo Ciudad Juárez y no le quedó más remedio que comprarse un burro para poder atender a todos sus clientes. En el animal transportaba toda la comida que le pedían. Pronto, muchos americanos que pasaban la frontera o incluso paisanos de la zona empezaron a preguntar por la comida del «burrito», y de ahí que este tipo de torta se quedara con ese nombre.

Richard escuchaba mientras dibujaba con maestría la barra del local.
—¡Te las sabes todas, querida Rosa!
Y acto seguido colocó una de las copas de margarita para inmortalizarla en su libreta.
Fernando continuó en el taxi unas cuantas manzanas más. Según avanzaba el vehículo, se iban deteriorando los edificios. La zona en la que había dejado a sus compañeros al menos tenía algo de vida y algunas casas decoradas con vivos colores. Desde hacía varios minutos, todo se había convertido en gris. Las aceras prácticamente no existían, ni los grandes edificios. Todo eran casas bajas destartaladas, la mayoría ni siquiera terminadas o construidas con diferentes materiales. El taxista se detuvo en lo que parecía un garaje anexo a una casa baja. La fachada tenía un dibujo pintado de un caballo alado.
—¡Ya hemos llegado!
—Muy bien, muchas gracias. Por cierto... ¿cuánto me cobras por esperar a que salga? Tardaré una hora más o menos.
—Hagamos una cosa. Mejor dentro de una hora paso a buscarle. Prefiero no esperar aquí.
—De acuerdo.
Después de pagar lo pactado, Fernando bajó del taxi. Estaba anocheciendo y en la zona no se veía ni un alma. La luz de la ventana del garaje estaba encendida y se escuchaba un equipo de música a todo volumen. Fernando observó atemorizado cómo se marchaba el taxista. Después, abrió el pequeño portón que cerraba la verja del garaje. Se acercó a la puerta y llamó. Le abrió un chaval joven, de unos veinticinco años, delgado y para nada con aspecto mexicano, más bien parecía alemán o americano. Tenía una melena rubia, desarreglada. Llevaba una camiseta de tirantes y los brazos estaban totalmente tatuados, pero no parecía, ni mucho menos, un tipo duro. Fernando se tranquilizó.
—¡Hola, soy Fernando! Había quedado para hacerme un tatuaje.
—¡Sí, pasa! Te estaba esperando.
El taller tenía sólo una amplia habitación. Había varias estanterías repletas de productos y botes de pintura, una mesa a rebosar de papeles y las paredes cubiertas de cientos de fotografías con brazos, piernas y espaldas tatuadas, seguramente de los trabajos realizados. Había una pequeña cama en una esquina y un sillón parecido al de los dentistas, iluminado con un potente foco. Junto a él, una mesita auxiliar con ruedas exhibía todo el instrumental necesario para tatuar. Fernando también observó varios pósteres del grupo Kiss, de ellos debía de ser la música que estaba tronando.
El tatuador se acercó al equipo y bajó el volumen.
—No place for hidin’ babyyyyy... No place to ruuuuun... You pull the trigger of myyyyy... Love guuuun, looooove gun, love guuuuun...
—Bueno, ¿tienes pensado el tatuaje que te quieres hacer?
—No, compadre, yo sólo traigo el tequila. —Fernando sacó una petaca de la cazadora y se la ofreció al rubio, que la rechazó con un gesto. Entonces bebió él, mirando los diseños colgados de la pared—. ¿Qué tienes por ahí?
—Pues, depende de lo que quieras... No sé. ¿Te gustan los motivos tribales, los japoneses, prefieres animales, retratos, una frase...? Eso es lo primero que debemos saber.
—Mi ilusión sería tatuarme algún motivo, por ejemplo, de los mayas o de los aztecas... No sé, así en rollo primitivo.
El tatuador se acercó a coger un álbum de la estantería.
—¿Y cómo lo quieres? ¿En color o sólo en negro?
—Creo que mejor en color.
Fernando comenzó a pasar las hojas del álbum intentando localizar algún dibujo parecido al que Richard le había enseñado. El tatuador volvió a subir un poco el volumen del equipo de música y buscó en la estantería más dibujos que le pudieran servir de referencia a su nuevo cliente. Cuando Fernando estaba llegando al final del álbum se cayó una hoja que debía de estar suelta dentro. Se agachó a recogerla. Sus ojos se quedaron paralizados al ver que era uno de los dibujos que su amigo le había enseñado.
—¿Y éste?
El tatuador le quitó rápidamente el dibujo y lo guardó violentamente en uno de los cajones de la mesa.
—No, ése fue un encargo especial y el cliente no quiere que se hagan más. Aquí puedes pagar por tener exclusividad.
Fernando se encogió de hombros, destapó de nuevo la petaca y se echó otro trago largo aparentando frialdad.
—Bien, no te preocupes... ¡seguiré mirando! —Finalmente, eligió un motivo azteca de los que había en el álbum—. Me gustaría algo así. ¿Cuánto se tarda en hacerlo?
El joven tatuador observó el dibujo elegido.
—Éste, al ser en color, unas cuatro horas. Y costará 200 pesos más.
—¡No importa! —Fernando miró el reloj—. Vaya, lo único que, en un rato, viene el taxista a buscarme...
—Si te parece, te calco el dibujo en la piel y te hago el contorno. Mañana, a esta misma hora, lo puedo terminar.
—Me parece bien.
—¿Dónde habías pensado hacértelo?
—Creo que en la espalda.
—¡Perfecto! Pues quítate la camisa y túmbate en la cama, del resto me encargo yo.
Alado volvió a subir la música un poco más, la guitarra de Ace Frehley rugía al ritmo de varios acordes imposibles.
—Babyyyyy, if you’re feeling good... And babyyyy if you’re feeling niiiice... You know your maaaaan is workin’ hard. He’s worth a deuceeeee...
Sacó el diseño ya preparado y, después de limpiar con alcohol la parte en la que le iba a tatuar, calcó el dibujo sobre la espalda de Fernando. El mexicano se relajó, sabía que como le hiciera daño se levantaría de la cama para estamparlo contra la pared.
El tatuador se colocó los guantes de goma y cogió un trapo de papel. Fernando comenzó a escuchar un ligero zumbido que venía de una máquina. La aguja comenzó a traspasar la piel dejando un ligero tinte negro. Ninguno de los dos dijo una palabra. Fernando no se había tatuado nunca, pero no hacía falta para deducir que aquello no era una peluquería y menos con aquel tipo del que ya sabía lo suficiente. Así que aguantó varios minutos de trabajo sobre su espalda. Al cabo de un rato, escucharon el sonido de un claxon.
—Creo que ya vienen a buscarme.
—Espera, limpio esto un poco y te puedes vestir.
Fernando se puso la camisa con cuidado, dolorido, y bebió un último trago.
—¿Mañana a la misma hora? —preguntó.
Alado le apuntó en una mugrienta agenda.
—Sí, sí, mañana nos vemos. Son 500 pesos. Si te parece, dame la mitad ahora y mañana el resto.
Fernando pagó y abandonó aquel siniestro taller. Subió al taxi y consultó su reloj, imaginando que sus amigos seguirían en el restaurante. Marcó el número del periodista.
—¿Richard?
—Sí, ¿dónde andas, Fernando?
—Estoy yendo para el restaurante. ¿Seguís allí?
—Sí, sí. Vente y nos cuentas.
—¡Vale! Que me vayan preparando un margarita, gringo cabrón, te voy a pasar ahora un tenedor por la espalda para que sepas lo que escuece esto.
A los diez minutos el mexicano entraba en el restaurante. Rosa y Richard habían terminado de cenar y disfrutaban entre margaritas de la velada.
—¡Míralos! ¡Seréis cabrones! Yo aquí, sufriendo por el grupo, y vosotros trincando margaritas.
Los dos sonrieron con el comentario de su amigo, pero estaban demasiado intrigados para atender su queja.
—Venga, cuéntanos.
Fernando acercó una silla a la de Richard.
—No hay duda de que este cabrón ha sido el que ha hecho los tatuajes. He visto en un papel uno de los dibujos que me enseñaste antes.
—¿Estás seguro?
Richard abrió su Moleskine para comprobarlo.
—Sí, es éste. No tengo duda.
—Bueno, todo cuadra. Veremos qué nos cuenta mañana el periodista de El Universal. Creo que es aquí, en Ciudad Juárez, donde secuestran a las jóvenes que van a asesinar. Luego las tatúan y, seguramente, una vez preparadas, las envían al D.F. listas para los rituales. ¡Hijos de puta! Tienen la coartada perfecta.
—¿Coartada? ¿A qué te refieres?
—Sí, date cuenta de la cantidad de mujeres que desaparecen en esta zona sin que la policía haya encontrado aún explicación. Nadie conoce los verdaderos motivos por los que desaparecen y mueren tantas jóvenes. Es el lugar perfecto para secuestrar a una mujer y que pase desapercibido.
Las cervezas llegaron, y también la cena de Fernando, y más cervezas y más margaritas. La noche se apoderaba de Ciudad Juárez y los tres amigos no eran conscientes de que las tinieblas transformaban aquella apacible ciudad en un escenario preparado para una película de miedo.
Un taxi condujo a los amigos hasta el hotel. Al bajar, Richard se dirigió a Fernando.
—¿Has visto a aquellos policías que nos siguen? Debe de ser la escolta que nos ha puesto el comisario.
—¿Los polis? ¿Qué polis?
Richard lanzó una carcajada.
—¡Ah! ¿No los ves? ¡Yo tampoco! —Y siguió sonriendo irónicamente.
—Sí, tienes razón. Los podemos esperar sentados. ¡Reza para que no tengamos que necesitarlos!