CAPÍTULO 32
—¡Esta esquina me parece bien! Si os parece, vamos montando el equipo.
Marc y Rul se pusieron manos a la obra. Prepararon la nueva cinta para la cámara, cambiaron la batería y comenzaron a colocar los micrófonos al periodista y a Richard. A su lado, ya se había congregado un grupito de curiosos que observaban todos los movimientos que hacían; incluso un puesto de comida ambulante que había en la puerta del mercado, al observar el gentío, se trasladó al lugar de la grabación por si a alguien del público le entraba hambre. Aquello parecía más el rodaje de una película que el de un reportaje.
Marc preparaba su cámara, Richard ya tenía su micrófono colocado y Rul estaba ajustando el otro al periodista de Ciudad Juárez.
En ese momento, al final de la calle, apareció una furgoneta negra con los cristales tintados. Al principio, abordó la calzada a poca velocidad, pero, según se iba acercando, aumentó la potencia del motor. A los pocos instantes, el vehículo enfiló la calle como si estuviera fuera de control.
Todo sucedió tan rápido que apenas tuvieron tiempo de reaccionar. La potente furgoneta embistió a los que estaban más cerca de la calzada. La peor parte la recibió el periodista local. Richard, desde el suelo, pudo observar aterrorizado cómo el joven salió despedido varios metros por el fuerte impacto. Su cuerpo se balanceó en el aire como si se tratara de un muñeco de paja hasta que se estampó contra el asfalto de la avenida. Allí quedó inmóvil e inerte.
Un giro de volante y Rul, que corría hacia la acera, también fue alcanzado por la furgoneta. El ayudante de sonido recibió un leve impacto lateral, que, a primera vista, no parecía tan importante. El conductor del vehículo, satisfecho, enderezó el volante y volvió a enfilar la avenida. En pocos minutos había desaparecido.
Todos los curiosos que se habían congregado se esfumaron y del bullicio se pasó al silencio en tan sólo unos instantes. Richard y Fernando se incorporaron y corrieron a ayudar al periodista mexicano mientras Rosa y Marc asistían a su compañero. El ayudante de sonido se retorcía de dolor agarrándose la pierna. Todo parecía indicar que al menos tenía algún hueso fracturado.
Richard se temió lo peor al descubrir un pequeño charco de sangre junto al oído de Teodoro. Puso sus dedos en el cuello del joven para comprobar el pulso. No le quedaba ni gota de vida.
—¡Joder, joder...! ¡Malditos hijos de puta!
Cogió rápidamente el móvil y telefoneó al contacto que le había pasado su amigo Sistiaga.
—Comisario Sandoval. ¿Quién llama?
—Señor, soy Richard, el periodista español amigo de Jon Sistiaga.
—Ah... Muy buenos días. ¿Cómo está yendo la jornada? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarles?
—Pues sí, hemos tenido un accidente. Estábamos grabando junto al mercado de Cuauhtémoc y una furgoneta nos ha arrollado. Creo que han matado al periodista que estábamos grabando y a mi ayudante de sonido le han dejado malherido.
—¡Mierda! Ahorita mismo mando un par de ambulancias y yo estoy en dos minutos en la zona, me encuentro muy cerca. Mantenga la calma, que enseguida estamos.
Los siguientes minutos se hicieron eternos. Parecía que el tiempo se hubiese detenido en ese preciso instante y que el maldito reloj no avanzara con su ritmo habitual. Ninguno de los que hasta ese momento les había agobiado vendiéndoles algo les echó una mano. Solo se escuchaban los lamentos de Rul retorciéndose de dolor y repasando todo el santoral conocido. Los gritos quedaron ahogados con el sonido de las ambulancias anunciando su llegada. Con aquel estruendo comenzó a activarse el ritmo normal de la vida.
Los sanitarios certificaron que el periodista había fallecido. A Rul le trasladarían al hospital para curarle la pierna y Marc y Fernando le acompañarían.
El conductor de la ambulancia se acercó a Richard.
—No se preocupen, su compañero está bien. Tan sólo se ha roto la tibia. En una hora, y después de escayolado, estará como nuevo.
La ambulancia que llevaba a Rul se marchó haciendo tronar sus sirenas. Rosa se acercó a Richard y descansó su cabeza en el hombro del periodista. Éste la abrazó con fuerza mientras observaban dos coches de policía que llegaban a lo lejos.
Enseguida se bajó uno de los policías. Iba uniformado como un soldado, con botas militares y pantalones y camisa azul oscuro, de campaña. Llevaba gafas de espejo y un sombrero tejano.
—¿Richard?
—¡Sí, soy yo!
El comisario le tendió la mano y saludó también a Rosa.
—Soy Augusto Sandoval. ¿Qué pasó?
Richard, impresionado aún por los momentos que acababan de vivir, le relató lo sucedido. El comisario iba mudando su rostro. Obviamente, aquel altercado no le convenía nada y su único objetivo en esos momentos era procurar que los periodistas abandonaran, cuanto antes, la ciudad.
—Bueno, lamentablemente, aquí ya no pueden hacer nada más —sentenció el comisario. Suban conmigo al coche, les acompaño al hotel.
Richard y Rosa entraron en el coche patrulla mientras observaban cómo cubrían el cuerpo del joven con una manta, a la espera de la llegada del forense.
—Cuénteme... ¿Está todo bien? ¿Tienen alguna deuda pendiente por aquí?
—No, aquí no conocemos a nadie. —Richard no decía toda la verdad, pero no quería complicar más su viaje—. No sé por qué ha ocurrido esto, pensaré que es un accidente, sin más.
—Bueno, en Ciudad Juárez nada es casualidad, pero investigaré un poco por los alrededores por si alguien ha visto algo sospechoso. Si me entero de alguna cosa más, le telefoneo, pero creo que es mejor que abandonen la ciudad lo antes posible. ¿Cuándo tenían pensamiento de marcharse?
—No se preocupe. Solamente estaremos unas horas más. Esta tarde regresamos a D.F. si mi ayudante se encuentra en condiciones de viajar.
—Bien, no obstante, le voy a dejar un par de hombres en la puerta del hotel para que les protejan y luego les acompañen al aeropuerto. No quiero que tengan más problemas.
—Muchas gracias, se lo agradezco.
El coche patrulla frenó en la puerta del hotel. El comisario bajó a despedirse.
—Lo dicho... ¡estamos en contacto! ¡Cuídense y no se metan en líos!
Sandoval se marchó dejando dos de sus hombres en la puerta del hotel. Richard y Rosa se sentaron junto a la piscina a esperar a sus amigos. La joven le agarró fuertemente la mano.
—¿Cómo estás?
—¡Preocupado! —Rosa le apretó con más fuerza—. Estoy algo confuso. Llevo ya unos cuantos viajes a México y siempre termino metiéndome en líos... ¡No lo entiendo! La última vez fue un narco que salvé por error, y por eso he estado bastante tiempo sin que me dejaran viajar aquí; ahora presencio un asesinato y me persiguen unos sicarios que se lo pasan en grande jugando conmigo. Me da que no voy a volver en muchos meses...
—Hay muchas maneras de vivir México, querido Richard. Tú has decidido vivirlo del modo más arriesgado. ¿O es que has visto a muchos turistas paseando por Ciudad Juárez?
—Sí, creo que tienes razón. ¡No tengo remedio! En fin, voy a telefonear a Fernando para saber cómo van las cosas por el hospital. —Marcó el número y su amigo le respondió de inmediato—. ¿Fernando?
—¿Qué pasa, gringo?
—¿Cómo va todo?
—¡Bien! Ya estamos regresando al hotel. A Rul le han escayolado. No tenía la pierna muy mal y él se encuentra bien. ¿Qué tal vosotros?
—Ya estamos en el hotel. El comisario nos ha acompañado. Es una pena lo del periodista, lo siento de veras. ¡Tenía toda la vida por delante!
—Lo sé, güey, pero murió haciendo lo que le gustaba.
—Bueno, vamos a ir preparando el equipaje, que en un rato volvemos al D.F. Nuestra aventura en Ciudad Juárez, de momento, ha terminado.
—¡Desde luego! ¡Ahorita los vemos!
Cuando Fernando y Rul llegaron al hotel, recogieron todas sus cosas y se marcharon en dos taxis rumbo al aeropuerto, escoltados por un coche de la policía local. Como bien había apuntado Richard, la aventura en Ciudad Juárez, de momento, había terminado.
Diego se encontraba en su despacho preparando algunos papeles y ultimando todos los detalles para el próximo ritual. Tenía la televisión puesta y una noticia del informativo le llamó la atención.
Un periodista ha sido asesinado por un conductor que perdió el control de su furgoneta y lo atropelló mientras realizaba un reportaje para una televisión extranjera...
Diego subió el volumen con el mando a distancia.
Al parecer, el joven reportero, que trabajaba como comentarista local para el diario El Universal, acababa de publicar unas fotos sobre la aparición de una joven asesinada en Ciudad Juárez...
Diego se quedó impresionado al ver las fotos de la joven muerta con lo que, a primera vista, parecía un tatuaje como los que ellos encargaban grabado en la espalda.
Bajó el volumen del televisor y telefoneó a uno de los hombres de San Román a los que él dirigía, el que normalmente se ocupaba de traer hasta el D.F. a las jóvenes para los rituales.
—¿Dígame, señor?
—Muy buenas tardes. Necesito que en cuanto podáis os marchéis a recoger un nuevo envío. Hay que hacerlo con total urgencia. ¿En cuánto tiempo podréis estar con el cargamento?
—¿Tenemos que recogerlo donde siempre?
—Sí, ya sabes... Cerca del desierto...
—Déjeme ver... —El sicario se dio varios segundos para pensar—. Creo que estaremos listos en un par de horas y luego, ya sabe, son unas doce horas de viaje. Mañana por la mañana podremos tener el envío en el maletero.
—¡Perfecto! Luego os llamo y os doy alguna indicación más. Esta vez tendréis que cumplir otra tarea. ¡Hasta luego!
Justo en ese momento a Diego le entró una llamada de otro de los hombres de San Román.
—¿Dígame?
—Señor, hemos comprobado que la persona que esperamos llegará al aeropuerto en un par de horas.
—Bien, esperen en la puerta atentos y no les pierdan de vista, ¿estamos?
—¡Estamos, señor!
Diego colgó y llamó a San Román, no le quedaba más remedio que ponerle al tanto de la situación.
—¡Diego! ¿Cómo estás?
—Bien, Mario. ¿Y tú?
—No me puedo quejar. Hoy he cerrado un buen trato con unos laboratorios americanos... ¡Me siento feliz!
—Eso me alegra, hermano. ¿Cuándo quieres que nos veamos?
—No sé, estoy saturado de mujeres y me apetece quedar con un buen amigo. ¿Te vienes a cenar? Hace tiempo que no voy al restaurante del chingón del Oteiza y me apetece que ese cabrón me alegre la noche. ¿Te apuntas, maricón?
—¡Venga, cuenta conmigo! ¿A qué hora quedamos?
—Vente a casa hacia las nueve y nos vamos juntos. ¡Luego te veo!
Diego consultó el reloj. Tenía un par de horas para prepararse. Era bueno saber que San Román se encontraba feliz, eso haría que se tomara las noticias del gringo con mejor humor.