CAPÍTULO 6

Richard apuró el tequila y bebió varios tragos de cerveza. Estaba realmente conmocionado y no sabía qué hacer. Las imágenes de lo sucedido en la ciudad sagrada se agolpaban en su cabeza. Finalmente, pensó que lo mejor era llamar a Fernando. Marcó el número de su amigo y esperó varios tonos hasta que saltó el contestador sin recibir respuesta. Colgó y volvió a repetir la operación. Al segundo intento, descolgaron el teléfono.

—¿Sí? ¿Bueno?

—¡Fernando! Soy Richard.

El mexicano tardó unos segundos en reaccionar.

—¡Gringo cabrón! ¿Tú sabes qué hora es?

—Sí, lo sé. Perdóname, pero... Tengo problemas.

—¿Problemas? —Se incorporó en la cama y encendió la luz de la mesilla para prestar más atención a su amigo.

—Sí, he estado esta noche en Teotihuacán para grabar algunas imágenes y me ha parecido ver un asesinato. Estaba pensando en llamar a la policía.

—¡Ni se te ocurra! ¡Gringo entrometido! Pero... ¿qué hacías tú por la noche en Teotihuacán? —Fernando no le daba tiempo a Richard para contestar—. ¡Escúchame bien...! ¿Estás seguro de lo que has visto?

—¡Creo que sí!

—¡Puta madre! Ante todo, no llames a la policía. ¿Me escuchas? Vete ahorita mismo al hotel, acuéstate y mañana a las nueve paso a buscarte y platicamos. No hables con nadie y no te metas en más líos. ¿Me oyes?

—¡Sí, sí...! ¡De acuerdo! No te preocupes. Me voy al hotel. Mañana nos vemos.

Richard apuró de un trago la cerveza que le quedaba.

—¡Por favor, la cuenta!

—¿Seguro que te quieres ir ya, forastero?

—Sí, por hoy ya he tenido bastantes emociones, no sé si podría con más —respondió Richard mientras se fijaba en el generoso escote de la camarera. Se palpó el bolsillo y recordó que no llevaba la cartera. Finalmente, pudo liquidar la cuenta con el dinero suelto que llevaba en el bolsillo.

Siguiendo las indicaciones de su amigo, se montó en el todoterreno y se dirigió al hotel. Subió a la habitación y, tras una reconfortante ducha, se tumbó agotado en la cama. No tardó en conciliar el sueño y con él llegaron de nuevo las terribles pesadillas.

Se veía corriendo por un callejón oscuro. Mientras avanzaba, las paredes se iban estrechando. Corría cada vez más rápido, pero no servía para nada. Llegó un momento en que rozaba con sus hombros las paredes. A lo lejos, vio a una joven con una hermosa melena color azabache, le estaba haciendo gestos para que se acercara. El periodista lo intentaba, pero las paredes le oprimían. La joven empezó a gritarle cada vez más fuerte. Richard, angustiado, intentaba por todos los medios zafarse de la pared. De pronto, notó que sus manos se humedecían, que estaban más calientes. Las miró y descubrió que las tenía manchadas de sangre. La joven seguía gritando a lo lejos. La tensión era insoportable. Intentaba empujar las paredes, pero las manos resbalaban por la sangre. La alarma de su teléfono volvió a rescatarle. Michael Jackson, una vez más, le había evitado un sufrimiento mayor.

Cuando bajó a desayunar, ya estaban sentados en una mesa Marc, Rul y Fernando. Éste esperaba expectante a que Richard le contara qué le había sucedido por la noche. A juzgar por la actitud de los otros, el mexicano no les había comentado su llamada de socorro.

—¿Qué tal? ¿Cómo estáis? —saludó Richard.

—Pues todo bien, esperando a que nos des el planning de trabajo de hoy. ¿Y tú? No tienes buena cara.

—¡Ya! He tenido una noche movidita. En fin, había pensado dedicar la mañana a hacer papeleos. Tengo que pedir unos permisos con Fernando para el tema de la grabación en la iglesia de la Santa Muerte. Si os parece, podéis acercaros a Televisa para ir montando los reportajes que ya hemos grabado, yo luego esta tarde les doy un repaso, ¿ok?

—A mí me parece perfecto, ayer fue un día duro y no viene mal tomarse el de hoy un poco más tranquilamente —contestó Marc—. Además, tenemos que visionar y revisar muchas imágenes.

Richard se acercó al bufé del desayuno, pero regresó tan sólo con algo de fruta. Tenía el estómago encogido.

Marc y Rul terminaron de desayunar y les dejaron solos. Fernando estaba deseoso de que su amigo le contara la historia nocturna. Su instinto no le había fallado: por alguna razón, Richard no quería hablar del tema delante de su equipo.

—¡Gringo cabrón! ¿A qué le tiras, en qué andas? Anoche me despertaste y casi me da algo. A ver, cuéntame ahorita lo que te pasó y, sobre todo, ¿qué hacías por la noche en Teotihuacán?

—Verás, estaba tomándome aquí en la terraza un tequila y me fijé en que había luna llena. Pensé que podía ser una buena idea grabar unas tomas por la noche para luego utilizarlas en el reportaje.

—¿Y cómo hiciste para entrar? Porque las pirámides las cierran cuando acaban las visitas.

—Bueno, tengo que reconocer que encontré un hueco en la valla por donde colarme...

—¡Hijo de la chingada! ¡Tú estás medio loco!

—Sí, lo sé. Pero pensé que no iba a pasar nada. Ya lo he hecho otras veces.

—Bueno, vale, entraste en las ruinas. ¿Y qué más?

—Pues me pareció que escuchaba ruidos y, como me conozco, no quería problemas, así que decidí irme. Pero justo cuando me marchaba, me llamó la atención una luz que salía de una de las pequeñas pirámides que hay frente a la del Sol. Me puse a mirar por un agujero y descubrí que un grupo de encapuchados estaban realizando un ritual. Tenían a una chica joven desnuda y un sacerdote, vestido al estilo maya, le terminó clavando un puñal en el pecho para después sacarle el corazón. Aquel maldito grupo parecía disfrutar con la escena.

—¡Ay, güey! ¿Estás seguro?

—Sí, además, pude grabarlo. El problema es que cuando ya lo tenía todo filmado, salió un tío enorme, de los de traje y revólver, y me descubrió. Escapé a la carrera, pero me caí y la cámara se ha hecho pedazos. No he podido recuperar nada de lo grabado.

—Bueno, lo importante es que no te cacharon.

—Pero hay algo que me tiene realmente preocupado... Cuando salí corriendo, perdí la cartera con el carné de prensa y alguna identificación más.

—¿Y el pasaporte?

—No, el pasaporte lo tengo guardado en la caja fuerte de la habitación. En fin, ¿qué piensas?

—¿Que qué pienso? ¡Que eres un hijo de la chingada! Y que en México, en cualquier lío que te metas, como haya de por medio un gorila trajeado es que hay un puto narco detrás. ¿Qué quieres que te diga? ¡Estamos jodidos!

—Bueno... ¿Y qué hago? ¿Lo denuncio?

—¿Tú estás loco o qué? Aquí, a la policía, cuanto menos, mejor. Lo único que puedes hacer es olvidarte de lo que viste y rezar para que nadie tome represalias. Poco más. No obstante, déjame que me dedique esta mañana a investigar un poco. Llamaré a algunos amigos míos para ver de qué me puedo enterar.

—¡Qué grande eres, amigo!

—¡Y tú qué gringo cabrón eres! Haz el favor de no meterte en más pedos. ¿De acuerdo?

—¡Te lo prometo! ¿Cenamos juntos?

—¡Ok! Aguanta la mecha y prepara la cartera, que esta noche te pienso salir muy caro.

Fernando abrazó a Richard y se marchó. El periodista había guardado la tarjeta de crédito de la empresa con el pasaporte. Tenía que acercarse a sacar dinero al cajero más próximo. Y comprar una cartera nueva...

Huixquilucán, Zona Metropolitana
de la Ciudad de México, lunes 4 de marzo

Mario San Román se encontraba en el jardín de su domicilio, situado a las afueras de la ciudad, en una de las zonas más caras y exclusivas de México D.F. Disfrutaba de un zumo de naranja en un entorno paradisíaco rodeado de un paisaje casi tropical. Tenía hasta unas cuantas palmeras plantadas en el enorme jardín. Incluso el sonido que se escuchaba recordaba los ambientes tropicales, porque en unas jaulas cercanas había varios tucanes traídos directamente del Amazonas que, de vez en cuando, graznaban como posesos. Estaba sentado con su albornoz en un confortable sillón blanco con su piscina climatizada al frente. Una atlética rubia de manos delicadas masajeaba sus pies mientras él hablaba por teléfono.

—¿Y qué has podido averiguar de ese jodido gringo? —La voz al otro lado del teléfono le hizo un pormenorizado informe de Richard—. ¿Y dices que está haciendo reportajes para la visita del pinche negro? —Escuchó a su confidente durante unos segundos—. Bien, bien. Bueno, quiero saber dónde se aloja, con quién va, quiénes son sus amigos, quién es su jefe. Quiero saberlo todo. ¿Me sigues? Estaré comiendo en el Angus, date una vuelta luego por allí y me cuentas. Un abrazo, hermano.

San Román agarró a la joven por el cuello con sus fornidas manos y la subió hasta la posición de su boca. Comenzó a besarla. La rubia no opuso resistencia.

—No sé qué haces mejor, si besar o masajear. —La rubia le dedicó su mejor sonrisa mientras humedecía provocativa sus labios con la lengua—. Me voy a dar un remojón. Sube a mi habitación y espérame allí.

Mario se despojó del albornoz y se lanzó de cabeza a la piscina. El agua estaba a la temperatura exacta que a él le gustaba. Al salir, ya le esperaba su mayordomo, perfectamente uniformado, con una toalla y con el albornoz. Se secó y se cubrió con la bata.

—La señorita le espera en su habitación, señor.

—Sí, lo sé... lo sé.

Mario agarró del moflete a su mayordomo como muestra de cariño, igual que quien da a su perro fiel una palmada en el lomo.

Carretera de México D.F. a Teotihuacán

—¿Rosa Velarde?

—¡Sí, soy yo! ¿Quién es?

—Soy Richard, el periodista español.

—¡Ah! El gringo. —A Rosa se le escuchaba reír al otro lado del teléfono—. ¿Qué tal? ¿Cómo va todo?

—Digamos que, simplemente, ¡va! Oye, necesito charlar contigo diez minutos. Estoy yendo ahora hacia Teotihuacán, en media hora estaré por allí. Es importante que nos veamos.

—¡Bien! Por mí no hay problema. ¿Me recoges?

—Sí, sí... Paso a buscarte.

Richard aceleró para estar cuanto antes con Rosa. Necesitaba contarle lo que había visto. Quería su consejo. Seguramente, ella estaría al tanto de todo lo que ocurría en la ciudad sagrada. Al llegar a la barrera de entrada, se desvió por un pequeño camino de tierra que llevaba a la excavación donde trabajaba la arqueóloga. La polvareda que levantó el todoterreno hizo que todos le miraran con cara de pocos amigos.

Rosa se acercó hasta el coche.

—¡Bueno, bueno! ¡Vaya prisas! Estamos en México, amigo, aquí las cosas se toman con mucha más calma.

—Sí, tienes razón. Siento la nube de polvo que he levantado.

Rosa estaba intrigada.

—¿Qué hacemos? ¿Vamos a tomar un café?

—No, si no te importa, me gustaría enseñarte algo en la avenida de los Muertos —respondió el periodista.

—¡Como quieras!

Se encaminaron hacia la pequeña pirámide donde la noche anterior había sucedido todo. Richard le contó lo que había visto.

A Rosa le iba cambiando la cara según iba conociendo los detalles. Había escuchado, como todos, algunos rumores de cosas que allí sucedían, pero siempre había pensado que se trataba de meras leyendas urbanas.

Llegaron al pequeño monumento funerario. Era la tercera de varias construcciones escalonadas de piedra. Medía unos diez metros y la parte delantera tenía unas empinadas escaleras que llevaban a la cima, que era completamente plana, como si a la pirámide le hubieran arrancado limpiamente el triángulo superior.

—¡Mira! Éste es el agujero por el que vi lo que estaba pasando dentro.

Rosa miró por el hueco, pero la oscuridad impidió que distinguiera algo del interior.

—Ven, vamos a la parte trasera, que es donde suele estar el acceso a las salas interiores.

Richard y Rosa rodearon la pirámide. Justo en la parte de atrás había una puerta de metal cerrada con una cadena y un grueso candado.

—¡Nada! ¡El candado está cerrado! —dijo Rosa después de haber intentado abrirlo.

—¿Quién puede tener la llave?

—La tienen los guardias de la entrada. Si te parece, vamos a intentar que nos abran. Ya me inventaré alguna excusa.

Se acercaron hasta el puesto de entrada del complejo. A pesar de ser un día laborable, había multitud de turistas accediendo a las instalaciones. Todos buscaban alguna pequeña sombra para guarecerse del plomizo sol, que ya lucía con fuerza.

—¡Buenos días, licenciada! —El guardián de la garita reconoció a Rosa.

—¡Buenos días, Julio! ¿Cómo va el día?

—¡Pues ya ve usted! ¡Parece que regalamos los boletos! Cada vez viene más gente por las historias que circulan sobre el fin del mundo y el calendario maya, ya sabe.

—Sí, nos estamos volviendo un poco locos.

—Ya me dirá, señorita Velarde, en qué puedo ayudarla.

—Pues necesitaba la llave del candado del tercer complejo funerario que está junto a la pirámide de la Luna. Si nos ponemos de espaldas a la pirámide, sería el tercero de la derecha. Quería hacer unas anotaciones de los dibujos pintados en las paredes.

—¿El tercero de la derecha? Pues, verá, no estoy autorizado a entregar ninguna llave. Tendrán que solicitarla por escrito en secretaría. Siento no poderla ayudar.

El guardián se giró dando por finalizada la conversación.

—¡Bueno, no se preocupe!

Richard y Rosa se alejaron de la entrada.

—¡Pues ya ves! O bien forzamos el candado para ver si encontramos algo sospechoso o nos quedamos sin entrar, porque creo que la llave no nos la van a dar así como así.

El guardia observó cómo se marchaban. Automáticamente, sacó de su cartera una tarjeta. Cogió el teléfono y marcó el número que venía impreso.

—Despacho del señor San Román, ¿con quién hablo?

—Hola, buenos días, señorita. Soy Ramírez, el guardia de seguridad de Teotihuacán.

—¿Qué desea?

—Quería comentarle al señor que han venido dos personas a pedir la llave de la pirámide de los sacrificios.

—Un momento, por favor. —La secretaria dejó al guardia en espera y se comunicó internamente con su jefe—. ¿Señor San Román? Tengo al otro lado del teléfono al guardia de Teotihuacán. Me comenta que dos personas le han solicitado la llave de la pirámide.

—Bien, pásamelo. ¿Dígame?

—Señor San Román, perdone que le moleste. Si no fuera necesario, ya sabe que no le habría llamado.

—Sí, ya me ha comentado mi secretaria. ¿Quiénes han sido los que le han pedido la llave?

—Pues eran la señorita Velarde, una arqueóloga que trabaja con el doctor Cabrera, y un periodista de la CNN que ayer estuvo en el complejo grabando un reportaje —contestó, tembloroso.

—¿Velarde? ¿No será Rosa Velarde?

—¡La misma!

—¡Mierda!

San Román colgó con fuerza el teléfono y comenzó a respirar agitadamente.

—Gringo cabrón. ¿Te gusta jugar? Pues conmigo te lo vas a pasar en grande.