CAPÍTULO 33

BEATRIZ ABRIÓ AL FIN LA PUERTA CON INESPERADA FUERZA.

Alins seguía sentada en el suelo, esperando. Durante dos horas había temido, llorado, y hasta prometido cosas para que todo volviese a la normalidad, aun sabiendo que no se podía lograr lo imposible. Cuando vio los ojos llenos de lágrimas de su hija, el corazón se le encogió dolorosamente. Creyó que Dante no había logrado su objetivo.

— ¡Mamá! —Beatriz se arrodilló junto a ella y la abrazó con fuerza. —Tengo que ir corriendo a contarle a tía Sibila. —Alins estaba muda. —No me esperes a dormir. Me quedaré con ella esta noche: un taxi me está esperando en la puerta de casa; Dante me ha contado todo y yo... Después hablamos.

En el instante en que terminó de decirlo, se levantó y se marchó tan rápido que Alins no fue consciente de que se había quedado abrazando el aire. Dante la miraba desde el marco de la puerta con el semblante demasiado serio, demasiado herido. Alins cerró los ojos con cansancio.

— ¿Qué le has dicho? —inquirió preocupada.

Dante con una mano la ayudó a reincorporarse. Mano que ella no rechazó, porque necesitaba consuelo, aunque fuese el último de su vida.

—La verdad —contestó él.

Alins no entendía a qué verdad se refería. Movió con energía los músculos de sus piernas que se habían quedado dormidas debido a la espera.

— ¡Está feliz! No puedo creerlo: no me ha dirigido ni un solo reproche —reconoció Alins. El nudo en su estómago se había aflojado al fin, y se acercó a Dante para darle una caricia tierna de gratitud. Él la entendió a la perfección: ella había estado nadando en las aguas de la incertidumbre. Creía que Beatriz la llenaría de acusaciones y, ante la ausencia de ellas, experimentaba un sosiego inesperado.

— ¿Estás cansada?

¿Cansada? Estaba muerta de miedo, pero Dante no dejaba traslucir ninguna emoción en su rostro. Alins sabía que había llegado su hora, la hora de las explicaciones lacerantes.

— ¿Dante? —preguntó temblorosa.

Él siguió guiándola hacia el dormitorio que compartían hasta hacía unas semanas con una complicidad de amantes desaforados. Con cada paso que daba, la inseguridad iba creciendo dentro de ella, sin que pudiese hacer nada al respecto: no sabía de qué forma encararlo sin causarle una herida.

— ¿Estás muy enfadado?

—Terriblemente enfadado. Estoy a punto de estallar. De todos modos, quiero hablar contigo con tranquilidad.

—Entonces, quizás, deberíamos esperar hasta que...

Dante le cerró la boca con un beso salvaje. Alins no lo esperaba en modo alguno. Ella no acertaba a entender el por qué de ese castigo tan dulce que había urdido Dante para atormentarla. Él comenzó a profundizar el beso. Cuando la cordura regresó a él tan rápida como un rayo y, justo cuando iba a terminarlo, ella abrió más los labios para incitarlo a que continuase. Con sus manos aprisionó su nuca y lo atrajo todavía más hacia ella. Ambas lenguas danzaban al compás de una música que solo escuchaban ellos. Las manos de Dante comenzaron a moverse con el ritmo de su boca hambrienta. Alins experimentó miles de sensaciones que subían desde su estómago hacia su garganta, y que comenzaron a manifestarse en el interior de sus mejillas. La lengua de Dante era como el terciopelo que acaricia la piel desnuda. Ella, al principio, respondió con un entusiasmo imprudente y temerario ante la precariedad de su situación. ¡Alins quería más, mucho más! Poco importaban las desavenencias, las mentiras, la loca rueda de la verdad que giraba alrededor de ella con una amenaza velada e implacable. Dante abandonó sus labios húmedos. Ella aún mantenía los ojos cerrados. Sintió la boca de él en el comienzo de su oreja y miles de cosquillas atenazaron sus nervios. La tensión acumulada de los últimos días le hizo flojear las rodillas. Tuvo que asirse a sus brazos duros para no terminar en el suelo. Dante fue deslizando los labios justo donde terminaba el lóbulo y una descarga eléctrica la recorrió por entero. Hizo una breve presión con sus labios en el cuello y comenzó, eufórico, a recorrerlo con su lengua. Alins lanzó un gemido involuntario de placer, y Dante alzó la cabeza al oírla. Se detuvo de inmediato. Ella abrió los ojos al notar el aire frío sobre la humedad de su cuello. Él le daba la espalda con las manos en las caderas y la respiración jadeante.

— ¡Pero qué estoy haciendo!

El mundo se le cayó encima aplastándola. Esas solas palabras le habían dicho todo.

—Entiendo.

Alins trataba de recoger los restos de orgullo que habían quedado esparcidos bajo sus pies: había pretendido que él comprendiese cuánto lo necesitaba, pero era tarde para soluciones mágicas. Con un suspiro de resignación, abrió en silencio la puerta del vestidor y sacó un bolso vacío. Tenía una clara determinación en sus manos y una promesa en sus ojos. Comenzó a llenarla, mientras vaciaba cajones. Dante alzó las cejas completamente estupefacto.

— ¿Me puedes explicar qué haces?

Alins no lo miró.

—Creo que es evidente: me marcho, te dejo, abandono tu vida. No puedo esperar que comprendas. Nada de lo que he hecho ha sido malintencionado, pero entiendo que sea difícil de sobrellevar para ti. Créeme, también lo es para mí. —Dante abrió la boca para responder algo, pero Alins siguió. —Tuve una aventura de la que no me enorgullezco, pero no puedo cambiar lo que está hecho. No escogí a tu hermano: el destino se encargó de cruzarnos en el mismo camino, casi como un libretista desprevenido. Y yo estoy cansada de justificar un arrebato, una noche de pasión en mi juventud, el haber tenido sexo con un extraño. Puedes decir lo que quieras, pero tú sabes que es algo natural. Solo que en mi caso ha traído una consecuencia: Beatriz. Estoy harta de esconder la cabeza por una decisión que tomé hace años con respecto a mi hija. Es una soberana estupidez tener que rendir cuentas ahora, y no pienso malgastar ni un minuto más haciéndolo. ¡Maldigo la hora en la que entré a tu consulta! ¡Maldito seas tú por hacerme perder la cabeza y volver mi mundo al revés! ¡Maldito mi corazón porque te ama y no puedo hacer nada por evitarlo!

Alins seguía buscando y guardando su ropa de forma impenitente y furiosa. Quiso serenarse un momento. Precisaba volver a mirarlo sin derrumbarse.

— ¿Estás buscando esto? —La voz profunda le hizo levantar la cabeza de golpe. Dante tenía uno de sus zapatos a la altura de los ojos. Su fuerte mano lo balanceaba en su cara, mientras él la miraba con ojos enigmáticos. Los recuerdos de París se resumieron en ese gesto de él. ¡No podía ser!

— ¡Tú recogiste mi zapato! —concluyó Alins estupefacta. Dante asintió en silencio. — ¿Estabas con Yago en el hotel?

—Deja que te explique —dijo y mientras lo hacía sacó una pequeña bolsa de plástico que escondió detrás de su espalda. —Asistí con mi padre y con Uriel a un Congreso en París. Yago nos acompañó como tantas veces. —Alins contuvo la respiración. —Estaba a punto de marcharme del café del hotel, cuando mis ojos descubrieron a la mujer más hermosa e incitante que había visto jamás. Miraba unos dibujos de la ciudad con candor, atesorando cada visión con una sonrisa. —Hizo una pausa, reflexivo. —Tu risa aún consigue derretirme. —Siguió con su relato, mientras Alins se sentaba sobre la cama un tanto azorada. —Mi padre dormía en la misma suite que Uriel. A mí me tocó aguantar a mi hermano menor en otra, la setecientos cinco, si mal no recuerdo. Yago devoró su estancia en la ciudad como un hambriento, nunca se acostó antes de las nueve de la mañana. Llegaba de juerga con Alberto, que lo seguía a todos lados, desayunaba y dormía durante el día. Casi nunca estuvimos los dos juntos en la habitación que compartíamos. —Alins buscó una almohada y la abrazó contra su pecho. —Ese Congreso fue el más aburrido de todos. Yo adolecía de un terrible dolor de cabeza. Me tomé un calmante excesivamente fuerte para que no siguiese aumentando, porque si no, no iba a poder asistir al cierre de la convención. Bebí champaña sin recordar el calmante que había tomado un momento antes: la falta de costumbre hizo que me hiciese efecto de inmediato. Sentí cómo el alcohol y la droga comenzaban a nublar mi juicio. Conseguí llegar a la habitación a duras penas. Yago seguía de juerga por la ciudad con su inseparable Alberto. Me metí en la cama y cerré los ojos. Lo siguiente que recuerdo fue un cuerpo cálido y ansioso buscándome, tentándome. Olía como el perfume de la muchacha del café y me encontré devolviendo los besos y las caricias como un hambriento. —Alins se cubrió el rostro con la almohada. —Cuando desperté y comprobé que no había sido un sueño, era tarde para encontrar a la misteriosa mujer que me había obsequiado con la noche más maravillosa de mi vida. Solo tenía de ella este par de sandalias. —Dante las extrajo de la bolsa y se las mostró. Alins las reconoció de inmediato: eran las que había dejado en la habitación setecientos cinco del Ritz de París. —Sometí a todas las mujeres del hotel a un exhaustivo reconocimiento que casi me cuesta la expulsión y la vergüenza de mi familia. Parecía el Príncipe con tus sandalias en la mano, buscando a su Cenicienta. Pero mi ángel seductor se había evaporado como por arte de magia y tuve que volver a mi rutina con el alma rumiando de impotencia. Gasté semanas buscándote, pero no tenía nada a lo que aferrarme, solo tres zapatos tuyos.

—Me dieron una tarjeta equivocada —dijo ella, a modo de explicación, —la setecientos cinco. Creí que era la de mi habitación, la setecientos quince. Nunca había dormido en ese cuarto, porque me habían cambiado ese mismo día, ya que una estrella de rock había ocupado el piso en el que me encontraba antes. Yo también estaba bastante achispada: había asistido al espectáculo del Moulin Rouge y los sentidos se me desataron por completo. Creí que hacía el amor en mi imaginación. Cuando me di cuenta de que había hecho el amor con un desconocido, sentí tanta vergüenza que me marché corriendo sin mirar atrás.

— ¿Por qué no me buscaste cuando te diste cuenta de que fui real? ¿No sentiste curiosidad?

—En el hotel no me quisieron dar ningún dato. Husmeé en un sobre y pude ver que decía: "Monsieur Emanuele". Nada más.

—Nunca te hubiese dado la espalda —dijo Dante apurado por decirlo. Alins lo sabía— ¿No me reconociste el día que pisaste mi consultorio por primera vez? —Alins negó con la cabeza un tanto azorada; Dante dejó caer los hombros desilusionado. —De entre un millón de mujeres, yo sería capaz de reconocerte aún con los ojos cerrados; sería capaz de encontrarte por el olor de tu perfume. —Alins sintió que sus mejillas se ruborizaban. —Cuando te vi aparecer en mi consulta quince años después, el corazón se me detuvo de golpe. Durante semanas navegué entre la duda. ¿Era mejor abordarte, como quería, o seguir entre las sombras oyéndote? Me sentía dividido entre mi deseo de hombre y mi deber como psicólogo. Juro que nunca he odiado tanto la profesión que ejerzo.

—No tenía ni idea —deslizó Alins aún abrazada a la almohada.

—La tarde que vi a mi hermano darte un beso en la explanada, sentí que la tierra se abría y me engullía con un hambre voraz. Decidí, en ese mismo instante, que iba a formar parte de tu vida sin importar lo que tuviese que hacer para conseguirlo. —Dante calló un momento antes de continuar. Alins recordó la trampa que Yago le había tendido a su hermano. Lo conocía bien: no iba a rechazar un desafío. —Tu actuación en la limousine me brindó la oportunidad que buscaba desesperadamente.

Alins cerró los ojos un momento. Quería pensar cómo seguir: la vida le brindaba una oportunidad que ella no iba a desaprovechar.

— ¿Tenías sospechas sobre Beatriz?

—No en un primer momento. Luego, las cosas se fueron aclarando en mi mente. Demasiado tarde. Comprendí todo, cuando ella vino a mi consulta hecha un manojo de nervios tras hablar con tu hermana Sibila. En ningún momento me dijo lo que había descubierto. Solo me hizo prometerle que la acompañaría hasta la casa de mi padre en Altea, pues tenía algo muy importante y urgente que hacer. —Hizo una pausa y se mesó el cabello. —Cuando vi que abofeteaba a Yago y lo insultaba, dejé de respirar. Cuando lo llamó "padre" dejé de sentir que me latía el corazón. Confirmé mis sospechas, cuando Beatriz le soltó lo de "la chica parisina, habitación setecientos cinco, Ritz de París".

—Todas las coincidencias apuntaban a Yago —intervino Alins: —el mismo hotel, la misma habitación, lo descubrí en la fiesta gracias a Alberto. Yo solo sabía que el padre de Beatriz se llamaba Emanuele.

—Los tres nos llamamos Emanuele. Y mi padre. Y el abuelo. Es un nombre que ha estado en la familia por generaciones. Todos lo tenemos como segundo nombre.

— ¿Y la prueba de paternidad? Hice una prueba de paternidad con un cepillo de Yago y dio en un noventa por ciento positiva. ¿Cómo lo explicas?

—Alins, la prueba de paternidad dice que había ADN Rossi. Lo tiene cualquiera de nosotros. Ya no hay dudas. Beatriz es nuestra hija. La que concebimos en una noche de amor en París que nos marcaría para toda la vida. —La miró un instante conmovido. Luego, le preguntó: — ¿por qué no hablaste conmigo en un principio, Alins?

—Me sentía demasiado desgraciada. No quería hacerte sufrir por algo que había pasado hacía muchos años. Ni Beatriz ni tú teníais la culpa de mis decisiones. Sentí que mi castillo se desmoronaba, justo cuando todo parecía sonreírme.

—Cuando la escuché a Beatriz recriminarle a Yago su supuesto desdén, quise bailar de alegría, reír como un poseso, besar a todo el mundo por la felicidad que me embargaba. Acudí a la llamada de auxilio de mi hija antes de encauzar la verdad contigo de una vez por todas.

— ¿Por qué no me dijiste la primera vez que acudí a tu consulta que me conocías?

Dante la miró un tanto abochornado.

— ¿Qué podría haberte dicho? —Alins esperó. —"¡Caramba! ¡La señora del zapato perdido en París!".

Alins no pudo aguantar la risa. La dicha comenzaba a aflorar y se cubrió el rostro otra vez con la almohada, pero ya no por vergüenza.

—He sido una tonta.

— ¿Tonta? En absoluto. Has sido...

Alins le cerró la boca antes de que continuase.

— ¡Te compensaré! —dijo ella, y Dante hizo gestos como si sacara cuentas.

—Te va a llevar toda una vida compensar las noches de insomnio que sufro desde que te conozco —concluyó divertido.

—Tu rechazo de hace un momento, me desconcertó, me dolió —dijo Alins con timidez.

— ¡Alins! ¡Vamos! Tenía que contarte todo antes de hacerte el amor como un loco. ¿Crees que yo podría unir mi cuerpo al tuyo con nuestros corazones separados por la incertidumbre?

—Creo que el amor no tiene en cuenta esos insignificantes detalles.

— ¿Me amas? —Quiso saber él.

— ¿Me amas tú? —preguntó osada. —Porque yo sí lo amo, señor Rossi. He cometido la torpeza de amar a quien sabe mis más recónditos secretos.

—Y yo llevo amándote quince años.

Alins abrió los ojos con sorpresa.

— ¡Solo me viste una vez! —dijo incrédula.

—Supe que te hospedabas en el mismo hotel que yo y te seguí como un tonto a todas partes durante esos cuatro días. Me sentaba cerca de ti en los restaurantes, paseaba como un turista más viendo monumentos para seguir contemplándote en silencio. Me reía con tus risas, aunque no fuesen dirigidas a mi persona, aunque ni siquiera supieses que yo estaba allí. —Dante inspiró durante un segundo. —Cuando al fin me decidí a abordarte aquella tarde en el café, huiste como una cobarde. No me obsequiaste ni una mirada de interés. Tu indiferencia molió mi ego como el polvo. —Dante se sentó también en la cama. — ¡Gracias! —le dijo luego de unos minutos.

— ¿Por qué?

—Por traer a mi hija al mundo y custodiarla hasta que yo la encontrase. Por amarla contra viento y marea con ese amor que te engrandece y que te honra. No te imaginas lo que significa todo eso para mí. —Alins sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, cuando lo escuchó tan tierno. — ¿Crees en el destino? Yo he comenzado a creer, aunque eso no esté tan bien visto entre psicólogos.

—Lo he maldecido mucho a lo largo de estos días: me venció el miedo y la desesperación.

—Ven junto a mí, mi amor, y te convenceré de lo contrario.

Alins aceptó su mano abierta con una trémula sonrisa.

— ¡Soy tan feliz de que seas el padre de Beatriz! ¡Lo encontré por fin y es el hombre que amo!

—Tienes que hacerme una promesa —dijo divertido. Alins asintió rápidamente. —Nunca más otorgarás mi paternidad a otro, —Alins no lo entendió. —Dos veces me has quitado el mérito para dárselo a mí hermano. Es suficiente.

—No fue conscientemente, ¡lo juro! Mi subconsciente me traiciona. Espere, espere señor Rossi, me acostaré. Esta cama servirá como diván, dígame por qué lo hago. ¿Por qué lo hago? —dijo como una actriz de culebrón entre risas.

Dante la miró intensamente. Se rió junto a ella. Luego, comenzó a desabrocharle los botones de su camisa celeste.

—Y debes empezar por decirme que me amas. Llevas años de atraso.

Alins necesitaba saber una cosa más antes de arrancarle la ropa.

— ¿Qué le has contado a Beatriz? —preguntó.

—Secreto profesional.

—Todo esto, ¿la marcará? Quiero saber...

No la dejó continuar.

—No puedo revelarte los secretos entre padre e hija. Mi niña no me lo perdonaría. —Alins se sintió aliviada. Él hablaba de su hija con una naturalidad absoluta, como si hubiera ejercido de padre para ella desde el primer día. — ¡Dímelo, Alins! —reclamó él.

—Te amo desde el mismo día que entré en tu consultorio y vi tus manos de pianista. Te amo incluso desde antes, en el recuerdo de nuestra pasión parisina.

Dante la iba recostando en la cama con cuidado mientras la miraba con profunda intensidad.

—Te ha costado lo tuyo reconocerlo —le espetó en broma.

—Antes tenía que dar forma a tu cabeza cuadrada de italiano.

Dante se rió a carcajadas sin soltar su cintura con una mano. Con la otra le desabrochaba el brassiere de encaje rojo. Al verlo, dilató las pupilas con sorpresa.

—Siempre consigues sorprenderme con esta mezcla de colores —dijo.

Alins le tironeó el pelo con cariño.

—Nunca más vas a nadar en la monotonía.

Dante atrapó su boca y ya no la soltó. Trazó con la lengua el contorno de los labios llenos de ella. Su mano se había adueñado de uno de sus pechos como si fuese un trofeo ganado con el último aliento de su garganta. Alins gimió por las sensaciones que comenzaron a desplegarse por su cuerpo produciéndole pequeños estallidos de placer. Dante bajó la mano hasta su falda y se la desabrochó con audacia para tener un mejor acceso a su vientre. Alins comenzó a desabrocharle la camisa blanca con torpeza. Él le brindó la ayuda que le solicitó con una mirada anhelante: ambos quedaron desnudos pegados el uno al otro. Dante delineó con un dedo las pequeñas estrías que ya se advertían en el abdomen de ella y le brindó una sonrisa complacida. Alins trató de taparse, pero él no se lo permitió.

—Con Beatriz no me salieron estrías.

Dante observó la vergüenza de ella y la comprendió.

—Son medallas de honor por tu valentía.

Las mejillas de Alins se ruborizaron violentamente.

—Las mujeres estamos en clara desventaja con respecto a vosotros.

Dante la hizo girar media vuelta y él se puso de costado a su lado. Se inclinó sobre ella para susurrarle al oído de forma queda e insinuante.

—Un hombre va a la guerra y mata a seres humanos. Cuando vuelve lleno de cicatrices se le ofrecen honores. Vosotras no matáis, creáis vida: esas marcas deberían ser enaltecidas con todos los honores que os merecéis.

Alins sintió un nudo en la garganta al escucharlo.

—Pero todavía tengo preguntas para hacerte: ¿qué dijo tu abuelo?

Dante la miró incrédulo y fingió darle una orden: —O te pones en posición horizontal ahora mismo o no respondo de mí.

Alins se arrojó a sus brazos.