CAPÍTULO 31

SIBILA APENAS PODÍA CREER LAS PALABRAS DE ALINS. SEGUÍA SOSTENIENDO la taza en las manos sin beber de ella, en un intento por no perderse ni un detalle. Alins seguía buscando algo en los cajones del baño principal. No podía recordar qué necesitaba.

— ¿Estás segura? —preguntó Sibila.

Alins alzó sus bellos ojos, llenos de angustia.

— ¿Cuántos Emanuele podría haber en París en el Ritz en la habitación setecientos cinco en el año noventa?

— ¿Qué piensas hacer?

—Buscar pruebas.

Sibila hizo una mueca incrédula.

— ¿En el baño? —preguntó.

Alins se mesó el pelo agotada.

—Yago dejó algunas pertenencias aquí antes de que su hermano se casase conmigo. —Sibila parecía no entender. Alins siguió: —vas a hacerme un favor. —Sibila ya se lo imaginaba. —Necesito una prueba de paternidad.

—Yo soy arquitecta, por si no lo sabes —dijo en tono de burla.

— ¿Tu ex sigue trabajando en Biozell?

—Ya veo a dónde vas. Y te digo que no.

—Vamos, necesito que le digas que me haga la prueba de ADN; no recurriría a él si no fuera indispensable.

—Mi respuesta sigue siendo no.

— ¿No trabaja más allí?

—Creo que sí. Pero es un administrativo. Mejor le pregunto a Alejandra que sí es bioquímica y que trabaja en el laboratorio.

—Eres la mejor hermana que alguien podría tener. Aunque para demostrarlo, te lleve tanto tiempo.

—Deberías mantener la boca cerrada —dijo de golpe Sibila.

El consejo molestó a Alins.

—Me he dado cuenta de que la vida se encarga de poner cada cosa en su sitio, por más que uno mantenga la boca cerrada y se empeñe en ocultarlas.

Sibila la censuró con la mirada.

—Analiza los inconvenientes de callar y los de hablar: luego toma una decisión.

Alins se mordió el labio pensativa.

—Sé lo que tengo que hacer, y no es precisamente mantenerme de brazos cruzados.

Se masajeó la nuca para aliviar la tensión acumulada, mientras seguía buscando entre los enseres del baño.

— ¿Eres feliz con Dante? —preguntó Sibila. Alins asintió sin dudarlo ni un instante. Su marido seguía con ese férreo control sobre todo, pero ella se sentía segura y cuidada. Vivir con Dante era como caminar por un camino espinoso, aunque lleno de hermosas flores. —No te atormentes, hermanita, déjalo todo como está.

Alins suspiró largamente.

—Si algún día Yago descubre mi silencio, el enfrentamiento estará asegurado. Siento escalofríos solo de pensarlo.

—Tal vez tengas en la mano el arma que necesitas blandir ante Dante para obtener tu libertad.

Alins negó vehementemente: en esos meses había aprendido a respetar las ideas y pensamientos de él. Lo deseaba con una intensidad que la cegaba. ¡Lo amaba!

—Jamás lo haré sufrir de forma voluntaria; no podría perdonármelo.

Sibila la miró con curiosidad disimulada.

— ¿Desde cuándo...? —Dejó la pregunta incompleta.

Alins sabía perfectamente a qué se refería ella con esas palabras.

—Desde el primer día en que lo vi en su consultorio. Me lo negué a mí misma por terquedad. Pero lo amo desde entonces.

Sibila soltó el aire poco a poco.

—Díselo. Dile lo de Yago. Cuéntale tus sospechas.

Alins ahogó una exclamación.

— ¡No puedo!

— ¿Y entonces?

—Buscaré pruebas. Cuando las encuentre, decidiré. De ser necesario, me marcharé.

—Una salida cobarde para una decisión aún más cobarde.

—Es la más acertada.

Sibila creía que no lo tenía tan claro.

—Papá decía siempre: "¡La verdad, aunque nos lleve a la tumba!". —Alins sintió que su estómago se encogía al recordar esas palabras en boca de su hermana. —Habla con Dante; exponle tus dudas.

— ¡Qué solución! ¿Cómo no se me había ocurrido? —exclamó con sarcasmo. —Me acercaré y le diré: "Querido esposo, te presento a la posible hija de tu hermano Yago. Aunque no tienes de qué preocuparte: fue un encuentro amoroso sin importancia. Estaba borrachísima y me acosté con un desconocido. Nuestro retoño será primo y hermanastro a la vez".

Sibila entrecerró los ojos con cautela ante el dolor que mostraban sus palabras.

—Tu marido es el más adecuado para comprenderte: se gana la vida intentando entender a los demás. ¡No tenías la culpa! ¡Tú no buscaste esto!

Alins la miró entre la vergüenza y el arrepentimiento, pero, para sus adentros, agradecía sus palabras.

—Tenía tantas ganas de aventura que me perdí en el camino.

—Habla entonces con Yago.

— ¿Has perdido el juicio? Se te debe de haber escurrido por algunos de los planos de tus dibujos, porque no entiendo cómo puedes sugerir algo así. Hablaré con él cuando esté completamente segura. Cuando la prueba de ADN sea contundente. No antes.

—Quizás te sorprenda el resultado. Por eso debes hablar ahora.

— ¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había pensado? Le podría decir: "Yago, te presento a tu posible hija. Aquella hija que pudimos haber concebido en París en el año noventa en la habitación setecientos cinco del Ritz. ¿No me crees? Créeme: me colé en tu habitación creyendo que era la mía y viola. Aquí tienes el posible resultado.

—Estás en una situación difícil es cierto, pero superable.

—Tu frialdad aún consigue sorprenderme.

Sibila no se molestó por sus palabras.

—Ya te he dicho lo que yo haría.

—Pero no es lo que deseo oír.

—Y no vas a oírlo nunca. —La voz de Sibila había pasado de la preocupación a la acusación en un segundo. —Dante, a pesar de ser arrogante, soberbio, prepotente, duro... —Alins la interrumpió con un gesto, —se merece una explicación de tu parte antes de pensar siquiera en hacer nada o abandonarlo sin decirle una palabra. —Sibila siguió amonestándola verbalmente. —O callas o haces las cosas como debes.

Alins apoyó las manos en el mueble para las toallas.

— ¡Iba todo tan bien! Beatriz, ¿de qué forma puedo explicarle? Me consume la vergüenza.

Sibila esta vez se apiadó de ella.

—Tu hija es maravillosa: te comprenderá. Pero debes hablar primero con Dante, después con Beatriz y, según el resultado, con ese licencioso de Yago.

Alins meditó las palabras de su hermana con atención.

—Cuando tenga la prueba de paternidad en mis manos, decidiré lo que hago.

Sibila asintió.

— ¿Qué necesitas? Conseguiré lo que sea de Alejandra. Incluso que no queden registros, a menos que los quieras expresamente. No dejar registros suele ser muy conveniente, señora Rossi.

—Mi mundo se derrumba, y tú te lo tomas a broma. Sé que Yago dejó un cepillo de dientes en la casa: será suficiente con eso.

Tras revolver en los cajones varias veces, lo encontró al fin.

—Presiento que todo se desplomará encima de mi cabeza irremediablemente.

—Tomaste una decisión hace quince años. Sigue con ella a pesar de los contratiempos que surjan.

—Estoy asustada.

—Lo sé.

—Estoy enamorada.

—También lo sé.

—Voy a sufrir mucho.

Sibila hizo una mueca burlona.

— ¿Vas? Llevas sufriendo desde los dieciocho años hermanita. Es hora de que te liberes de esa carga del pasado y la disfrutes de una vez. Disfruta de tu vida.

Alins la miró con ojos empañados.

—Algún día, Sibila, un hombre entrará en ese corazón tuyo, tapiado a los sentimientos amorosos, y volverá tu ordenada y metódica vida al revés. Te verás arrastrada en una vorágine de sentimientos contradictorios que te anularán el juicio y la razón. Entonces, y solo entonces, serás capaz de comprenderme.

—Estás a punto de comprobar si Dante es merecedor de tu cariño —dijo Sibila después de una reflexión. —Me alegro de que por fin hayas llegado a la encrucijada del camino que tomaste cuando regresaste de París hace quince años. ¡Y dame ese cepillo de una buena vez!

Alins lo metió en una bolsita y se lo entregó junto con el de Beatriz.

—Una prueba de sangre sería más efectiva.

Alins asintió.

—Pero tendría que dar muchas explicaciones y no quiero apresurarme si resulta que todo ha sido una sospecha sin fundamento.

—Me debes un favor.

Alins negó con su cabeza.

—Te deberé mi felicidad si resulta que mis sospechas son infundadas.

Dante se sentía mordido por la duda. Sospechaba algo, pero no sabía qué era lo que lo ponía suspicaz. Desde hacía varios días, Alins no le permitía un acercamiento, y no entendía del todo esa negativa a hablar con él sobre nada. Veía su tristeza salir por cada poro de su cuerpo. Tuvo la certeza de que algo muy grave ocurría. Se sentía incapaz de alcanzarla, de conmoverla lo suficiente para que confiara en él de nuevo. Todos los años de preparación profesional no le servían para lograr que el único corazón que realmente le importaba abriese la puerta a su llamada. Alins continuaba alejándose de él sin remedio.

Seguía contemplándola en silencio sin que ella se percatase. Se encontraba sentada en el bello escritorio isabelino ordenando las diversas invitaciones a reuniones sociales que recibían. El rostro serio y concentrado había perdido la chispa alegre que la caracterizaba. Alins había suspendido todos los eventos de las cuatro semanas siguientes sin darle explicación alguna. Dante se acercó. Ella notó su presencia, pero siguió en la misma postura erguida sin volverse. Dante, con un suspiro, terminó por marcharse del despacho sin una palabra.

Alins cerró los ojos para contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Había estado consciente en todo momento de la presencia de él a su espalda, pero no podía permitir que encontrase un resquicio en el muro que se había elevado entre ellos, que él consiguiera la manera de encararla. Se sentía impotente e incapaz de tener una conversación ecuánime con Dante. Su futuro pendía de un hilo, su estabilidad emocional seguía en la cuerda floja.

Se sentía vencida, triste, y no podía tomar una decisión todavía. Maldijo al destino, a la vida por jugar con crueldad con ella. ¿Por qué había caído en el ojo del huracán de nuevo? Se ahogaba intentando recuperar el aliento, pero cada bocanada de aire era como un golpe que recibía. No podía recuperarse de la angustia. No encontraba el valor para enfrentar de una vez por todas a su marido. Ni a su supuesto amante del pasado. Se encontraba en una calle sin salida, sin poder dar un paso hacia delante o hacia atrás: estaba paralizada de miedo.

—Dante acaba de marcharse.

Alins volvió la cabeza al oír la voz de su hermana. Traía en las manos un sobre cerrado.

—No he oído la puerta. ¿Cómo entraste?

—Dante la abrió justo antes de que yo llamara. Un condenado a muerte tendría mejor ánimo que él.

Alins se levantó y comenzó a dar los pasos para acercarse; Sibila al ver su rostro vencido apretó los labios con fuerza.

—Aquí tienes el resultado.

La mano de Alins tembló cuando la extendió para que Sibila le acercase el sobre blanco con el logotipo de Biozell. Esperó pacientemente a que Alins lo abriese. Alins se tomó todo el tiempo del mundo, miró largamente el sobre antes de decidirse, inspiró profundamente mientras rasgaba la parte sellada. Sacó su contenido. Caminó hacia el salón sin mirar por dónde iba; Sibila la seguía de cerca.

Alins tomó asiento en el cómodo sofá sin despegar los ojos del folio que iba leyendo sin que su rostro mostrase el menor indicio de emoción.

—Estoy a punto de sufrir un infarto —dijo ansiosa Sibila. Alins siguió en silencio. No alzó sus ojos hacia su hermana. Estaba concentrada en las líneas que tenía delante del rostro. —Bueno, dime, vamos de una vez, ¿qué dice?

Alins alzó sus ojos que ahora sí mostraban un brillo extraño.

—El cálculo de la probabilidad alcanza el noventa por ciento.

Sibila inspiró el aire de tal forma que casi se ahoga. El silencio de Alins la conmovió. La vio como ausente y comprendió que debía arengarla.

—Debes actuar ya. —Alins negó con la cabeza: su mundo se había derrumbado sobre ella de forma implacable. —Sigues en la misma actitud pasiva de hace una semana y esto debe terminar.

—No quiero precipitarme, debo hacer lo correcto y no sé cuál es el camino.

— ¡Toma la iniciativa! ¡Hace quince años lo hiciste!

—Hace quince años no le hacía daño a nadie.

—Deberías hablar con Beatriz, al menos.

Alins gimió.

— ¡No! ¡Todavía no puedo!

—Debe saber quién es su padre y que está vivo.

— ¡Basta, Sibila! —protestó. —Por favor. ¡No puedo más!

—Tiene un padre joven, sano y apuesto —dijo y recordó cuánto le gustaba. —Estoy convencida de que Yago estará encantado de la hija que le has dado. No importa lo que sucedió hace quince años: Beatriz debe saber que Yago es su padre.

Alins miró con dureza a su hermana sin responderle.

— ¡Mamá!

Ambas hermanas volvieron la cabeza al oír la voz de Beatriz. La vio parada en el umbral del salón con la mochila aún colgada a la espalda. Maldijo a su hermana una y otra vez por sus palabras.

— ¡Hija!

Beatriz no esperó las palabras de su madre: soltó la mochila en el suelo y le brindó una mirada de odio que le arrancó la piel del corazón de cuajo. Beatriz salió por la puerta sin decir nada; Alins volvió los ojos a su hermana con una ira ciega.

— ¿Estás satisfecha?

Sibila seguía callada con la vergüenza coloreándole las mejillas.

—No tenía ni idea...

Alins la cortó.

—Tú nunca tienes ni idea.

Acto seguido comenzó una carrera loca para alcanzar a Beatriz y darle la explicación que había omitido durante muchos años.