CAPÍTULO 05

—ALINS. YA ESTOY CON USTED.

Le había abierto en persona, la había hecho pasar raudamente a la sala de consulta y se había metido en el cuarto inaccesible. Ella no sabía qué hacía allí y la intrigaba. Pero no se animaba a preguntárselo. ¡Y eso que le había preguntado otras cosas más personales! Sin embargo, una cosa era preguntar en medio de una conversación, y otra muy distinta, hacerlo de buenas a primeras, como algo que se viene reflexionando hace tiempo. Dante, su psicólogo, bien podría decirle que su pregunta no era pertinente a la terapia. Tal vez, él solo hiciera tiempo, porque ella siempre se adelantaba un poco.

Alins comenzó a quitarse los guantes y la bufanda. Esa tarde en concreto había bajado la temperatura, y el termómetro rondaba los dos grados. Una temperatura inhabitual a orillas del Mediterráneo. Faltaban apenas tres días para Nochebuena, y ella tenía muchos proyectos y expectativas en mente. Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, y no sabía si sentirse complacida u horrorizada. Se frotó las manos heladas y guardó los coquetos guantes de piel en el bolsillo de su abrigo que dejó pulcramente doblado en una silla, junto a su bolso.

—Ahora sí. Buenas tardes.

Ella le devolvió el gesto de saludo y una sonrisa como cada viernes desde hacía dos meses.

—Tiene las manos frías, Alins.

—Y el corazón caliente.

Dante no esperaba esa respuesta.

—Por sus palabras, deduzco que se siente feliz.

—Estamos en una época del año en la que el corazón suele estar lleno de alegrías. Es como un motorcito que va generando calor, por eso dije lo del "corazón caliente".

— ¿Le gusta la Navidad?

Ella no lo pensó ni un momento:

—Me gustan todas las épocas en las que la gente se muestra confiada y feliz.

—Estoy convencido de que hoy va a sorprenderme —dijo Dante para predisponerla a la sorpresa. Le parecía oportuno encauzar la conversación hacia cuestiones menos generales y más íntimas. Estaban haciendo progresos y no quería que se detuvieran en comentar la época navideña.

— ¿Cómo lo ha adivinado?

Ambos se miraron durante un momento. El brillo candente en los ojos de él la tomó por sorpresa. Alins se sorprendió ante la apariencia serena de él. Esa tarde estaba muy atractivo. Seguía vistiéndose con las mejores marcas y lucía impecable. Camisa, corbata y un traje del que ella dedujo, por el corte, que debía de ser Armani. ¿Y por qué estaba pensando en el traje de él como si fuese algo importante?

— ¿No le gusta la Navidad?

La pregunta de ella se salía del registro. Necesitaba llevarla de nuevo al terreno de sus asuntos, de sus intimidades. Solo así podría ayudarla. Ensayó una respuesta sencilla para salir de ahí. Decidió darle a su voz un tono neutral al responderle:

—No me gusta el despilfarro que conlleva.

—Es un roñoso, en definitiva.

Esas palabras lo descolocaron por completo.

— ¿Roñoso?

Alins le sonrió.

—Me refiero a la tercera acepción del diccionario: "miserable, tacaño".

Dante abrió la boca incrédulo y la cerró inmediatamente.

—Usted no me conoce lo suficiente para calificarme así. "¿Qué tiene esta mujer que logra distraerme? ¿Cómo consigue siempre que le responda, que le siga el juego, cuando yo soy el experto? ¿Me estaré equivocando en la forma de tratarla? ¿O me estoy involucrando más allá de la relación habitual con una paciente?", pensó Dante de inmediato. Se dijo, poco convencido, que lo mejor era dejarla hacer, que ya encauzaría la conversación hacia lo más importante: lo que le sucedía a Alins.

—Me atrevería a emitir un juicio sobre usted con bastante acierto —lo desafió Alins.

Dante la miró con ojos entrecerrados y no se amedrentó:

— ¿Desea jugar, Alins?

Ella asintió con la cabeza sin abandonar la sonrisa.

—Juguemos entonces.

Dante se recostó en el sillón de piel y cruzó una pierna sobre la otra. Con la mano derecha comenzó a tamborilear sobre el escritorio, mientras con la otra se apoyaba en el brazo del sillón. Alins dudó durante un instante, más que nada por la temeridad de su iniciativa, pero había algo en él que la cautivaba. Un halo de misterio que la incitaba a intentar descubrir qué ocultaba tras ese aire de sufrida melancolía. Lo miró directamente a los ojos. Fríos, inteligentes. Observó la línea dura de su boca, allí donde el cinismo había causado verdaderos estragos y donde ella, curiosamente, deseaba indagar.

—Es un hombre inteligente.

—Gracias.

—Pero frío, —Ella no lo dejó que la interrumpiera. —Vive rodeado de frialdad. —Hizo una breve pausa. —Ha sido un hombre idealista, pero ha descubierto la realidad de la forma más brusca y demoledora. Y, claro, ha abandonado esos ideales. —Dante la miró inquieto. —Le han hecho daño. Quizás una mujer, quizás un familiar al que ama mucho y no puede llegar hasta él por más que lo intente.

— ¿Cómo llega a estas conclusiones?

Alins lo meditó un solo instante.

—Tiene una arruga crónica en el ceño.

— ¿Crónica?

Ella asintió. Y desarrolló su teoría:

—Es una arruga de sufrimiento.

Él la miró con sorpresa y ella continuó:

—Las arrugas de alegría salen en otro sitio.

—Prosiga —la instó.

—Debe de tener hermanos menores. La responsabilidad la lleva en los hombros: a veces como un trofeo, a veces como una carga.

Él rió por fin.

—Todo esto lo puede adivinar hasta una niña pequeña —dijo Alins un poco molesta por la risa de él. Jugó a invertir los roles. —Es un paciente terrible. No me deja continuar con esas interrupciones constantes.

Él se disculpó divertido.

—Ha estudiado lo que le gustaba a sus padres, no lo que realmente le hubiese gustado a usted; y esa es una carga difícil de sobrellevar.

Dante sintió una sacudida ante la perspicacia de ella.

—Sin duda es un buen psicólogo, pero su apariencia, su paciencia y sus gustos no congenian con esta profesión.

Ahora sí que alzó las cejas con absoluta sorpresa.

— ¿Qué tiene que ver la apariencia con la profesión?

Ella le sonrió cándidamente.

—Muchísimo.

Él la instó a que continuara.

—Tendría que haber sido músico —sentenció Alins y lo desarmó por completo. —Lleva siempre el mismo alfiler de corbata: esa semicorchea es muy significativa. Además tiene una colección completa de ópera.

Él la interrumpió:

—La música clásica le gusta a mucha gente.

Ella asintió.

—Pero solamente un verdadero melómano conoce a Jacopo Peri y su Dafne —le dijo señalando la estantería llena de libros. —Usted me hace esperarlo y miro su biblioteca. Tiene un libro completo sobre Peri y el caso de Dafne, su ópera desaparecida.

—Pero eso no es indicativo de nada.

—Se equivoca —lo interrumpió. —Una persona a la que le gusta la ópera escucha mayormente a Rossini, Bellini y Donizetti, es decir el bel canto, tan popular entre los compositores italianos del siglo XIX. Pero es difícil que escuche a Jean—Baptiste Lully.

—Puede que me guste la ópera francesa.

Alins sonrió antes de continuar.

—Solamente he visto una colección tan completa de ópera italiana, francesa y alemana, además de la suya. —Calló un momento y observó los discos compactos, en su mayoría de la Deutsches Gramophon, el famoso sello de música clásica, que se amontonaban junto a los libros. —Y es la del profesor de mi hija, Vladimir Ivanovich.

Dante quiso agregar algo, pero ella no lo dejó.

—Sigamos con mi juicio de apreciación. Debe de conducir un deportivo. —La indiferencia que mostró él no la afectó. —La velocidad exterioriza otras carencias sobre nuestra vida. Es una forma de control. —Siguió casi en voz baja. —Controlar mediante un volante la velocidad suelta la adrenalina en muchos sentidos.

—Conduzco un deportivo —admitió él.

—Y su casa debe de ser tan moderna y gris como este consultorio, además de gigante, claro.

Él volvió a reír con los ojos, aunque no con la boca.

—Siente que debe estar a la moda siempre —criticó ella.

— ¿No le gusta el minimalismo?

— ¿Así se llama a esa falta de vida en los elementos que elegimos?

—Para gustos, los colores —replicó él y ella terminó por reírse.

—Creo que tal vez le gusta más lo clásico.

—Me gustan las cosas clásicas —respondió él.

—Pero, como desea romper con lo impuesto, opta por lo moderno para contrarrestar.

—No la comprendo.

—Yo creo que sí.

—Explíquese.

—No faltaría más. Debe de rondar los cuarenta y tantos. Si me equivoco por mucho, le pido disculpas desde ya —dijo Alins un tanto solemne. —Está soltero y conduce un deportivo. Debe vivir en la explanada o en la rambla. Es decir, en lo más in de toda la ciudad.

Él de nuevo asintió.

—Se mantiene aislado y solo no porque le guste, sino para paliar el golpe que el destino le ha dado en un momento de su vida. Es decir, no hace tanto.

El silencio que sobrevino les sirvió para examinarse mutuamente.

—Interesantes observaciones.

— ¿Me he equivocado mucho? —preguntó ella.

—Solo en algunas cosas —respondió él.

—En lo de la música, no —aseveró ella.

Dante sonrió y mostró una hilera de dientes blancos y cuidados.

—En lo referente a la música, no. —Ella se lo agradeció en silencio. — ¿Continuamos con nuestra sesión? —preguntó él.

—Sí —respondió ella.

—Así que tiene el corazón caliente.

Alins se sorprendió del tono de burla que dejó traslucir sus palabras. Intuyó que a él le había molestado lo que le había dicho. Más, tal vez, por los aciertos, que por los errores.

—Un profesional no debería tomarse a la ligera mis deducciones, pero no se lo tendré en cuenta, porque me ha dejado hacerle un análisis concienzudo sobre su vida.

— ¡Alins! —la amonestó.

—Lo siento, hoy tengo muchas ganas de bromear. Estamos en Navidad.

Dante miró el reloj estratégicamente ubicado detrás de donde se sentaban los pacientes y comprendió que ya no había tiempo para encauzar la sesión. Se maldijo en voz baja por el curso que habían tomado las cosas. Él era un buen profesional, pero esa mujer tenía algo que lo desviaba del rumbo. Se paró, como hacía cada vez que anunciaba el fin de la entrevista. Alins lo secundó en silencio y le dio el dinero que siempre llevaba preparado de antemano, prolijamente doblado. Sin embargo, para continuar con la inversión de roles, fue ella la que dijo: —Nuestra hora se ha acabado.