CAPÍTULO 03
EL HOMBRE DE TREINTA Y CINCO AÑOS SE MANTENÍA ERGUIDO MIENTRAS LEIA.
El pelo negro le caía por la frente de forma descuidada y lo hacía parecer un tanto travieso. Una ligera sonrisa comenzó a asomar por entre sus labios finos y juguetones. Seguía con un dedo la línea de lectura y, de tanto en tanto, sus pupilas mostraban un destello ante lo que encontraba plasmado en el papel.
— ¡Te he advertido muchas veces que no leas mis anotaciones!
El aludido pegó un respingo ante la voz fría y grave de su hermano mayor.
—Tengo que aprender de ti.
La excusa lo enfadó todavía más.
— ¿Tienes algo interesante que decirme? ¿Por qué has arrastrado tus pies hasta mi presencia? —La pregunta en tono gélido le arrancó una sonrisa de disculpa al que se había entrometido en los papeles del otro. Después le anunció:
—Es el cumpleaños del abuelo y tengo la honorable tarea de llevarte a casa de una oreja si hace falta. Es hoy y no tienes escapatoria.
—Aún faltan un par de horas, y yo necesito terminar unos resúmenes.
—Podría ayudarte.
El ofrecimiento no lo tomó de sorpresa, era otra provocación más de su hermano.
—Es información confidencial, Yago. No es ético que mires mis anotaciones, y esta es la última vez que te lo advierto.
Dante miró duramente a su hermano menor, pero este siguió con su risa insolente como siempre.
—Los pensamientos de mis pacientes no son un juego. —La voz de Dante siguió siendo muy fría. —Si vuelvo a verte husmeando entre mis notas, prohibiré tu entrada a mi consultorio, a mi casa y a mi coche. —Dante dejó la taza de café que tenía en la mano en el rincón del escritorio donde estaba sentado su hermano menor. Le quitó los folios que Yago había estado desordenando y leyendo de forma indiscriminada y aleatoria.
—Te doy mi palabra de que no volveré a mirar tus observaciones. Te ofrezco una disculpa por mi indiscreción imperdonable —le dijo y Dante no supo si creerle o no. —Papá llamó para decir que asistirá a la cena.
El rostro de Dante se endureció durante un segundo.
—Tienes que aceptarlo de una vez —siguió Yago.
— ¿Es una cena de cumpleaños o una emboscada? —Dante intuía que su hermano estaba preparado para esa pregunta.
Yago contestó casi enseguida:
—Papá opina que muestras una actitud desmesurada y algo rencorosa.
Dante hizo una mueca con su boca, luego agregó:
—Nuestro padre espera demasiado de mí. Tal vez, nunca me acerque a su ideal de hijo. En especial en lo que se refiere al perdón y la comprensión.
La crítica no hizo mella en el hermano menor.
— ¿Qué le has comprado al abuelo? —preguntó Yago.
— ¿Qué se le puede comprar a alguien que lo tiene todo? —respondió Dante.
—Hoy estás de un humor difícil de clasificar.
—Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo con tu cháchara superficial.
Yago soltó un bufido incrédulo y se volvió hacia la puerta.
—Nos vemos en casa del abuelo —dijo y salió con rapidez.
Dante se dirigió hacia la ventana. A esa hora de la tarde, la explanada estaba llena de gente. Los puestos ambulantes en el paseo marítimo atraían a los turistas. Metió sus frías manos dentro de los bolsillos de sus pantalones Burberry e inclinó la cabeza en muda contemplación. Los recuerdos aún le producían un dolor sordo. Tener que ir a esa fiesta y fingir que ese dolor no existía le producía un nudo en la garganta.
La avenida Maisonnave estaba demasiado concurrida. El mes de diciembre en una gran ciudad transformaba todo en un caos. La circulación vehicular se volvía imposible; los grandes comercios se atestaban de personas que comenzaban a buscar los regalos de Navidad para sus familiares, incluso con tres semanas de anticipación. Dante detestaba todas las celebraciones que se caracterizaban por sus excesos; las navideñas las que más. Guió sus pasos hacia el parking de la segunda planta, con el regalo de su abuelo envuelto en papel de color verde y una cinta dorada. El envoltorio típico de las tiendas de regalos. Tenía escasamente quince minutos para llegar a la Playa de San Juan y con el embotellamiento de ese viernes a las nueve y media le iba a resultar imposible. Divisó su coche apenas abandonó el calor de la tienda de varios pisos y entró en el frío cemento del parking; el Porsche 911 de color plata era fácilmente visible. Antes de que Dante llegara al automóvil, con un suave pitido, el deportivo destrabó sus puertas. Pocas cosas le producían más placer que conducir su coche: la sensación de libertad resultaba adictiva. Con una acelerada de satisfacción, salió de forma rápida.
Más rápido de lo que había creído, estacionó el vehículo frente al paseo de la playa. El mar estaba tranquilo, aunque una ligera brisa le hizo levantarse el cuello de la chaqueta Lacoste. Se quedó durante un instante mirando el oscuro mar y a los diversos pescadores que bebían cerveza en la orilla con sus cañas clavadas en la arena. Algunos viandantes más osados caminaban de forma placentera con los pies descalzos justo en el límite donde el agua rompía con olas salpicadas de espuma blanca. Él deseó por un instante estar en otro lugar, pero, resignado, cruzó la calle y encaminó sus pasos hacia el bloque de apartamentos que se destacaba en el entorno de edificios por sus inmensos ventanales. El ático de su abuelo tenía un valor inmobiliario incalculable. Las vistas sobre el mar eran espectaculares. Los grandes balcones saludaban al sol desde el naciente hasta el poniente. A Dante le gustaba oír que el mar llegaba a la playa con un bramido y que se marchaba tras romper con un jadeo.
El timbre sonó con un zumbido. Dante preparó la sonrisa más impersonal que tenía y se dispuso a soportar el evento con una actitud estoica. Su padre, Ricardo, le abrió la puerta con una crítica:
— ¡Llegas tarde!
Dante lo miró un breve instante y el saludo se le quedó atascado en la garganta:
—Hay más tráfico del que suponía.
Ricardo se hizo a un lado para que pasara su hijo.
— ¿Estamos todos? —Dante hizo la pregunta con un hilo de voz.
—Sí. —El escueto monosílabo indicó que Ricardo estaba irritado. Ambos cruzaron el vestíbulo y se dirigieron al salón donde permanecía el resto de la familia que había acudido a la celebración. Con un gesto con la cabeza, Dante saludó a su hermano mayor, Uriel, y su esposa, Ángela. Su hermano menor, Yago, estaba cómodo en el enorme sofá de piel, con una pierna cruzada sobre la otra y con un vaso de vino en la mano. Dante alzó las cejas en un gesto interrogante, y Yago le devolvió otro gesto que le decía a su hermano: "Prepárate".
—Aquí tienes tu bebida.
Dante recibió de su abuelo un vaso lleno hasta el borde de un ponche que él mismo elaboraba. Dante seguía mirando la sonrisa de su hermano menor que hizo un brindis en el aire con su vaso.
—Abuelo, feliz cumpleaños. —Dante hizo un amago de abrazarlo, pero él no se lo permitió. Rehusó la muestra de afecto con un gruñido:
— ¡Cada vez llegas más tarde!
No hubo respuestas para esa crítica.
—Me alegro mucho de verte, Dante.
El saludo de su cuñada le hizo asomar una sonrisa a la boca.
—Estás muy guapa Ángela —dijo Dante y ella agradeció el cumplido inclinando la cabeza.
—No me explico cómo puedes llegar tarde con ese monstruo de coche que te empeñas en conducir.
Las palabras de Uriel lo hicieron lanzar un bufido.
—Uriel, hermano, Dante tendría que tener una aplanadora para poder pasar por encima del resto de los vehículos que circulan por la calle.
La broma de Yago lo hizo relajarse un poco.
—Hola, Dante.
Estaba de espaldas a él: la nueva mujer de su padre lo saludó y él se volvió lentamente. Reconocía su acento, aunque muy disimulado, de los países nórdicos. Hacía años que vivía allí, llegada de Suecia, y sin embargo, su impronta al hablar permanecía intacta.
—Hola, Isobel. Veo que luces tan bien como siempre.
La sonrisa de su boca se esfumó aún antes de darse vuelta para mirarla. Para todo aquel que lo observase, la incomodidad que sentía delante de ella resultaba obvia. Tenía la mano derecha cerrada en un puño que pegó al costado de su pierna.
—Imagino que tu consultorio funciona a las mil maravillas —dijo Isobel y Dante no supo cómo tomarse esas palabras: ¿eran un cumplido sincero o una ironía?
—Es inaudito que un hijo mío haya optado por una edulcorada práctica psicológica —dijo Ricardo.
La crítica en boca de su padre le dolió a Dante por lo severa y fuera de lugar. Los viejos rencores estaban todavía presentes. Su padre tampoco le perdonaba que no siguiera en la clínica psiquiátrica que él había fundado y en la que había proyectado que lo acompañarían sus hijos. Le decía que la psiquiatría superaba a la psicología, porque tenía bases científicas más profundas. Estaba claro que no creía en sus propias palabras, que era solo una manera de provocar a su hijo.
—La psicología es lo mismo que haces tú, padre, pero sin el negocio de vender medicamentos. —Dante pegaba con la misma intensidad y el mismo escaso convencimiento, Ricardo lo miró con censura en sus ojos:
—Aún no entiendo que te fueras de mi clínica para abrir una consulta de amas de casa.
—Las amas de casa también necesitan alguien que las escuche.
Ricardo lo miró con fría severidad. Dante optó por mantenerse callado, no quería seguir con esa discusión absurda. Su padre no había aceptado su marcha de la gran empresa familiar. Tanto su hermano mayor como él habían estudiado psiquiatría como su padre y terminaron trabajando juntos en la misma clínica que había comenzado veinte años atrás.
—La psicología y la psiquiatría trabajan en conjunto. Vamos, padre, sabes que puede derivarnos pacientes. No querríamos perderlos —dijo Uriel en broma para aplacar los ánimos. Esas palabras le arrancaron una sonrisa a Dante.
—Comencé una tradición a la que he dedicado la mayor parte de mi vida. Esperaba que mis hijos siguiesen mis pasos y pudiesen expandirla.
Tanto Uriel como Dante y Yago decidieron mantenerse callados. Ricardo era una autoridad en el campo de la psiquiatría y ellos no deseaban iniciar ningún altercado esa noche. Yago, el menor, era el único que no había estudiado la carrera de la familia. Se destacaba como abogado.
—Bueno, basta ya. Pasemos al comedor y mantened ese tono beligerante lejos de mi presencia —dijo Fabio, el abuelo, y sus palabras no admitieron discusión alguna.
La cena transcurrió de forma lenta y pausada. Dante se mantenía un tanto distante de la conversación que monopolizaban su padre y su abuelo. De tanto en tanto, su hermano menor le daba pequeños puntapiés por debajo de la mesa para traerlo de vuelta a la realidad y sacarlo de los pensamientos en los que se ocultaba. Dante había perdido el hilo de la conversación. Se estaba realizando un brindis. Todos estaban con las copas llenas de champaña alzadas.
— ¡Muchas felicidades!
Él había creído que el brindis era por su abuelo; estaba claro que no.
— ¡Es una noticia maravillosa! —opinó Ángela y esas palabras le hicieron sentir a Dante un escalofrío. Sabía lo que implicaban.
—Es inaudito que tenga tres hijos adultos y que ninguno se anime a hacerme abuelo —proclamó su padre.
Dante comenzó a transpirar y fue el único que no bebió de su copa. La dejó encima de la mesa sin tocar.
—Nosotros lo seguimos intentado, ¿verdad, cariño? —La candidez de Ángela quedó plasmada tras esas palabras, tanto como el ceño fruncido de resignación de Uriel.
—No beber tras un brindis es una clara muestra de desprecio.
Dante escuchó que su padre le hablaba y miraba, severo, la copa que todavía tenía llena en la mano.
—Me he perdido las palabras del brindis. —Fue todo lo que alegó en su defensa.
—Isobel está embarazada, ese es el motivo.
Se lo había temido desde el principio. Siguió con la vista fija en su padre, pero sin alzar la copa.
—Le daré mi felicitación una vez que lo tenga, si es que decide hacerlo. Ya se ha arrepentido otras veces, aunque no contigo, claro.
Las duras palabras le arrancaron un gemido a Ángela.
— ¡Discúlpate ahora mismo! —exigió Ricardo.
Dante hizo una especie de reverencia que podía entenderse como una disculpa, pero mantuvo su boca sellada y la mirada severa.
—No se lo tengáis en cuenta. —Isobel habló con voz dulce que a Dante le sonó falsa. —Sin duda ha sido una sorpresa inesperada. —Siguió ella y el amplio comedor se mantuvo en silencio. Dante sintió un resquemor subir por su garganta. Inspiró varias veces para tratar de bajar la repulsa que la noticia le había ocasionado. Después habló:
—Es una sorpresa para mí que hayas decidido tener al hijo de mi padre, cuando no quisiste tener el mío. Eso es todo. Supongo que aún no he asimilado del todo que seas la pareja de mi padre, después de haber sido la mía. Creo que esto simplemente ha colmado el vaso.
Dante había hablado con calma. Había expuesto sus razones con una frialdad que resonó más que los gritos que bien podría haber proferido. Ricardo se levantó con ímpetu y terminó volcando la silla de la cabecera de la mesa con un fuerte estrépito. Increpó a su hijo:
—Esa cuestión quedó zanjada hace mucho tiempo.
Dante alzó los ojos con un brillo peligroso en ellos.
— ¿Cuestión? Lo haces ver muy simple. Hay heridas que tardan más en sanar —contestó Dante y se levantó contrariado y arrojó la servilleta sobre la mesa. —La que fue mi prometida no quiso a nuestro hijo. Luego, se casó con mi padre por el prestigio de su nombre y las mayores comodidades económicas. ¿Es eso una "cuestión" a zanjar? ¿No deberías concederme, padre, el beneficio de no estar cómodo con la situación? ¿Se supone que debo brindar por la ambición de Isobel y su falsedad?
Yago se incorporó y le puso una mano en el brazo, intentado calmarle los ánimos. Dante se soltó con demasiada brusquedad.
— ¡Como mi esposa la respetarás!
—El respeto hay que ganárselo, padre. Disculpa si con Isobel me tomo más tiempo que con alguna otra de tus conquistas.
—Entonces te quiero fuera de mi vista hasta que recapacites sobre tu actuación rencorosa.
Ya estaba todo dicho. Dante miró durante un instante a su padre con profundo dolor en sus ojos.
—No es rencor, padre, lo que incita a mi corazón a salir por mi boca. —Hizo una pausa. —Es la profunda decepción que siento al contemplar la bajeza de un ser humano codicioso y lleno de una ambición desmedida.
El abuelo carraspeó, pero ni padre ni hijo cedían en su postura.
—Tendrás que aceptarla como miembro de la familia o no quiero saber nada más de ti. —Ricardo habló y las palabras fueron claras y contundentes.
—Que así sea —replicó Dante. Luego, se dio media vuelta y abandonó la habitación con pasos resueltos. Antes de salir por la puerta, dejó el regalo de su abuelo encima de la repisa de mármol de la chimenea del salón. Tomó su chaqueta y salió por la puerta. Los demás, todavía en el comedor, suspiraron aliviados.