CAPÍTULO 13
—ALINS, PASE. EN UN MOMENTO ESTARÉ CON USTED.
Era la voz de Dante que salía del intercomunicador. Ella la había notado distinta: ¿nerviosa?, ¿alegre? Un poco de las dos cosas. Empujó la puerta y accedió a la sala de espera. Avanzó hacia la consulta, pero con un paso más lento que lo habitual. Parecía que los ánimos la habían abandonado desde hacía un tiempo. No había vuelto a ver a Dante desde aquella tarde en su casa cuando tuvieron la conversación más extraña del mundo. Luego, los llamados, las agendas y los viajes se interpusieron entre ellos. Más de la cuenta. Habían pasado casi dos meses desde que Dante la visitó en su casa.
—Ya estoy con usted —dijo un ansioso Dante desde el "cuarto inaccesible", como ya había quedado bautizado y como él también lo llamaba. Alins asintió con la cabeza y esperó. La habitación seguía igual, salvo que esa tarde, ya casi de noche, la ciudad estaba alicaída como su ánimo. Los negros nubarrones solo descargarían electricidad, pero nada de agua, como la mayoría de las ocasiones. El sonido de un trueno le confirmó sus sospechas. Cuando oyó incrédula el ruido de piedras que parecían caer, dirigió sus pasos hacia le enorme ventana y observó con detenimiento. El granizo había tomado por sorpresa a la mayoría de los caminantes que se refugiaban como podían. El suave Mediterráneo se había tornado oscuro, mientras el hielo seguía cayendo sobre los barcos amarrados en el puerto vacío de golpe.
—No creo que dure mucho.
Alins se volvió asustada: no lo había oído entrar. Dante aún estaba en el umbral de la puerta que separaba al cuarto inaccesible y la miraba con cierta vacilación. ¿Vacilación? ¿De dónde había sacado ella esa idea? Él era el hombre más seguro de sí mismo que había conocido nunca.
—Buenas tardes.
Dante cruzó el umbral y se dirigió a su sillón antes de extenderle la mano con una sonrisa afectada.
—Tenía ganas de retomar nuestras conversaciones. Ha pasado mucho tiempo, ya las extrañaba.
Dante no dijo nada.
—La galería está más tranquila ahora. Siempre ocurre para esta época. —Alins comenzó a tamborilear los dedos en el escritorio. — ¿Qué tal su Congreso?
Dante alzó las cejas.
—Fue una de las tantas cosas que se interpusieron para no continuar con nuestras entrevistas.
Dante se reclinó hacía atrás y la escudriñó con intensidad:
—Se la ve cansada.
Alins le ofreció una sonrisa socarrona:
—Ni se imagina la locura de mi vida.
A Dante le dio un vuelco el corazón. Propuso retomar desde donde habían dejado la última vez.
— ¿Dónde nos quedamos la última vez?
—En describir sentimientos —le respondió Alins y le sonrío cálidamente. —Cierto. Y creo que me tocaba a mí. —Ella calló durante un momento tan largo que Dante creyó que no iba a hablar, pero se equivocó. —Recuerdo, aunque de forma vaga, unos grandes ojos verdes, con ese brillo tan especial que solo muestran los ojos que aman. Casi puedo sentir la mano de piel morena que se acercó a mi mejilla buscando una caricia. La mano desprende un ligero aroma a romero, y esos dedos que se cierran en torno a mí mejilla me ofrecen el tributo que les solicito. Suben hasta mi pelo, sostienen una guedeja que colocan, con una ternura infinita, detrás de mi oreja. Sus movimientos son como el aleteo de una abeja que se bebe el néctar de una flor. De nuevo esos ojos, del verde esperanza más profundo, me hacen un guiño pícaro. El día anterior hice una travesura que queda olvidada con su complicidad. El vello de mi nuca se eriza, cuando sus labios se posan en mi sien; y, después del beso tan tierno, los labios se dirigen a mi oído para susurrarme con una voz pausada y melodiosa: "El Cielo sigue de luto por el ángel que perdió en mi puerta hace once años". —Dante se mantuvo en silencio. Ella aclaró de qué se trataba el relato: —mi padre hacía eso cada vez que me daba un beso la mañana de mi cumpleaños. Murió poco tiempo después de que yo cumpliera los once.
Ambos se contemplaron al unísono, perdidos en los recuerdos. Cada uno en el suyo, pero los dos suscitados por las palabras de Alins. Dante sintió como se tejía el hilo que la unía cada vez más a ella. Los dos habían perdido a un ser querido y cercano a temprana edad. El padre, ella; la madre, él. Padecían los mismos síntomas de abandono, de la carencia más fundamental de cariño.
—Él me mintió.
Dante levantó la mirada. Salió, de repente, de sus cavilaciones y se perdió en los ojos de Alins. No mostraban tristeza ni alegría. Tal vez, se vieran algo resignados. Ella siguió:
—Podría perdonarle muchas cosas, pero la mentira es demasiado.
— ¿En qué le mintió? —preguntó Dante con calmada voz.
—No quiero decírselo. —Alins había respondido algo apresurada.
— ¿Cómo se siente?
Ella reflexionó pensó un momento antes de responder.
—Herida. Enfadada.
Dante se acomodó en el asiento con lentitud para no romper el hechizo de la sinceridad.
—Debería dejarlo; lo sé.
Alins bajó sus ojos hasta su falda negra, deshizo el nudo de sus manos y las volvió a dejar reposadas en su regazo.
— ¿Qué se lo impide?
—La responsabilidad que he contraído con él.
Dante iba a decir algo, pero ella, con la mano, le hizo una indicación de que guardara silencio. Él habló de todos modos.
—La responsabilidad no es excusa para sostener una relación que debería ser de amor.
Alins no esperaba el tono seco de él, ni esa respuesta.
—A veces, sin pretenderlo, hacemos nudos que nos atan. —Dante creyó prudente no interrumpirla. —Debo asumir las consecuencias de mis actos, aunque estas consecuencias no hayan sido las deseadas.
— ¿Qué actos? ¿Qué consecuencias? —Suavizó el tono. —Cuénteme, por favor.
—Es como, cuando un padre le dice al hijo que no juegue en determinado sitio, y el niño desobedece y se hace daño, como el padre temía, después sufre las consecuencias de esa acción. Aunque haya sido de forma involuntaria, aunque el niño no haya querido hacerse daño, las consecuencias lo marcan de por vida.
Dante se quedó perplejo ante la vaguedad de las palabras de Alins.
—No entiendo por qué usted debe cargar con las consecuencias. Ni a qué acción se refiere. —Decidió cambiar de tema. — ¿Está convencida de la mentira?
—Lo sospechaba, pero el paso del tiempo me lo ha confirmado.
—Quizás le ha mentido porque la ama y teme perderla.
— ¡SÍ fuese así de sencillo! —Lanzó un suspiro largo y profundo. Luego, aclaró por qué sabía que le había mentido: —me dijo que no podía tener hijos. Que se había hecho todos los exámenes y que no era fértil.
Dante contuvo la respiración y sus manos se cerraron como garras a los brazos del sillón en un intento por no abalanzarse sobre ella. La revelación de lo que implicaban aquellas palabras lo impactó. Alins siguió adelante:
— ¡Qué estúpida! ¡Qué confiada!
Ella no era consciente de la lucha emocional que sufría Dante oyéndola. Continuaba con los ojos fijos en su regazo y no lo observaba. Dante experimentaba lo que sienten los hombres a lo largo de la historia ante una revelación así: alegría inmensa, desconcierto, preocupación por el futuro. Pero en su caso, Dante también sentía una gran desesperanza. Si ella estaba embarazada y ese hijo era suyo, entonces debía confesarle la verdad inmediatamente. Pensó en Yago durante un instante y sintió bronca. Después hablaría con él.
— ¡Alins! —dijo casi en un grito, pero ella volvió a silenciarlo con una mano alzada. Luego la dejó caer de nuevo en su regazo junto a la otra.
—Es un hombre de honor —aclaró Alins.
Dante intentaba serenarse respirando hondo y escuchándola. —Ha aceptado su parte de responsabilidad. Y me acompañará en todo el proceso.
Dante estalló al fin.
— ¡Es un hijo de puta!
Alins alzó sus ojos castaños asombrada e indignada a la vez.
— ¡Cómo se atreve a insultarlo!
Dante pegó su espalda al sillón de piel e intentó normalizar su respiración. Alins había endurecido sus ojos ante su estallido.
—Tengo que decirte algo muy importante. —Necesitaba tutearla. Ya se había ido al demonio la relación paciente—psicólogo hacía mucho tiempo.
—No, no soy capaz de aceptar una crítica, no viniendo de ti —Alins lo interrumpió y también había decidido cambiar al tuteo.
A él no le importaba si ella quería oír o no. Tenía que decirle la verdad a como diera lugar. Por más hiriente que fuera.
—Aquella noche... —comenzó. El timbre de la puerta quedaba al cuarto inaccesible les hizo dar un respingo a los dos. —Aquella noche, Alins..— —Dante volvió a intentarlo, pero la estridencia del timbre de la puerta trasera lo aturdía y no lo dejaba meditar sus palabras. Con una maldición, decidió ir a ver quién llamaba.
Su cuñada Ángela y su hermano Uriel estaban del otro lado. Dante cerró la puerta que comunicaba el consultorio con el cuarto inaccesible y los hizo pasar. Volvió a la consulta sin decirles nada. No le importaba si había quedado con ellos para cenar a las nueve de la noche, ni que ya fueran las nueve y diez. Solo pensaba en Alins. Volvió a donde estaba ella y trabó la puerta que daba acceso al cuarto inaccesible.
—Se ha terminado nuestra hora —dijo ella y buscó en su cartera el dinero para pagar.
— ¡Tú no te mueves de ahí! —le ordenó Dante.
Alins se levantó con rapidez. No entendía ese cambio de humor en Dante, pero algo le decía que lo mejor era irse de allí.
Ángela y Uriel habían quedado encerrados y daban golpecitos en la puerta mientras llamaban a Dante, que hacía caso omiso de su presencia.
— ¡Siéntate! —le gritó a Alins.
— ¡No te permito que uses ese tono conmigo!
—Vas a escuchar todo lo que tengo que decirte de una vez. Es importante. Para ti y para mí.
Cuando Alins, intrigada por las palabras de él, volvió a sentarse, los golpes en la puerta se intensificaron; se volvieron violentos.
Alins supo que no quería estar allí. Dante estaba fuera de sí y maldecía a la puerta y a quienquiera que estuviera del otro lado.
—Tengo que irme. Mi tren sale dentro de veinte minutos.
—Te llevo hasta tu casa. No importa. Es imperioso que hablemos. —Su voz parecía la de alguien que estaba suplicando.
Los golpes en la puerta lo cubrieron todo. Dante se mesó el cabello y le pidió un segundo a Alins.
—Tengo que irme.
Fue lo último que dijo ella. Luego salió rápidamente, sin que Dante pudiera alcanzarla. Resignado, abrió la puerta del cuarto inaccesible y dejó pasar a su cuñada y a su hermana.
—Disculpa. No sabíamos que estabas con alguien —dijo Ángela en nombre de los dos. —Nos preocupamos porque nos dejaste a oscuras y encerrados.
—Ya está —dijo Dante y aceptó, a su manera, las disculpas que le ofrecía su cuñada.
— ¿Era una paciente? —preguntó Uriel.
—Lo fue en algún momento. Ahora solo espero volver a verla.
Alins salió corriendo de la sala de consulta, atravesó la de espera y bajó por las escaleras. Cuando llegó a la calle, una bocanada de aire la reanimó. Comenzó a caminar hacia la estación de tren. Se dio cuenta de que tenía el dinero en la mano. No le había pagado la sesión.