CAPÍTULO 07

ESE DÍA, SU CASA ESTABA TAN FRÍA COMO ÉL. SU LOFT SITUADO EN LA plaza de Puerta del Mar le parecía sobrio y falto de calidez. Las vistas sobre la plaza no le producían ninguna sensación de paz, ni calmaban sus agitados pensamientos, como en otros momentos. Siguió revisando la correspondencia. Pasaba las cartas una a una entre los dedos: facturas, invitaciones, propaganda y una multa de tráfico de su hermano menor.

Se levantó de su sillón y se masajeó su cuello tenso. Dirigió sus pasos a la moderna cocina gris y se sirvió un vaso de agua fría. El intercomunicador de la puerta sonaba. Por la pequeña cámara pudo ver a Yago que gesticulaba: Dante odiaba que su hermano se hiciera el gracioso delante de la cámara. "Sigue siendo un niño", pensó y le abrió. Luego fue hasta la puerta de casa y, antes de que el otro llegara, la abrió. Yago dobló por el pasillo y vio a Dante parado en la puerta. Desde allí le habló:

—Te han puesto otra multa y ya van diez.

Yago alzó sus ojos con una sonrisa.

—Es culpa del ayuntamiento.

Dante lo miró con severidad.

— ¿Por qué sigue viniendo tu correo a mí casa?

Yago levantó los hombros:

—Confío en tu discreción más que en la de papá. Y nunca daría la dirección de mi casa: sabes que soy nómada. Nunca sé cuánto duraré viviendo en el mismo lugar.

A Dante no le sorprendió esa revelación.

—Siéntate; en un minuto estoy contigo.

Yago separó sus pies y se quedó mirando a su hermano con el ceño fruncido.

—Hoy no estoy de ánimo para aguantar tu talante malhumorado.

Dante reapareció y no hizo caso a lo que su hermano le decía:

— ¡Sígueme!

Yago lo ignoró. Dante se volvió con rapidez al ver que su hermano no lo seguía.

—O cambias el tono, o me marcho ahora mismo.

Dante se mesó el pelo con cansancio:

—Tengo motivos más que suficientes para estar enfadado contigo.

Yago hizo una mueca.

—Yo no tengo la culpa de la emboscada de papá en el cumpleaños del abuelo.

Dante no se dignó responderle. Miró a su hermano que tenía una postura insolente apoyado en el marco de la puerta de la cocina.

—Necesito aclararte algunas cosas y no pienso hacerlo en la cocina.

Yago se encogió de hombros. Siguió a su hermano al despacho. Ambos se sentaron y el silencio reinó durante un momento.

—Te prohíbo que sigas teniendo contacto con Alins. Es una de mis pacientes —dijo Dante, y un brillo extraño cruzó los ojos de Yago.

—No puedes decidir sobre ello.

Dante apoyó la espalda en el sillón y le ofreció a su hermano menor una mirada de advertencia. Luego siguió:

—Tu encuentro con ella no fue fortuito. No necesitas darme excusas.

—Tienes mi palabra de que sí. No es ninguna excusa. La tarde que vine a recordarte el cumpleaños del abuelo fue cuando la conocí. En mi prisa tropecé con ella que entraba al edificio y terminé por tirarla al suelo. Amablemente la invité a un café y aceptó. Un suceso llevó a otro.

—Sabías perfectamente quién era. —La voz potente de Dante hacía que Yago comenzara a ponerse tenso. —Leíste mis informes sobre ella y te aseguraste de conocerla de la forma más despreciable y ruin.

Yago fingía no comprender del todo el enfado de su hermano: —Aunque fuese cierto, ya no tiene importancia.

— ¡Pero no es ético, cretino! —Dante se calló durante un momento. —Si ella llegase a sospechar que provocaste vuestro encuentro, ¿qué opinaría al respecto? ¿Y dónde quedaría mi reputación profesional?

Yago se movió inquieto en la silla.

—Solo te preocupa tu reputación, ¿no es cierto? Poco te importa que haya conocido a la mujer más extraordinaria de mi vida. Esta vez creo que va en serio, hermano.

Dante lo miró con excesiva dureza y le dijo con enojo:

—No puedes hacerle eso. —Yago miró a su hermano mientras escuchaba atento sus palabras. —Juegas con ventaja sobre ella, y el día que lo descubra se sentirá vulnerable, utilizada y, lo más preocupante, herida.

—Estoy enamorado de ella, hermano.

Los ojos grises lo taladraron con desdén. Después dijo con meditada pausa:

—A mí me has colocado en una situación de desprestigio profesional. ¿Cómo puedo mostrarme imparcial con una persona que está viéndose con mi hermano menor? ¿Has meditado su reacción el día que decidas presentarla a la familia y me vea, si es que decides ir en serio? ¿Cuál crees que puede ser su reacción ante la burla de la que la has hecho objeto?

— ¡No la presentaré a la familia!

Dante exhaló hastiado:

—Tienes que terminar esta relación antes de que sea demasiado tarde.

Yago bajó los ojos al suelo.

—Ya es demasiado tarde para mí —dijo como una forma de escapar de allí.

La ansiedad en las palabras de Yago hizo que Dante maldijera:

— ¡No te creía tan estúpido!

Yago alzó los ojos oscuros y miró a su hermano lleno de furia. Después agregó:

—No todos tenemos tu frialdad para tratar asuntos de faldas.

Dante deseaba golpear el escritorio con el puño, pero se contuvo.

—Parece mentira que me recrimines algo así. Parece que mi familia no me perdona que haya dejado a Isobel. Esta forma de hablar no es propia de ti. La podría esperar de papá, incluso del abuelo, pero no de ti, Yago.

—Yo le contaré a Alins que soy tu hermano, pero necesito antes saber a ciencia cierta que siente ella por mí.

Dante cada vez estaba más furioso.

— ¡No! —exclamó colérico. —Lo vas a hacer de inmediato o lo haré yo. —La intimidación no resultó efectiva.

— ¿Y por qué no dejas de tratarla tú?

Dante lo miró con furia. Su hermano sabía cómo sacarlo de sus casillas. Yago, incluso detrás de su enojo, lucía divertido.

— ¿Y qué crees que debería decirle? Algo así, por ejemplo: "Señora Vera, como está saliendo con el idiota de mi hermano, me veo en la obligación de suspender nuestras sesiones, porque no resultaría ético que me contara sus intimidades".

El sarcasmo le hizo fruncir el ceño a Yago que comentó muy tranquilo:

—Tú mismo sabes que no le dirás eso. Entonces, deja que yo lo resuelva a mi modo y cuando lo crea oportuno.

Dante seguía mirándolo con ojos tan fríos como el hielo.

— ¡No! —la vehemente exclamación le dio el indicio a Yago de que ya estaba llegando al límite.

— ¿Qué escondes detrás de esa negativa tajante? —preguntó Yago, y Dante no le respondió. — ¿Hay otros motivos?

Dante respiró agitado.

—Me enamoré de ella por tus descripciones —confesó Yago y solo recibió silencio. —Es tu paciente, cierto, pero es mi chica. No lo olvides.

—Desde este momento tienes prohibida la entrada a mi casa y a mi consultorio.

Yago se encogió de hombros, como si no le importara. Continuó con su alegato:

—Sé que en algunas ocasiones he obrado mal leyendo tus informes confidenciales. Pero te juro que los de Alins cayeron en mis manos por casualidad.

— ¿Crees que soy un estúpido?

Yago hablaba en un tono de voz monocorde, como si repitiera un discurso estudiado de memoria:

—Estaba revisando los detalles de tu viaje a Praga para el Congreso, haciendo mi tarea de asesor, cuando tu informe fue a parar a mis manos. Al principio, no sabía qué estaba leyendo. Creía que era un pasaje poético, como si, de repente, te hubieras transformado en un escritor. Lo hacías tan bien, que me transmitiste algo muy potente. Cuando me di cuenta de que describías a una paciente, me pudo la curiosidad, y tuve la necesidad de conocerla. Es cierto, fragüé ese encuentro supuestamente casual y la seduje.

Dante no podía soportar más esa charla. Su hermano parecía estar burlándose de él.

—La culpa de tu estupidez la tengo yo. ¡Por supuesto! —replicó agrio.

—El sarcasmo no se te da bien. —Dante no sabía qué responderle. —Tienes una facilidad de palabra que me encanta y la desperdicias con insultos. Papá adora esa faceta tuya, el gran hijo orador. —Yago sonrió y le guiñó un ojo.

—Te estás yendo por la tangente, hermanito. Tienes la obligación moral de terminar la relación que iniciaste de forma tan mezquina —ordenó Dante.

—Hermano, sé razonable. Estás haciendo mucho problema por algo simple.

Dante lo miró con la más absoluta incredulidad reflejada en su rostro. Trató de aclararle lo que Yago parecía no entender:

—Esto no es un juego. Te he dado un ultimátum y lo vas a cumplir enseguida.

—Bien. Si no deseas nada más, me marcho.

— ¿Yago? —Dante dejó la pregunta en el aire.

—Tienes mi palabra de que lo arreglaré.

Dante no sabía por qué, pero no creía del todo en la promesa de su hermano menor.

Yago se retiró rápidamente. Cuando llegó a la calle, sonrió. Las cosas estaban saliendo como las había planeado.

Seguía sentado en la misma posición y con la mirada perdida, cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Dudó si ignorarlo o levantarse para abrir. Ante la insistencia de la llamada, decidió con aburrimiento acudir a ella.

La expresión de cansancio de su rostro se borró al instante. Quedó olvidada ante la máscara que mezclaba sorpresa e ira y que ocupó el lugar de su rostro cuando contempló a la persona que tenía delante. En un acto reflejo, había abierto la puerta. Enseguida se arrepintió. Hizo amago de cerrarla, pero un pie femenino se lo impidió.

— ¡Vete de aquí!

—Necesito que me escuches.

— ¡No puedo escucharte! ¡No quiero hacerlo! Aún estoy enojado contigo.

Con el hombro, Isobel empujó suavemente la puerta, que se abrió a ella sin problemas. Cruzó el vestíbulo y se dirigió al salón. Dante no supo qué fue lo que lo impulsó a seguirla.

—Esta hostilidad ha de terminar de una vez. No es bueno el enfrentamiento constante con tu padre ni conmigo.

Dante decidió mostrarse irónico:

— ¡Cuánta preocupación, señora!

—Alguna vez haz de aceptar y comprender la decisión que tomé en aquel momento.

Dante se apoyó en la pared y cruzó los brazos sobre su pecho. Sentía una inquietante sensación de vulnerabilidad cuando estaba con ella. Todavía parecía que no había encontrado el antídoto para su veneno. Le dolía incluso el esfuerzo de mirarla. No la toleraba o no se toleraba a sí mismo, tan débil aún frente a Isobel.

—De ti no tengo que aceptar nada —dijo, por fin, Dante. La sequedad de él fue elocuente, así como el brillo de despecho en sus ojos grises.

—Tu padre espera una disculpa de tu parte.

Dante alzó las cejas con calculada frialdad. Entonces se defendió de esa mujer, y para hacerlo tuvo que atacar:

—Ya has dicho lo que tenías que decir. Ahora: ¡vete!

Isobel se mordió el labio al mismo tiempo que entrecerraba sus ojos bellamente maquillados. Lo conocía demasiado como para sentirse intimidada. Dante la observó con el detenimiento que dedica un hombre cuando una mujer le interesa. La vio vestida y maquillada de manera impecable. Se sintió asqueado. Por todo. Porque no creía en la impostura que representaba ella: la mujer fatal, la mujer elegante y fatal convencida de que es capaz de conseguir lo que quiere. Y porque él podía verla representar ese papel, pero también creía en él. Tras un instante de silencio, Isobel volvió a hablar.

—No estaba preparada entonces.

Dante sabía perfectamente a qué se refería ella, pero continuó en silencio. Ella se empecinaba en hablar del pasado de ambos y del hijo perdido. Continuó:

—Lamento tu decepción, pero una decisión tan importante sobre mi cuerpo, solamente la podía tomar yo.

Dante apoyó la nuca en la pared e inspiró profundamente. Quiso ser hiriente:

—No confundas la decepción con el desprecio.

Isobel terminó por apoyarse sobre un pie mientras medía las palabras que iba a decir.

—Aún recuerdo cuando me decías que una mujer tiene la elección final sobre su vida, su cuerpo.

Dante entrecerró los ojos hasta reducirlos a dos rendijas negras.

— ¿De qué estamos hablando? ¿De algo teórico o de nosotros dos? ¿O de mi padre y tú?

Isobel no se amilanó ante la cruda pregunta. Siguió como si no la hubiera dicho:

—No estaba preparada para ser madre.

—Nunca lo estarás —le respondió con desdén. —Eres incapaz de superar tu propio egoísmo.

—Estoy casada con tu padre. ¡Acéptalo!

Dante lanzó una carcajada sin humor.

— ¡Estás casada con la cuenta bancaria de mi padre! Eso es lo que acepto.

—Ya veo que tratar de hablar contigo es perder el tiempo.

Dante no se resintió por la crítica; todo lo contrario, la sintió como un bálsamo sobre su corazón.

— ¡Ahí tienes la puerta! —le dijo, y esperaba de verdad que ella se fuera. No podía seguir haciéndose el duro mucho tiempo más. Quería que se fuera, la detestaba. Pero no podía resistírsele aún. Algo lo hizo pensar en Alins. Le indicó la salida a Isobel con la mano y se encerró en su despacho. Isobel terminó por marcharse. Cerró la puerta con un estruendo.