CAPÍTULO 10

DANTE ESTABA MUY ENOJADO CON YAGO. NO PODÍA CREER, después de todo lo que le había dicho para que entrara en razones, que se empeñara en continuar una relación cada vez más seria con su paciente. Dante se sentía al límite de la tolerancia. Miró a través de la ventana sin ver, en realidad, nada. Pensaba en la frágil situación con su familia. A la pelea con su hermano por la relación que él mantenía con Alins, tenía que sumarle los desafortunados eventos que habían resquebrajado el vínculo con su padre. Él seguía en el terco recorrido de la indiferencia, y Dante había adoptado la calma que precede a la tormenta. Se mantenía aislado, lo sabía, pero se sentía incapaz de ordenar los sentimientos contradictorios que sufría desde hacía más de cinco años. Tarde o temprano tendría que ceder, pero aún no estaba preparado para la estocada final. Seguía rebelándose ante el egoísmo extremo y nada ni nadie iba a conseguir doblegar sus propias ideas al respecto. El timbre de la puerta lo sacó de sus atribulados pensamientos; miró el reloj y comprobó que apenas eran las siete de la tarde. No tenía nada que hacer ese sábado en concreto. Incluso era posible que agradeciese un poco de compañía, aunque fuese el mismo diablo quien llegara hasta su casa para chamuscarlo un poco con su fuego. La presencia de un mensajero lo descolocó. No era lo que esperaba. Tomó con firmeza el sobre pulcramente escrito que le tendía. No tenía remitente, pero el hombre permaneció allí, impasible. Dante rasgó sin miramientos el papel y sacó su contenido. No pudo contener una exclamación de sorpresa.

Un coche pasará esta noche cerca de las nueve a recogerte. Solo necesito la promesa de que escucharás todo lo que tengo que decirte sin decir nada: son tantas las palabras que necesito que escuches que no puedo esperar hasta nuestra siguiente cita. Sigue mis indicaciones.

Dante estaba perplejo; el corazón se le transformó en una madeja de hilo enmarañado. Dudó durante un momento tan largo que el mensajero carraspeó por la espera. Dante se preguntó por qué no se iba.

— ¿Dónde le firmo?

—No necesito su firma, debo llevar una respuesta. Así es nuestro servicio. Un mensaje personalizado en tiempos de comunicación impersonal —recitó el lema de la compañía con indiferencia y sin convicción. —La persona que le ha enviado la carta espera una respuesta que será llevada en breve a su domicilio. El remitente ya ha pagado todo el servicio. ¿Qué desea responder?

Dante seguía en silencio dudando entre aceptar o rechazar la invitación. Alins estaba rompiendo todas las normas elementales que se establecían entre psicólogo y paciente, pero sopesó si lo que tenía que contarle sería importante o no. Despertó su curiosidad hasta un punto alarmante y juzgó que quizás fuese la forma de poner fin a la relación profesional que los unía. Regresó sobres sus pasos y escribió una respuesta en la que se rendía a los términos de Alins. Se la dio al mensajero y se dispuso a esperar impaciente.

No quería pensar en lo que Alins le hacía sentir cada vez que la contemplaba. Tarde o temprano tendría que definir su vínculo con ella. Si su terco hermano no se hubiese situado en medio, tal vez la decisión a tomar no resultaría tan demoledora y difícil. No sería el primer profesional que se implicaba emocionalmente con una paciente. Algo censurable, inoportuno, pero no tan inhabitual. Lo correcto sería no hacer nada y dejar que los acontecimientos siguieran su curso, pero no pretendía engañarse. Ella había plantado en su corazón una semilla que empujaba y empujaba para salir a la superficie causándole un dolor sordo, aunque lleno de esperanza. Sabía que no debía aceptar un encuentro con ella, pero su determinación se fue al demonio ante la posibilidad de un acercamiento real, tangible, próximo. Dante suspiró y decidió darse una ducha; la necesitaba.

Cuando vio la limousine negra que se detenía en la puerta de su casa, casi sufrió un desmayo fulminante: nada lo había preparado para ello. Sintió en su carne miles de agujas que se clavaban sin compasión ante la expectativa de lo posible, lo incierto y su mente comenzó a especular tan llena de pesimismo como de esperanza. Tenía que negarse, lo sabía, pero la curiosidad y el deseo de verla fueron más fuertes. Seguía clavado en el suelo mientras sentía, con absoluta vergüenza, que su corazón estallaba de alegría y la ansiedad lo embargaba. Qué necia la certidumbre de que se puede cambiar algo. La falsa creencia de que podemos comernos el mundo, la ambigua perspectiva de que todo puede ser posible y, encima, terminar bien.

Ya giraba para volver a su casa cuando un hombre uniformado lo detuvo apoyando la mano en su brazo. Con un gesto negó con la cabeza y le dio una misiva. Dante evaluó la idea de romperla en el acto y olvidarse de todo, pero, en el fondo de su mente, supo que sus sentimientos se habían impuesto a la razón. Abrió la hoja cuidadosamente doblada; leyó su contenido con una cierta timidez.

Permite que el conductor de la limousine sea tus ojos, que te guíe basta que llegues a mí. Recuerda, tengo tu promesa de silencio. Haz que mi esfuerzo no sea en vano.

Alins.

El hombre pretendía taparle los ojos con un pañuelo negro. Dante negó repetidamente con la cabeza mientras torcía la boca en una mueca cínica, pero, tras la insistencia del conductor, finalmente optó por ceder, creyendo que Alins no quería que supiese el lugar adonde lo conducía. Reacio, pero impaciente, consintió que le cubriera los ojos. Un momento después, notó que le abría la puerta de la limousine y lo ayudaba a meterse en su interior. El habitáculo estaba completamente negro: las luces del interior habían sido desconectadas, y la negra noche no ayudaba a distinguir nada bajo la velada tela.

El perfume llegó hasta sus fosas nasales inmediatamente. Percibió con delicadeza los suaves aromas de la fragancia. Pudo distinguir la combinación absolutamente encantadora de sus notas cítricas: mandarina y bergamota, el lujo de las flores: jazmín que florece de noche y gardenia, la equilibrada madera. Supo que la fragancia pertenecía a Alins: su consultorio se llenaba de ella todos los viernes a las siete cuarenta y cinco de la tarde. La última cita de los viernes.

Sentía deseos de arrancarse la venda, pero había dado su palabra y la mantuvo. Entonces, como si de un soplo de aire se tratase, percibió la presencia femenina a su lado, y todo su cuerpo se tensó involuntariamente. Subió su mano hasta el nudo que ataba el pañuelo detrás de su cabeza. Una voz suave se lo impidió.

—Me lo has prometido —dijo ella.

Nada podía salir bien de esa insensatez, estaba convencido, pero, a la vez, profundamente intrigado.

—Esta ha sido la única forma de llegar hasta ti.

Una mano suave se posó en los labios de Dante para callar la réplica que pugnaba por salir de su garganta. Ella continuó:

—No puedes verme, porque yo lo he decidido así; y no puedes hablar, porque me has hecho una promesa.

Dante estaba atónito ante el juego de ella. ¿Qué pretendía? ¿Qué trataba de demostrar? Abrió su boca para decirle algo, pero ella de nuevo se lo impidió con un dedo y un susurro en su oreja que a él le produjo una descarga eléctrica:

—Necesito contarte muchas cosas que en otra situación no me atrevería.

Dante dudaba, como si la vacilación lo marcara a fuego. Sin embargo, obedeció y mantuvo la boca en silencio.

—Cuando te vi la primera vez supe que contigo sí podía realizar mi sueño y para ello debo describirte paso a paso lo que tengo en mi mente y guardo en mi corazón.

Dante había comenzado a respirar con dificultad.

—Muchas veces me he imaginado sentada frente a ti a horcajadas.

Él se sintió vibrar, cuando notó que ella hacía precisamente eso: pasó sus brazos por el cuello de él y se ajustó sobre sus muslos. Estaba comenzando a asfixiarse.

—Estás muy tenso —dijo Alins y sus manos comenzaron a aflojarle la camisa. Dante trató de tragar el nudo en su garganta que iba aumentando de tamaño a medida que la olía sentada encima de sí. No poder verla le estaba costando, pero exacerbaba sus otros sentidos y su imaginación.

—No te resistas —lo apremió con dulzura. —Solo trato de que estés cómodo.

¡Por Dios! ¡Eso era imposible! Alins llevó la mano izquierda de él al brazo de la puerta, y, estupefacto, Dante sintió cómo se la anudaba con un pañuelo de seda que ella cuidadosamente había preparado. Intentó negar con la cabeza. Ella de nuevo volvió a susurrarle al oído con voz melodiosa:

—Necesito que tengas las manos atadas para lo que te tengo preparado.

Parecía que el corazón se le iba a salir del pecho. Su mano derecha parecía que iba a correr la misma suerte. Sin embargo, para sorpresa de él, Alins la ató con un pañuelo a su propia muñeca. Entonces, cada vez que ella alzaba su mano, la de Dante recorría el mismo camino.

—No debes preocuparte por el conductor, es un profesional que sabe hacer su trabajo perfectamente y este habitáculo está separado de la cabina, en donde no se escucha ni se ve nada de lo que pasa aquí.

Él estaba comenzando a sudar. Sentía el movimiento suave del vehículo que marchaba hacía un destino desconocido. —Ahora te desabrocharé la camisa.

Dante ya no pudo aguantar más:

— ¡No! —gritó casi, y su voz desesperada le arrancó una risa cantarina a ella. Alins acercó su rostro hacia el oído de Dante, rozó el lóbulo apenas con sus labios juguetones y con una cadencia melosa le susurró: —No tienes elección. —Dante no dijo nada. —La tuviste cuando te hice llegar mi mensaje, pero ahora es tarde para arrepentirse.

Dante decidió que, si ella quería jugar, jugarían.

—Te quitaría la chaqueta —dijo Alins. Él mantuvo la boca cerrada, pero la abrió con sorpresa al sentir el delicado y suave encaje deslizarse por su rostro. Ignoraba qué era, pero le resultaba muy agradable. Cuando volvió el rostro para sentirlo de nuevo, Alins lo alejó: —pero es mi deseo dejártela puesta.

—Pronto te soltaré —dijo ella.

A Dante, la expectativa lo estaba matando y, por momentos, su pene, se ponía más y más duro: iba a reventar dentro de los pantalones.

—Solo llevo puesta una camisola negra con un ribete de encaje. Eso es lo que has sentido hace un momento. Me encanta acariciarte con ella. ¿Verdad que es muy suave? Esto es lo único que viste mi piel, aunque deja mis pezones al descubierto cuando me inclino. Ahora mismo podrías verlos.

Dante notó el movimiento de ella al inclinarse sobre él. Pensó que luego le echaría en cara todo lo que lo había hecho padecer, todo lo que le había negado ver y disfrutar. Sin embargo, en ese momento, moría por seguir escuchando sus palabras sensuales y eróticas.

— ¿No me crees?

Cuando Dante sintió la lengua de Alins acariciarle la comisura de los labios, una descarga fulminante le recorrió el cuerpo. Ella seguía incitando su deseo.

— ¡Voy a besarte! —soltó Alins entre suspiros y se bebió las palabras de protesta de él cuando introdujo su lengua en la cavidad húmeda que Dante había dejado abierta para ella. Exploró con delicadeza los recovecos aterciopelados que sabían a menta y café.

Dante sufrió una descarga al sentirla recorrer el interior de su boca. Su sabor lo mareaba: el aroma íntimo que desprendía aunado con el olor a flores lo afectó como si de una droga se tratase. Como si un potente tóxico comenzara a recorrer sus venas rápidamente para marearlo y confundirlo por completo. La lengua de él salió de su asombro y comenzó una intensa actividad dentro de ella: la exploraba con suavidad, lamía con avaricia su interior. De pronto, los labios de Dante se tornaron duros, exigentes. Necesitaban alimentarse de la boca de ella, imperiosa, imaginando una rendición que ya les había sido ofrecida entre gemidos. Entre las piernas de Dante se comenzaba a generar una ansiosa incertidumbre. Alins le desabrochó la bragueta y Dante lanzó un gemido e hizo una mueca de dolor.

—Estoy tan impaciente por tocarte que quizás te he hecho daño con mi lujuria.

Dante negó con la cabeza, completamente desorientado. Cuando ella liberó el miembro que se había despertado tras el requerimiento de sus caricias, lucía grandioso. Dante volvió a gemir consciente de las pulsaciones que lo sacudían.

—Necesito sentirte dentro —dijo ella por fin y Dante creyó que se iba a morir ante lo que se avecinaba.

Alins lo fue introduciendo poco a poco en su interior al mismo tiempo que lanzaba gemidos entrecortados. La mano de Dante se alzó junto a la de Alins cuando ella trató de mesarse el pelo, y él comprendió que le había dado la oportunidad que ansiaba: poder tocarla, comprobar por sí mismo la textura de su piel. Varió el rumbo que ella pretendía, pero a Alins no le importó. Estaba tan concentrada tratando de acoplarse a él que apenas se percató de las intenciones que perseguía. Cuando Dante atrajo la cabeza de ella hacia su cuerpo, se dejó guiar de forma sumisa. Dante enredó sus dedos en el pelo sedoso de ella al mismo tiempo que seguía azotándola con su lengua hambrienta. De una sola embestida se enterró en su vientre. Se quedó quieto un segundo, como una forma de recuperarse. No se sentía dueño de la situación, pero no le importó en absoluto.

Alins gimió de forma seductora al sentir su miembro duro y pulsante dentro de ella abriéndose camino hasta su misma esencia. Ese sonido maravilloso acabó por romper las barreras de la precaución por completo. Dante ahogó un grito de placer. Ella había desatado un vendaval dentro de él que iba a terminar por arrasarlo todo. Alins dirigió su mano unida a la de Dante hacia el rostro de él, pero Dante tenía otras intenciones. Apenas sin esfuerzo fue deslizando la palma caliente por la suavidad del cuello de ella. Cuando llegó a sus senos, Alins trató de deslizaría sobre su hombro. Sin embargo, él volvió por el camino ya transitado y tocó uno de sus pechos. Debía de estar a la altura de sus ojos: no podía verlo, pero lo presentía. Alins, consciente de las intenciones de él, acercó su cuerpo todavía más, ofreciéndoselo como un regalo. Dante lamió con avidez uno de los pezones mientras seguía con las caderas quietas. Necesitaba saciarse de su sabor. Volverlos enhiestos a su reclamo. Alins no quería esperar y comenzó un vaivén acompasado que acabó por hacer que él se decidiera: le sujetó las caderas y comenzó a darle largas embestidas mientras seguía bebiéndose los jadeos de ella con su boca.

Lamentaba tener la otra mano atada. No poder tocarla como quería le estaba resultando demoledor, pero seguía moviéndose como si su vida dependiese de ello. Alins enterró la cabeza de él entre sus pechos. Levantaba sus caderas para, a continuación, volver a descender con un ritmo cadencioso y constante. Estaba a punto de explotar.

— ¡No puedo esperarte!

Él notó cómo se contraía su vagina. Parecían pulsaciones que vibraban y apretaban su miembro. Esta sensación fue su perdición: con un gemido gutural se enterró aún más y vació su esencia en el interior de Alins. Tras el potente orgasmo, ambos seguían con la respiración entrecortada. Ella seguía sosteniendo su cabeza entre sus senos, tal vez para impedir que abriese la boca. Dante se sentía incapaz de moverse, estaba exhausto. Era como si las emociones que había sentido lo sobrepasaran y lo hubieran dejado hecho un muñeco de trapo. Feliz e inmóvil.

Alins desató su muñeca que estaba unida a la mano de él con una promesa:

—Cuando lleguemos te soltaré la otra.

Dante seguía sin ver nada, sin poder decir nada y completamente agotado. Había sido el orgasmo más extraordinario de su vida. Carraspeó para aclararse la voz que no le salía.

—Es...

Ella no le permitió continuar. Con un dedo volvió a sellar sus labios.

— ¡Shh! Me lo has prometido, ¿recuerdas?

Dante estaba a un paso de romper esa promesa, pero el coche se detuvo de pronto con un suave frenazo. Percibió cómo ella se movía con movimientos ligeros. Escuchó perfectamente cuando la puerta se abrió y ella comenzó a descender del vehículo. Antes de irse, sin embargo, Alins volvió hacia él y lo besó con una intensidad que lo dejó perplejo, confuso y con una incipiente necesidad de poseerla de nuevo.

No supo cuándo le había soltado la única mano que todavía permanecía atada, pero, cuando la sintió libre, trató de aferrar la cabeza de ella para volver a besarla. Alins no se lo permitió. Con sumo cuidado cerró la puerta del coche. El aire fresco que se había introducido en el interior tras su marcha despejó la confusión que lo tenía atontado.

Dante se sintió emocionalmente devastado. Ya con las manos libres se quitó la venda que cubría sus ojos. Ella le había cerrado la bragueta, ¿cuándo? Lo ignoraba. Jamás en su vida había sentido un placer similar. La imposibilidad de ver y la promesa de no hablar habían resultado determinantes. ¿Por qué bendita razón lo había elegido a él? ¿Cómo transcurriría la próxima cita entre los dos? Dante no se animaba a hacer ninguna suposición o conjetura al respecto. Trató de bajar la ventanilla, pero estaba cerrada. También lo estaba la mampara que separaba el interior de la limousine del habitáculo del conductor. Creyó que lo más conveniente sería relajarse hasta la llegada a su destino. Necesitaba seguir evocando la salvaje entrega que había hecho de sí misma.