PRÓLOGO

París, 1990.

TENÍA LA INQUIETANTE SENSACIÓN DE QUE LA OBSERVABAN.

El cosquilleo en la nuca se había vuelto incesante durante esos días. Paseó sus ojos por la cafetería para mirar detenidamente a los clientes. El lujoso café parisino invitaba a la relajación, a charlas íntimas y cómplices. En un extremo de la larga barra, se encontraban dos hombres que reían y conversaban de forma animada. En una de las mesas del rincón, una mujer esperaba a alguien: tamborileaba con los dedos encima de la mesa de forma impaciente. Acababa de encenderse un cigarrillo que había extraído de un adminículo dorado. Los labios rojos quedaron marcados en el filtro cuando inhaló por primera vez y exhaló el humo que, suspendido encima de su cabeza, formó un círculo. El resto de las personas que había en la bulliciosa cafetería del hotel donde se hospedaba no le parecieron lo suficientemente interesantes como para seguir con su escrutinio. Volvió sus ojos al cuadernillo que tenía en las manos y siguió devorándolo con sumo placer.

Miró el reloj de su muñeca: pasaban veinte minutos de las seis de la tarde. Sus amigos, que habían decidido ir al cine, tardaban más de la cuenta, aunque la escapada en soledad para comprar recuerdos había resultado más interesante de lo que había previsto. La visita al Louvre había sido demasiado corta, pero intensísima. Solo disponía de cuatro días y ya había agotado tres, aunque los había aprovechado al máximo. Habían decidido entre todos los amigos dejar para el último día lo mejor: la visita a la Torre Eiffel.

Volvió a alzar su vista de las hojas bellamente ilustradas del cuadernillo que había adquirido en Montmartre a un precio demasiado elevado, pero que valía la pena por su valor y significado. Los dibujos de los edificios resultaban impactantes por el efecto de realidad que el pintor había logrado imprimirles: elegantes plazas, tiendas repletas de recuerdos con fotografías en blanco y negro, y las interminables escaleras que se podían encontrar en el barrio parisino.

La hermosa pintura de la espectacular basílica del Sacre Coeur le había robado el aliento en el mismo momento que la vio. La iglesia estaba situada en una colina en la zona norte de la ciudad y había sido la primera visita obligatoria de esas mini vacaciones. Tanto ella como dos de sus amigas iban a cursar la carrera de Bellas Artes; así que la visita al famoso templo en París había sido de obligatoria asistencia.

Alins volvió a mirar en derredor suyo esperando encontrar los ojos insidiosos que perturbaban su tranquilidad. El barman seguía preparando cócteles que el camarero repartía entre las diversas mesas con aire de fingida concentración. Ella volvió a alzar la mano: con un gesto quería indicarle que le trajera la cuenta. Tenía la cartera con el dinero apoyada en el piso y palpó debajo de la mesa para pagar la adición. De repente, se dio cuenta de que le faltaba un zapato. ¡Maldita costumbre tenía de descalzarse sin que importara el lugar donde estuviese! Tanteó con el pie desnudo más allá, cerca de la silla vacía que tenía enfrente para localizarlo. Se hubiese muerto si alguien se percataba de su torpeza y se notaba que estaba metiendo la cabeza por debajo de la mesa para tratar de verlo.

Dejó el cuadernillo y bajó la mano hasta el suelo, pero, por más que tanteaba, no lograba encontrarlo. El camarero, con más rapidez que amabilidad, le dejó la cuenta sobre la mesa. Alins pagó.

Cruzó una pierna sobre la otra en un suave balanceo: el blanco mantel ocultaba sus piernas a la perfección. Nadie podía advertir que había perdido uno de sus zapatos. Cuando se aseguró de que en la sala ninguna persona le prestaba la más mínima atención, bajó la cabeza con la suficiente rapidez para buscarlo, pero no lo vio por ningún sitio. Estaba contrariada: debía de haberlo empujado sin querer por debajo de la silla en la que estaba sentada; por lo que, para tomarlo, tendría que levantarse.

— ¿Busca esto? —La voz profunda le hizo alzar la cabeza de golpe. Tenía su zapato a la altura de los ojos. Una mano morena y fuerte se lo tendía. ¿Cómo había ido a parar el diabólico calzado a las manos de un extraño? Alins no le dedicó ni una mirada de curiosidad.

— ¡Gracias! Se me ha debido de caer sin darme cuenta y lo he debido de empujar por debajo de la silla mientras leía. —La explicación había sonado estúpida y lo sabía, pero el timbre de voz del extraño la había inquietado más de lo que quería admitir.

— ¿Me permite invitarle un café? —Ella negó rápidamente con la cabeza. No solía aceptar invitaciones de desconocidos, aunque hablasen en su idioma. Menos aún, si le hablaban en su idioma en una ciudad extranjera. Tal vez, a ese hombre pertenecieran los ojos insidiosos que la perseguían. Sin dudas, no solo sus ojos, sino también sus oídos. Dio un ligero vistazo al hombre moreno y le ofreció un saludo leve:

—Gracias por su amabilidad, pero tengo que irme. —Alins se colocó el zapato y, sin mirar al extraño ni una vez, salió apresuradamente del café en busca de sus amigos.

El hombre observó, perplejo, la huida cobarde de la muchacha. Desde que había entrado en el café, no había podido quitarle la vista de encima. Se había sentido poderosamente atraído por la mujer de ojos color coñac. No debía de tener más de veinte años, pero sus ojos inteligentes y su gesto amable, aunque desconfiado, lo habían atrapado por completo. La había visto contemplar los bellos dibujos de París con la candidez de una niña pequeña demasiado absorta y feliz. Intuyó, por la forma crítica en que los miraba, que debía de ser una estudiante de Bellas Artes. Lástima que la muchacha se mostrase tan desconfiada: él solo pretendía invitarle un café y lograr que el tiempo que le restaba hasta la conferencia fuese más ameno. Sin embargo, ella no le había obsequiado ni una palabra amistosa: acababa de recibir un golpe a su vanidad.

Alins estaba achispada luego de un almuerzo de comida rústica francesa y buenos vinos. No entendía del todo la explicación que le estaba ofreciendo el recepcionista. ¿Por qué de los cinco amigos era ella la única que iba a tener una suite doble para ella sola?

— ¿Ha entendido, mademoiselle? —Alins asintió con la cabeza, aunque no había comprendido prácticamente nada. La interminable degustación de tintos terminaba por pasarle factura.

—Dado que ha sido un error nuestro, la hemos cambiado a la planta séptima sin costo adicional para usted.

Ahora debía alojarse cinco plantas más arriba que sus amigos. La visita imprevista de un actor famoso que había alquilado completamente la planta tercera la despachaba a ella a las esferas superiores. El recepcionista siguió informándole.

—Hemos cambiado sus pertenencias a la suite número setecientos quince.

"Un bonito número", pensó ella. Afortunadamente, no eran escalones a subir.

— ¡Qué suerte tienes! —La voz chillona de Miguel le hizo dar un respingo.

—No seas vulgar —le recriminó Elena.

—Tu última noche en París y duermes en una de las suites del Ritz, las más caras de la ciudad, mientras nosotros debemos contentarnos con las habitaciones comunes. —Marta le dio un codazo cariñoso.

—No es mi culpa que reservases todas las habitaciones menos la mía en la segunda planta —se quejó Alins, pero la crítica no le hizo mella a Elena que había sido la encargada de efectuar la tarea.

La miró y le replicó con humor: —Pero no hay mal que por bien no venga. Has estado tres días sola y, esta noche, la mejor, la última, la vas a pasar como una verdadera estrella, arriba, en el firmamento.

El recepcionista miraba el alborotado grupo de amigos con algo de resignación.

— ¡Vamos ya! Tenemos un paseo hasta el Moulin Rouge y no quiero que lleguemos tarde. —La exclamación de Andrés les hizo volver la cabeza a los cuatro.

— ¿Desea llevarse la tarjeta de su habitación? —le dijo el conserje mientras blandía una de esas tarjetas que hacen las veces de llave en los hoteles modernos.

Alins negó con la cabeza.

—Prefiero que quede aquí: no quiero perderla.

El recepcionista le hizo un amago de sonrisa.

Salieron presurosos de la recepción y encauzaron sus pasos hacía el popular club parisino. Los esperaba una noche maravillosa.

No podía meter la tarjeta en la cerradura. La cabeza seguía dándole vueltas por la cantidad de alcohol que había ingerido viendo el espectáculo del Moulin Rouge. Estaba deseando meterse en la cama y esperar paciente al día siguiente, aunque sabía que la resaca iba a ser monumental: un merecido castigo por sus excesos. La tarjeta entró al fin y tanteó la pared para encender la luz. ¿Es que habían cambiado las luces de lugar? Luego de vanos minutos de intentar dar con el interruptor, desistió. Se quedó parada en el oscuro y pequeño pasillo vestidor apoyada en la pared. Si lograba llegar a la cama antes de caer al suelo inconsciente, sería un milagro. Se fue quitando la ropa con movimientos torpes y lentos. No le importó en absoluto que quedase tirada en la alfombra. Tenía un solo propósito en ese momento: llegar a la cama como fuese. Estaba en ropa interior. Se quitó el brassiere pero se dejó la parte de abajo del conjunto de encaje que solía llevar. Se sentó en el colchón y abrió las sábanas. Una vez que se hubo introducido en el suave y fresco lecho, cerró los ojos a las sensaciones desagradables de su estómago poco habituado al alcohol. Trató de pensar en el sensual espectáculo del que había disfrutado y lamentó que su última noche en París no hubiese sido como ella había imaginado: cortejada por un apuesto y atractivo francés ducho en las artes amatorias. Ahora, lo único que se iba a llevar de recuerdo era la resaca. Cerró los ojos, consciente de que le iba a resultar muy difícil conciliar el sueño.

Sintió una mano en su pecho que la despertaba a una llamada primitiva. Su pezón se tensó ávido por más: los firmes labios que la recorrían se iban deslizando por la base de su garganta en repetidos besos que le producían miles de cosquillas en todo su cuerpo, sensible y despierto a la lascivia. La mano insolente seguía el recorrido de su piel hasta el vértice entre sus muslos, que se abrieron a la exploración sin una queja. Un gemido salió de la garganta de Alins que se abandonó a las sensaciones que el sueño le estaba produciendo.

Arqueó la espalda cuando un dedo grueso y suave se introdujo dentro suyo produciéndole una convulsión inesperada. La boca, con el sabor más embriagador que había probado en su vida, la reclamó con una necesidad aplastante, urgente, posesiva.

La lengua fue trazando un círculo con la suya en una caricia que la desarmó. Le habían dado muchos besos, pero ninguno tan profundo y largo como el que le estaba dando su amante en el sueño. Un sueño muy placentero, erótico. Casi parecía real, y ella deseaba disfrutarlo por completo.

Levantó sus manos y las guió hacia la cabeza de él. Enredó sus dedos largos en la espesa melena y lo atrajo aún más a su boca. Anhelaba fundirse con él, que sus cuerpos fuesen uno. Él se posicionó sobre ella y se introdujo con cauta exactitud en su interior. Alins arqueó la garganta para ahogar el gemido estrangulado que se había gestado en su vientre al verse colmada por entero. Los suaves movimientos en zigzag la fueron llevando a un punto donde no había forma de volver sin una explosión de los sentidos, pero no le importó. Quería su noche de amor en París y, aunque fuese en sueños, ¡por Dios que la iba a tener! Dejó que el placer fuese tomando por asalto cada rincón, cada punto nervioso dentro de su mente para acumularse y estallar poco después como un volcán. Su amante aceleró el ritmo para, a continuación, volver a disminuirlo. Alins se mordió el interior del labio para no gritar de placer. La boca de él reclamó la suya cuando el orgasmo hizo su presencia, y los azotó como un vendaval inesperado.

Sentía la garganta llena de alfileres. El martilleo incesante de la cabeza le producía unas terribles náuseas que apenas podía reprimir. Sentía el estómago tan revuelto que la acidez subía sin mostrar piedad alguna. Nunca volvería a mirar el champán con tanta complacencia! pero, como la anterior había sido la última noche en París, había optado por aprovechar hasta el último minuto. El espectáculo del Moulin Rouge había resultado soberbio. Incitante, erótico: circunstancias que la habían inducido a tener un sueño sensual que la avergonzaba despierta, pero que había sido glorioso y había culminado en un fantástico orgasmo del que aún sentía los estertores.

Debía levantarse y hacer la maleta. El vuelo salía a la una de la tarde y por nada del mundo quería llegar con retraso. Aún tenía que comprar en el aeropuerto algunos recuerdos que no había podido encontrar por falta de tiempo. Al volverse para reincorporarse, su mano rozo un cuerpo duro y caliente. Contuvo la respiración. A pesar de la oscuridad de la habitación, distinguió con claridad la enorme silueta recostada en la cama junto a ella. Por un momento, la abandonó la lucidez y la golpeó el desconcierto: todos los recuerdos de la noche pasada la espolearon sin compasión. Sintió un escalofrío violento ante la evidencia que aparecía ante su rostro: su sueño había sido real.

Intentó, con un esfuerzo sobrehumano, armar el rompecabezas de los hechos de la noche anterior. La resaca, de todos modos, le jugaba una mala pasada. ¡No podía ser posible! ¿Qué había hecho? El cuerpo que estaba junto a ella se movió y Alins contuvo la respiración a duras penas.

La escasa luz de la habitación no le permitía ver la cara de su desconocido amante, solo atisbo a ver su melena oscura y espesa. Por su estatura, debía de ser un hombre muy grande y fuerte. El se movió inquieto, pero siguió profundamente dormido. Alins cerró los ojos consumida por la vergüenza: no podía mirar a la cara al desconocido que había dormido junto a ella, que la había poseído y que le había dado un placer que nunca había sentido antes.

Tras varios minutos que le parecieron siglos, se levantó con todo el cuidado que pudo. Sin mover el enorme colchón de plumas, fue recogiendo sus prendas caídas en el suelo una a una y se las puso a toda velocidad. Sin volver la cabeza, abrió la puerta que daba al largo pasillo. Salió y cerró la puerta con cuidado tras de sí. Miró el número de la habitación: ¡la setecientos cinco! Algo que subió desde su estómago se asentó en el comienzo de su garganta. Le habían dado una llave equivocada. Detuvo sus pasos cuando llegó al ascensor. Tomó una decisión de inmediato. Giró por las escaleras y bajó los peldaños con una plegaria en los labios.

¿Debía poner en conocimiento del hotel que le habían dado una tarjeta equivocada? Hacerlo significaría revelar que había dormido con otro huésped, y quería ahorrarse la vergüenza de tener que dar explicaciones a sus amigos. Sopesó con meditada calma que lo mejor era mantener la boca cerrada. Lo que había sucedido entre esas cuatro paredes, debía quedar escondido en un rincón de su memoria. Pero... ¿cómo iba a olvidar la desinhibición alocada de esa escapada a París? Ahogó una maldición: ella había bromeado durante esos cuatro días sobre lo mucho que le habría gustado tener una noche ilícita en la ciudad del amor y, muy a su pesar, la había tenido. Confirmó otra vez que no había sido un sueño: recordaba perfectamente las fuertes manos sobre su piel, trazando en suave pasada los recovecos más escondidos de su cuerpo. Pudo casi oler el aroma de su amante y el sabor a menta de su boca que recibía con cada beso. Besos que ella había devuelto ansiosa y ávida. La vergüenza se apoderó de ella. Estaba feliz por su audacia y asustada de sí misma, de su propia desinhibición.

Alins se recostó contra la pared intentando recobrar el aliento. De nuevo, inspiró para tratar de organizar sus pensamientos y lo que debía hacer a continuación. Dio un paso, después otro y cerró los ojos ante la locura que la había poseído durante esas breves horas que preceden al inicio de un nuevo día.

Cuando llegó al mostrador de recepción, el color de su cara se había tornado carmesí por las imágenes vividas y reales que acudían a su mente. Aunque era incapaz de ponerle un rostro a la persona que había despertado en ella tanto deseo, era completamente capaz de enumerar cada detalle de esa entrega furiosa y apasionada que la había hecho sentir más mujer que nunca.

Tocó la campanilla con impaciencia.

—Soy la huésped de la habitación setecientos quince. Necesito mi llave.

El conserje, un hombre de mediana edad, la miró con indiferencia. Se volvió hacia el casillero y le dio la tarjeta solicitada. Alins le agradeció e hizo un amago de volverse, pero lo pensó mejor:

— ¡Disculpe!

El recepcionista alzó la vista de un sobre que tenía en las manos.

— ¿Podría decirme el nombre del huésped de la habitación número setecientos cinco?

El empleado negó con su cabeza:

—Es información confidencial. No nos está permitido revelar detalles personales sobre nuestros pasajeros.

Ella asintió sin sentirse conforme con la explicación.

—Necesito contactarlo. ¿Puedo dejarle una nota?

El conserje arrancó una hoja en blanco de una libreta que guardaba bajo el mostrador y le ofreció un bolígrafo con el nombre del hotel impreso en un lateral. Alins garabateó unas líneas que se abstuvo de firmar. Dobló la hoja en dos mitades y se la dio al señor que seguía teniendo la misma expresión. El recepcionista metió la hoja en un sobre inmaculadamente blanco con el logotipo del hotel. Consiguió con disimulo otear de forma breve lo que escribió en el sobre: "Monsieur Emanuele". Se volvió con rapidez. Un nombre desconocido que no le decía nada, salvo que se trataba de algún italiano patriota —Vittorio Emanuele era el padre de la patria en Italia , —al que nunca volvería a ver y que quedaría enterrado en la profundidad de su memoria, así como el paradero de sus sandalias que, en el apuro por vestirse, no se había puesto.