CAPÍTULO 12
¿QUE TENÍA LA VENTANA QUE LA ATRAÍA TANTO CUANDO LO esperaba en la consulta? Dante la analizó con ojo crítico, pero no vio nada fuera de lo común salvo el brillante colorido del paseo y sus anónimos viandantes. Podía estar horas mirando el vacío sin sentir nada. Tal vez, esa fuese la razón por la que ella se sentía atraída o, tal vez, el verde de las palmeras que se movían oscilantes ante la suave brisa de febrero. Miró el reloj de pared que volvía a marcar las siete cuarenta y cinco. La última cita de la tarde seguía vacía. Le había prometido ir ese viernes, pero lo había llamado para cancelar. Un mensaje escueto en la cinta del aparato que él detestaba, pero que le resultaba imprescindible para tomar los recados de sus pacientes. Sabía que no iba a poder llenar esa hora con otra persona que no fuese Alins. Dante sabía que jamás podría sustituir sus charlas de viernes por la tarde. La sensación de pérdida lo llenaba de inquietud, de ansiedad y de un malestar infinito. Ella se había excusado con un viaje repentino a Londres para supervisar una colección de pinturas. Lo había tuteado, porque no había vuelto a la consulta y posponía la cita una semana. La cita y la ansiedad de Dante. Sin embargo, él iba a estar fuera de la ciudad. Llamó a su casa y habló con París. Le dejó el mensaje. La cita debía posponerse dos semanas: una semana por cada viaje. Tenía que verla de nuevo, tratar de explicarle, pero temía conocer su reacción cuando él le contara. Él no había sido consciente de que lo confundía con otro. Maldijo a su hermano Yago de nuevo por el embrollo. Había terminado por enredarlo todo. ¿Cómo se le había ocurrido decirle que vivía en la casa de él? ¿En qué estaría pensando para actuar de forma tan ligera? Su ordenada y apacible vida se estaba desmoronando. Desde la aparición de Isobel, su futuro había quedado marcado por la traición. Sin embargo, justo cuando su corazón comenzaba de nuevo a latir, su hermano se encargaba de derrumbar las débiles esperanzas que tenía alzadas como un castillo de naipes. Un castillo tan frágil que, al más ligero soplo, se derrumbó y sus cartas quedaron esparcidas en el suelo de la indiferencia.
—Sabía que te encontraría aquí solo, como siempre.
Dante se volvió rápido a la voz de su hermano menor.
—Creí que me habías devuelto las llaves que tenías de mi consulta.
—Tengo siempre una copia más. Ya me conoces. Y no armes una rabieta como un niño pequeño —Dante cruzó las manos a la espalda y lo miró con severidad.
—Tienes vedada la entrada a mi casa y a mi consultorio, creo que lo dejé claro en tu última visita no hace mucho —contestó a Yago. Si su hermano pretendía amedrentarlo, se equivocaba. Yago ocupó la silla que normalmente utilizaba Alins y cruzó una pierna sobre la otra.
—Se ha acostado con otro, ¿puedes creerlo?
A Dante le temblaron las rodillas ante la afirmación inesperada. Miró a su hermano con reserva.
—Ella no es para ti, Yago.
El aludido lo miró con algo parecido a la decepción, pero le sostuvo la mirada con altiva arrogancia.
— ¿Qué te apuestas?
Dante no quería más desafíos. Yago continuó con su relato:
—Solo he tenido que descifrar la x y he obtenido la respuesta a la ecuación.
Dante seguía en un cauteloso silencio. Su hermano no lo dejo intervenir:
—Pero admito mi parte de culpa en el resultado. No te creía capaz de actuar en el lugar de otro.
—No tendrías que haberle dado la dirección de mi casa.
—Creí que tú representabas menos peligro que papá; qué ignorante que fui.
Dante avanzó los pasos que lo separaban de Yago y se apoyó en la esquina de su escritorio. Se inclinó hacia su hermano y preguntó:
— ¿Te ha dicho lo mal que se sentía después de lo sucedido? ¿Que piensa que eras tú el que estaba con ella? ¿Que siente que la despreciaste? —quiso saber.
—Sí.
— ¿Y entonces? —Había alarma en su voz.
—Me he disculpado de todas las formas que conozco por haberme tomado a la ligera el asunto y no haberle dado la importancia que merecía. Le he asegurado que su iniciativa me sobrecogió, que me dejó mudo —agregó con ironía, —pero que me encanta que sea ella la que decida nuestros encuentros. Además, le he prometido que pienso compensarla de todas las maneras posibles.
Dante tragó saliva violentamente para soltar después una maldición.
— ¡Ni hablar! —gritó iracundo, lleno de irracionalidad.
—Me ama —se defendió Yago. Dante abrió los ojos ante la afirmación de su hermano y no pudo ocultar un destello de duda que Yago aprovechó a la perfección. —Te crees tan importante, hermano, que pensaste que ella te amaba a ti. —Hizo una pausa y frenó con un gesto un intento de Dante de refutar sus palabras. —Estaba convencida de que se entregaba a mí —concluyó y ese era el argumento que sostenía su posición.
Dante inspiró profundamente intentado controlar su furia. Las palabras de su hermano lo habían golpeado duramente. Ese detalle, que le roía las entrañas, lo había ocultado en el rincón más oscuro de su mente, y ahora venía su hermano a recordarle la brutal realidad. Se había entregado a él, sí, pero ella creía que era su hermano. Era un golpe directo a su ego. Algo que lo devastaba. Decidió intervenir:
—Yo se lo explicaré todo.
— ¡Te lo prohíbo terminantemente! Vas a mantenerte alejado de ella o no respondo de las consecuencias. —La amenaza de Yago quedó flotando en el aire.
Dante se mesó el pelo intentado encontrarle algún sentido a la situación caótica que se había creado.
—Ella me ama, Dante. ¡Acéptalo!
Yago contempló la forma en la que su hermano se debatía. Siguió. Quería contarle todo lo feliz que podía ser con Alins:
—Si vieras con qué candor nos mira a su hija y a mí cuando tocamos juntos el piano.
Las palabras de Yago produjeron en Dante el efecto contrario al que pretendía él. Lo llenaron de frustración y no parecía sencillo que cambiara de idea. Yago quería conmoverlo y causarle envidia a la vez.
—Tiene una risa fácil y un genio animado para todo. Participa en todo lo que propongo con un entusiasmo que me deja atónito.
Dante palidecía a medida que lo escuchaba, y su orgullo seguía empequeñeciéndose más y más.
—No pienso parar hasta conseguir que se case conmigo.
Dante despertó del atontamiento en el que estaba sumido y soltó una carcajada que tomó por sorpresa a Yago.
— ¿Y cuando descubra el engaño? ¿Qué harás? —le preguntó, hiriente.
—Cuando llegue ese momento estará lo suficientemente enamorada de mí para que no le importe ese nimio detalle.
Dante observó su vacilación y se alegró.
— ¿Y cuando le hagas el amor?
Yago no soportó la provocación. De un salto, se levantó y le estrello el puño en la mandíbula. Tal vez, eso era ir demasiado lejos, pensaría después, pero tenía que ser creíble en su papel. Dante no esperaba el golpe y casi estuvo a punto de caer al suelo.
—Eso por creerte más que yo. Y por hacerme cornudo.
Dante se limpió la comisura de la boca por la que se deslizaba un hilillo de sangre y, sin previo aviso, le espetó con pedantería:
— ¡Necio! Para hacerte cornudo debía haber sido tuya.
Yago lo miró furioso, pero no le replicó para no darle importancia. Se arregló la solapa de la chaqueta y miró a su hermano fríamente cuando se levantó para irse.
—Considera esto un aviso, Dante: mantente alejado de ella.
Yago no esperó una respuesta, abandonó la estancia tan rápido como había llegado.
Su padre se encontraba sentado en el sofá de su casa. Dante lanzó una maldición entre dientes que no escapó a los oídos de Ricardo. No le importaba. Estaba cansado de que tanto su consultorio como su casa se parecieran al vestíbulo de un hotel. Todo el mundo entraba y salía a voluntad.
— ¿Cómo has entrado aquí?
Su padre no dejó que lo intimidara con su tono.
—Yago me ha dejado sus llaves.
Lo tenía que haber imaginado.
— ¡No tengo nada que decirte!
Su padre siguió mirándolo cáustico.
—Pero tú vas a escucharme, hijo mío. Y de qué manera.
— ¡No tengo necesidad de tus sermones!
Ricardo mantuvo el rostro inalterable ante la réplica.
—Te has colocado con respecto a tu hermano en la misma posición que me coloqué yo con respecto a ti.
Dante evaluó si sentarse o mantenerse de pie. Finalmente ganó el sentido común y se sentó. Estaba cansado.
— ¿Vas a blandir tus palabras como una espada afilada para que yo entre en razón? —preguntó Dante. Ricardo negó con la cabeza, y su hijo alzó las cejas con cierta sorpresa.
—Nada más lejos de mi intención.
Dante se recostó en el sillón un poco más tranquilo: había pensado que tendría que llevar adelante el segundo altercado del día.
—Por primera vez tu hermano está realmente enamorado.
Dante bufó con hastío. Luego agregó:
—Parece increíble que digas algo así. Mi hermano se ha creído enamorado desde que cumplió los doce años. Se miró al espejo tantas veces que se enamoró. Solo lamentó siempre no tener tetas.
Ricardo se sonrió, pero no quiso que su hijo pensara que había ido hasta allí para hacer bromas.
—Esta vez va en serio —aclaró.
—Dejemos que la dama elija —propuso Dante.
—Ella ya eligió, y me sorprende que te lo niegues a ti mismo.
Dante quiso protegerse el pecho, pero había llegado demasiado tarde. Su padre le había lanzado una estocada que había penetrado hasta el hueso.
—Sabes que lo correcto sería mantenerte al margen y dejarle a Yago el paso libre.
Dante cerró los ojos un momento antes de poder contestar con aplomo.
—Mi hermano le mintió.
Ricardo abrió los ojos con sorpresa.
— ¿Y qué has hecho tú?
"Directo al corazón", pensó Dante. Luego dijo:
—Esta situación la coloca en una posición vulnerable. Yo no puedo desaparecer. Es más, no pretendo hacerlo. Tarde o temprano descubrirá que mi hermanito la engañó con premeditación y alevosía.
—Todo se puede reducir a un pequeño malentendido.
Dante alzó las cejas con curiosidad.
—Lo mejor sería que tú, Yago y la mujer se encuentren. Te diría que, incluso, casualmente. Y tú no deberás abrir la boca. Ya. Déjala que se quede con Yago. Él la ama.
Dante comenzó a negar con su cabeza: ¡ni loco iba a representar una farsa! No de ese tamaño. Estaba enojado porque su hermano le había enviado a un emisario para convencerlo y así lo hizo notar:
—Así solo conseguiréis aumentar la pelota de engaños y yo no pienso prestarme a ello. Además, papá, Yago ya está grande como para tener que enviar embajadores que hablen por él.
Ricardo lo miró confuso y descolocado. Obvió lo que decía de Yago y se centró en lo que, para él, era el problema principal:
— ¿De verdad vas a pasar por encima de tu hermano como una apisonadora sin tener en cuenta sus sentimientos?
— ¡Padre! ¡El sedujo a una de mis pacientes! ¡Buscó en mis archivos y leyó sus intimidades para seducirla! ¡Solo le ha ofrecido mentiras! —Dante no pudo contenerse. Tenía que decir lo que pensaba.
—Hice muy mal —siguió Ricardo impertérrito—en pasar por alto la ira que Isobel se encargó de sembrar en tu corazón. Ahora tú quieres cobrársela a Yago, cuando, en todo caso, deberías cobrarme algo a mí.
Dante siguió callado.
—Isobel no es mala. Solo que no podía alcanzar tus expectativas. Le pones metas muy altas a todo el mundo.
Dante irguió la espalda para prepararse para el ataque.
— ¿Y qué me dices de tus expectativas? ¿No las has puesto en mí? ¿Acaso no me reprochas aún que no siga en la clínica, que tenga mi propia práctica?
Ricardo se quedó momentáneamente perturbado. Algo de razón había en las palabras de su hijo.
—Perdí a tu madre demasiado pronto y durante mucho tiempo luché para sacaros adelante. Solo quería lo mejor para vosotros.
Dante encogió los hombros ante los recuerdos. La ausencia de su padre en todos los eventos escolares, los constantes viajes que lo mantenían lejos durante semanas o la indiferencia total ante los pasos que daba cada uno para alcanzar la madurez no se podían olvidar. Por lo menos, él no.
—Un niño necesita a su padre cerca: su consuelo ante las caídas, su ánimo ante los retos. —La voz de Dante había sonado amarga.
—Os he dado una buena educación.
—Eso es innegable. Pero no ha sido suficiente. Como tampoco es suficiente tu soledad para disculpar tu relación con Isobel.
—Volvamos a tu hermano. Deja que él lo resuelva a su modo.
Dante no dijo nada.
—También el silencio es una opinión a veces. —Ricardo siguió mirándolo intentado ver en su rostro la aceptación.
—He de asistir a un Congreso en Munich que me llevará una semana. Tiene ese plazo para resolverlo.
Ricardo asintió con la cabeza.