CAPÍTULO 32
¡NO ENCONTRABA A BEATRIZ POR NINGÚN LADO! LAHABÍA BUSCADO durante horas infructuosamente. Ninguno de sus amigos sabía de ella. Cada segundo de angustia se lo había ganado, pero, aun así, se le rebelaba el alma por la injusticia.
La muchacha no había vuelto a las clases de informática ni se encontraba en el Conservatorio. La desesperación estaba comenzando a minar las escasas fuerzas que aún tenía. Por un breve instante, el nombre de Yago cruzó por su mente. ¿Cuánto habría escuchado su hija? ¿Estaría todo realmente perdido? ¿Podría alcanzarla en su bondad alguna vez? Llamó de inmediato al teléfono móvil de Sibila por sí a ella se le ocurría algún lugar donde pudiese estar su hija. Sibila le sugirió con voz pausada que quizás habría ido al encuentro de él y el único lugar posible era la casa de Ricardo en Altea Hills. ¿Cómo no se le había ocurrido? Si la estupidez alcanzase las copas de los árboles, ella llegaría hasta lo más alto del bosque con el primer premio. Pisó el acelerador de su Renault y enfiló la sinuosa carretera: llegar hasta ella era lo único que importaba en ese instante.
La magnífica mansión estaba iluminada. Dejó el coche entre la verja de entrada y la fuente redonda. Detuvo el vehículo con un chirrido de ruedas y corrió hasta la casa con impaciencia mal disimulada. Subió los escalones que la separaban de la puerta de entrada y llamó con insistencia. Alguien del servicio le abrió la puerta con la misma cara seria y un saludo sobrio. A ella no le importó. Se dirigió con rapidez a la sala donde oía risas y conversaciones.
— ¡Ricardo!
Su suegro volvió la vista hasta ella con la sorpresa dibujada en el rostro: en la sala estaban reunidos Uriel, el abuelo y Yago que se encontraba con el hombro apoyado en la enorme chimenea, con aire desenfadado.
— ¡No encuentro a Beatriz! Pensé que podría estar aquí —dijo exaltada.
Lo que Alins decía hizo que Ricardo se incorporase de golpe y la mirara con seriedad.
— ¿Cómo que no encuentras a Beatriz?
Alins tragó a fuerza de voluntad. Ricardo estaba perplejo. Ella intentó dar una explicación en su nerviosismo atropellado.
—Hemos tenido una discusión y, desde este mediodía, no sé nada de ella.
La voz se le quebró durante un segundo, se sentía incapaz de calmar su corazón desbocado.
— ¡Hay que llamar a la policía!
Alins no había pensado en la posibilidad de que a su hija le hubiese ocurrido algo.
— ¡Dios mío! ¡Ayúdame! —le pidió a Yago.
—Estará con alguno de sus amigos —dijo para calmarla. Alins escuchó las palabras de Yago y negó con su cabeza.
—Los he llamado a todos incluso al Conservatorio, la Academia. ¡Voy a volverme loca! ¡No sé qué hacer!
— ¡Hay que llamar a la Policía de inmediato! ¡Cada segundo que perdemos cuenta! —ordenó Fabio, el abuelo.
—Te acompañaré —dijo Yago.
— ¡No será necesario! —La voz de Dante le hizo volver la cabeza. Su hija se encontraba en el umbral de la puerta tomada de la mano de él. Alins no sabía si respirar con alivio o derrumbarse en el suelo ante la mirada fría que observó en su marido que no perdía detalle de la mano de Yago en el brazo de ella ni de su postura protectora.
Beatriz, sin mirar a su madre, hizo algo completamente inesperado, se soltó de la mano de Dante y enfiló los pasos que la separaban de Yago. Alins seguía clavada en el suelo y con la garganta cosida viendo el desastre cernirse encima de su cabeza para estallar con una explosión sorda: ¡sabía lo que iba a ocurrir! Pero estaba clavada al suelo y sin habla. El rostro de Beatriz, excesivamente serio, seguía con los ojos fijos sin perder su objetivo y con una mueca de desprecio en la boca. Yago amplió la sonrisa a medida que la veía acercarse hacia él. Ya estaba prácticamente a su lado. Beatriz tragó saliva y, acto seguido, lo abofeteó con fuerza. El silencio cayó como plomo entre los presentes.
— ¡Hijo de puta!
Alins se llevó la mano a la garganta en un intento de que el aire pasase por ella.
— ¡Nunca te perdonaré! ¡Jamás! —gritó Beatriz, y Yago siguió mirándola completamente estupefacto.
— ¿Vienes mamá?
Alins no podía moverse. Tenía la vista fija en el rostro de Yago sin decidirse a nada.
— ¿Qué demonios significa esto?
Yago explotó a destiempo, sujetó el brazo de Beatriz antes de que se diese la vuelta. La muchacha lo miró con un odio negro.
— ¿Cómo pudiste desentenderte de todo? ¿No tenías honor? Mi madre ha cargado con todo el peso y eso no es justo.
Si concediesen un premio al desconcierto, Yago habría sido el finalista indiscutible.
—Me has hecho mucho daño con tu actuación; ni te imaginas lo que siento por ti —siguió Beatriz implacable.
— ¿Actuación? ¿Qué actuación? —La pregunta dicha en voz baja le puso a Alins los pelos de punta.
Dante parecía expectante.
—La chica parisina —dijo Beatriz para aclarar de una vez. Yago seguía sin comprender. —Hace quince años. —Le recordó ella con acritud. —Hotel Ritz en París, habitación setecientos cinco. ¿Tan poco te importó que ya no recuerdas tu participación en mi concepción?
El rostro de Dante había palidecido hasta un punto alarmante. Alins seguía en la misma postura quieta y silenciosa. Yago abrió los ojos espantado. El jadeo involuntario de Ricardo quebró el silencio de la sala. Beatriz siguió mirando a Yago con ira y frustración: la rabia le salía a borbotones por la boca.
—Un hombre que se acuesta con una mujer sin protegerla para luego desentenderse, no tiene decencia. Nunca fuiste ni serás mi padre —le escupió las palabras una a una con veneno.
— ¡Dios bendito! —exclamó Ricardo.
Beatriz volvió su rostro.
—Así que, después de todo, sí puedo llamarlo abuelo. —Las palabras de Beatriz dirigidas a Ricardo hicieron que las piernas de Alins temblaran violentamente. Dante la miraba con ojos desolados y confundidos. Yago se mesaba el pelo con nerviosismo y perplejidad.
— ¡Dios bendito! —Volvió a exclamar Ricardo, y sus palabras los zarandearon a todos. Beatriz tomó la mano de su madre y la instó a que la siguiese.
—La tía Sibila me ha contado todo.
Alins seguía con la boca cerrada. Cuando vio que Dante avanzaba con paso firme hacia ella, perdió el último resquicio de valor que le quedaba. Había sido consciente de todas y cada una de las emociones que habían cruzado en el rostro de él tras la declaración de Beatriz: asombro, dolor, cólera y, por último, una profunda decepción. Ante el temible enfrentamiento que sabía le esperaba con él, hizo lo más imprudente y desacertado: huyó como una cobarde con la mano de su hija aferrada en la suya. Ninguno de los hombres en la sala hizo amago de detenerlas.
— ¡Explícate, Yago! ¿Qué significa todo este enredo? —Las palabras de Ricardo lo devolvieron a la realidad de un golpe.
Yago había recuperado el color y el habla.
—No tengo nada que explicar.
Dante avanzaba hacia él con la amargura saliendo por sus ojos. Yago lo miraba detenidamente, sin pestañear.
— ¿Por qué esa niña te ha llamado "padre"? —dijo Fabio completamente desconcertado. Miraba a sus dos nietos sin entender la animosidad que se demostraban.
—Porque ella cree, indudablemente, que soy su padre —aseguró Yago con una sonrisa llena de prepotencia y arrogancia a la vez.
—Eres un patán. Todo te resulta cómico —intervino Dante colérico.
Yago rompió en carcajadas que les hizo enarcar las cejas a todos.
— ¡Qué hija más guapa tengo! ¡Qué regalo más inesperado! —Siguió riendo con desparpajo. Dante lo miró intentando controlar la ira que bullía en su interior y Yago le devolvió el gesto con mirada perentoria sin abandonar la sonrisa.
— ¿Cómo saldrás de esta, Dante? Me muero de ganas por saberlo.
El aludido siguió mirándolo con severidad. Yago comenzó a frotarse las manos al mismo tiempo que comenzaba a salir de la sala sin abandonar las carcajadas.
— ¿Quién lo iba a decir? —siguió con burla para que todos lo oyeran. —Tiene el mismo mal genio del abuelo, pero estoy absolutamente encantado; no todos los días descubre uno que tiene una hija y tan hermosa.
—Dante, ¿qué pasa? ¿Por qué se comporta Yago así? —Ricardo seguía tan desconcertado como antes.
Alins no encontraba consuelo. Beatriz se había negado en redondo a conversar con ella, le había pedido un tiempo que no tenía y había cerrado la puerta de su habitación a cal y canto. Todo se había precipitado cuesta abajo y sin remedio.
— ¡Yo hablaré con ella!
Alins pegó un respingo involuntario ante la seca afirmación de Dante. Despegó su frente de la puerta cerrada del dormitorio de Beatriz y carraspeó intentado encontrarse la voz. No lo había oído llegar.
Intentó encontrar en su rostro algún indicio de lo que pensaba. Desde que había huido de la mansión de Ricardo como una posesa, no había pensado en las consecuencias de lo que podía suceder a continuación. Carraspeó nerviosa.
—Dante, yo... —Él no la dejó terminar: con una mano alzada le pidió un silencio que ella le otorgó encantada.
—Ahora lo más importante es Beatriz.
Alins asintió con el nudo aún en la garganta.
—Nunca he pretendido herirte, de veras.
Dante negó con la cabeza.
—Después hablaremos. Ahora permíteme que hable con ella. Beatriz es mi máxima preocupación en estos momentos.
Alins se hizo a un lado para que Dante tuviese un mejor acceso a la puerta.
—Gracias, Dante.
Él no le respondió. Golpeó con los nudillos la madera de forma tan suave que Alins pensó que Beatriz no podría oírlo.
—Cariño —dijo, —vengo a cumplir la promesa que te hice hace unas horas. Tengo los folios de los que te hablé.
Tras unos momentos que a Alins le parecieron interminables, la puerta se abrió como por arte de magia y se volvió a cerrar delante de las narices de Alins. Iba a comenzar a comerse los puños de la impaciencia. Ambos le habían dado la espalda y la habían dejado fuera como un felpudo. Sin embargo, Alins fue lo suficientemente honesta para reconocer que Dante era el más indicado para tratar de llegar hasta el corazón herido de su hija.