Rafael Dieste
EL GRANDOR DEL MUNDO
Tanto había oído hablar de Buenos Aires, de las calles largas y rectas que nunca se acaban de admirar y de andar, de la plata reluciente y generosa con que allá premian el trabajo, de los periódicos de muchas planas y de la gente entendida que los lee, de los largos trenes que braman por la pampa infinita y de mil cosas alegres, gallardas y rumbosas, tanto había oído hablar, mientras con la navaja barbera —la más liviana del pueblo— recorría los carrillos de sus parroquianos de siempre, y tanto en su imaginación hurgó lo hablado, que un día se encontró de súbito con la firme decisión de ir a aquellas tierras. Diez años allá, y volvería rico de pecunia y recuerdos.
Una mañana salió del pueblo con un pequeño baúl.
Cuando llegó al puerto —jamás había visto una ciudad— se sintió aturdido y como sin cuerpo en aquel remolino de centelleos y rumores nuevos, y a punto estuvo de regresar. Y hay quien dice que comentó muy admirado, muy angustiado y muy por lo bajo:
—¡Qué grande es el mundo!
Diez años allá y regresó rico de pecunia y recuerdos.
Llegó en invierno, cuando los gatos se pasean por la casa muy inquietos, y las gallinas hacen ringleras en la sombra del alpendre, y las campanadas que llaman a la novena hacen el atardecer esbelto, espiritual.
Y cuando estuvo en la casa y pasó el alegre barullo del recibimiento, se puso a cantar por lo bajo algo que comenzó en tango y termino en vieja cantiga, mientras los cristales de la ventana lloriqueaban delante de sus ojos, deformando la humilde calle.
Algo muy viejo y muy nuevo fue saliendo cautelosamente de no se sabe qué olvidadas venas de su interior. Y se sintió anegado hasta la garganta de dulce y rara angustia de muerto revivido. Y cuando pasaron unos niños corriendo y salmodiando aquello…
Llueve, llueve
en la casa del pobre,
en la mía no llueve…
… murmuró con la voz entrecortada:
—¡Qué grande es el mundo!
Rafael Dieste, De los archivos del trasgo.