Max Aub
EL MONTE
Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba.
La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.
Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.
Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas.
—Ya te decía yo —le dijo a su mujer.
—Pues es verdad. Así podremos ir más de prisa a casa de mi hermana.
Max Aub, Algunas prosas y otras.
Lo maté porque era de Vinaroz.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo despaché de verdad. Sin remedio.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
ERRATA
Donde dice:
La maté porque era mía.
Debe decir:
La maté porque no era mía.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
Lo maté por no darle un disgusto.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
Lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
La hendí de abajo a arriba, como si fuese una res, porque miraba indiferente al techo mientras hacía el amor.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
LA GRAN SERPIENTE
Voló la torcaz, disparé. Cayó como una piedra negra, mi perro fue a recogerla, entre breñales. Reapareció cuando, arrastrándose, gruñendo; tiraba de algo largo, oscuro, que principiaba. El animal retrocedía con esfuerzo, ganado poco terreno. Fui hacia él.
La tarde era hermosa y se estaba cayendo. Los verdes y los amarillos formaban todas las combinaciones del otoño; la tierra, friable y barrosa, con reflejos bermejones, se abría en surcos, rodeada de boscajes. Suaves colinas, alguna nube en lontananza.
El perro se cansaba. De pronto, le relevaron grandes cilindros, enormes tornos de madera alquitranada que giraban lentamente enroscando la serpiente alrededor de su ancho centro. Era la gran serpiente del mundo; la gran solitaria. La iban sacando poco a poco, ya no ofrecía resistencia, se dejaba enrollar alrededor de aquel cabestrante de madera que giraba a una velocidad idéntica y suave.
Cuando el enorme carrete negro no pudo admitir más serpiente, pusieron otro y continuaron. Se bastaban dos obreros, con las manos negras.
El perro, tumbado a mis pies, miraba con asombro, las orejas levantadas la mirada fija: Era la gran anguila de la tierra, le había cogido la cola por casualidad.
Me senté a mirar cómo caía infinitamente la tarde, morados los lejanos encinares, oscura la tierra, siempre crepúsculo. Seguía sosteniendo la escopeta con una mano, descansando la culata en la muelle tierra.
Cuando se llenaron muchos carretes, la tierra empezó a hundirse por partes, se sumía lentamente, resquebrajándose sin estrépito; combas suaves, concavidades que, de pronto, se hacían aparentes; metíase a lo hondo donde antes aparecía llana, nuevos valles. La edad —pensé—, los amigos. Pero no cabía duda de que, si seguían extrayendo la gran serpiente, la tierra se quedaría vacía, cáscara arrugada.
Apunté con cuidado a los dos obreros, disparé. El último torno empezó a desovillarse con gran lentitud, cayó la noche. La tierra empezó de nuevo a respirar.
Max Aub.
LA UÑA
El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa. Como el féretro era de mala calidad (pidieron el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para despuntar deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana, resbaló por el suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el recodo de la pared para seguir tras la mesilla de noche y subir por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto atravesó la garganta de Lucía, que ni ¡ay!, dijo, para tirarse hacia la de Miguel, traspasándola.
Fue lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la uña.
Max Aub, La uña y otras narraciones.