Eliseo Diego

DEL VIENTO

El viento negro de la noche mesa las angustiadas copas de los álamos. Tocan reciamente a la puerta. «Es el viento que bate en la verja, madre».

Ella busca en la mesa, donde el cono amarillo de la lámpara, con un exacto borde, da primero nacimiento a sus manos gordezuelas, luego al moño blanco. «¿Dónde está mi dedal, hijo?». «El diablo esconde las cosas, madre».

Las manos aceradas de él hojean el cuaderno de recuerdos. «Se nos han perdido las cartas del abuelo, madre». Un largo grito, cortado de un sollozo. «Es sólo el gato que la luna hiela en el tejado». «¿Y cómo fue que dijo el abuelo aquella vez, madre?». Las manos, taraceadas de azul, dejan la aguja, en que la luz rebrilla un instante. «Si supieras que se me ha olvidado». El viento muere de pronto con un golpe ronco en la ventana.

Eliseo Diego, Divertimentos.

DE JACQUES

Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencio se le escucha rasgarlo.

Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas.

Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.

«¿Este?». «Sí, ese» —dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.

Eliseo Diego, Divertimentos.

DE LAS SÁBANAS FAMILIARES

Estaba tendido en su antigua cama de ébano, frente a la ventana abierta del jardín, entre las sábanas blancas, durmiendo. Lo sabía porque soñaba que estaba así tendido, soñando que soñaba. Despertó luego de caer una eternidad por el hueco de su cuerpo, y, la cara entre las manos ásperas, fue a la ventana por más aire. Una luz añil fogueaba los árboles con sus lentas llamas silenciosas; las hojas metálicas movíanse pesadamente bajo el cuerpo macizo del alba, y en el cantero, minerales, coralinos, los tallos delegados del rosal soportaban flores de un feroz azul resplandeciente. Pensó que aquello era extraño. ¿Cómo imaginaba plantas verdes, de un verde apacible? «No entiendo —se dijo— este rojo entrañado de las hojas. Qué raro que no sean verdes». Y sonriendo propuso que quizás se habría equivocado de sueño. «Me levanto en la otra cama, la del sueño». Con el aire de quien dispersa sus pesadillas fue a sentarse al borde de su cama, repasando con las manos, ya tranquilizado, la conocida cabecera de piedra, las familiares sábanas cenicientas.

Eliseo Diego, Divertimentos.

DEL ALQUIMISTA

Saben positivamente, los que de tales cosas entienden, que en la ciudad de Aquisgrán, y a fines de la Edad Media, un judío alquimista halló el secreto de no envejecerse. Fortalecido por su pócima, que le permitiría vivir en todo vigor ciento cincuenta años más que el común de los hombres, dedicó la plenitud de sus días a buscar el secreto de no morirse. Dicen que lo halló, y que desde entonces, oculto en su oscura covacha, tropezado de telarañas y surcado de grueso sudor, busca aquel veneno poderoso sobre todos que le permita, al desgraciado, morirse.

Eliseo Diego, Divertimentos.

DE LA TORRE

El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.

El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola.

El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.

Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre que no cesa de crecer nunca.

Eliseo Diego, Divertimentos.

DE SU NOCHE DE GRAN TRIUNFO

Ligera, soprano ligera. Carmen María Peláez parada en el escenario para cantar su noche de gran triunfo. El empresario de bigotes de aceites y zapatos charolados lo ha garantizado: Garamba, Carmen, gran gala de Beras. Carmen María, coruscante y joven, cegada por las luces del proscenio, canta. ¡Ah, canta, canta, Carmen canta! Y Carmen muge y trina y se desgarra. Y con el último acorde estalla la cálida salva de aplausos. Carmen María se inclina, saluda envuelta en la ola cálida, se alza. Las luces disminuyen, cede el espeso muro de sombra. La boca enorme del vasto teatro vacío, y el empresario, muerto de risa, que da vueltas a la monstruosa araña, al monstruoso aparatito de aplausos. Carmen María quiere escapar, pero se encuentra aprisionada en la reciedumbre de los huesos. Se mira y es una espantosa anciana.

Eliseo Diego, Divertimentos.

FANTASMAGORÍAS

Desde muy joven —lo confieso— me han gustado los fantasmas Me apasionaban las historias de sus desventuras.

Hoy —lo confieso—, aproximándose la hora de convertirme en uno, ya no me gustan tanto.

Eliseo Diego, Libro de quizás y de quién sabe.

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