CAPÍTULO 22

Durante los días siguientes, Toby notó un cambio en sí mismo. La sensación de apremió creció. Sentía que debía terminar todas las tareas que se había impuesto. Tenía rachas de intensa actividad, alternadas con períodos de extrema apatía. Se preguntaba si esto se debería a las drogas que estaba ingiriendo, y si se vería afectado permanentemente. No se preocupaba mucho por su salud, aunque confiaba en no tener ataques epilépticos toda la vida.

Los cambiantes estados de ánimo se constituyeron en su esquema habitual. Trabajaba bien sólo a la mañana temprano. Antes del mediodía por lo general perdía el vigor, sobreviniéndole la indolencia.

Adreena era su compañera casi inseparable. A pesar de que no lo acompañaba cuando iba al trabajo, ella intuía el momento exacto en que le flaqueaban el interés y las energías y bajaba del cielo para llevárselo en su volador.

A veces volvían a casa y ella tocaba el piano, mientras él descansaba en la cama. En otras ocasiones, cuando él tenía más fuerzas, iban a museos y galerías de arte, o asistían a conciertos.

Muchos de los lugares que visitaban los había conocido en su vida anterior, aunque difícilmente los habría reconocido por el aspecto de ahora. Algunos museos habían sido catedrales o palacios reales en sus tiempos.

—Si quieres —le dijo Adreena mientras recorrían el Louvre—, puedes tener en las paredes de tu cuarto cualquier figura que te interese. Todas las paredes están hechas para proyectar imágenes televisivas de cuadros, de esculturas, o de lo que se te ocurra, siempre y cuando el tamaño y el tipo sean los indicados. Es como tener el cuadro verdadero en tu propia casa. Si te gusta, puedes conseguir fotos de los frescos de la Capilla Sixtina.

Viajando ociosamente de un lugar a otro, trasportados por galerías y museos en los omnipresentes voladores, Toby no siempre se daba cuenta de lo cansado que estaba. Adreena lo protegía con ímpetu, y aparecía en cuanto él la necesitaba, tanto que a veces Toby pensaba si no estaría allí todo el tiempo, vistiendo un manto de invisibilidad. No le parecería extraño que estos modernos pudiesen hacerse invisibles.

Veía a Geno con frecuencia. En el aeropuerto, en Astro Control, o en la casa, adónde éste venía a menudo a comer. Toby empezó a pensar que se había imaginado las monstruosidades de ese encuentro en el Centro. Tal vez hubiera tenido fiebre, y fuera él, y no Geno, el mentalmente desequilibrado.

De manera imperceptible, y a medida que pasaban los días, eran menos las horas que Toby podía dedicar al trabajo. Los paseos con Adreena también se acortaron, y algunos días no iban a ninguna parte, sino que permanecían en el cuarto de Adreena. Toby se sentía en paz. Al tiempo adquiría un dulce matiz de irrealidad que semejaba un crepúsculo sin fin. Era muy feliz, pero su felicidad —no— era positiva ni vigorosa. No era la felicidad de un hombre en la plenitud de su estado viril. Más bien se trataba del contento de un viejo que ha llevado una vida íntegra y espera amodorrado que la naturaleza dé el próximo paso.

Durante los raptos de energía, se sorprendía de su tan frecuente pereza, como él la denominaba. Un estado de ánimo no tenía nada que ver con el otro, y no podía conscientemente cambiar del uno al otro.

Alrededor de dos semanas después de la llegada de Geno, Toby despertó una mañana, sintiéndose extraordinariamente bien. Decidió ir derecho al aeropuerto a terminar unas pruebas con las que venía trabajando desde varios días atrás. Era muy temprano, pero sabía que las fuerzas no le iban a durar mucho. Adreena seguía durmiendo. Se metió un rato en la piscina del baño, se vistió y se paró junto a ella antes de salir. Las largas pestañas de Adreena le obscurecían las mejillas. Era tan encantadora que a Toby le dolía. Nunca supo lo que sentía por ello. En realidad, no era amor sexual, sino más bien un sentimiento extraño y sobrenatural. Se inclinó, la besó, y de inmediato ella abrió sus ojos oblicuos, y volvió a cerrarlos. Cuando se retiraba, un ruido fresco, parecido a un borbotón de risa, le llegó desde la cama.

—Cuídate, querido antepasado. Te voy a ir a buscar pronto —le gritó.

Era una preciosa mañana. Un mes atrás, habría tenido la tentación de irse caminando hasta el aeropuerto, pero ahora dudaba de que le durase la vitalidad. Apretó la perilla para llamar a su volador.

Ya en el aeropuerto, se dirigió a una de las gigantescas naves modernas, la Nº 3003, donde se asentaba el laboratorio y el taller, y que constituía la nave madre de las flotillas en los viajes espaciales. Había estado probando una parte del instrumental de su propia nave en este laboratorio debido a un reciente cambio de opiniones con sus colegas respecto de si los equipos podrían funcionar en ciertas circunstancias. La información era importante porque la respuesta podría dar una clave sobre la posible suerte corrida por el resto de sus compañeros.

Los robots se hallaban ya alineados según sus pensamientos, de modo que se encaminó directamente hacia el lugar donde se realizaba el experimento. Se concentró y, siguiendo sus precisas instrucciones mentales, los robots se abocaron rápidamente al trabajo. La serie se completó con éxito, y Toby grabó los resultados para transmitirlos al Centro.

A pesar de que trabajó sólo una hora, empezó a sentir cansancio. Descansó un rato, y luego se dirigió lentamente hasta la entrada del aparato. Había resuelto no trabajar más por ese día.

El ascensor que había dejado en la entrada, no estaba más allí. Le intrigaba quién podría haberlo hecho ir, y recorrió con los dedos el panel que había junto a las puertas, para hacerlo regresar. En ese momento, un instinto, una de las facultades ocultas que los hombres decían poseer, lo puso en guardia. Se le fue el cansancio y, con la rapidez aprendida en los entrenamientos de combate en Cabo Kennedy mucho tiempo atrás, se tiró al suelo, lejos de la entrada, revolcándose como un gato, de manera de volver a pararse casi en un solo movimiento continuo, pero bien lejos de la puerta. Geno estaba allí parado. En su rostro había una expresión de asombro, que poco a poco se tornó en la de odio ponzoñoso que Toby le había visto la otra vez, y que desde entonces pusiera en duda.

Ahora ya no cabían dudas. Se dio cuenta de que su imaginación no le había jugado una mala pasada. Geno era realmente peligroso. Tenía en la mano una especie de implemento, y esto solo ya era raro. Todo el trabajo que implicara el uso de herramientas lo realizaban los robots. ¿Por qué se habría molestado en tomar una herramienta?

Toby lo observaba bien prevenido. Ninguno dijo una palabra; no había necesidad. Las dos mentes se trababan en mortal combate. Toby trató de sostener la fría mirada de Geno para anticipar cualquiera de sus movimientos, pero se sentía impelido a echar rápidos vistazos al implemento que Geno sostenía en la mano. Era un soldador de hidrógeno, y en ese instante, lo prendió. Saltaron las llamas, que obligaron a Toby a moverse en dirección a la entrada. No estaba el montacargas, y se hallaban a cientos de metros del suelo. Toby reaccionó como un hombre del siglo veinte. Se tiró sobre Geno —que no se esperaba este movimiento— y sin querer apagó el soldador. Mientras luchaban cuerpo a cuerpo, Toby sintió la fuerza del otro hombre que era igual a la de Adreena, pero no constructiva como la de ella. En la desesperación, propinó a Geno una trompada, también aprendida mucho tiempo antes, en el entrenamiento. Geno se desplomó como un bulto sobre el piso.

El cansancio que Toby había eliminado momentáneamente, volvió a apoderarse de él ahora que había pasado el momento de peligro, y con tanta intensidad, que no pudo mantenerse de pie. Le resultaba muy difícil respirar. Se sentó pesadamente para no caerse, y en seguida se desvaneció.

Cuando abrió los ojos, le pareció que había cientos de personas a su alrededor. Mariana le sostenía la cabeza, y le hacía inhalar algo. Adreena estaba arrodillada junto a él, en actitud de súplica. Shamira, Raoul e incluso Nadia y Lottie se encontraban también, y había mucha otra gente que nunca había visto. En el instante en que el recuerdo lo acometió con fuerza, se incorporó y miró hacia donde había caído Geno. Todavía estaba ahí, pero yacía bien extendido. La espantosa verdad se hizo evidente para Toby.

—Lo… lo… ¿lo maté?

—Sí —fue Nadia la que respondió.

Toby se sumió en aflicción. Había matado a un hombre. A uno de sus propios descendientes. Él, a quien nunca le había gustado matar. Había cometido un crimen imperdonable.

Nadia percibió su pena, y vino a arrodillarse a su lado, tomando el lugar de Mariana. Lo rodeó con un brazo, y lo besó.

—Lamento tanto que hayas tenido que ser tú —dijo.

—Lo maté… lo maté, y es tu hijo… ¿no te das cuenta?

—No te eches la culpa —le respondió—. Lo supe toda la vida. Geno siempre fue maligno. Yo debería haber tomado la decisión cuando era niño, pero lo quería, y lo dejé para muy tarde. Se hizo hombre —un genio en ciertos sentidos—, capaz de disimular su naturaleza. Pero yo sabía. Todos lo sabíamos.

Toby empezaba a comprender y, al mirar las otras caras, vio que cada una de ellas, a su manera, se veía aliviada. Horrorizada, aturdida, pero aliviada.

Por un instante, se preguntó si podrían arrestarlo, y luego recordó que no existían leyes ni condenas. El asunto correspondía a la familia, y él formaba parte de ella. El miembro más antiguo, al igual que el más joven.

Fue Adreena, la más joven de todos, quien se hizo cargó de la situación.

—Yo me llevo al querido antepasado a casa. Esto ya ha sido demasiado para él, y tiene que descansar. ¿No te parece, Mariana?

—Por supuesto —respondió ésta. Toby recordó que Geno había sido su amante. ¿Sería posible que no le importara? Qué horrible. ¿O es que había otra explicación? Ojalá se la dijesen. Tantas cosas no sabía. Pero ahora estaba muy, muy cansado.

Adreena lo ayudó a pararse, y lo tomó del brazo para llevarlo al «rozador», que habían hecho venir. Suavemente, Toby se soltó del brazo, y fue hacia donde yacía Geno, que tenía abiertos los ojos fríos, insulsos y detestables. Muertos, no parecían más insulsos ni fríos que en vida, pero ya no había odio en ellos. Toby lo miró un momento y luego, agachándose, bajó los párpados sobre esos pobres ojos de loco.

El «rozador» lo condujo a él y a Adreena hasta la casa, justo hasta el dormitorio. Era un medio de transporte inferior al volador, útil sólo para desplazarse al ras de los techos, pero le ahorraba a Toby el esfuerzo de moverse. También se alegraba de ir casi al ras del suelo, ya que sentía una nueva afinidad con la tierra. El aire, que durante tanto tiempo había sido su elemento, era ahora un extraño.

Mariana se les había adelantado, y le dio remedios a Toby, le hizo reacciones para análisis, y le ordenó descansar lo más posible. Toby la miró a los ojos, esperando ver reflejada alguna indicación de lo que sentía por Geno o por él, pero ella había adoptado su expresión de «buen médico», y por tanto no pudo sacar nada en limpio.

Durmió de un tirón hasta el día siguiente, y se despertó renovado y bastante fuerte. Adreena no lo dejó salir, pero él se bañó en la piscina, se entretuvo en el cuarto, y se volvió luego a la cama, mientras Adreena sacaba el piano y comenzaba a tocar para él.

Se quedó tendido escuchando, tratando de disfrutar de la música, pero profundamente triste por lo de Geno. Rememoró una y otra vez el incidente que le causara la muerte. ¿Había interpretado mal sus intenciones? ¿Era Geno realmente maligno? Cuando se encontró ayer con él, estaba tan exhausto, que ¿cómo podía asegurar que no había sido su propio delirio, su febril imaginación la que había explotado, incitando a Geno atentar contra su vida, gesto bastante extraordinario en él, por otra parte?

Adreena lo observaba mientras seguía tocando el piano.

—Relájate un poco —le dijo—. No te preocupes. Más tarde, cuando te sientas mejor, te vamos a contar toda la historia.

Toby no pudo menos que quedarse satisfecho. Adreena lo mimaba, le hacía los gustos. Le traía sabrosas frutas, las pelaba y se las daba a comer como si fuese un niño. A él le gustaba que lo consintiera, y poco a poco su sentido de la armonía se iba reafirmando. La fría lógica de Adreena, su serena aceptación de la inevitabilidad de la muerte de Geno, le devolvían la confianza.

Los demás vinieron a visitarlo al anochecer. No llegaron como delegación, sino uno a uno, hasta que se reunieron todos escuchando a Adreena, que tocaba el piano. Nadia fue la última en llegar. Mariana no se encontraba, pero, aunque nadie dijo una palabra, Toby sentía que así debía ser, porque esto era un asunto de la familia únicamente.

—Mi querido antepasado. —Adreena le acomodó varias almohadas a su alrededor; luego se tendió con naturalidad a su lado, apoyando la cabeza en su hombro.

Nadie hablaba, y Toby se dio cuenta de que esperaban que lo hiciese él. Él era el anciano del clan.

—Cuéntenme algo de Geno. Desde que llegué, lo rodearon con un halo de misterio. Ahora yo lo he matado, y quiero saber. Tengo derecho a saber si algo… si algo funcionaba mal en él, porque de otro modo, esta actitud misteriosa, esa sensación de peligro oculto, pueden haberme inducido a cometer un acto horrendo, sobre bases totalmente imaginarias.

—No ha sido sobre bases imaginarias —dijo Shamira. Daba la impresión de que iba a hablar ella por el resto de la familia.

—¿Era un psicópata?

—Sí —respondió Shamira.

—Pero yo creía… yo creía que ya no existía ese tipo de enfermedad porque las familias no dejaban crecer a los deficientes mentales. Me parece que ustedes me dijeron algo por el estilo.

—Es verdad —dijo Shamira—. No hay deficientes mentales torpes e imperfectos como solían ser en los viejos tiempos. A menudo existían razones químicas para las deficiencias, o se les pegaba a los chicos en la cabeza, se los lastimaba y crecían estúpidos y retardados. Todo eso cambió. Ahora tenemos más y mejores conocimientos médicos, y a los niños se los trata con afecto. Tampoco hay neuróticos porque nadie tiene necesidad de refugiarse detrás de una neurosis como antes.

—¿Y qué explicación dan a lo de Geno, entonces, si es que era lo que dices?

—No hay ninguna duda de que era un psicópata, y eso no es un defecto intelectual o emocional, sino algo mucho más profundo —dijo Nadia—. Tanto, que aún hoy no tiene cura.

Toby percibió su infelicidad y su sensación de fracaso.

—Pobre Nadia —dijo—. Mi pobre descendiente.

—Geno era un ser maléfico —dijo Raoul, por fin, con aire solemne.

—Ustedes saben que… en cierto modo me alegro de que lo fuera. Pensarán que estoy loco, pero cuando recién llegué aquí, todos me parecían demasiado perfectos. Creí que esto era una Utopía que les ganaba a todas las Utopías, y la perfección me pareció repugnante. Tan sin vida y aborrecible, tan unilateral.

Durante unos minutos, nadie habló, pero en seguida Toby retomó la palabra.

—Lo que no alcanzo a comprender —y quizás me lo puedan explicar—, es como el mal, el viejo y anticuado mal, pudo brotar espontáneamente en un mundo donde no existen los problemas, donde no se lucha por la vida, donde no hay dinero, ni posesiones, ni ninguna de las cosas que nosotros pensábamos nos conducían al mal. Incluso sus emociones son tan equilibradas, que la furia homicida me parece imposible.

Uno podría pensar que aún los lunáticos deberían ser bondadosos.

—Geno no era un lunático —dijo Adreena—, y quizás el mal sea la fuerza que mantiene viva a la raza.

—Él me echó la culpa por privarlo de una esencia vital de su personalidad. Como no me morí, le quité algo a él. ¿Creen que eso sea posible? —preguntó Toby.

—Puede haber algo de verdad en ello —respondió Shamira dubitativamente—. Los chicos y los locos suelen acertar con las respuestas.

—En tal caso —dijo Raoul—, tal vez haya descendientes psicópatas de otros miembros de la expedición. Y si no se encontrara ninguno, podríamos asumir que todos han muerto.

—Tonterías —dijo Adreena al darse cuenta de que a Toby no le caía bien ese comentario acerca de su expedición—. Geno sencillamente tenía un grado más alto de malignidad, y también mató a Reynaldo.

El silencio aplastante que sobrevino luego de la afirmación de Adreena hizo advertir a Toby que ella había dicho con palabras algo que jamás se había expresado abiertamente.

—¿De veras lo mató?

—Si, yo creo qué lo hizo. —Respondió Shamira—. Reynaldo y yo tuvimos una relación, y no fue en uno de los viajes a Marte. Él era el copiloto de Geno, y Geno odiaba toda idea de cambio.

—Pero ése sería un motivo ridículo para asesinar. Me parece que debes estar equivocada. Aun en nuestra época. —La voz de Toby fue disminuyendo.

—Geno tenía una escala muy peculiar de valores —dijo Shamira—, y es posible que haya notado un cambio en su relación con Mariana. O el hecho de que, por pura coincidencia, te hayas parecido tanto a él, puede haberle provocado una sensación de privación. Si había dos iguales y a él le faltaba algo, quiere decir que Toby tenía ese algo. Por cualquiera de estas razones a él pudo no gustarle Toby, y su disgusto…, su odio, se convirtieron en una obsesión.

—¿Y los sueños? —preguntó Toby—. ¿Puede haber sido él el causante?

—¿Podemos leernos los pensamientos unos a otros? —preguntó Shamira.

—Claro, entiendo —dijo Toby—. Cuanto más desarrollada la mente, más vulnerable se convierte en cierto sentido.

—Yo creo que el hecho de que no estés en perfecto estado te hace más vulnerable a ti —dijo Shamira.

Presintió que este comentario era para dar pie a introducir un tema nuevo. Sabía que andaba mal de salud, y pensó que se lo querían decir, pero esperaban que él diera el primer paso.

—Me voy a morir, ¿no? —preguntó—. ¿No en el futuro, sino ahora, pronto?

—Sí. —Fue Shamira la que respondió. El era su hijo venido del espacio, y a ella le correspondía anunciárselo.

—¿Cuándo? —preguntó Toby muy sereno, sorprendido de no sentir miedo. Cuando recién llegó, temía mucho la muerte.

—Muy pronto. —Había algo de tenso y cómicamente heroico en la actitud de Shamira, en su falta de emotividad.

—¿Se debe a la radiación?

—En su mayor parte. Siempre supimos que tenías pocas posibilidades. Al principio, no nos animábamos a confiar. Después, confiamos. Y más tarde, cuando empezaste a tener esos ataques como de epilepsia, comenzamos a temer por ti. Podrías haberte recuperado —se te suministraron todos los remedios que la ciencia conoce—, pero seguiste desmejorando, y fue así como nos enteramos. Luego de ese ataque grande que sufriste la noche en que Geno te mandó las pesadillas, supimos que se produciría pronto.

—¿Todos lo sabían? —Miró a Adreena. Qué carga tremenda para una persona tan joven. Sus ojos oblicuos se escondían detrás de las enormes pestañas, Toby casi no podía verlos, pero advertía una profunda pena en ellos.

—No importa, Adreena —dijo, tomándole una mano, que permaneció suave y dócil en la suya, como si nunca lo hubiese sujetado con fuerza—. Hay algo de mí dentro de ti. No puedo imaginarme realmente muerto luego de haber estado con todos ustedes.

—A mí no me importa que te mueras —dijo Adreena, enojada. Su mano se endureció, y la retiró de un golpe—. Lo que sí me importa es que no te voy a ver más por aquí. Después de todo, morirse es emocionante. Puede que te vayas a alguna otra parte.

Su tono áspero y su lógica mordaz produjeron el efecto de siempre en Toby, arrancándolo del borde del sentimentalismo donde, para su vergüenza, se estaba por aventurar. Por un momento, se imaginó a sí mismo como un abuelo victoriano, muriendo rodeado por sus hijos y nietos, que lloraban desconsoladamente. Se echó a reír. La tensión se rompió, y todos rieron.

—Mi amigo, si no te damos de comer, no te vas a morir por la radiactividad, sino de hambre —dijo Raoul.

Comieron todos en el cuarto de Adreena. Era como un pic-nic. Toby se dio cuenta de que la muerte de Geno había hecho desaparecer una sombra que debía haber existido allí desde mucho antes de su llegada a la tierra. En lugar de lamentarse por su rápida y brutal reacción que motivara la muerte de Geno, empezó a sentir que había algo de justicia poética en su regreso del espacio. Había vuelto para librar a sus herederos de una carga pesada, y ahora le llegaba el turno de partir. Le gustó la idea, y comió y bebió con fruición.

Tuvo un pensamiento súbito.

—Siempre escuché que las enfermedades de la radiactividad le dan a uno ganas de vomitar —dijo—. Yo a veces me siento descompuesto, y últimamente he estado tan cansado que me tiemblan las piernas, pero no me dan náuseas. ¿Me van a dar después?

—No —respondió Shamira—. No podemos salvarte a pesar de que lo intentamos, pero al menos la medicina moderna puede evitar los síntomas más desagradables. Ya hace mucho tiempo que vienes tomando remedios.

—Sí, me lo sospechaba. O mejor dicho, lo sabía. Creo que debo haber sabido siempre cómo terminaría este asunto. Pero también creo que valió la pena.

—Me alegro —dijo una voz que había amado, que amaba aún, y que no había estado presente en el cónclave familiar.

—Hola, Mariana —exclamó Toby.

—¡Hola! Vengo como médico a echar a todos de aquí. Tienes que descansar.

Más tarde, cuando los demás se hubieron ido y se quedó solo con Adreena, la rodeó con un brazo, y la atrajo hacia él.

—No sé qué habría sido de mí sin ti… Hiciste que estas pocas semanas me parecieran varias vidas gloriosas.

—Sin duda que ésa fue Mariana —le contestó Adreena, maliciosamente.

—No. Mariana fue el episodio más hermoso de esta corta vida. Tú eres esta vida, y todas las otras. Hay una diferencia. ¿Comprendes?

—Creo que sí. Siento que tú y yo somos, en realidad, la misma persona. Yo debo ser tu ánima. ¿Me moriré cuando mueras tú?

—Por Dios, espero que no. Tienes que crecer y tener hijos. Si no, se van a acabar los Varney.

—En tal caso, debo tener uno por lo menos —dijo, con aire informal y, apretando a Toby con el brazo, cerró los ojos.