CAPÍTULO 5
Un haz de luz que penetraba a través de las tablitas de la persiana entibió sus párpados, y lo despertó. Por un momento no supo dónde estaba, pero sólo por un momento. La desorientación de inmediato se tornó en alegría. Entonces, ¿de veras gozaba de perfecta salud? ¿Sobreviviría? En caso afirmativo, ¿cómo se presentaría el futuro? Se puso una mano en la cara para protegerse los ojos, y se miró los dedos. ¿De veras había estado inconsciente durante más de un siglo? Muy difícil de creer. Flexionó los músculos, cerró los puños, y luego estiró los dedos abriéndolos bien, sintiendo detenidamente la salud y el vigor de siempre, experimentando en forma consciente el hecho de estar vivo.
Al cabo de un rato, se incorporó y saltó de la cama. Había un robot a su lado, que no era como las mesitas rodantes que se deslizaban por todas partes sirviendo comida. Éste tenía numerosos estantes sobre los cuales venían ropas desplegadas. Tocó las prendas para estudiar la textura y la calidad de las telas.
Por un momento sintió la presencia de alguien en la habitación. Se dio vuelta, pero no vio a nadie. En cambio, un leve zumbido comenzó a sonar cerca de la cama, y se oyó la voz de Shamira.
—Ahí tienes tu ropa, y si quieres ir a nadar, Adreena te acompañará.
—¿Dónde estás? —Le habló al aire, aproximadamente en dirección a la voz. Sabía que debía haber un micrófono en el cuarto, ¿pero dónde?
—Allí, junto a la cama —Shamira respondió a sus pensamientos—. Aprieta ese botoncito blanco, porque hay visión de dos direcciones. —Así lo hizo, y apareció la cara de Shamira—. ¿Dormiste bien? —preguntó.
—Sí, perfectamente, gracias, y me encantaría ir a nadar.
Desapareció Shamira, y Toby quedó con la intriga de saber cuál sería el próximo movimiento. Paseó por la habitación, fijándose en el ambiente que lo rodeaba. Ahora ya tenía la cabeza más clara. La noche anterior se había sentido un poco descompuesto, exhausto y aletargado después de la llegada. Hoy ya podía comprender realmente las cosas. Tocó las paredes y los muebles con sus dedos largos y sensibles, dedos conocedores. Le gustaba estudiar al tacto las sustancias nuevas y extrañas. Sus dedos le indicaron que este material era más caliente que el acero, y más elástico que la piedra. Tendría que averiguar más acerca de él.
En ese momento, se abrió la puerta y apareció Adreena.
—Ven conmigo, antepasado —dijo. Su voz, clara y alegre, de una calidez profunda, era amistosa, con un leve tono de broma.
Llevaba puesto un vestido marrón, prácticamente del mismo color que su piel. El pelo negro, largo, suelto. Toby se dio cuenta de que esta figura amuchachada lo perturbaba. Era tan niña, que trató de evitar aplicarle la palabra «seductora». Por otra parte, a él le gustaba un tipo distinto de mujeres, más como Mariana, más hembra, alta y de voluminosos senos. Agitó la cabeza para alejar el pensamiento. Tenía los deseos de un hombre normal, y sobre este aspecto de la vida tendría que tomar una decisión alguna vez, pronto quizás. Pero todavía no. A esta altura, no quería más complicaciones.
Adreena inclinó a un lado su negra cabeza, y le hizo señas. Lo condujo, atravesando el patio donde habían estado la noche anterior, hasta un inmenso jardín. La vegetación intensa y tropical se parecía a los dibujos de un cuento de hadas infantil. Claro —pensó—, esto es África; cuando vaya a Europa o Norteamérica, las cosas me resultarán más familiares.
La piscina —según comprobó al llegar—, era en realidad, un enorme lago decorativo. El agua cristalina dejaba ver un fondo de azulejos que formaban un precioso diseño.
—Supongo que a eso no lo pintan los robots —dijo Toby, con aire travieso.
—No —respondió Adreena—. Las piecitas se colocan a mano.
—Deben haber tardado años —dijo él—. Yo creía que la gente ya no tenía que trabajar.
—Pero eso no es trabajo; es placer, es un juego. Lo hicimos entre todos cuando tuvimos tiempo frío, el año pasado.
Se sacó el vestido, se paró indecisa un momento, y luego se zambulló. Toby permaneció un rato mirándola nadar, principalmente, bajo el agua. Sus movimientos, lentos y elegantes, eran tan enérgicos que se deslizaba por el agua a increíble velocidad, y sin embargo no daba la impresión de apurarse ni de hacer ningún esfuerzo. Se movía con la insolente confianza de una niña precoz. Es como un tiburón joven —pensó—, sin saber si él también tendría que nadar desnudo. Adreena salió un instante a la superficie, y le gritó:
—¿Qué esperas, antepasado? ¿O es que le tienes miedo al agua?
Y, bueno —pensó Toby, quitándose los pantalones y la túnica, tratando de no parecer cohibido. Aquí vamos. Se zambulló. Juguetona, Adreena lo agarró del tobillo, y él se asombró de la fuerza con que lo hacía.
—Nadas muy bien —comentó Toby cuando, exhausto por tratar de nadar a la misma velocidad que ella, se trepó para sentarse en el borde.
—¿Te parece? —Se mostró halagada, y él experimentó un excesivo placer al decirle el cumplido. El hecho de que la niña se lo aceptara hizo que se sintiera transportado a las esferas celestiales.
De inmediato, Adreena volvió a tirarse al agua. Toby cerró los ojos y descansó. Tendría que ponerse en forma de nuevo; después de todo, el largo período de inactividad debía haberle afectado. Él, que se había considerado un buen nadador, debía hoy prepararse para enfrentar a estos seres tan atléticos.
Cuando abrió los ojos unos minutos más tarde, Adreena había desaparecido, y le dieron ganas de encontrarla allí. La soledad lo acometió de un modo aplastante.
Se puso de pie, se vistió y emprendió lentamente el camino de regreso, atravesando el jardín bien diseñado. Sabía —por lo que alcanzó a vislumbrar cuando volaron, la noche anterior—, que había varias casas por allí, pero los jardines estaban dispuestos de una manera tan inteligente, y se habían utilizado con tanta habilidad los recursos artificiales, que producían una sensación de aislamiento, a la vez que de amplios panoramas abiertos. Desde ese lugar, no podía siquiera ver la casa de Shamira, pero recordaba el camino.
Los rociadores arrojaban una brumosa lluvia sobre el césped. No se diferenciaban mucho de los rociadores por aspersión que había en su época, y este detalle, aunque pequeño, consiguió aliviar un poco su tristeza.
Se paró a observar un ratito una cortadora de césped robot. La precisión de sus movimientos y la simetría de los montoncitos de pasto cortado le produjeron un efecto hipnotizante. Luego le llegó el sol caliente a través de un claro en el follaje, y comenzó a quemarle el cuello. Siguió caminando. El silencio del jardín era opresivo. ¿Por qué había tanto silencio en el jardín?
Se detuvo nuevamente y miró a su alrededor. A nivel subconsciente, la noche anterior había percibido la quietud en el patio, como si estuviera en una habitación de confinamiento. Ahora que se ponía a pensar, la extraordinaria exuberancia de la vegetación adquiría un aspecto de irrealidad; ni siquiera un repentino golpe de viento entre los árboles rompía de hecho el silencio.
¡Claro, qué tonto no haberse dado cuenta de inmediato! Debo haber recuperado a medias la conciencia —pensó—, como para no haber notado algo tan obvio. No había pájaros. Ni insectos zumbadores, ni mariposas, ni abejas, ni crujidos. Ningún ser viviente. Aterrador. Se acercó a un arbusto, apartó las ramas y espió entre las hojas esperando encontrar algo que se moviera escurriéndose hacia las profundidades, o ver un insecto en una hoja. Nada se movió. Misteriosamente sobrenatural. ¿Cómo fertilizaban las plantas… y aireaban la tierra?
Raoul había dicho algo cuando él recién comenzaba a volver en sí en la aeronave, algo acerca de misiles atómicos que devastaron el orbe. ¿Pero cómo hizo la gente para sobrevivir? Tenía que saberlo pronto. Tantas cosas quería saber…
Una vez en la casa, fue en busca de Shamira, y la encontró sentada en una habitación grande. Toda la pared que daba al patio era de vidrio. El cuarto estaba cerrado, y el aire acondicionado lo hacía agradablemente fresco.
Reconoció algunos muebles que la noche anterior habían ido por sí solos al patio, y se quedó un momento mirándolos con desconfianza. Se puso a pensar que estos muebles y equipos electrónicos se prestaban para que cualquiera pudiese hacer infinidad de bromas pesadas. Por ejemplo, una criatura… él mismo, de niño.
—Tienes razón. Adreena armaba unos líos increíbles cuando era más chica.
Toby pensó que debía haber hablado en voz alta, y luego recordó que le podían leer los pensamientos. Tendría que hacer un esfuerzo para controlarlos.
—No te aflijas, ya lo harás —lo consoló Shamira. Toby la observó con más atención. Ahora que se había acostumbrado a ese tono tan raro de piel, le pareció ver en sus facciones cierto parecido con su propia madre y, aunque Shamira debía ser menor que él, supo instintivamente que lo recibía como si fuese otro hijo.
—¿Qué vas a comer? —le preguntó, señalando el carrito que se había ubicado solo frente a ellos.
Ninguno de los platos le eran familiares, pero le pareció reconocer a los herederos legítimos de los omnipresentes copos de maíz en uno de los bols.
—Quiero un poco de eso —dijo, indicando los neocopos de maíz. Buscó leche, pero la única jarra que había contenía una mezcla espesa, almibarada, de aspecto un poco repugnante.
—¿Qué pasa? —preguntó Shamira, echando una mirada a las cosas sobre el carrito.
—La leche.
—¿Leche? No existe, y vas a tener que acostumbrarte a nuestras comidas. Probablemente allí notarás que ha habido más cambios. Al menos, eso me pareció a mí cuando estudiaba que en tu época tantos alimentos eran de origen animal. Y ahora ya no hay animales.
—¿No hay animales? —Se sintió aterrado, aunque no realmente sorprendido. El primer impacto lo había tenido en el jardín, cuando cayó en la cuenta de que no había ni pájaros ni insectos.
—No. Casi todos se extinguieron al comienzo del caos. La mayoría no tuvo un lapso de vida suficientemente largo como para que se conservara la especie. Algunos, por circunstanciales motivos —como por ejemplo, haber estado dentro de un hoyo donde era menor la radiactividad—, sobrevivieron un tiempo.
Shamira hablaba con calma. Parecía no darse cuenta de estar diciendo algo trascendental.
—Prueba un poco de eso —prosiguió, al ver que él todavía no había empezado a comer—. Te va a gustar, es muy rico, y ese jugo es delicioso. Al menos, eso nos parece a todos.
Tenía razón. Lo era. Toby comió con fruición. Le agradó el sabor fuerte y extraño, que no era insípido como solía ser el de la comida vegetariana de sus tiempos. Y ahora que sabía que eran vegetarianos por necesidad y no por propia elección, dejó de extrañar los viejos platos familiares, pensando que muy pronto se acostumbraría al nuevo régimen. Comieron un rato en silencio. Toby, absorto en sus pensamientos, era consciente de que Shamira seguía el curso de sus ideas. Meditaba sobre cómo formular mejor las preguntas, de manera de poder descubrir rápidamente los cambios más importantes sucedidos desde sus tiempos. No podían ser muchos. Tenía que enterarse de cosas como el dinero. ¿Cómo iba a vivir? Ayer le habían disipado la preocupación afirmando que ahora la gente no se ganaba la vida. Pero no les creyó del todo. Seguramente trataban de complacerlo en su primer día.
—¿Qué clase de sistema económico rige en la actualidad? —Por último, preguntó: ¿Cómo denominan al dinero?
—No existe el dinero, sino unidades de intercambio, o «unidades». En tu época, había muchas tipos de moneda; que bastante deben haberles complicado la vida.
—Verdad —respondió Toby—. ¿Y en cuanto al sistema social? Anoche mencionaste que eran anarquistas; ¿es cierto?
—Por supuesto.
—¿Y no pagan impuestos ni nada? ¿Cómo se compran las cosas? ¿Quién decide cuánto se va a gastar y en qué?
—Yo creo que, ante todo, debes tratar de aceptar que la unidad de intercambio de hoy día no tiene nada que ver con el dinero de tus tiempos. Es una moneda útil, pero no es un símbolo de poder ni de prestigio. No se puede atesorar. Desde el momento en que nace, cada persona recibe su asignación, la cual automáticamente se incrementa —convirtiéndose en cuota de adultos— a los 25 años, y al morir se acaba todo automáticamente también. Nada te pertenece, y a la vez todo te pertenece.
—¿Aunque trabajes o no? —Su tono era escéptico.
—Aunque trabajes o no. —Shamira sonreía.
—¿Y no lo consideran pernicioso? O sea, si las personas no necesitan trabajar, no tienen un incentivo para conseguir status, ni riqueza, ni nada, ¿no se degeneran, o se hacen depravados?
—Entiendo que, desde el punto de vista de tu época, pueda parecer imposible. No obstante, todo lo que hay en el mundo es tuyo y mío. Y entonces, ¿qué más te podría proporcionar la riqueza? El hecho de estar vivo y de ser humano ya es suficiente status.
—Pero el vivir sin trabajar debe ser deshumanizante y tedioso. Además, uno no trabaja con empeño y constancia si carece de un incentivo.
—Sin embargo, a la gente de tu época no la impulsaban los incentivos morales sino el miedo. Pocos —muy pocos— tenían una existencia cómoda y tiempo para pensar o distraerse, pero aún su destino era incierto, y la mayoría gastaba su vida sólo en conseguir las cosas sencillamente imprescindibles, como techo, comida y un poquito de cultura. Había exceso de población, y se distribuían de una manera irracional. Todo era tan destructivo, cruel y estúpido.
—No, a mí no me parece que fuera tan malo. Concuerdo contigo en que a menudo se notaba una inescrupulosa competencia para conseguir status social, pero habíamos progresado considerablemente en la época en que partió la expedición. Y sigo pensando que la vida debe ser muy aburrida para alguien que no tiene nada por qué luchar.
—Nadie se aburre; ya vas a ver. La gente no necesita hacer más que lo que le interesa, y aunque está convenido que cada uno debe dedicar dos horas semanales de su tiempo, repartidas como más le guste, para realizar tareas comunitarias imprescindibles, la mayoría dedica muchas más. Como no tienen la obligación de hacer nada, todos hacen mucho. No existen inseguridades esenciales —lo que denominamos inseguridades animales—, como el miedo a pasar hambre, o el miedo a que otra persona tenga derecho a quitarnos la casa, la comida o las pocas pertenencias de uso personal. Al no existir dicho temor, nadie adquiere propiedades. La mayoría de nosotros se conforma con ambientes de austeridad espartana. El tener más cosas no nos importa, y precisamente, porque podemos tener todo, deseamos muy poco.
—Yo no me atrevería a decir que esto es muy poco —comentó Toby, paseando la vista por la habitación.
—Eso se debe a que en tu época, el disponer de espacio y de intimidad equivalían a riquezas y poder. Y parte del esquema de vida era que se disfrutaban más los símbolos de status en la medida en que otros no pudieran gozarlos, porque el poseer algo que un vecino no pudiese permitirse era un signo de individualidad, daba una sensación de éxito, de «ser». —Hizo una pausa y, a su vez, paseó la vista por la habitación—. ¿Te parece que este cuarto o esta casa son demasiado grandes?
—No, no es exactamente eso, sino que en mi época, uno hubiera debido ser muy rico para poder tener tanto espacio.
—Para nosotros —continuó Shamira—, contar con mucho espacio es imprescindible. Sin él, no creemos que se pueda desarrollar al máximo nuestro potencial humano. Los ambientes estrechos, estrechan la mente, y nunca ha habido —ni habrá— nada más importante que el desarrollo de la mente, adquirir conocimientos y comprensión, y para ello se necesita espacio y tiempo.
—Claro —respondió Toby—. ¿Y este sistema funciona siempre sin inconvenientes? ¿Nunca se presentan problemas? —Recordaba que la noche anterior, la voz de Shamira había dejado trasuntar una cierta contrariedad cuando se mencionó que Raoul permanecería en la casa.
—Hay problemas, todavía somos humanos. —Toby creyó que ella había captado la idea que se le cruzó por la mente, impulsándolo a hacer esa pregunta.
—Bueno, me alegro. Comenzaba a creer que había llegado a un mundo olímpico, donde cada individuo es un dios infalible.
—Dioses somos, como también lo eran ustedes en tus tiempos. Pero eso de infalibles… No. Quizás recuerdes que hubo problemas en el Olimpo. —Se puso de pie—. Pienso que tengo que empezar a contarte lo ocurrido en el lapso que faltaste de la tierra. Si no llegas a comprender lo que significó el caos, será imposible explicarte las cosas de una manera razonable y plausible. Lo que somos en la actualidad, nuestra forma de vida, las cosas en las que creemos, el modo en que funcionan nuestros cuerpos y almas, el desarrollo de las facultades mentales, el medio ambiente moderno que nos rodea, todo se debe a lo que sucedió aquellos años. De manera que, si me acompañas a la sala de televisión, podré empezar a ilustrarte. Tengo cientos de microfilms que me van a ayudar en el relato.
Atravesaron una puerta al fondo de la habitación, y Toby se paró en seco, azorado. Cuando Shamira mencionó la sala de televisión, recordó el pequeño escritorio que había en su casa. Pero esto… esto no tenía nada que ver con una piecita confortable, con un televisor junto a la chimenea. Esto más bien se parecía a un laboratorio gigante, o una de esas inmensas galerías de arte con aspecto de hospital. Las paredes se quebraban cada tanto en partes salientes, de suerte que quedaban amplias superficies, cada una de las cuales era una pantalla de televisión desde el suelo hasta el alto cielo raso abovedado.
—¿Qué pasa? —Shamira percibió su asombro, y se detuvo también.
—El tamaño de este cuarto me sorprendió; eso es todo —respondió Toby, disgustado consigo mismo por ser tan expresivo—. Me resulta insólito encontrar un cuarto tan raro en una casa de familia.
—No creas. La televisión es el medio normal de comunicación. Participamos en asuntos mundiales por la televisión, votamos por televisión con la ayuda de las computadoras, y toda la enseñanza infantil se hace con y por medio de la televisión, así que ya ves…
Palpó la perillita electrónica, y simultáneamente giró una de las pantallas, al tiempo que las persianas se deslizaban silenciosamente hacia abajo para eliminar la luz de las ventanas.
—Bueno —comenzó Shamira—. ¿Te parece que vas a sentir mucha nostalgia si ves unas documentales de tu época? ¿Te gustaría, por ejemplo, presenciar la partida de tu expedición?
—Sí, claro. —Sintió escalofríos. Pensar que vería a muchos de sus compañeros, y el lanzamiento de la pobrecita nave Nº 32…
Shamira acarició la perilla, y la pantalla cobró vida.
No era la televisión que él conocía, ni aún la más perfeccionada de su época. Ésta era tridimensional, y fue tan profunda la impresión de estar sentados justo en medio del bullicio y la actividad, que por un momento se quedó perplejo, y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no levantarse y salir disparando de la situación ridícula en que se encontraba. Un hombre habló, mirándolo fijo a los ojos, y Toby le respondió, sin tener tiempo de contenerse. Shamira le apretó el brazo, y él se maldijo a sí mismo por su estupidez.
Era casi el amanecer del día en que partieron. Dentro del casco de la cosmonave, él y sus compañeros estaban ya inconscientes. Para todos los demás, fue su muerte. Sintió una pena profunda. La cuenta regresiva había comenzado y, mientras Shamira y él observaban, la gigantesca figura en forma de cohete comenzó a elevarse. Las llamas iluminaron la habitación, al tiempo que la nave se internaba en el aire.
Toby supuso que, para Shamira, debía ser como estar viendo una obra de época, no así para él, que sentía algo muy personal y emotivo.
Cambió la imagen, y Toby pegó un salto en su asiento. Rosemary, su mujer, estaba parada a menos de dos metros de distancia. Estiró la mano, pero Shamira suavemente lo hizo retroceder. Rosemary lloraba; podía escuchar sus sollozos. De modo que se había conmovido un poco. Él ni se había enterado de que hubiese viajado a Estados Unidos para el lanzamiento. Sin duda, le habría dado la impresión de que asistía a su funeral. Junto a ella, con los labios apretados y frunciendo el ceño, los brazos tensos y los puños cerrados, se hallaba Robin, su hijo.
Las figuras variaron, y vio muchas otras caras conocidas. Algunos amigos parados por ahí parecían tristes, pero también había en sus rostros una extraña especie de alborozo. La gran aventura. ¡Qué riesgo incomparable, y qué inmensamente valiosa era la expedición!
Y todo, tanto tiempo atrás. Si hubiese podido consolarlos, hablar con ellos, responder cuando preguntaban. Si hubiesen sabido que un día él iba a escuchar sus palabras, ver sus caras, habrían pensado que era un fantasma, pero los fantasmas eran ellos, cada uno de ellos, que se movía, hablaba, gesticulaba, lloraba. Tantos años hacía que todos habían muerto. Shamira desconectó la pantalla, y Toby se dio cuenta de que tenía el rostro bañado en lágrimas. Avergonzado, se apresuró a restregárselo con el dorso de la mano.
—¿Aguantas un poco más? —La voz de Shamira era cálida, y sus ojos se mostraban sospechosamente brillosos. Toby se sintió menos solo, y respondió:
—Sí, claro que me gustaría ver un poco más.
Las documentales pasaron de lo puramente personal, al curso de los años siguientes, y así Toby pudo verse menos involucrado, y demostrar un profundo interés. Apareció un hombre de aspecto vigoroso —evidentemente un político—, arengando a una muchedumbre, que era luego apedreado en retribución por el trabajo que se tomaba.
—Espero que haya logrado escapar —murmuró.
—Sí, pudo —respondió Shamira—. ¿No lo reconociste? Era su hijo Robin.
—¿Robin? ¿Puedo verlo de nuevo?
—Por supuesto. —Tocó la perilla, y se repitieron las escenas.
Fue una mañana memorable para Toby. Por primera vez experimentaba estar de vuelta en la tierra, y totalmente consciente. Casi tres horas estuvo mirando películas documentales. Vio a su ex mujer volverse vieja y achacosa, y por último presenció el momento en que llevaban su ataúd a la tumba.
Robin, su hijo, también maduró y se convirtió en un hombre de edad ante sus ojos, pero su muerte no había sido registrada. Los hijos de su hijo, una nena y un varón, balbuceaban en andadores, saltaban y jugaban, iban a la escuela, y en el lapso de unos minutos, se convertían en una chica hermosa y un joven robusto.
—¿Por qué aparecían tanto en televisión? ¿Por qué salían en tantos noticieros y documentales? Nuestra familia no era nada importante, sino todo lo contrario.
—Estás muy equivocado —respondió Shamira—. Al integrar la expedición, te hiciste famoso. Justo antes del lanzamiento, reportearon a todos los familiares. Recordarás que ocurrió lo mismo con las naves que partieron delante de la tuya. Claro que yo seleccioné los rollos y las documentales que tenían que ver con nuestra familia. Más adelante, el interés decayó, pero si cualquier persona relacionada con algún integrante de la expedición hacía algo importante, se hacía acreedora a salir en los noticieros.
—Claro.
—Y algunas de las apariciones son pura coincidencia. Rosemary, como puedes apreciar, se convirtió en una gran personalidad por propio mérito. Cuando se separó de Nigel, tuvo una intensa vida política.
—¡Ah…! ¿Así que se separó de Nigel? —Estaba sorprendido.
—Sí, pero quizás sería mejor dejar este asunto para otro día, si quieres que te cuente del caos.
—Por supuesto —asintió Toby, contento de poder alejarse del tema Rosemary—. ¿Y qué fue de Robin? Él también tenía una carrera política, ¿no?
—Sí, llegó a ser un alto funcionario del gobierno de su época.
—¿No sabes cuándo y cómo murió?
—No. Investigué minuciosamente, revisé una y otra vez, pero sus últimos años no aparecen en los archivos, ni tampoco su muerte. Aunque no me sorprende mucho; el período de caos ya había comenzado, y se vivía un clima de conmoción.
—¿Cuándo y cómo empezó el caos?
—No existió un momento preciso que uno pudiera señalar como el comienzo. Fue un estado que evolucionó lentamente, igual que un cáncer; cuando empezó a doler y la gente reaccionó, ya habían, pasado muchos años. —Shamira se quedó pensando un momento—. En la última película viste a tu nieta Carol, cuando tenía diecisiete años, o sea en 2014. La garra insidiosa del caos se había manifestado ya mucho antes, pero los hechos propiamente dichos que concentraron la atención del mundo tuvieron lugar en el año 2015, aunque la gente no se dio cuenta en seguida de lo que estaba ocurriendo.
—¿Y cuáles fueron esos «hechos» propiamente dichos? Antes de que Shamira tuviese tiempo de contestar, entró Mariana. Se pusieron a conversar, y desconectaron las pantallas. Toby experimentó una momentánea frustración. La charla se había cortado en el momento más interesante. Pero luego volvió a mirar a Mariana, y se alegró de que los hubiese interrumpido. Hoy se la veía preciosa, o quizás fuese que él estaba más despierto y lúcido. Llevaba un vestido sencillo, que perfectamente hubiese podido usarlo una chica de su propia época. La gente daba la impresión de no ser tan esclava de la moda, como era común en el siglo veinte. Tal ver fuesen más reacios a esclavizarse.
Giró levemente en su asiento de manera de poder mirar a Mariana con disimulo. Pensó que su piel morena era muy seductora; ya se había acostumbrado a la uniforme pigmentación obscura de las personas y se avergonzaba un poco de su propia palidez.
Mariana levantó la vista, y captó su mirada. O le había leído los pensamientos, o sabía de antemano cómo iba él a reaccionar. Sacó una botella:
—Te traje una tintura. Pensé que podrías sentirte molesto por tu color, y esta mañana encargué en el laboratorio que te la prepararan. Te obscurecerá un poco, y va a proteger tu piel del sol. Hace mucho calor aquí en África, y creo que las pieles blancas siempre fueron más susceptibles de quemarse, o al menos así lo leí en los archivos médicos.
Toby se sintió halagado por su gesto, y recordó con cierta turbación cómo, cuando era niño e incluso hasta el momento de su partida en muchas partes del mundo se atacaba a las negras por su distinto color.
Adreena apareció en la puerta anunciando la comida. Volvieron a la habitación grande. Toby empezaba a experimentar de nuevo un leve cansancio, como si hubiese viajado físicamente de ida y vuelta a sus tiempos, en lugar de haberlo visto todo en la pantalla. Se alegró de que las mujeres hablaran, porque así pudo sentarse con ellas pero sin tener que participar. Le gustaba escuchar sus voces melifluas, «como si estuviesen cantando pequeñas y discretas partes de una ópera» —pensó. Pero cuando conversaban con rapidez, no llegaba a captar todo lo que decían, especialmente cuando abordaban temas que él no podía ubicar, hasta ahora, en el esquema de su propia experiencia.
Adreena vino a rescatarlo, y le dijo que a propósito hablaban normalmente para que pudiese acostumbrar el oído al ritmo del lenguaje moderno.
—Hablas un inglés tan distinto —dijo—, que debemos parecerte de otra raza. Para nosotros es más fácil porque contamos con el archivo de microfilms sonoros de manera que nos resulta más sencillo comprender la transición de tu idioma, al que se emplea en la actualidad.
—¿Por qué se adoptó el inglés? —preguntó Toby. Casi se le escapa «eso que ustedes llaman inglés», pero se contuvo a tiempo. Al fin y al cabo, ¿quién era él para criticar? Del mismo modo podría uno de los Peregrinos de Chaucer haber aparecido en el siglo veinte, y criticado la transformación sufrida por el inglés, apartándose de la lengua chauceriana.
—Por una razón muy simple —respondió Adreena—. Casi todos los habitantes de los países de habla no inglesa sabían algo de inglés, pero en los de habla inglesa, eran muy pocos los que conocían otro idioma, y por eso fue muy fácil y natural adoptar el uso del inglés como lengua franca. Durante mucho tiempo la gente conservó también sus respectivos idiomas, pero esa costumbre desapareció después del caos, generalizando el inglés. Hoy en día, la mayoría de nosotros podemos leer y entender una o más de esas lenguas antiguas, y se las utiliza con fines académicos. Sin embargo, el idioma vivo proviene del inglés.
Toby pensaba en cualquier cosa mientras escuchaba a Adreena, pero de pronto, un gesto de ella le hizo concentrar la atención. Le sostuvo la mirada, y experimentó una sensación muy semejante al miedo. Esta niña podía ser tan poco aniñada…, cosa que trastornó su sentido de los valores y de lo apropiado.
Con la llegada de Raoul, se relajó la tensión y la ansiedad que Adreena parecía estar transmitiendo a Toby, y éste percibió que la niña transfería a su padre la atención que le había estado prestando a él.
La presencia de Raoul produjo un cambio en el ambiente. Un intangible malestar, semejante a una salpicadura en la superficie inmóvil de un charco, se apoderó del pequeño grupo. Shamira se encerró en sí misma, y al cabo de un momento buscó un pretexto para mandar afuera a Adreena. En un mundo donde los robots traían y llevaban hasta lo más mínimo, esa excusa no tenía sentido, pero Adreena partió sin protestar. Toby deseaba estar fuera del grupo, y poder juzgarlos objetivamente, pero sentía la extraña mirada de Raoul fija en él. Le habría gustado entender a Raoul. Le habría gustado entender a cualquiera de ellos.
Gradualmente, los otros reanudaron la conversación pasando de una cosa a otra, con agradables silencios entre medio. Trató de analizar esa característica serenidad que los envolvía. Eran tan tranquilos, tan bellos. Físicamente bellos también, con la perfección y algo de ese aire inerte de las esculturas. En el terreno mental eran poderosos. Sus cerebros irradiaban una fuerza, una energía que le resultaba difícil definir. Energía de tal brillo y capacidad, que su propia mente iba descubriéndola de manera muy lenta y fragmentaria. Una parte de su intelecto —desconocida para él hasta ese momento—, iba siendo estimulada. Le intrigaba saber si su mente la de todos sus contemporáneos habrían funcionado a la mitad de su potencia. ¿O es que había ahora una diferencia química en la sangre que le irrigaba el cerebro produciéndole un mejor efecto? ¿Era la radiación? ¿O el aire que respiraba era distinto? Con el tiempo, podría… debería averiguar. Deseó poder averiguarlo en el momento, en seguida. Le resultaba odioso andar a tientas mentalmente, y humillante el descubrir que, por lo visto, existían esferas completas que escapaban a su entendimiento.
El disgusto mental de Toby quebró la trémula perfección de la charla. Shamira se puso de pie.
—¿Te gustaría salir un rato a volar? —le preguntó—. Ahora ya está más fresco, y podemos continuar mañana la sesión de orientación. Tal vez Mariana pueda acompañarte a conocer un poco del mundo exterior.
Mariana asintió, y combinaron encontrarse en el patio, cuando ella regresara de una corta visita a su casa.