CAPÍTULO 18

A la mañana siguiente, Toby se levantó y se vistió antes del amanecer, esperando a Raoul para ir al Centro de Control. Aunque no se lo consideraba aún en condiciones de hacer un verdadero trabajo como él quería, asistiría frecuentemente al Centro para conocer el mayor número posible de personas e ir asimilando el clima de la ciencia moderna. El Centro de Control era su hogar espiritual e intelectual. Allí era feliz y, cosa muy importante, mientras estaba allí olvidaba por un tiempo la pena que le causaba la indiferencia de Mariana.

Ayer había disfrutado mucho. Adreena lo sacó de su depresiva tristeza, y a la noche ya se sentía con menos tensión y más descansado. Raoul y Shamira habían vuelto juntos a la casa muy tarde, de manera que en seguida fueron todos al patio a comer. Toby pensó que habría algún problema. Había un cierto aire de contención en el grupo, y sospechó que Raoul y Shamira habían discutido otra vez sobre Adreena. O quizás el fantasma de Geno estuviese sentado con ellos a la mesa. Raoul mencionó al pasar que habían tenido noticias de la Flotilla, que adelantaba su regreso, pero no dio muestras de estar preocupado por ello. Esta mañana, cuando fueran al Centro, tal vez dijese algo más. O a lo mejor hubiese llegado alguna mala noticia acerca de la expedición. Pero en ese caso, Raoul se lo habría mencionado de inmediato. Toby se puso impaciente, preguntándose por qué Raoul tardaría.

—No llego tarde, mi amigo. Recién son las cuatro y media —dijo Raoul, apareciendo en la puerta.

—Me estaba preguntando si habría alguna novedad de la expedición —dijo Toby, confundido por el hecho de que lo encontraran con los pantalones mentales bajados. En serio debería tener precaución.

Pronto estuvieron en el Centro y, en un instante, Toby advirtió un cambio en el ambiente. Era una sensación personal, cálida. Ayer había llegado a un lugar extraño que le echaba rápidas miradas inexpresivas, y seguía su ritmo. Hoy, se consideraba parte de él. Nadie dijo nada, nadie insinuó por gestos o palabras que hubiese ocurrido algo el día anterior, pero Toby estaba seguro. Había desarrollado considerablemente su facultad de percepción extrasensorial y, aunque sus poderes eran escasos y ridículamente débiles comparados con los del hombre de hoy, aún así eran muy superiores a lo que hubiera creído posible, y le ayudaban a tener una visión clara de ideas y circunstancias que se le habrían escapado por completo en su previa existencia.

Ese era el motivo por el que ahora, en un momento, tuvo la profunda convicción de que los científicos lo aceptaban como uno de ellos al nivel actual, no al de 13 décadas atrás, pasado de moda. Aparentemente les atrajo y, más importante aún, les atrajo su intelecto, de manera que lo acogieron con gusto y respeto. La cortesía era innata en estas personas, y por eso ayer lo habían recibido amablemente, pero hoy era distinto, y Toby se dio cuenta de que, por primera vez, se sentía realmente feliz. De una manera muy sutil, el manto de autoridad que él había vestido en su época y que el paso del tiempo le había arrancado, iba siendo reemplazado por uno más nuevo, más importante, que se preparaba para recibir sobre sus hombros.

Estuvieron tres horas en el Centro conociendo gente, hombres y mujeres embarcados en diversos proyectos cuyo alcance lo pasmaba, aunque se alegró de comprobar que nada era incomprensible, sino simplemente increíble.

Por último, antes de volver a la casa, controlaron la posición de la flotilla de Marte, y también confirmaron que no había noticias que pudieran atribuirse a sus compañeros de expedición.

Toby lamentó tener que abandonar el Centro. Quiso saber si podría regresar solo más tarde, después del desayuno. Comenzaba a pensar que el tiempo que pasaba en la casa era inútil y tedioso. A pesar de que le interesaban los hechos ocurridos entre sus dos vidas, empezaba a identificarse mucho con el presente, y presentía que podría aprender más saliendo, que quedándose a ver interminables documentales. Resolvió conversar sobre esto con Raoul después del desayuno, pero cuando entraron a la habitación donde los esperaba Shamira, vio con asombro que Mariana también se encontraba allí. Había comida para cuatro, y Raoul que por lo general comía en el Centro o en su propia casa, se quedó con ellos. Sólo Adreena estaba ausente, y al mirar a Mariana, Toby se alegró. Adreena podía arruinarle el programa; él siempre sentía que ella penetraba sus intenciones con demasiada facilidad.

Mariana estaba vestida de rojo vivo, y el pelo abundante le caía a ambos lados de la cara, casi hasta la cintura. Toby contuvo la respiración, y trató de sosegarse. Confió en que no hubiesen sido tan evidentes para todos sus emociones y acrobacias mentales.

—Hola —dijo, con una voz que quiso ser casual.

Shamira se corrió, y se vio obligado a sentarse junto a Mariana, que le envió una cálida mirada de bienvenida pero, precavido contra sus cambios de humor y sus encierros en helada reserva, se sentó con cuidado, dolorosamente consciente de su proximidad y su belleza. Ella le recordaba una gloriosa peonía en flor.

Los minutos pasaban y el acerado escudo protector que ella siempre desplegaba a su alrededor para impedirle la entrada, no aparecía ahora. Tampoco aparecía esa incómoda sensación de que sus mentes estaban en desacuerdo como una imagen de televisión mal sintonizada, que siempre se apoderaba de Toby cuando intentaba acercarse a Mariana en un terreno personal. Decidió tener sumo cuidado, estar muy seguro de sí mismo antes de dar un paso. Sentía que ella podía aniquilarlo a voluntad, y no tenía ningún deseo de que lo aniquilaran.

Shamira comprendió su estado, y vino en su rescate.

—Hoy completaste tu primera semana de vuelta en la tierra, Toby —dijo—. Mariana te llevará al hospital para que te hagan unos análisis especiales, que ella quiere supervisar personalmente.

—¿Estoy bien? —preguntó—. Quiero decir, ojalá no estén esperando que vaya a desaparecer en una nube de humo, o algo por el estilo. —Fue un comentario tonto, pero quería ganar tiempo para pensar. Sentía que quizás Mariana se estaba empeñando en ser amable con él porque sabía que las cosas iban mal.

—No, claro que no. Creemos que estás muy bien —respondió Mariana. Toby trató de ser sensato, y de convencerse de que él era sólo un caso clínico que interesaba a Mariana como tal, nada más, pero le resultaba difícil no sentir alborozo al ver que el tiempo pasaba y ella continuaba del mismo humor.

Un cierto remordimiento por Adreena se apoderó de él, y casi se atrevió a lamentarlo por ella cuando recibió un fuerte pinchazo mental por su inquietud. Desde alguna parte de la casa, fuera del alcance de la vista pero no de la mente, Adreena le recordaba de una manera mordaz que en esta era moderna él, el infeliz mortal del pasado arcaico, no debía alardear de compadecer a una diosa.

Toby sonrió, inclinando la cabeza para que los otros no se dieran cuenta. La influencia de Adreena, aún cuando estuviera invisible, era cáustica y sumamente incitante. Le agradecía que lo dejara libre, porque estaba seguro de que le había dado permiso. Casi experimentó un vacío en su ser cuando lo dejó partir, o mejor dicho cuando lo apartó de su lado, porque ella nunca haría algo tan indefinido como dejarlo partir.

Durante el resto de la mañana y parte de la tarde, a través de innumerables exámenes y análisis que le practicaron en el hospital, Mariana permaneció a su lado. Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ella no hacía ningún esfuerzo especial ni ponía empeño en soportarlo, como había temido en un principio. Daba más la impresión de haber sucumbido a algo que la movía por dentro. Empezó a comprender que el escudo que antes se ponía no era tanto para mantenerlo a él alejado, como para encerrarse ella.

Cuando por fin los análisis terminaron, Mariana y Toby se dirigieron al volador, y pronto partían del hospital a toda velocidad. Su alegría pronto fue disminuyendo. El día maravilloso llegaba a su fin. Mariana lo dejaría en la casa y, cuando volviera a verla, probablemente se mostraría tan fría e inabordable como siempre.

El misterio que este pensamiento planteó casi no tuvo tiempo de conmoverlo porque Mariana ya lo expresó en palabras:

—¿Quieres ir derecho a casa o prefieres dar una vuelta?

—Prefiero dar una vuelta —respondió, sin animarse a creer en su buena suerte. Sin duda —pensó— se porta amable porque hoy es una especie de festejo. Pero habría sido grosero no corresponder a su gesto amistoso, por más falso que éste fuese.

—¿Te gustaría ir a la Isla? A Inglaterra.

No podía creer que hubiese escuchado bien. Por cierto que debería andar con cuidado, y tratar de evitar lo que en su comportamiento anterior hubiera podido provocar el rechazo de ella. Debía mostrarse frío e indiferente.

—Sí, me encantaría —le contestó, esperando que la voz no se notara tan sofocada como él se sentía—. Pero me parece una pena sobrevolar y no poder aterrizar, y casi no tenemos tiempo para quedarnos un rato y volver hoy, aún con estos voladores modernos.

—No regresaremos esta noche; podemos quedarnos en la casa que Shamira tiene en Inglaterra. Yo también tengo otra casa, pero en Suecia, cerca de donde están las viejas computadoras… Podemos visitarlas a la vuelta.

—En tal caso… creo que es una espléndida idea. —Si esto era un sueño, Toby estaba dispuesto a disfrutarlo.

El volador describió un círculo, cobró gran altura, y enfiló hacia el norte. Toby se recostó en el asiento para reflexionar sobre el hecho improbable de que fuera a pasar la noche con Mariana, lejos de África. Y ella lo había sugerido. No se animaba a anticipar lo que podría significar su nueva amistad.

Entre otras cosas, temía que sus pensamientos lo traicionaran, y además, la gente de hoy era tan rara, que el deseo de Mariana de ir de paseo y pasar la noche con Toby probablemente no significaba nada en absoluto. Tal vez estuviese aburrida, sin tener nada que hacer.

A medida que volaban hacia el noroeste, se alargaba la noche estival, de manera que todavía había luz cuando Toby miró desde una gran altura y divisó las Islas Británicas, que se extendían allá abajo, como un mapa en relieve.

—Entramos bien alto para que pudieras contemplar todo a un mismo tiempo. —Mariana sonrió al verlo tan ansioso.

El aparato comenzó a descender con amplios movimientos circulares. A cada vuelta, Toby reconocía más sitios. Era absurdo estar tan conmovido, sobre todo porque desde varios años antes de la partida, su hogar había sido Norteamérica. Pero éste era el hogar de su infancia, el lugar donde había crecido.

A medida que iban bajando, se dio cuenta de que muchas de las formas escarpadas que le parecían familiares desde una gran altura, al observarlas más de cerca se hacían borrosas, confundiéndose en medio de un paisaje desconocido. Lo que en un principio le parecieron ciudades, demostraron ser ruinas casi totalmente cubiertas de malezas. El mismo panorama trágico que encontrara en África. Ciudades nuevas planificadas con amplitud de espacio, ciudades viejas parcialmente renovadas o fusionadas con las nuevas, y grandes zonas abandonadas para que se desmoronaran, pero en Inglaterra el proceso de extinción estaba más avanzado que en las partes áridas de África. Espesos bosques cubrían muchos condados. Formas incongruentes de pronto aparecían en medio del verde follaje —un par de desiertas chimeneas de fábricas—, las torres de una gran planta de energía atómica, como una veta venenosa encajada entre los árboles circundantes.

Toby experimentó la peculiar impresión de que no volvía a visitar Inglaterra 135 años después, sino más bien que el reloj se había atrasado, y ésta era la Inglaterra de los romanos. Si nublaba la vista para no ver tan nítidamente las deshechas ruinas victorianas, la ilusión era total y fantasmagórica. En cualquier momento esperaba ver aparecer figuras humanas con arcos y flechas.

Luego, al sobrevolar una de las ciudades modernas, la ilusión se esfumaba. Incluso Londres era espaciosa, tranquila y de un color blanco rosáceo. No cayó en la cuenta de que era Londres hasta que reconoció la iglesia de San Pablo debajo de él. Ni las documentales que le habían mostrado en Tagoujalet lo prepararon para enfrentar esta realidad. La Catedral parecía una maqueta. En realidad, todo Londres semejaba una réplica de arquitecto, hecha de yeso y madera.

Mariana lo venía mirando atentamente, observando las sombras que pasaban por su rostro.

—Supongo que te resultará extraño y quizás horrible, pero es un milagro que haya quedado algo, siquiera, o que estemos aquí contemplándolo. Y que estés tu viendo todo esto, es aún más milagroso todavía.

Debía reconocer, con desgano, que los arquitectos habían hecho un buen trabajo de limpieza, planeamiento y reconstrucción. Lo malo, lo feo y lo inútil se había removido. Sólo quedaba lo hermoso. Pero no era su Londres, gris, sucia y amada.

La añoranza se apoderó de él. Por un momento, ni aún la presencia de Mariana lo consolaba. El ver la ciudad actual fue peor, en cierto modo, que el primer golpe cuando la vio por televisión. Hizo un supremo esfuerzo por serenarse. Debía buscar las ventajas del presente, y lo haría.

Mariana pareció captar el instante mismo en que pactaba consigo mismo, y le apoyó una mano cálida sobre la rodilla. Toby olvidó el pasado y el presente, y se entregó por completo a pensar en esta compañía tan adorable. Ella le correspondió, sin articular palabra. Antes de enfilar hacia Oxfordshire, —donde estaba ubicada la casa de Shamira—, pasearon sobre la ciudad para que Toby pudiera saludar a sus viejos amigos arquitectónicos. La Abadía, en cuyo coro había cantado de niño, pasó en fría y prístina petrificación en la proa de estribor, y las esculturas, a escasos metros de ellos. Otras iglesias y edificios de interés aparecían en el panorama, y rápidamente quedaban atrás. Toby sonrió al pasar por el Banco de Inglaterra, que se las ingeniaba para presentar un aspecto austero y achaparrado, aún en su decrépita senectud.

—Cuando yo era joven —dijo— y volaba sobre Londres, este lugar parecía un hormiguero, con su gente que corría atareada por todos lados, y las calles siempre llenas de chicos. Creo que extraño las pandillas de jovencitos más que cualquier otra cosa.

—Los chicos —dijo Mariana, en tono agradable— son salvajes. Si se juntan en grupos durante los primeros años, perpetúan el salvajismo inherente a la raza humana. En cambio, de la manera en que lo hacemos nosotros, eso va desapareciendo.

—¿El salvajismo o la raza humana?

—Ambos, quizás. —Mariana sonrió—. Pero al menos, si la raza se va a extinguir, lo haremos con dignidad, no en un estallido de fuego atómico, ni por ninguna enfermedad espantosa contagiada por el hombre, cosa que el salvaje congénito nos obligaría a hacer.

Durante un rato, ninguno de los dos habló. Ambos tenían mucho en qué pensar.

—¿Qué es eso que hay allá? —preguntó Toby de pronto—. Por un instante pensé que era lo que llamábamos Festival Hall, pero es demasiado grande.

—Es el nuevo Festival Hall. El viejo se incendió casi al mismo tiempo que las Cámaras del Parlamento. Si quieres, podemos venir alguna vez a escuchar música o ver un espectáculo de gimnasia o de ballet.

—Me gustaría. —Percibió que ella no lo iba a rechazar, y comenzó a mirarla con más descaro. Ella le devolvió la mirada con una sonrisa que pareció ser de aceptación. El cielo se iba tornando de un intenso tono añil en las últimas horas del atardecer. Muy pronto volaron sobre Oxford, y describieron círculos, descendiendo en el jardín de una casa grande. La residencia de Shamira en Inglaterra estaba ubicada en medio de la campiña, y tan aislada como la casa de Tagoujalet.

El interior daba más sensación de haber sido habitado que la casa africana. Toby pensó que eso era porque había más muebles y accesorios indispensables para el clima inglés. Las proporciones eran tan amplias como las de Tagoujalet, pero aquí había gruesas alfombras de pared a pared, y pesadas cortinas suntuosas sobre los inmensos ventanales dispuestos en ángulo. Desde donde se captaban unas vistas imponentes.

Toby se sorprendió y se quedó impresionado al comprobar que la casa estaba aireada y fresca. Había esperado encontrarla cubierta por gruesas capas de polvo, aunque no estaba muy seguro de cómo distribuía su tiempo la gente, o cuánto tiempo se quedaba en un lugar. Le impactó en particular el hecho de que los postigos y persianas estuviesen abiertas en la justa medida para la luz del atardecer, como si una mano los hubiese arreglado media hora antes.

Mariana le explicó que las casas se mantenían automáticamente durante todo el año por medio de robots, que seguían realizando ciertas tareas específicas de la temporada o del clima, tales como abrir y cerrar ventanas, conectar o desconectar los acondicionadores de aire, etc.

Feliz de estar con Mariana, solo y en Inglaterra donde el aroma del campo le traía la memoria de su juventud, Toby dio rienda suelta a su curiosidad. Era más fácil comparar esta casa con las de su época, y la exploró ansioso, con Mariana a su lado. Ni siquiera el cuarto de Adreena, impregnado de su personalidad, lo alteró más de lo debido. Se alegró de poder pensar en ella sin complejo de culpa. Había sido inteligente, pensó, al dejarlo en libertad, en libertad para pensar en ella sólo de manera fugaz, y regresar de inmediato adonde residía su verdadero interés. Todos sus pensamientos, todo su ser, se centraban en Mariana. Le parecía increíble que estuviera aquí con él, caminando a su lado, aparentemente dispuesta a entablar una amistad que satisficiera su fuerte necesidad física. Deseó no parecerle repugnante, a ella que pertenecía tanto al presente y menospreciaba tanto el pasado.

En la cocina, eligieron un menú, y Mariana lo inició en las complejidades de los distintos gustos. Una vez que hubieron elegido y apretado los correspondientes botones, no necesitaron preocuparse más, hasta que aparecieron las fuentes, listas para servir. Resolvieron cenar debajo de un árbol grande, en el jardín.

Toby se sentía reacio a abandonar a Mariana, ni siquiera para lavarse y cambiarse antes de la noche. Temía que se rompiera el encanto y que, al volver, ella se hubiese ido o —lo que era igualmente malo—, que estuviera tan fría como antes. En la habitación que iba a ocupar, había ropas extendidas para él. Le intrigó saber si estas prendas habrían sido pedidas a un proveedor local por medio de un robot, o si Shamira, siempre tan buena, habría fletado un volador desde Tagoujalet. Era muy agradable no tener que hacer maletas, ni preocuparse por el transporte o los pasaportes, ni por nada. En realidad, no tener ningún trabajo. La gente ahora era tan libre como los pájaros del aire. Sintió un escalofrío al recordar, pero era un escalofrío simbólico, no más. Ya no le afligía el silencio, y casi no tenía presente cómo era antes, cuando aire y tierra estaban poblados de criaturas que volaban, zumbaban, piaban, trepaban y mordían. Algo había que valorar en esta vida moderna: en sus tiempos, no habría podido sentarse debajo de un árbol sin que lo atacaran los mosquitos.

Cuando volvió a reunirse con Mariana en el jardín, le echó una rápida mirada para comprobar si él aún seguía en el valle encantado. Ella le sonrió leyéndole los pensamientos, y asintió.

Comieron y charlaron de mil cosas, de los alrededores, del pasado de Toby, del presente de ambos, del futuro. De todo y de nada. De lo que opinaban acerca de otras cosas. Toby no le quitaba la vista de encima, y al mismo tiempo trataba de disimularlo. Pensó que ella se sentía tan conmocionada por dentro como él.

—¿Me vas a responder con la verdad si te pregunto algo… algo muy importante?

—Por supuesto. Yo nunca miento. —Lo reprendía con palabras, pero la expresión de su rostro era amable.

—Quiero saber una cosa. Has cambiado tan de repente… ¿estás representando algún papel? ¿Eres así en la realidad, o es que existe alguna razón ulterior para… para que hayas venido aquí conmigo… para todo? —Toby hizo una pausa. «Idiota», se dijo a sí mismo, «arruinaste el programa».

Pero Mariana no se ofendió.

—No cambié de repente. Hay motivos por los cuales yo habría preferido que no me afectaras, razones especiales, pero no cambié. Y nunca «representaría un papel», como tú le llamas. ¿Por qué habría de hacerlo?

—¿No me tienes lástima por algo? Yo no podría soportarlo.

—Y yo no te insultaría compadeciéndote. Si en algún momento te tuve lástima, eso fue sólo durante muy poquito tiempo, antes de que recuperaras el conocimiento, mientras estabas fláccido y aparentemente muerto, y todos tus fláccidos compañeros eran transportados del lugar. Una vez que hablaste y te moviste, dejé de compadecerte. Creo que nadie lo hizo, tampoco.

—¿Entonces esto no es una simple amabilidad? Me alegro.

—Nunca soy amable —replicó Mariana, y Toby, mirando ese rostro precioso, se dio cuenta de que decía la verdad. También sabía —tanto había avanzado en la comprensión de la vida moderna— que eso no significaba que sería poco amable —ya que amable y no amable eran dos opuestos— y la gente de hoy aducía no poseer elementos opuestos en su naturaleza.

Los días que siguieron fueron de total regocijo para Toby. Con Mariana, tenía todo lo que podría haber deseado, y muchas cosas que sus conceptos del siglo veinte le habían impedido imaginar. Fue una gloriosa luna de miel, hecha de días y noches de comunión, tanto mental como corporal. El ambiente en que se desarrolló este idílico interludio era perfecto. Un verano inglés, fresco y soleado, el jardín impregnado de un nostálgico aroma de rosas y césped cortado. Si la polinización de las rosas se hacía con máquinas, y si los robots se encargaban de cortar el pasto al amanecer. Toby no lo notó ni le interesaba, tan grande era su felicidad. Un día llovió, pero poco. La primera lluvia que veía desde su llegada. Se quedó mirando las gotas que resbalaban como lágrimas por los vidrios de las ventanas; luego el sol las secó rápidamente. Estaba pletórico de amor. En este presente sin amor, experimentaba un amor más grande que lo que jamás hubiese soñado.

En medio de la felicidad, la nueva comprensión que había adquirido le señalaba, con certeza, que este episodio había tenido un comienzo y tendría un fin. En los viejos tiempos, habría intentado pensar en términos de eternidad, negándose a admitir la etapa de declinación, incapaz de aceptar lo terminante y frío de un final. Ahora aceptaba contento el carácter transitorio y breve del amor de Mariana, y esperaba que el suyo no se prolongara demasiado en inútil sufrimiento, como le había sucedido con Rosemary mucho tiempo atrás. La relación debería ser acabada y perfecta como una perla, que pudiera luego ser contemplada y recordada en toda su belleza, no mancillada por la amargura.

Parte de la perfección de estos días residía en que, a intervalos, se separaban por completo, reaprovisionando sus mentes en soledad. Toby utilizaba estos descansos para regresar al pasado, para visitar lugares que había conocido antes.

En dichas ocasiones, tomaba el volador y partía a rendir silencioso homenaje a los insólitos rincones de Inglaterra que lo habían formado. Una colina, en algún lugar de las dunas. La encontró con dificultad, pero en una ocasión también halló la piedra que usaba de chico para marcar su escondite secreto. Allí él solía tenderse boca arriba, sobre el césped cortado y áspero, a mirar el cielo azul, pensando en volar a otros mundos. El pasto ahora estaba más crecido; ya no había conejos ni corderos que lo troncharan; de lo contrario, sería igual. Casi se podría decir que veía al escolar imaginativo tendido sobre el césped. Se tiró al suelo, y se frotó la cara con el pasto. Todavía existían los tréboles, aunque se notara la falta del pesado y somnoliento zumbar de las abejas. Felizmente el viento no era estéril.

También estaba la Abadía donde, en sus épocas de pillo muchachito de coro, había grabado su nombre en la madera, haciéndose acreedor a unos fuertes golpes en los nudillos con el puntero del director del coro. «Profanación», lo había denominado el viejo de las facciones afiladas. La palabra ahora resonaba como un eco en el interior vacío y petrificado, limpio e incongruente, desprovisto de toscos candelabros y de turistas ruidosos.

Un día, volando al azar, le acometió el impulso de visitar la tumba de Rosemary. Se había acordado de ella porque sobrevolaba el condado donde ella vivió de niña. Donde había transcurrido su noviazgo. Estaba seguro de que reconocería la configuración del terreno, pero los accidentes específicos serían más difíciles de ubicar. La zona estaba cubierta por una espesa vegetación, y se habían borrado los caminos.

Recordaba haber visto en el microfilm que televisaron en Tagoujalet que la habían enterrado en el pequeño cementerio del pueblo, no muy lejos de donde estaba la casa de sus padres. Pensó en evitar la casa propiamente dicha, pero cuando comenzó a descender sobre el lugar donde suponía que debía estar la casa, consultando el mapa y la brújula para asegurarse, comprobó que no quedaba nada.

Aterrizo y comenzó a caminar, empujando a un lado las plantas y arbustos. Había ladrillos y cascotes debajo de las matas, pero todo estaba tan borrado que ya no supo con certeza dónde se levantaban antes las distintas viviendas de la aldea. Caminó en dirección a lo que debía haber sido la iglesia, y tuvo la suerte de encontrarla. El altar, con su cruz; emergía en medio de los arbustos. Era obvio que la iglesia había sido brutalmente destruida. Unos huesos quemados que encontró sobre el altar le hicieron imaginar los ritos horribles que, en la arruinada nave del templo, habría practicado una humanidad que, llevada al límite de su resistencia, trataba de insultar a un Dios intangible.

Encontrar la tumba de Rosemary no fue tarea sencilla. Raspó y escarbó en medio de lápidas desgastadas casi por completo utilizando un pedazo de teja que había alzado del piso y que en un momento quizás perteneciera al techo de la iglesia. Justo cuando se iba a dar por vencido, tropezó con una piedra angular de forma insólita, que había visto en la película del entierro. La tumba de Rosemary, o lo que quedaba de ella, se hallaba a un lado. Levantó un trozo quebrado de mármol derruido, y vio la inscripción «Rosemary Eleanor Blackwood». Al menos, pudo ver lo suficiente como para completar las partes que faltaban de la inscripción. Así que la enterraron con nombre de soltera —pensó—, aunque no sabía por qué esto debía impactarle. Ella se había divorciado de él, se había vuelto a casar, y había luego abandonado a su segundo marido… ¡Y qué!

A decir verdad, no sabía por qué fue. No podía reconocer ante esta tumba, cubierta de malezas y con la lápida rota, que se apenaba. ¿Apenarse de qué? Era un gesto inútil. Pobre Rosemary, no se animaba a compadecerse de ella. La lívida lobreguez del patio de la iglesia, deshecho o cubierto de matas, con su olor a humedad, lo deprimió. La atmósfera parecía hacer que la muerte fuera más muerte. Luego pensó en los descendientes que provenían de él y de la persona cuyos restos descansaban debajo, del moho y la cizaña. Pensó en Nadia, en Shamira, en Adreena, incluso en el incorpóreo Geno, y en los otros antes y después de él. En su hijo Robin, y en los hijos de éste. Se sintió mejor y se levantó, sacándose las ramitas y la tierra de las ropas.

Arañado y rasgado por los arbustos, regresó al volador y, en unos minutos, se hallaba gozando de un agua tibia y aromatizada, contento por estos rápidos medios modernos de comunicación, y contento de volver a estar en el efluvio de la calidez vital y viviente de Mariana.

Hacia el fin de semana, ya le había desaparecido mucha de la nostalgia por el pasado. Justo a la semana, ella le avisó que deberían regresar a Tagoujalet. Toby reprimió con esfuerzo el impulso de rogar, de persuadir, de discutir, de exigir. Que así fuese.

Debía conservar un buen recuerdo, y no pedir más. La semana había sido absolutamente impecable. No sólo era Mariana la mujer más deliciosa que había conocido, sino también la compañera más inteligente con quien había tenido la suerte de pasar horas y días. Con cuánta nitidez recordaba las horas de aburrimiento que pasaba después de hacer el amor con algunas de sus aventuras del pasado. Incluso la luna de miel con Rosemary, a quien amaba tanto en ese entonces como ahora amaba a Mariana, había carecido de muchos de los ingredientes indispensables en una relación humana realmente satisfactoria. Pero él no había sabido cuáles eran. Ella debía haberse sentido tan desilusionada como él.

Mariana sugirió volver a Tagoujalet en varias etapas, parando a pasar la noche en la casa que tenía en Suecia. Juntos visitaron las criptas donde las computadoras seguían esperando paciente y silenciosamente recibir una señal de sus compañeros. Toby recordó qué orgullosos estaban todos del gran adelanto que había significado estos equipos. Y ahora parecían patéticamente anticuados.

Como Toby tenía gran interés en ver los Estados Unidos, cruzaron desde Suecia, por sobre Groenlandia, hasta el norte de Canadá. Sobrevolaron las zonas devastadas por la bomba que Europa había interceptado. Los bosques comenzaban a cubrir la roca desnuda. Siguieron volando, rápido y a gran altura, sobre la costa oriental de Norteamérica. El panorama mostraba el mismo esquema de ciudades nuevas y ciudades viejas y abandonadas. En ese estado se encontraba la isla de Manhattan entera, incluyendo la ciudad de Nueva York.

—¿Qué diablos ha pasado aquí? Acá hubo algo mucho peor que una simple mudanza.

—Hubo un terremoto alrededor del año 2045, que fue el golpe de gracia. Hasta ese momento, se habían hecho esfuerzos por conservar en buenas condiciones algunas partes de la ciudad. Después, la abandonaron. Pero muchas de las otras viejas ciudades están en mejor estado.

Se dirigieron hacia el oeste para ver Dallas, o para ver dónde se había levantado Dallas. No quedaba nada. La devastación nuclear había arrasado con la ciudad, y las ruinas pronto se habían rendido al misericordioso encubrimiento de las malezas.

—Qué espantoso —dijo Toby, que estaba al borde de las lágrimas. Él había sido feliz en América, más feliz que en Inglaterra. Inglaterra era el lugar de su infancia y temprana, desastrosa adultez. América había sido la tierra de sus grandes proezas, donde había madurado y desarrollado su personalidad, donde había hecho sus mejores trabajos, y de donde había partido en su gran aventura.

Mariana, comprendiendo su estado de ánimo, no dijo nada mientras volvían para el Este, hacia Florida. A esta altura, ya sabía qué esperar. Raoul le había contado que a Cabo Kennedy lo habían destruido ex profeso. Quedaba muy poco por ver. Partes de las antiguas instalaciones aún sobresalían en medio de la vegetación exuberante. Cómicamente, un cohete de múltiples etapas seguía parado, sostenido tanto por plantas trepadoras, como por su propia base. «Se parece a un dedo amenazador o a un símbolo fálico, no sé bien a cuál de los dos» —pensó.

Se puso contento cuando remontaron por encima de las nubes, rumbo a África y al que ahora era su hogar. Estaba ansioso por volver. Quería empezar de nuevo a trabajar en serio, y ahora que Mariana había cambiado de actitud, creía que su vida le reservaba un posible futuro, dentro de este insólito futuro-presente.