Viernes, San Antonio, Texas
Durante los ocho meses que han pasado desde que rompí con mi antigua vida, una persona ha estado siempre más o menos presente en mi pensamiento: Jesse.
La última vez que hablamos fue aquel fatídico día en que me anunció por teléfono el asesinato de Carmen Prado. Aquella mañana Jesse se despidió de mí para siempre, deseándome lo mejor en mi vida con Robert y desde entonces no he vuelto a tener ningún contacto con él.
Es cierto que al principio, durante las semanas de depresión, no quise hablar ni con Jesse, ni con nadie. Después entré en una fase en la que debía tomar decisiones y reorientar mi vida. Durante ese periodo me prohibí pensar en Jesse pues me estaba costando mucho trabajo superar mi fracaso matrimonial y no quería añadir a mi confusión el recuerdo del que fue sólo un efímero amante.
Cuando empecé a sentirme mejor, aunque seguía teniendo ganas de hablar con él, me pareció que ya era demasiado tarde. Si quería haber compartido con Jesse los verdaderos motivos de mi separación, tenía que haberlo hecho antes. Si lo que pretendía era hablar con él como si nada, todavía no me sentía con fuerzas para hacerlo.
Y así fui dejando que pasara el tiempo... resignada y convencida de que nuestros caminos nunca volverían a cruzarse. Hasta que hace un mes Alba me pidió que la sustituyera en el simposio centroamericano que tendría lugar en San Antonio, la ciudad donde vivía Jesse. Desde entonces no he podido dejar de pensar en él. A veces me sorprendo repasando mentalmente el tiempo que compartimos, momentos escasos que se cuentan casi con los dedos de las manos: los días que estuvo inconsciente en la cueva, el camino hasta Comayagua, nuestro breve rencuentro en Tegucigalpa y el día en el hospital después de mi secuestro.
Es curioso que aunque recuerdo ciertos detalles con claridad, he empezado a olvidar muchos otros: por ejemplo, me acuerdo perfectamente de la manera en que reaccionó mi cuerpo cuando me metí en su saco de dormir, su sentido del humor, el color exacto de sus ojos, la conversación que tuvimos en el coche la noche en que dejamos San Germán... y sin embargo soy incapaz de recordar con exactitud sus rasgos, su olor, el sonido de su voz.
Desde que supe que iba a venir a San Antonio he estado barajando la posibilidad de llamarle; invitarle a tomar algo como lo haría con cualquier amigo... Era una idea tentadora, pero no me atreví a llevarla a cabo porque tenía miedo: miedo de que Jesse me malinterpretase y creyera que después del divorcio me había estado contando a mí misma historias románticas sobre nosotros...
Quizá lo que temía era que se diese cuenta de que eso era exactamente lo que había estado pasando. Porque tengo que reconocer que últimamente no dejo de pensar en aquel momento en Tegucigalpa cuando me propuso que me fuese con él y que utilizásemos el tiempo que nos llevaría descubrir mi pasado para conocernos mejor y decidir si queríamos construir un futuro juntos. Sí, debo admitir que desde hace semanas sueño despierta en lo maravilloso que sería que retomásemos las cosas desde ese punto.
En realidad, si no le había llamado no fue porque temía que descubriese lo que siento por él, sino por miedo a comprobar que él no siente lo mismo por mí. Porque hoy tengo claro que le quiero. Y sé que es absurdo y pueril porque, aunque vivimos momentos intensos, no nos hemos visto desde entonces...
Pero cuando llegué a San Antonio el lunes pasado, lo primero que hice fue llamar a su móvil.
—El número marcado no existe. Por favor, compruébelo y marqué de nuevo —una voz mecánica cortó de cuajo mis esperanzas y mis miedos.
He dedicado toda la semana al trabajo. He llenado cada minuto de los últimos cuatro días con conferencias, coloquios y talleres de debate; he conseguido mantener mi mente distraída y no pensar en la decepción que sentí al darme cuenta de que la única vía que podía permitirme volver a contactar a Jesse, ya no era válida.
Esta tarde se clausuró el simposio y volví a la habitación dispuesta a marcharme sin más. Y entonces he tenido la loca idea de ir en persona a la dirección que me dio. Tal vez haya cambiado su móvil, pero siga viviendo en el mismo sitio. Me digo que es una tontería: a nadie se le ocurre presentarse de repente en una casa sin haber sido invitado. Y de todos modos, lo más probable es que ya no viva allí. He estado a punto de aceptar ese razonamiento sin rechistar.
Hasta que me he dado cuenta de que casi vuelvo a tomar el camino más cómodo: optar por hacer lo menos arriesgado, porque aunque cabe la posibilidad remota de que ver a Jesse resulte el principio de algo maravilloso, lo más probable es que se convierta en una experiencia dolorosa más para recordar.
Por un instante he visto asomar a la persona cobarde y timorata que fui: la misma que durante tanto tiempo prefirió callar sus temores en lugar de afrontar a su marido. La misma que prefirió seguir mirando a otro lado en lugar de arriesgarse a romper su matrimonio. No quiero volver a mirar atrás y arrepentirme de lo que pude haber hecho y no hice, especular sobre lo que habría podido ser y no fue.
Dispuesta a hacer de ese lema la guía de mi vida, he decidido ir a visitar a Jesse mañana a primera hora. Si ya no vive allí, al menos lo habré intentado. Según Google Maps, su casa queda a un par de manzanas del hotel, así que después de desayunar me iré dando un paseo y llamaré a su puerta.
Como una colegiala, y con mi tendencia a hacer conjeturas, recorro mentalmente los diferentes escenarios posibles: suponiendo que no esté en casa, le dejaré una nota para que sepa que pasé por ahí y que me hubiese gustado que nos viésemos un rato. La bola estará entonces en su campo. Pero si está, le diré simplemente que pasaba por San Antonio y que tuve ganas de verle. Le invitaré a un café. Si me dice que está ocupado y no puede, me limitaré a desearle buena suerte. Si por el contrario acepta encantado, nos pondremos al corriente de nuestras vidas; le dejaré que me cuente si se ha replanteado las cosas como tenía pensado y yo le hablaré del divorcio y de mi nuevo trabajo.
Y quizás entonces le confiese que mis sentimientos por él no han cambiado. Y en el peor de los casos me dirá que él ya no siente nada por mí. Y aunque me dolerá, cosas peores me han pasado en la vida...
“Querida, comparado con esto, el cuento de la lechera es de una tensión trepidante. No creo que tu estupidez crónica haya alcanzado cimas tan altas ni siquiera durante la adolescencia, y mira que eras bobalicona en aquella época” —se burla mi voz interior.
Vale, me estoy pasando; voy a dejar de pensar sandeces. Lo importante es que mañana voy a tratar de ver a Jesse. Y que, como mucho, me arrepentiré de haberlo hecho.