Decimosexto día
Al final me quedé en el hospital un día más de lo que estaba previsto; el médico quería estar seguro de que no habría ninguna complicación y Robert no estaba dispuesto a correr el más mínimo riesgo en lo relativo a mi salud y a mi seguridad, por lo que estuvo pendiente de mí todo el tiempo.
Tal y como Jesse nos advirtió, aparte de la declaración que hice al FBI, tuve que contar mi versión de los hechos un par de veces más: a la policía y a miembros de una brigada antivicio que trabajaba en las redes de narcotráfico y prostitución de la región. Cuanto más repetía la misma historia, más fácil me resultaba dar credibilidad a los detalles que me había inventado.
Y cada vez que tuve que contar lo ocurrido, Robert estuvo a mi lado, sin decir nada, sujetándome la mano para darme fuerzas, pero sin hacer preguntas ni comentarios. La única vez que quiso hablar del tema fue al poco rato de irse Jesse. Robert me pidió que le explicase la implicación de Santiago en todo aquel asunto. Necesitaba entender lo ocurrido así que le relaté con detalle lo que mi amigo me había contado por teléfono:
—Por lo visto hace unas semanas llamé a Santiago pidiéndole que me consiguiese un pasaporte falso y que me concertase una entrevista con Consuelo Zambrano y, a través de ella, con otras tres mujeres cuyos apellidos no le di. Según le expliqué, sus nombres bastarían para que Zambrano supiese a quiénes me refería y cómo ponerse en contacto con ellas. Lo curioso es que, aunque cuando Santiago me lo contó no fui capaz de recordar nada, en cuanto colgué el teléfono supe que una de ellas se llamaba Carmen Prado. Ella es la mujer que Jesse ha localizado y con la que va a reunirse uno de estos días.
—¿Has podido recordar cuál es su papel en todo este asunto? —preguntó Robert cada vez más tenso.
—Pues no. Pero con un poco de suerte Jesse averiguará algo cuando hable con ella —me encogí de hombros y continué mi relato deseando terminar con aquel mal trago cuanto antes—. El caso es que Santiago me consiguió el pasaporte y la cita con Zambrano: iba a entrevistarme con ella en Tegucigalpa el día en que se estrelló el avión. Al no presentarme a la cita ni dar noticias durante varios días, Santiago llamó a la oficina y mi secretaria le dio la que por aquel entonces ya era la versión oficial, es decir, que me había ido a España por razones familiares.
—¿Por qué no se le ocurrió llamar a casa y hablar conmigo? —me preguntó Robert extrañado.
El tono de su voz me hizo recordar que Robert no apreciaba mucho a Santiago porque pensaba que seguía enamorado de mí.
—Por lo visto, yo le había pedido que mantuviese todo este asunto en secreto —respondí avergonzada.
Robert explotó de repente, mostrando por primera vez toda la frustración que sentía:
—¡Esta historia es de locos! ¡Por más que lo intento no comprendo como pudiste meterte en algo así! ¡¿Qué pudo pasarte por la cabeza para que se te ocurriera pedir un pasaporte falso?! ¿Qué pretendías? ¿Desenmascarar tú solita no sé que red de narcotráfico? Elisa, es cómo si no te conociese... —Sin terminar la frase, salió de la habitación dando un portazo.
Me quedé pasmada. Incapaz de reaccionar, temiendo que aquel fuera el fin de mi matrimonio. Hubiese querido poder llorar pero no me quedaban lágrimas. Robert tenía razón al enfadarse de esa manera. Nada de lo que había hecho tenía sentido. Si al menos pudiese recordar los motivos por los que me fui a Honduras...
Tenía que hacer algo. Aunque solo fuese salir a buscarle por los pasillos... Con gran esfuerzo me incorporé y me puse las zapatillas. Justo cuando me disponía a levantarme, volvió Robert. Me ayudó a recostarme de nuevo y se sentó en el borde de la cama. Parecía agotado y vencido.
—¿Por qué no acudiste a mí...? —preguntó mirándome a los ojos.
Aquellas palabras me dolieron más que cualquier costilla rota. Y si me hicieron tanto daño fue porque me hicieron ver lo irresponsable de mi comportamiento. Irresponsable y sobre todo injusto hacia Robert.
—No lo sé... Sé que me has apoyado siempre... No hay nada que pueda decir para justificar lo que hice. Yo tampoco lo entiendo... Tienes todo el derecho de estar enfadado... Lo único que puedo hacer es decirte que lo siento y suplicarte que me perdones.
A pesar de que me sentía avergonzada, mantuve la mirada de mi marido, con miedo de leer en ella la decepción o el principio del desamor.
—Aunque sé que no me lo merezco, ¿crees que podrás hacerlo?
Robert dudó unos instantes; luego me cogió las manos y suavemente las besó.
—Eres tú la que tiene que perdonarme. No he debido agobiarte con mis acusaciones, sobre todo después de lo que has pasado... Sé que no podemos dar marcha a atrás y borrar todo lo ocurrido, pero al menos me gustaría que pasásemos página. —Hizo una pausa para volver a besarme las manos—. Y sobre todo me gustaría que dejases de tratar de recordar el pasado. Intenta hacer como si la vida nos estuviese dando la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva. ¿Crees que podrías hacerlo? ¿Por nosotros?
Su pregunta había sonado a súplica. Me quedé mirándole fijamente, tratando de entender exactamente lo que me estaba pidiendo.
Mi marido era un hombre acostumbrado a tener control absoluto sobre su mundo, a no dejarse desbordar por los acontecimientos. Desde mi desaparición, nuestra vida se había salido de su curso; de hecho, lo que le acababa de contar confirmaba que las cosas habían empezado a escaparse a su control, incluso antes del accidente de avión. Robert avanzaba ahora por territorio desconocido, un territorio en el que estaba obligado a aceptar y acostumbrarse a su propia impotencia. Era comprensible que lo que más quisiera en aquellos momentos fuese volver a nuestra vida tal y como era antes, una vida en la que lo peor que podía ocurrirnos era discutir con su hermana o no ponernos de acuerdo sobre la manera de fundar una familia.
Aunque le entendía perfectamente y era consciente de que debía ayudarle a recomponer la vida que añoraba, no estaba tan segura de poder hacer lo que me pedía, por mucho que me lo propusiese. Una cosa era apartar de mi mente todo lo sucedido en las últimas semanas, y otra cosa muy diferente era dejar de indagar en mis recuerdos hasta encontrar todas las piezas de mi pasado. Olvidar me llevaría tiempo pero lo que me pedía, dejar de tratar de recordar... ni siquiera estaba segura de que dependiese de mí.
Reflexioné unos instantes antes de decidir que Robert se merecía que lo intentase. Esta vez fui yo la que, devolviéndole el gesto, me llevé su mano a los labios para besarla antes de decir con firmeza:
—Aunque no te puedo prometer que lo consiga, al menos te prometo que voy a tratar de hacer lo que me pides.
Durante el tiempo que permanecí en el hospital, y salvo las veces que tuve que contar lo sucedido a la policía, ni Robert ni yo volvimos a hablar del viaje a Honduras, el accidente o el secuestro.
*****
El jueves por la tarde me dieron el alta. Hubiese preferido ir a un hotel en lugar de volver a casa, pero no le dije nada a Robert. ¿Cómo decirle que el pensar en volver a casa me aterrorizaba? ¿Cómo hacerle comprender que me sentía como si me estuviesen obligando a volver al principio de mi peor pesadilla? Explicárselo con palabras sería difícil; explicárselo sin mencionar el secuestro y todo aquello sobre lo que habíamos decidido pasar página, imposible.
Durante el viaje de vuelta permanecí en silencio. Por más que lo intenté no pude dejar de pensar en el momento en que descubrí el apartamento saqueado, aquel instante cuando en vez de salir huyendo me adentré en la boca del lobo... ¿Cómo pude ser tan tonta? Y qué caro pagué el precio de mi estupidez. Si mis instintos hubiesen funcionado como debían, si hubiese escuchado la voz de la razón y la prudencia, nunca me habrían secuestrado y hoy seguiría embarazada...
“Bueno, querida, ¿no se supone que vas a hacer todo lo posible por dejar atrás el pasado? Dirás lo que quieras, pero el masoquismo intelectual no parece ser la mejor táctica”.
Para mi consuelo, entré en casa y no ocurrió nada: no me derrumbé, ni empecé a temblar. El piso estaba en perfecto estado. Cada cosa en su sitio, como si el secuestro no hubiese ocurrido nunca. Tenía que haberme imaginado que Robert haría lo necesario para que la policía liberase el apartamento con tiempo suficiente para que la señora de la limpieza dejase todo ordenado y limpio antes de mi vuelta.
—No creerías que te iba a traer a casa antes de arreglarlo todo, ¿verdad? —dijo Robert dándose cuenta de mi sorpresa al cruzar la puerta.
Le abracé y le di las gracias por haber tenido ese detalle. Lo primero que hice aquella tarde fue darme una ducha para quitarme el olor a hospital que me parecía llevar impregnado en todo el cuerpo. La deliciosa sensación del agua caliente sobre mi piel y el suave aroma del jabón me parecieron el augurio de que, a partir de ese momento, todo iría bien. A pesar de seguir dolorida y magullada, volvía a sentirme optimista, lo cual era en sí mismo todo un éxito.
Mientras me aseaba, mi marido encendió la chimenea. Cuando bajé al salón me ayudó a recostarme cómodamente en el sofá y me ofreció una copa de vino blanco que acepté encantada. Pasamos el resto de la tarde tranquilamente junto al fuego escuchando una emisora de música clásica; Robert sentado a mi lado leyendo unos papeles que se había traído del despacho, yo recostada con los pies en su regazo, contemplando en silencio su elegante perfil y apreciando la nueva oportunidad que la vida nos brindaba.
Cuando anocheció, Robert preparó unos sándwiches que nos comimos frente al televisor: los Knicks de Nueva York estaban disputando un emocionante partido contra los Celtics de Boston. Aunque el baloncesto me deja bastante indiferente, aquella noche fui feliz viendo a mi marido disfrutar con entusiasmo de la victoria de su equipo.
Cuando por fin nos acostamos, Robert se durmió en seguida. Yo, sin embargo, me quedé un buen rato despierta, disfrutando de la sensación de normalidad de nuestro primer día de vuelta a casa. Y es que, a pesar de todo, durante unas horas habíamos sido capaces de no pensar en cómo nuestras vidas habían derrapado últimamente...
Aquella noche, tumbada en la cama junto a mi marido, creyendo que la pesadilla había terminado por fin, volví a hacer planes para el futuro. Decidí que en cuanto me sintiera mejor, Robert y yo nos iríamos a pasar unos días a bordo del Sweet Meg. Después volvería a la editorial y retomaría mi trabajo de ilustradora. Pero antes que nada, iría a ver a mi ginecólogo para darle la noticia de mi embarazo, que aunque había terminado trágicamente, demostraba que podíamos concebir, lo que quizás abriría nuevas posibilidades de tratamiento...
Con todos esos planes en la cabeza, me fui quedando dormida, sin imaginar que mi vida iba a dar un último vuelco inesperado y que nada sería como esperaba.