Día del accidente

 

 

 

 

El dolor y el latido de la sangre en mi cabeza me obligaron a abrir los ojos y salir de una especie de estupor que una parte de mí se negaba a abandonar. Boca abajo y aprisionada en el asiento, solo veía el cuadrado de suelo que había delante de mi cara, como si la providencia quisiera posponer el horror que descubriría cuando mirase a mi alrededor. Magullada, dolorida y asustada me quede quieta, sin moverme, intentando escuchar algún sonido humano, la voz de algún superviviente. Pero la ausencia de lamentos que me rodeaba era el augurio de lo que iba a encontrar una vez que me pusiera en pie y empezase a investigar los restos de lo que parecía ser el fuselaje destrozado de una avioneta grande o un avión pequeño.

De repente me di cuenta de que mi memoria estaba en blanco. No recordaba cómo había llegado hasta ahí. ¿Quién era? ¿Por qué estaba en aquel lugar? ¿De dónde venía? Supongo que el instinto de supervivencia detuvo el hilo de mis pensamientos antes de que me invadiese la angustia y la desesperación. Ya tendría tiempo de torturarme con cuestiones metafísicas; ahora lo importante no era saber quién era sino intentar salir con vida de allí.

El cinturón de seguridad, al mismo tiempo que me oprimía el estómago, me mantenía atada a un asiento volcado que parecía haber sido arrancado de cuajo y lanzado contra la parte delantera de la cabina. La presión en el abdomen y el instinto hicieron que, sin pensarlo dos veces, me desatase. Caí de bruces contra el suelo, me mordí el labio y la boca se me llenó de golpe del sabor metálico de mi propia sangre. Con cuidado me escabullí del asiento y apoyé la espalda contra lo que parecía ser la puerta del lavabo. Empecé a moverme lentamente, pasando revista al estado de mi cuerpo: una marca roja en la cintura provocada por el cinturón de seguridad, un par de roces en la frente y la muñeca izquierda. Aunque todo me dolía, incluso el respirar, nada indicaba que pudiera tener alguna lesión grave. Estaba magullada pero entera.

Mis ojos comenzaron a recorrer finalmente el escenario catastrófico del accidente, un caos silencioso formado por las entrañas desgarradas del avión: asientos arrancados, cables sueltos, maletas volcadas, columnas de humo. Olía a quemado. Tardé unos segundos en darme cuenta de que la nota más aterradora de aquel desastre la ponían los cuerpos sin vida que daban a la escena un toque macabro. Cuerpos dispersos... rotos... algunos en pedazos... todos sin vida. No quería ver aquel horror y al mismo tiempo no podía dejar de mirarlo. Me levanté con cierta dificultad. Cerré los ojos, tragué saliva y volví a abrirlos con determinación: tenía que haber sobrevivientes entre los restos del avión... al menos uno... no quería estar sola.

El fuselaje, que ahora parecía mucho más grande de lo que pensé en un principio, se había partido en dos. La vegetación que nos rodeaba era espesa y exuberante, como una selva o bosque tropical. Lo que quedaba de la cola, a unos cien metros de donde yo me encontraba, se había quemado por completo. Desde mi posición, lo único que podía distinguir era un revoltijo de indefinidas formas negras. El olor a combustible y plástico quemado era intenso y agrio, pero le estaba agradecida pues disimulaba el olor a carne quemada que prefería ignorar.

La parte delantera no se había incendiado pero, por como había quedado, deduje que había dado varias vueltas de campana antes de detenerse en seco al chocar contra un peñasco imponente. El caos era absoluto; unas cuantas filas de asientos seguían fijadas al suelo del avión que ahora se erguía como pared lateral. Algunos pasajeros sin vida habían quedado atrapados y colgaban de sus asientos con muecas grotescas de terror. Otros asientos habían sido, como el mío, arrancados de cuajo y lanzados hacia delante.

De repente oí un gemido no muy lejos de donde estaba. Dejé que el lamento guiase mis pasos. Atrapado debajo de un carro de comida había un chico joven. Levanté como pude el pesado objeto de metal y le ayudé a incorporarse. Tenía la cara destrozada y respiraba con bastante dificultad; el carro le había aplastado el tórax por lo que era de temer que sus daños internos fuesen bastante más graves que sus heridas exteriores. Me quité la camisa y le limpié la sangre que brotaba de la frente y le caía sobre los ojos impidiéndole abrirlos del todo. Trató de decirme algo pero su boca estaba totalmente seca. Cogí una de las botellas de agua que habían caído al suelo al volcarse el carrito, con una mano le sujeté la cabeza y con la otra le ayudé a beber. Se atragantó y empezó a toser sangre. Leí pánico en sus ojos: se estaba dando cuenta de que iba a morir. Le cogí la mano y comencé a tranquilizarle con mentiras: todo iba a salir bien, los servicios de emergencia estaban en camino...

Quería que se salvase porque era joven y no merecía morir así, pero también porque, egoístamente, no quería quedarme sola en aquel lugar siniestro. De repente su respiración se detuvo y la expresión de miedo de su cara se transformó en paz. Se me hizo un nudo en la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas. Ahora sí que estaba sola y en medio de la nada.

Sabía que no debía derrumbarme. Aunque la vegetación impedía ver el cielo con claridad, los colores de la tarde indicaban que no me quedaban muchas horas de luz. Tenía que salir de allí. Alejarme de aquel lugar donde sólo quedaba muerte y desolación. Empecé a explorar la zona en busca de algún refugio donde poder pasar la noche. Después de caminar un rato en línea recta, oí el sonido del agua al caer. Incluso suponiendo que la ayuda no tardase en llegar, tener agua sería una buena cosa. Sabía que en el avión podría encontrar provisiones para pasar algunos días, incluso semanas si me organizaba bien. Además, si había un río cerca, en el peor de los casos, siempre podría seguir la corriente que me llevaría a una zona poblada; otra información aleatoria de la que me acordaba, mientras que era incapaz de recordar quién era.

El sonido de agua venía de una cascada de unos cuarenta metros que iba a parar a una poza bastante amplia. A partir de ahí, un río de agua clara y caudalosa seguía su cauce escalonado montaña abajo. A unos cuantos metros de la cascada se abría en la roca lo que parecía ser la entrada de una cueva. Me acerqué con cuidado para no resbalar sobre la piedra mojada. Más que una cueva era un amplio agujero en la piedra: la entrada era ancha, lo que permitía que la luz exterior iluminase la casi totalidad de lo que sería un refugio perfecto, suficientemente profundo para protegerme de la lluvia, pero no lo bastante para ocultar animales peligrosos. Parecía un buen lugar para refugiarme hasta que alguien viniese en mi ayuda. Solo tenía que volver al avión y buscar todo lo necesario para pasar mi primera noche en la selva.

Junté las provisiones que encontré: barras de cereales, agua, refrescos y zumos, pan y galletas, frutos secos, chocolate, y hasta uno de esos termos con los que las azafatas reparten el café y que, milagrosamente, se había salvado. También cogí otras cosas útiles como mantas y almohadas reposa cabezas, un botiquín bastante bien surtido, un par de linternas, jabón líquido, cerillas, vasos de plástico y una sudadera que me vendría muy bien si la temperatura bajaba por la noche. Para evitar hacer varios viajes, vacié una de las maletas de ruedas que se habían caído de los compartimentos superiores y la llené con mi improvisado botín.

Después de dejar todo en el refugio, me puse a recoger ramas secas y yesca que amontoné en la entrada de la cueva para poder hacer fuego cuando regresara. Aún era de día y decidí volver al avión en busca de algún teléfono —aunque dudaba que en aquel lugar sirviese para mucho—, radio o artilugio que me permitiese ponerme en contacto con el mundo exterior.

Según me acercaba al avión me fijé con más detenimiento en el sendero de destrozos que el enorme aparato había dejado tras de sí. A varios metros del fuselaje yacía el ala izquierda del avión que había sido arrancada de cuajo al chocar contra un tronco gigantesco que se cruzo en su camino. De repente mi mirada se detuvo en las ruedas de un vehículo volcado que había quedado medio escondido tras unos árboles partidos. El corazón empezó a latirme con fuerza y la esperanza de encontrar a alguien más puso alas a mis pies. Corrí hacia el lugar donde se encontraba un desgastado jeep verde oscuro.

Aparentemente el avión había arrollado al vehículo en su caída. A primera vista parecía que sus tripulantes también habían fallecido. Un hombre sin vida, probablemente el conductor, yacía en el suelo con la miraba hacia el vacío y la mitad de su cuerpo aplastada bajo el automóvil. Un segundo individuo había sido lanzado contra el parabrisas rompiéndolo en mil pedazos. No podía ver su cara y quería estar segura del estado en que se encontraba, así que apoyándome en una de las ruedas trepé hasta el asiento del copiloto. Le puse dos dedos en el cuello tratando de identificar un latido por débil que fuese. Pero lo único que sentí fue la ausencia que transmite la carne muerta.

Bajé al suelo y rodeé el vehículo para inspeccionar la parte trasera. Un reguero de cajas de madera desparramadas y abiertas marcaba la trayectoria del accidente. No necesité acercarme demasiado para darme cuenta de que los paquetes grises que transportaba el jeep, muchos de los cuales estaban ahora reventados, contenían droga —para ser más precisos, una cantidad indecente de polvo blanco—. Aquel hallazgo no era una buena noticia: fuese quien fuese el propietario de aquel botín iba a echarlo de menos y vendría a buscarlo. Cuando eso ocurriera, no me convenía que me viesen rondando por allí. Así que decidí dejarlo todo exactamente como lo había encontrado y alejarme a toda prisa.

Pero en mi huida, descubrí un tercer cuerpo tirado a pocos metros del jeep. Al acercarme vi que se trataba de un hombre atado de pies y manos, al que le habían tapado la cabeza con un burdo capuchón de tela oscura. Me arrodillé a su lado y, con cuidado, le retiré el saco de la cabeza: aunque estaba inconsciente, respiraba y el latido de su corazón era estable. Era un hombre joven. Le habían destrozado la cara a golpes, por lo que era difícil distinguir sus facciones. Tenía una profunda brecha en la frente, el ojo izquierdo completamente cerrado, la nariz probablemente rota y el labio inferior hinchado y ensangrentado. Traté de desatarle pies y manos pero los nudos estaban demasiado apretados. Entonces recordé que en el cinturón del conductor me había parecido ver un cuchillo.

Con una sangre fría que podría deberse al shock o quizá era parte de mi olvidada personalidad, volví al jeep y no sólo cogí el cuchillo, sino que también le quité la funda en la que se encontraba y me la colgué a la cintura; por desgracia para el conductor, ya no lo necesitaría más, y dudaba mucho que quien viniese en busca de la mercancía notase la ausencia de ese objeto. No obstante, de lo que sí se daría cuenta era de que alguien había desatado al prisionero. Con esa idea en mente, corté las ligaduras con todo el cuidado posible, tratando de conservar la mayor parte de la cuerda intacta; si por desgracia mi compañero de tragedia no salía de ésta, lo mejor sería volver a dejarlo tal y como me lo había encontrado.

Una vez desatado, le tumbé boca arriba y le observé con atención. Era un hombre blanco de unos veintitantos, de complexión atlética y parecía bastante alto. Además de las heridas de la cara, todo su cuerpo mostraba signos de maltrato. Su ropa —vaqueros, camiseta gris y camisa azul de cuadros— estaba manchada de barro y sangre seca. Tenía lo que parecía una herida de bala mal curada en el hombro izquierdo y un corte largo pero poco profundo en el muslo derecho. Las ligaduras habían dejado sus muñecas en carne viva.

Debía llevármelo lejos de allí lo antes posible pero no tenía ni idea de cómo hacerlo: era imposible que una mujer de mi estatura y peso —en torno al 1,60 y unos 55 kg—, pudiera cargar con un hombre de su corpulencia y tamaño. Me acerqué al jeep y vi que en el asiento de atrás había una lona grande y gruesa, seguramente la que cubría la carga antes de que se desparramara durante el accidente. La extendí en el suelo junto al herido. Con cuidado giré su cuerpo hasta que lo situé en el centro de la lona y até los extremos inferiores de ésta alrededor de sus piernas. Después anudé cada una de las esquinas superiores a uno de los extremos de una rama larga y robusta que encontré allí mismo. De pie, con la lona y el herido detrás y la rama delante a la altura de la cintura, empecé a empujar; me sorprendió la relativa facilidad con la que estaba moviendo aquel cuerpo inerte.

Durante todo el recorrido hasta la cueva, no podía dejar de darle vueltas a lo que pasaría cuando los traficantes volviesen a por la droga y descubriesen que su prisionero había escapado: lo buscarían por todas partes y terminarían por encontrarnos. Fue entonces cuando se me ocurrió una idea descabellada, digna de una película mala.

Una vez en la cueva, desaté la lona. Con todo el cuidado que pude y no sin cierto pudor, empecé a desvestir a mi maltrecho compañero a quien, con dificultad, conseguí quitarle los pantalones y la camisa. Luego extendí unas mantas y almohadas en el suelo y giré su cuerpo hasta que quedó encima de la improvisada cama. Lo cubrí con las mantas que me quedaban, e inmediatamente después, cogí la lona y su ropa y volví al avión tan deprisa como pude. Las sombras de los árboles, alargadas por el sol de la tarde, cambiaban por completo el aspecto del camino que ya había recorrido tantas veces.

Volví al lugar donde había dejado al chico que falleció en mis brazos. Tal como recordaba, su altura, edad y constitución eran muy parecidas a las del herido. Tenía claro lo que iba a hacer así que, del mismo modo que lo había hecho apenas unos minutos antes, desvestí a aquel joven sin vida. Luego, con bastante dificultad, le puse los vaqueros y la camisa del hombre que ahora descansaba en la cueva. Rápidamente envolví el cadáver en la lona y lo arrastré hasta el lugar donde había encontrado a mi herido. Con toda la fuerza y destreza que pude le até pies y manos, le puse el capuchón de tela y le coloqué en la misma posición en la que había encontrado al prisionero del jeep.

Se estaba haciendo de noche, así que corrí hacia la cueva; encontrar el camino de vuelta en la oscuridad habría sido casi imposible. Llegué exhausta y temblando. Mi cerebro era incapaz de asimilar lo que acababa de hacer. De repente sentí nauseas; respiré hondo y tragué aquel sabor amargo que me había subido hasta la boca. Encendí una de las linternas y bebí un trago de agua, sintiendo caer sobre mí de repente un enorme agotamiento físico y moral. Necesitaba descansar; quería dormir para no pensar en todo aquello. Pero antes tenía que hacer fuego; la noche había hecho caer en picado la temperatura y los ruidos de la selva parecían ahora más amenazadores que nunca. Usando uno de los mecheros que había traído del avión, prendí sin dificultad las ramas que había amontonado a la entrada del refugio. En apenas unos minutos la hoguera llenó de una cálida luz el interior de mi guarida.

Eché un último vistazo a mi invitado que seguía inconsciente. Quería limpiarle las heridas e intentar hacerle beber algo pero, dado su estado y el mío, pensé que sería mejor dejarlo para el día siguiente. Esta noche no me quedaban fuerzas. Me puse la sudadera que había encontrado en el avión y me acurruqué al lado del fuego. Mis ojos se cerraron hipnotizados por el baile rítmico de las llamas.