Noveno día
El monótono sonido de las gotas de lluvia chocando contra los cristales me fue sacando lentamente de mi agitado sueño. Eran las diez y media de la mañana pero estaba cansada y me dolía la cabeza. Había dormido fatal; me había costado mucho conciliar el sueño tratando de asimilar lo que mi marido me había contado sobre mi vida. En lugar de devolverme la memoria, toda esa información solo había conseguido aumentar mi inquietud y frustración. En torno a las tres de la madrugada conseguí dormirme, pero ni siquiera a partir de ese momento pude descansar puesto que me desperté varias veces, sobresalta y con la sensación de estar olvidando algo fundamental, una cuestión de vida o muerte. Había pasado la noche dando vueltas en aquella cama inmensa que con tanto tacto Robert me había cedido.
Volví a recordar la breve conversación que tuvimos justo antes de irme a la cama, cuando reuní todo mi valor y me atreví a preguntarle si se le ocurría algún motivo que pudiese explicar por qué me había ido a Honduras usando un pasaporte falso. Robert se quedo unos instantes pensativo.
—No, no tengo la menor idea ni me puedo imaginar la razón por la que tendrías que haber viajado a ese país, ni de por qué no me dijiste nada... y mucho menos aún de cómo demonios conseguiste un pasaporte falso... —me miró fijamente a los ojos antes de añadir sin vacilar—: Pero de lo que estoy seguro es de que si lo hiciste es porque tenías una razón de peso para hacerlo. Eres la persona más prudente y honesta que conozco, y no puedo creer que no hayas actuado siguiendo el código moral que te guía siempre. Por extraño que todo esto parezca, sé que hay una explicación lógica y razonable, y que vamos a encontrarla juntos.
Las palabras de Robert me llegaron al alma: no me merecía aquella fe ciega que tenía en mí. Aparté esas ideas de mi mente y, desde la cama, recorrí con la mirada la habitación que había sido la nuestra desde hacía tres años pero que, al igual que el resto del enorme apartamento, me resultaba totalmente extraña.
Robert me contó que no había sido fácil encontrar un hogar a gusto de los dos: para él lo más importante era que estuviese cerca de su despacho y de los tribunales, mientras que para mí, la luz y el tamaño eran las condiciones imprescindibles —por lo que me explicó, no quería que en cuanto llegasen los niños que tanto deseábamos tuviésemos que mudarnos por falta de espacio—. Me dijo que visitamos muchas viviendas hasta que, al cabo de casi un año, encontramos lo que estábamos buscando: este dúplex de unos trescientos metros cuadrados que ocupaba las dos últimas plantas de un bonito edificio de ladrillos rojos situado en pleno centro de Greenwich Village.
Según Robert, para mí había sido amor a primera vista. Yo misma había dirigido las obras de reforma y la decoración del apartamento: suelos de madera, paredes de piedra alternando con muros blancos, tapizados y cortinas en tonos cálidos, muebles y elementos de diferentes estilos pero que, combinados, daban al conjunto un aire acogedor. Las fotografías y los libros que había por todas partes, ponían el toque personal y mostraban detalles de nuestra vida.
La suave luz de otoño que entraba a raudales por los enormes ventanales rebotaba en el parquet oscuro, tiñéndolo todo de una cierta melancolía, eco de mi estado de ánimo interior. Una parte de mí quería esconderse bajo las sábanas, cerrar los ojos y no pensar en nada, mientras que la otra quería aprovechar aquel primer día de vuelta a mi entorno para empezar a reconstituir el pasado olvidado.
Por fin me levanté y en pijama fui a la cocina: necesitaba una buena dosis de cafeína para despejarme las ideas. Sólo el sonido de la lluvia contra los cristales rompía el silencio que reinaba en el apartamento. Robert me había dicho que tenía que ir al despacho a tratar unos temas urgentes pero que volvería tan pronto le fuese posible. Me había dejado una nota sobre la encimera:
Buenos días, bella durmiente:
Sé que necesitas descansar, así que no he querido despertarte. Estaré de vuelta cuanto antes. Todos mis números están en la agenda del teléfono. Llámame si necesitas cualquier cosa.
Te quiero,
Robert
PS: trata de no volver a olvidarte de mí
Sonreí relajada; aquel pequeño gesto hacía que me sintiese mejor. Hasta el momento, Robert me estaba demostrando ser un marido ideal. Tenía tantas ganas de recordarlo todo y volver a estar enamorada de él...
El sonido del teléfono paró el hilo de mis pensamientos en el preciso momento en que la imagen de Jesse había comenzado a invadir mi mente. Sin pensármelo dos veces respondí a la llamada:
—¿Dígame?
—Hola Elisa, soy Margaret. Siento mucho molestarte, pero llevo una semana dejándole mensajes al descastado de mi hijo sin que, hasta el momento, se haya dignado a responder. Sé que siempre está ocupado, pero debería saber que si le llamo no es para hablar del tiempo... —la voz madura y armoniosa de mi interlocutora tenía un ligero acento del sur, y sonaba bastante molesta—. Cada día se parece más a su padre, que en paz descanse: siempre anteponiendo el trabajo a todo lo demás.
No se necesitaba estar muy despierta para comprender que aquella mujer era mi suegra y que, por sorprendente que pareciese, no tenía ni idea de mi desaparición. Por alguna razón, que esperaba me explicase cuanto antes, Robert no había querido decirle nada. Quizás por eso había estado ignorando sus llamadas. Hasta hablar con mi marido y saber por qué lo había hecho, lo mejor sería que yo tampoco dijese más de la cuenta. De la manera más natural que pude, respondí a su saludo:
—Buenos días Margaret. Robert ha estado muy ocupado. Yo casi no le he visto porque ha estado yendo a la oficina muy temprano y volviendo muy tarde todos los días. No me extraña que no haya podido contestar a tus mensajes.
—En fin, no pasa nada, pero necesito saber si vais a venir este fin de semana. Dan, Lea y Clare llegarán de California el sábado por la mañana. Rosie no sabe si Greg podrá liberarse, pero ella y los gemelos vendrán seguro. Me daría mucha pena que sólo faltaseis vosotros: no todos los días se cumplen sesenta y cinco años.
Mi suegra esperaba una respuesta de mi parte y yo no sabía qué decirle: si admitía no tener ni idea de la invitación, le daría la impresión de que había problemas entre Robert y yo; si la rechazaba, tendría que explicarle por qué. Conclusión, aceptar sería lo más fácil:
—Por supuesto que iremos. Me aseguraré de que Robert te llame esta tarde para decirte a la hora a la que llegaremos.
Callé sin saber qué más decir. Si al menos hubiese podido recordar el tipo de relación que yo mantenía con mi suegra, me habría resultado mucho más fácil actuar con naturalidad, pero dadas las circunstancias, decidí que lo mejor sería acortar la conversación al máximo.
—Bueno, si no necesitas nada más, te voy a tener que dejar. Tengo una reunión al otro lado de la ciudad y estaba a punto de salir cuando has llamado. ¡Nos vemos este fin de semana!
Margaret se despidió un tanto sorprendida por la brusquedad con la que ponía fin a nuestra conversación, pero repitiéndome lo feliz que estaba con la idea de reunirnos a todos para su cumpleaños.
Con mi humeante taza de café en la mano y una galleta que cogí de un tarro de cristal, me senté junto a la ventana y me distraje mirando las copas de los árboles teñidas de los bonitos colores del otoño neoyorquino. Había dejado de llover y el cielo empezaba a despejarse. Tenía que llamar a Robert para contarle la conversación con su madre antes de que ella volviese a llamarle. Además, quería desearle los buenos días; hasta que recordase lo que sentía por él, debía intentar al menos ser amable por todo lo que estaba haciendo por mí.
Tal como había dicho, los teléfonos de su oficina y de su móvil estaban en la agenda. Marqué éste último para evitar tener que hablar con su secretaria. El teléfono ni siquiera había sonado dos veces cuando Robert contestó con tono alarmado:
—Eli, ¿te pasa algo?
—No, no me pasa nada; no te preocupes. Sólo quería darte los buenos días. ¿Te pillo en mal momento?
—Por supuesto que no; al contrario, me encanta que hayas llamado — dijo Robert complacido—. ¿Qué tal has dormido?
—Como un lirón —mentí para que no se sintiese mal por algo que no era culpa suya y contra lo que no podía hacer nada—. Si no te importa, hoy pienso pasarme el día cotilleando los armarios para ver si me acuerdo de algo.
—¡Por supuesto! Estás en tu casa y no tienes que pedirme permiso. Haz lo que tengas que hacer. Creo que también deberíamos ir a ver a la doctora Parras para que te examine y nos asegure que todo va bien. Quizás pueda ayudar a despertar tus recuerdos, ya sabes, hipnosis o algo por el estilo —Robert dijo esto con todo el tacto del mundo pero a pesar de ello añadió—: Si te parece bien, claro está.
—Me parece genial, pero preferiría dejarlo para la semana que viene. Físicamente me encuentro muy bien.
Lo cierto es que no me apetecía nada someterme a hipnosis; por un lado no quería que lo que había ocurrido entre Jesse y yo saliese a la luz, y por otro lado, hasta que descubriese las circunstancias de mi viaje a Honduras, prefería que nadie, ni siquiera nuestro médico de cabecera, estuviese al corriente.
Para cambiar de tema le comenté la conversación con mi suegra:
—Robert, acaba de llamar tu madre para saber si vamos a ir a celebrar su cumpleaños este fin de semana. Me ha sorprendido mucho que no supiese nada de mi desaparición.
—No le dije nada porque no sabía que decirle. No estaba seguro de si te había pasado algo grave, y no quería darle un disgusto. Desde que murió mi padre se toma todo a la tremenda... Te quiere mucho y siempre me está diciendo que como no trabaje un poco menos vas a terminar por dejarme —titubeo unos instantes—. Si te soy sincero, tampoco quería que me dijese que quizás me habías abandonado... Ni siquiera quería contemplar esa posibilidad... Pero bueno, pensaba llamarla hoy e inventarme una excusa para no ir al cumpleaños.
—Pues espero que no te importe, pero le he dicho que iríamos —dije satisfecha y hasta un tanto conmovida por su explicación.
Por un momento, el silencio al otro lado de la línea me hizo pensar que había metido la pata. Quizás no debía haber aceptado la invitación sin consultarlo antes con él.
—Siento haber tomado la decisión sin contar contigo.
—No te disculpes. Si iba a rechazar la invitación es porque supuse que no te apetecería pasarte un fin de semana con personas que no recuerdas —soltó una risita espontánea—. Por suerte has olvidado que mi familia puede ser un poco abrumadora, sobre todo la reaccionaria de mi hermana. Pero me alegro de que hayas aceptado. Te agradezco el esfuerzo.
Robert me recordó que su madre vivía en Charleston, Carolina del Sur. Aunque lo más fácil era ir en avión, me proponía que hiciésemos el viaje en coche para evitarme la traumática experiencia del vuelo.
—Aunque hoy no voy a salir tan pronto como quisiera, mañana me he tomado el día libre, así que podemos ir tranquilamente conduciendo. No tenemos ninguna prisa, la celebración es el sábado por la tarde. Si es necesario también puedo tomarme el lunes para que volvamos en coche.
—No, es un viaje demasiado largo y no hace falta que nos demos esa paliza. Te prometo que no me importa volar —contesté con sinceridad—. Ya viste que en el vuelo Houston-Nueva York no tuve ningún problema. Además, eso nos permitiría visitar la zona y quizás reconozca algo. ¿Hay algún lugar que me guste especialmente por aquella región?
—Si quieres podemos dar una vuelta en el barco de mis padres. Hasta podríamos pasar allí la noche —dijo Robert tras pensarlo unos segundos—. Lo solemos hacer cuando vamos a ver a mi madre. Nos gusta mucho navegar y a ti te encanta contemplar los atardeceres desde el barco.
Así que me gustaba navegar, pensé con satisfacción pues, desde el accidente, una de las cosas más difíciles había sido no saber cuáles eran mis gustos. Podía ser divertido pasar el día disfrutando del aire libre en vez de estar encerrados en el apartamento, así que acepté de buen grado.
—Llegaré sobre las siete de la tarde. Si quieres podemos ir a cenar al restaurante indio que tanto te gusta.
Era evidente que Robert se estaba esforzando en alimentar mi memoria con todo aquello que me agradaba “¡Ojalá que algo hiciese saltar la chispa del recuerdo!” pensé mientras mi marido seguía dándome detalles sobre el lugar. Nos despedimos deseándonos un buen día.
*****
Me pasé toda la mañana y buena parte de la tarde registrando armarios, abriendo cajones, mirando fotos y revisando papeles. Descubrí un montón de detalles de mí: me gusta vestir colores claros y cuellos altos; el jazz y la música de los Rolling Stones; las películas de Woody Allen; el Rioja y la mantequilla de cacahuete.
Tranquilamente, fui recorriendo una tras otra todas las habitaciones del apartamento: más que un registro minucioso de cada rincón, abordé cada lugar en su conjunto, deteniéndome en los detalles que creí podrían tener un valor sentimental particular o podrían contarme algo de mi historia personal: los libros más gastados, los cuadros y fotografías, la manera de organizar los espacios... Como en una excavación arqueológica, aquella expedición me estaba permitiendo enriquecer con detalles el somero resumen de mi vida que Robert me había hecho el día anterior. Poco a poco, las diferentes piezas iban encajando, permitiéndome recomponer una cierta cronología de mi pasado.
Robert me contó que yo era hija única. Mi madre, Leonor de Mena Mondéjar, venía de una ilustre familia Sevillana. Mi padre, Fernando Luna Cardona, fue un diplomático español bastante reputado. Ambos habían fallecido: mi madre de cáncer cuando yo tenía once años, mi padre de un ataque al corazón hacía poco más de un año.
Las fotos de uno de los álbumes que encontré en la biblioteca del salón mostraban los primeros años de mi vida, los cuales, debido a los constantes cambios de destino de mi padre, parecían una sucesión de borrones y cuentas nuevas: México, París, Malabo... cada nueva ciudad significaba un nuevo comienzo, hogar, colegio, amigos....
Me quedé unos instantes contemplando a mi madre, una mujer de estatura media y enormes ojos grises a la que yo me parecía mucho —en más de una foto aparecía llevando el colgante con la “L” que ahora llevaba yo puesto—. Las posturas, actitudes y gestos que se veían en aquellas imágenes me hicieron pensar que mi madre había sido una mujer discreta y sonriente, satisfecha de su vida y de la familia con la cual había sido bendecida. El amor y admiración que sentía por su marido y su hija se adivinaba en cada mirada.
No sabía si mi personalidad antes del accidente se parecía tanto a la de mi madre como nuestro aspecto físico, pero lo que sí tenía claro era que la persona que yo había sido aquella última semana era muy distinta: la Elisa que sobrevivió al accidente estaba siempre al borde del llanto, asustada y tratando de recordar su lugar en el mundo. Volví a dejar los álbumes en su sitio y seguí buscando mi pasado.
Robert me había dicho que mi vida de nómada cambió radicalmente al morir mi madre, pues mi padre decidió meterme en un internado en Inglaterra. Nunca volvimos a vivir juntos ya que tras el internado, vino la universidad, el trabajo, mi independencia económica y el matrimonio. No obstante, Robert me aseguró que a pesar de la distancia, y hasta el día de su muerte, mi padre y yo habíamos estado siempre muy unidos.
En la última balda de una de las estanterías del enorme vestidor de mi habitación encontré una caja de cartón decorado con flores, llena de objetos de mi época de internado: fotos de clase, cuadernos de dibujo con retratos de personajes variopintos, entradas a dos conciertos en Wembley —uno de U2 y otro de Duran Duran—, y un fajo de sobres amarillentos.
Me senté en la cama y desaté el envejecido lazo rojo que mantenía unido aquel montón de cartas cuidadosamente organizadas por orden cronológico: se trataba de la correspondencia que mi padre y yo habíamos mantenido durante mis años de colegio. Leyendo por encima algunas de aquellas cartas descubrí que, aparte de pasar juntos cada Navidad y cada verano, mi padre venía a visitarme al internado siempre que le era posible. Entre visita y visita nos escribíamos largas cartas en las que yo le contaba mis éxitos escolares y mis dramas de adolescente, y él, además de insistir una y otra vez en lo orgulloso que se sentía de mí, me hablaba de mi madre y de lo que ella me habría aconsejado en cada situación.
Una de las pocas ventajas de la amnesia es que no se sufre por aquello que no se recuerda: el pasado que nos es contado, a diferencia del que es vivido y posteriormente recordado, nos deja indiferentes ya que está desconectado de los sentimientos. Así pues, cuando Robert me habló de la muerte de mis padres, yo no sentí el dolor que su pérdida sin duda me produciría, de haberles recordado. Aún así, la lectura de aquellas cartas me conmovió, no sólo por el profundo afecto que transmitían, sino también porque me entristecía no recordar todos aquellos momentos entrañables.
Con cuidado metí los sobres y el resto de los objetos en la caja de cartón. La volví a dejar en el mismo lugar donde la había encontrado con la esperanza de que algún día no muy lejano, todos aquellos objetos recobrarían su valor sentimental en mi memoria.
A media tarde, y una vez recorrido el resto de la casa, subí al ático del apartamento que estaba ocupado por una inmensa terraza. La mitad había sido cerrada con paredes de cristal para crear el luminoso estudio donde, al parecer, yo pasaba la mayor parte de mi tiempo. Al cruzar el umbral de la puerta sentí un cierto malestar que no fui capaz de explicar, pero que achaqué al largo día de investigación personal.
Robert me contó que al terminar los estudios superiores en la universidad de Columbia trabajé un par de años como ilustradora en una importante revista literaria. Allí fue donde conocí a Susan Norton, una editora talentosa que se convirtió en mi mejor amiga y con la que, unos años más tarde, monté una pequeña editorial especializada en libros testimoniales y autores jóvenes de Hispanoamérica.
Aunque al principio el negocio era un agujero negro en el que Susan y yo invertíamos todo nuestro tiempo y dinero, poco a poco, y a medida que nuestros autores empezaron a ganar premios y sus libros a venderse bien, nos fuimos abriendo un hueco en el mundo editorial. Según Robert, algunos de los mastodontes del sector empezaban hoy a mirarnos con cierto respeto.
Robert me explicó que hacía unos meses, quizás afectada por la muerte de mi padre o por mi dificultad para quedarme embarazada, le había dejado las riendas del negocio a Susan, limitando mi trabajo en la editorial a la lectura de manuscritos de autores noveles para recomendar los que, a mi juicio, deberíamos publicar. Desde entonces, me dedicaba principalmente a mi pasión, la ilustración de libros infantiles.
Lo único que encontré en el apartamento relacionado con la editorial fueron unas tarjetas de visita, así que supuse que debía tenerlo todo el las oficinas que ocupábamos no muy lejos de casa. El estudio en el ático, en cambio, rebosaba de detalles relacionados con aquella otra parte de mi vida profesional.
El centro de la estancia estaba ocupado por una gran mesa de dibujo abarrotada de vasos con pinceles, rotuladores y lápices de colores. Frente a la mesa, había un taburete alto y justo al lado opuesto, un sillón orejero de piel clara con escabel a juego. El resto de los muebles se limitaban a un par de estanterías altas repletas de libros de arte, archivadores y material de dibujo y unas cuantas mesillas de diferentes tamaños distribuidas por el resto de la habitación: sobre ellas, pilas de revistas polvorientas y cuadernos de croquis. En un rincón de la habitación, un ordenador enorme, una tableta de diseño gráfico y una aparatosa impresora blanca desentonaban con el resto del caótico lugar.
Aunque tampoco recordaba nada de aquel estudio en el ático, lo cierto era que algo en el aparente desorden que allí reinaba me resultaba familiar. Cogí una carpeta de una de las estanterías y, sentada en el confortable sillón, empecé a ojear las láminas con dibujos de ranas, princesas, hadas y duendes de los que aparentemente yo era autora, pero que no me evocaban nada en particular. Me pregunté si con mi memoria habría perdido también mis capacidades artísticas; desde luego, lo que parecía haber perdido eran las ganas de dibujar.
Antes de irme volví a recorrer la habitación con la mirada: tenía la extraña sensación de que estaba pasando por alto un detalle fundamental, un detalle que me ayudaría a esclarecer las razones de mi misterioso viaje a Honduras. Al darme cuenta de que no conseguía recordar nada, cerré la puerta decepcionada; había esperado que a estas alturas, tras un día entero de exploración en mi entorno cotidiano, habría encontrado algunas respuestas a la multitud de preguntas que tenía en la cabeza, pero lo cierto era que mi pasado seguía tan opaco como lo había estado desde el accidente.
Pero no tenía la intención de rendirme ni de consentir que el desánimo y el pesimismo se apoderasen de mí. Mañana sería otro día y con un poco de suerte, el fin de semana con la familia de Robert o una visita a la editorial la semana próxima, tendrían un efecto más positivo en mi recuerdo que la inspección del apartamento.
*****
Justo cuando me disponía a arreglarme para la cena, llamó Robert para disculparse pues le sería imposible salir pronto del despacho y no podría llegar a cenar.
—No te preocupes. En el fondo casi me alegro; estoy rendida y me apetece cenar algo rápido, darme un baño caliente e irme pronto a la cama. ¿A qué hora tenemos que estar en el aeropuerto?
—El vuelo sale a las nueve. El taxi pasará a buscarnos a las siete y media.
—¿Quieres que te prepare la maleta? —según lo proponía me di cuenta de lo absurdo de mi oferta pues no recordaba nada de los gustos y costumbres de mi marido—. Bueno, quizás no sea una buena idea. De hecho, ni siquiera tengo claro lo que me gusta ponerme a mí o qué tipo de ropa tengo que llevar.
Robert soltó una carcajada:
—No te preocupes por mi maleta. Para no molestarte cuando llegue esta noche, la prepararé por la mañana. Y si quieres podemos preparar también la tuya al mismo tiempo. El sábado por la noche mi madre querrá que nos pongamos elegantes, pero el resto del tiempo lo mejor es llevar ropa cómoda.
Al colgar me di cuenta de que cada vez me sentía más cómoda con Robert. Mientras me comía una cena ligera que acompañé con una copa de vino de la botella que Robert había abierto la noche anterior, pensé en cómo el fin de semana iba a darme la oportunidad de conocerle mejor.
Robert seguía teniendo un comportamiento intachable, cariñoso, paciente y muy atento —una vez más, había dejado entender que esta noche volvería a dormir en la habitación de invitados—. A pesar de todo, era consciente de que tarde o temprano tendríamos que volver a compartir la misma cama y aquella idea me ponía bastante nerviosa.
“No me vengas ahora con remilgos” —dijo aquella voz en mi cabeza que tan callada había estado últimamente.—“¿Debo recordarte que no tuviste mucho inconveniente en tirarte a un tío al que apenas conocías?”
Como casi siempre, la voz en mi cabeza tenía razón, pero no por eso iba a resultarme más fácil actuar con naturalidad llegado el momento. Había tomado la determinación de disfrutar de una velada de relax en solitario y no tenía intención de estropeármela con ideas absurdas: como dicen los ingleses, “ya cruzaría ese puente cuando me tocase”
El cuarto de baño de nuestra habitación era sin duda el lugar más Zen de la casa: paredes de mármol claro, suelos de madera exótica, sanitarios de piedra natural y toalleros de bambú; la luz tamizada que salía de los focos repartidos estratégicamente por el espacio acentuaba la paz que el conjunto inspiraba. Encendí unas velas aromáticas, me recogí el pelo y me metí en la enorme bañera encastrada que había llenado de agua muy caliente. Durante un rato largo disfruté de aquel ambiente apacible sin pensar en nada. Después, completamente relajada, me metí en la cama y me quedé dormida en el acto.
—¡Ayúdame! ¡No dejes que me hagan daño! —los gritos desesperados de una niña me despertaron de golpe.
Aterrorizada, encendí la luz de la mesita de noche y miré a mi alrededor tratando de buscar de dónde venía aquella llamada de socorro. Pronto me di cuenta de que esa voz formaba parte de la confusa pesadilla que me había despertado violentamente. En el sueño corría angustiada por un lugar oscuro tratando de encontrar a una niña que suplicaba sin cesar que la ayudase. Yo sabía que para salvarla no sólo tenía que encontrarla, sino también recordar algo que por más que me esforzaba no conseguía recordar. Así que seguía corriendo en la oscuridad, y cuanto más corría yo, más parecía alejarse la voz de aquella niña cuya vida estaba en mis manos.
En la última semana había tenido pesadillas casi todas las noches, pero siempre relacionadas con el accidente aéreo o la banda de traficantes. Esta nueva pesadilla no parecía tener conexión alguna con aquellos sucesos, sin embargo me pregunté si mi inconsciente no estaría tratando de mandarme algún mensaje: quizás la niña que gritaba era mi propio pasado rogándome que lo desvelase.
Desistí porque eran las tres y media de la madrugada y estaba demasiado cansada para tratar de buscar una explicación a un mal sueño que, probablemente, fuese el resultado de un día de excavación arqueológica en mi vida.
Apagué la luz y cerré los ojos dispuesta a pasar el resto de la noche en vela, no creía que pudiese volver a conciliar el sueño. Pero volví a quedarme profundamente dormida y esta vez ninguna pesadilla interrumpió mi descanso.