Séptimo día. Tegucigalpa

 

 

 

 

Tegucigalpa resultó ser un laberinto de calles caóticas tomadas por una multitud de automovilistas alterados, motoristas kamikazes y peatones suicidas. Después de callejear sin rumbo un buen rato, llegué a una zona residencial de amplias avenidas, jardines cuidados y hoteles señoriales entre los cuales se encontraba el Intercontinental Real Tegucigalpa, el hotel donde debía alojarme. Justo en frente, separado por un boulevard peatonal, había un animado centro comercial.

Siguiendo las instrucciones de Jesse, abandoné el vehículo en una de las calles colindantes y me dirigí al centro comercial. Compré ropa, una maleta y todo lo necesario para parecer una mujer de negocios de paso por la ciudad. “O al menos para no parecer una loca homicida recién llegada de una semana de huida en la selva con una banda de narcotraficantes pisándole los talones” —matizó mi voz interior.

En unos lavabos públicos me quité los vaqueros, la camisa y las zapatillas de deporte y me puse un conjunto de blusa blanca de seda y pantalones negros, con zapatos de tacón. Después saqué del macuto el bolso de cuero negro que Jesse había encontrado en el avión y metí en él los dos pasaportes y el dinero que llevaba encima; guardé en la maleta el resto de cosas, incluido todo lo que había comprado y, por último, me deshice del macuto vacío metiéndolo en el fondo de una de las enormes papeleras que había a la entrada de los lavabos.

Entré en el hotel por la pasarela que lo unía al centro comercial y me registré como Elisa Luna de Mena. Subí a la habitación a dejar mis cosas, pero inmediatamente me dirigí al centro de negocios a disposición de los clientes del hotel. A las cuatro de la tarde, sentada frente a un ordenador conectado a Internet, empecé a buscar en Google cualquier pista sobre mi identidad a partir de lo único que sabía de mí: los dos nombres que figuraban en los pasaportes que habíamos encontrado.

Primero metí en el buscador el nombre Lisa Hamilton. Debía ser un nombre bastante común pues aparecieron cientos de resultados; me pasaría horas mirando cada enlace antes de encontrar algo útil, suponiendo que hubiese algo útil que encontrar. Decidí probar suerte buscando el nombre que figuraba en el pasaporte español. Por suerte Elisa Luna de Mena apenas aparecía en la red, así que empezaría mi búsqueda por ahí.

Pinché media docena de enlaces, la mayoría de los cuales abrían páginas de Facebook y Linkedin, antes de encontrar una pista sólida en un obituario de 2004 publicado en un periódico local de Charleston (Carolina del Sur). El pequeño artículo rendía homenaje a Daniel J. Gresley, miembro de una ilustre familia del sur, veterano y exitoso hombre de negocios, que falleció a causa de un accidente de tráfico. Según el artículo, entre los asistentes al sepelio se encontraban Robert E. Gresley, hijo menor del difunto y reputado abogado neoyorquino, acompañado de su futura esposa, Elisa Luna de Mena. Leí una y otra vez aquellas líneas esperando que se disipara la espesa cortina de humo que se interponía entre mi consciente y mis recuerdos. Pero no ocurrió nada: ni mi nombre ni el de mi futuro esposo despertaban ningún detalle en mi memoria.

Continué mi búsqueda, pero esta vez a partir de las palabras Mr. y Mrs. Robert E. Gresley. El buscador me devolvió tres imágenes de una pareja elegantemente vestida —en las tres ocasiones se trataba de los Gresley asistiendo a galas benéficas—, así como varias fotos de un hombre joven y distinguido. Aumenté las imágenes de la pareja para observarlas mejor y las estudié con detenimiento: no cabía duda de que aquella mujer sonriente e impecablemente vestida era yo misma. Una sensación extraña se apoderó de mí. Aunque era evidente que aquella mujer y yo éramos la misma persona, me resultaba imposible reconocerme en ella. Hoy me identificaba más con Lisa, aquella involuntaria impostora, olvidadiza y perdida, que había nacido después del accidente de avión, hacía apenas una semana.

Dejé de lado aquellos pensamientos tan poco constructivos y concentré mi atención en la imagen de Robert Gresley, un hombre atractivo de pelo oscuro y armoniosas facciones: ojos color miel de mirada penetrante, nariz afilada y labios finos. Tanto él como su compañera desprendían la seguridad y el aplomo que se consigue con el éxito, el poder y el dinero. A pesar de todos mis esfuerzos por reavivar cualquier recuerdo, mi memoria seguía en blanco: no reconocía a aquél hombre con el que me había casado, ni recordaba aquellos lugares en los que habíamos estado juntos.

Dejé las fotos y seguí leyendo. Aparte del hecho de que nos casamos en 2005, no fui capaz de encontrar nada nuevo sobre la vida privada de los Gresley. Lo que sí descubrí fueron un montón de detalles sobre la fulgurante carrera profesional de Robert, desde su graduación con honores en la universidad de Yale en el año 2000, hasta su ascenso a socio de la reputada firma neoyorquina Newman, Stein y Asociados. Copié el número de teléfono del bufete de abogados dispuesta a llamar tan pronto volviese a mi habitación; incluso si aquel hombre y yo ya no estuviésemos casados, podría darme información que me permitiese seguir reconstituyendo mi vida anterior al accidente.

Cuando volví a la habitación eran las cinco y media de la tarde en Tegucigalpa, lo que significaba que serían las siete y media en Nueva York. Sabía que lo que tenía que hacer a continuación era llamar al bufete, pero estaba aterrada. Me senté en el escritorio frente a la ventana y, sin ni siquiera plantearme lo que iba a decir, marqué el número de teléfono que había anotado y pedí que me pusieran con Robert Gresley.

—Despacho de Robert Gresley. ¿En que puedo ayudarle? —contestó una secretaria con un marcado acento británico.

—Buenas tardes. Quisiera hablar con el Señor Gresley —dije con voz titubeante.

—El Señor Gresley está reunido. Si me deja su nombre, mensaje y número de teléfono, le devolverá la llamada tan pronto le sea posible.

Durante unos segundos dudé si verdaderamente merecía la pena dejar el recado o si sería mejor llamar más tarde, pero rápidamente decidí que no tenía tiempo que perder. Como no sabía si Robert Gresley y yo seguíamos casados, opté por darle mi nombre en vez de nuestro parentesco.

—Sí, por favor, dígale que ha llamado Elisa Luna...

—Señora Gresley —me interrumpió la secretaria antes de que pudiese terminar la frase—, disculpe que no la haya reconocido. Todos estábamos muy preocupados por usted. Inmediatamente le pongo con su marido.

Las piernas empezaron a temblarme y se me hizo un nudo en el estómago.

—¿Eli? —dijo una voz que no reconocí al cabo de unos instantes.

No sabía qué responder así que me limité al banal:

—Hola Robert.

—¡Dios mío, Eli! ¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? ¿Dónde te has metido?

La inquietud y la emoción contenida en aquella voz desconocida corroboraba lo que ya había dicho la secretaria: Robert y yo seguíamos casados. Me faltaban las palabras. Ojalá hubiese preparado lo que iba a decirle. ¿Por dónde empezar? Todos los acontecimientos de los últimos días se apelotonaban en mi cabeza.

—¿Elisa? ¿Sigues ahí?

Tenía que decir algo.

—Sí, sí... Estoy bien. Te llamo desde Tegucigalpa—me esforcé por sonar tranquila.

—¡¿Tegucigalpa?! ¿Tienes idea de lo preocupado que estaba? Me estaba volviendo loco. Tengo a los investigadores del bufete y al FBI buscándote por todos lados.

Quizás había sonado demasiado tranquila porque, por el tono de su voz, parecía que mi marido estaba asumiendo que me había venido a Honduras de vacaciones o algo parecido. Interrumpí sus reproches.

—Robert, estoy bien pero he perdido la memoria. No recuerdo quién soy o por qué vine a esta ciudad. —Hice una pausa pues, por mucho que fuese mi marido, no sabía hasta donde podía contarle, sobre todo por teléfono.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Qué has perdido la memoria? ¿Cómo? —El reproche había desaparecido por completo de sus preguntas.

—Hace una semana desperté tras un accidente y no recuerdo nada de lo que ocurrió antes de ese momento...

Mi voz se quebró y no pude seguir hablando. Empecé a llorar e intenté sin éxito que no se notara. Por absurdo que parezca, en esos momentos me sentí más vulnerable que nunca, como si el hecho de explicar la situación, la hiciese aún más terrible de lo que ya era.

—Por favor Eli, no llores. Todo va a ir bien.

El tono suave que mi interlocutor utilizó para tranquilizarme apenas podía ocultar la preocupación que sentía. Durante unos segundos Robert no volvió a decir nada, dándome tiempo a que me repusiera. El ritmo de su respiración dejaba presentir frustración e impotencia. Con un kleenex que había sobre la mesa me sequé las lágrimas y me soné la nariz. Respiré hondo y deje escapar un suspiró que puso definitivamente fin a mi llanto.

—Dices que has sufrido un accidente. ¿Qué accidente? ¿Estás herida? —mi marido trato de hacerme hablar haciéndome preguntas lógicas y ordenadas.

—Físicamente no me ocurre nada... estoy bien —intenté buscar las palabras que describiesen cómo me sentía.

Me costó trabajo porque aunque para Robert yo fuese su mujer, para mí él no era más que un desconocido y hablarle de mi vulnerabilidad me resultaba demasiado íntimo. Opté por ser lo más sincera posible:

—Hasta hace un rato ni siquiera tenía claro como me llamaba. Ahora sé mi nombre y que estoy casada, y estoy hablando contigo... y me sigo sintiendo igual de perdida... porque no reconozco tu voz y sigo sin saber quién soy... Quiero volver a casa pero no recuerdo dónde vivo, ni te recuerdo a ti, ni a nosotros... —callé antes de que volvieran a darme ganas de llorar.

—Cariño, lo siento tanto... Lo más importante es que estás bien y que juntos vamos a conseguir que recuerdes. Pero ahora solo tienes que volver a Nueva York, donde está nuestro hogar. Todo lo demás ya se verá. Sé que será difícil, pero trata de no pensar demasiado en cosas que te angustien más de lo que ya estás.

A pesar de todos sus esfuerzos por parecer tranquilo, cada frase ponía en evidencia su preocupación. Volvió a las preguntas prácticas:

—¿Has ido a la policía?

El corazón me dio un vuelco y en un instante volví a la realidad, una realidad de la que todavía no le había hablado, llena de peligros y en la que no podía confiar en nadie.

—No, no puedo hablar con la policía —dije asustada—. Prefiero no darte detalles por teléfono, pero tengo que salir cuanto antes de este país.

Robert comprendió enseguida mi situación.

—Entiendo —dijo sin hacer más preguntas.

Después continuó hablando con firmeza:

—No te preocupes. Yo me encargo de todo. Mañana saldrás de ahí. Dime en que hotel estás. ¿Tienes dinero y tu pasaporte?

Le di el nombre del hotel y el número de la habitación y le dije que tenía pasaporte y dinero en efectivo —evité decirle en aquel momento que también tenía un pasaporte falso—. Mi marido tomó nota y una vez más me tranquilizó diciéndome que todo iba a salir bien, él se ocuparía de todo para que al día siguiente pudiese volver a casa sana y salva. Durante unos segundos no supe qué decir, hasta que una pregunta se escapó de mis labios sin que pudiese evitarlo:

—¿Tenemos hijos? —le pregunté inquieta.

El breve silencio que siguió me hizo pensar que quizás mi abrupta pregunta le había desestabilizado.

—No, todavía no tenemos hijos. ¿De verdad no te acuerdas?

No supe si el suspiro que oí al otro lado de la línea era señal de desilusión, incredulidad, frustración o quizás un poco de todo.

—No. No recuerdo nada —respondí desanimada.

—No te preocupes. Ya recordarás. Descansa esta noche. Te llamaré mañana a primera hora con los datos del vuelo en que viajarás.

Tras una pausa, dijo con ternura:

—Te quiero, Elisa. Me imagino que no lo sabes pero es cierto.

—Gracias —respondí antes de cortar la comunicación.

Pensativa, me quedé mirando por la ventana cómo el sol se ocultaba en el horizonte. Me hubiese gustado devolverle el te quiero, pero no me había sido posible, no podía mentir y decir algo que no sentía. No recordaba la voz de Robert, ni tampoco cómo era. Aunque quería con todas mis fuerzas recordar el amor que sentía antes de perder la memoria, en aquellos momentos lo cierto era que no sentía nada por él. Aun así, le estaba inmensamente agradecida por quererme, por recordarme; por haberse preocupado por mí y por haber reaccionado como lo había hecho cuando, sin explicación alguna, le había dicho que no podía ir a la policía. Había conseguido que me sintiese un poco mejor sabiendo que ya no estaba sola, que en el camino que me quedaba hasta recuperar mi identidad, él estaría a mi lado, llenando los espacios en blanco de mi memoria con nuestros recuerdos.

Me arrepentí de no haberle preguntado todas aquellas cosas que ahora se amontonaban en mi mente, tantas preguntas para las que yo no tenía respuesta: cómo era, a qué me dedicaba, qué me gustaba hacer... Mañana volvería a Nueva York y tendría todo el tiempo para hacerle tantas preguntas como se me ocurrieran.

Entonces recordé que quería llamar también a Santiago Ochoa, el nombre que había encontrado escrito en un papel en mi bolso; marqué su número pero me salió un contestador. Colgué sin dejar mensaje; ni siquiera sabía con que nombre presentarme. ¿Elisa Luna o Lisa Hamilton? Había esperado que ese tal Santiago reconociese mi voz y me llamase por el nombre por el que me conocía. En el fondo me alegré de no poder localizarle aquella noche. Estaba agotada y había demasiadas cosas que tenía que asimilar. Hablar con él no era tan urgente ahora que ya estaba segura de mi identidad. Volvería a intentar ponerme en contacto con él desde Nueva York; presentía que él podría esclarecer los motivos que me habían traído a Tegucigalpa.

Aunque no tenía mucha hambre, pedí que me subieran una cena ligera a la habitación. Comí sin ganas, mirando desde mi ventana la ciudad cubierta por un manto de lucecitas blancas. Con un poco de suerte aquella sería mi última noche lejos de casa... Empecé a repasar las únicas noches de mi vida que recordaba, el puñado de noches que pase en la selva. Entonces pensé en Jesse. Me di cuenta de que el vacío que sentía era su ausencia: le echaba de menos y deseaba, más que nada en el mundo, volverle a tener a mi lado.

Un sentimiento de culpa detuvo en seco mis divagaciones románticas. Me sentí mal por querer que Jesse estuviese a mi lado y no el marido cuya existencia ahora conocía; pero sobre todo me sentí culpable al darme cuenta de que, por mucho que tratase de evitarlo, en aquel momento estaba enamorada de Jesse y no de Robert. Estaba ante una situación absurda que escapaba a mi control. ¿Cómo podía obligarme a amar a un hombre del que no me acordaba y olvidar a Jesse, que era el único con quién tenía recuerdos? En la soledad de mi habitación, me pregunté si Elisa sentía por Robert lo mismo que Lis sentía por Jesse.

“Querida, sigue así y vas a terminar esquizofrénica; y francamente, no creo que sea lo que te haga falta en estos momentos”. La voz familiar en mi cabeza me hizo darme cuenta de lo absurdo de mis dudas: yo era Elisa y sus sentimientos eran más reales que los de Lis, que sólo había existido un breve espacio de tiempo. A medida que mi vida pasada se despertara en mí, esa otra vida, intensa pero tan fugaz, se iría desvaneciendo hasta no ser más que una anécdota en mi recuerdo. O al menos eso esperaba...

El cansancio terminó por ganar la batalla y, a pesar del desconcierto de mi estado de ánimo y la tristeza que sentía, me quedé dormida.