Décimo tercer día
Una vez más soñé con la niña que pedía socorro, pero esta vez, en mi pesadilla, no corría en su busca, sino que trataba de alejarme de ella. No quería oír sus gritos desesperados, pero en lugar de taparme los oídos con las manos, me tapaba los ojos por lo que seguía oyendo sus súplicas y además, me iba golpeando con todo lo que se cruzaba en mi camino.
Me desperté chillando, aterrorizada por lo angustioso de la situación y lo inhumano de mi comportamiento en el sueño. Mis gritos despertaron a Robert que se incorporó sobresaltado; al darse cuenta que solo había sido una pesadilla, me abrazó y trató de tranquilizarme con palabras cariñosas. Pero de nuevo, como me pasó en el barco, me sentí atrapada y tuve que controlarme para no empujarle y apartarme de él. Poco a poco conseguí relajarme hasta que al cabo de un rato, abrazados, volvimos a quedarnos dormidos.
El resto de la noche dormí profundamente y, a pesar de la pesadilla, cuando sonó el despertador me sentí descansada y optimista: iba a disfrutar del buen humor con el que me había acostado la noche anterior y no pensar en la pesadilla o en el hecho de que, dos veces en un mismo fin de semana, había sentido la necesidad de huir de mi marido.
Mi objetivo del día era visitar la editorial, así que me vestí para la ocasión, traje de pantalón y chaqueta. Quería llegar pronto, antes de que los empleados empezasen a llegar; aunque tenía la esperanza de que tan pronto pusiese el pié en la oficina recordaría todo el pasado, no quería arriesgarme y dar el espectáculo siendo incapaz de reconocer a la gente.
Robert estaba empeñado en acompañarme, pero le convencí de que me dejase ir sola; retomar cuanto antes mis costumbres tal vez me ayudaría a recordar. Por si acaso, durante el desayuno Robert trató de darme todos los detalles que me permitirían salir del paso en caso de necesidad.
Aprovechando que la editorial se encontraba a pocas manzanas de casa y que hacía una mañana muy agradable, fui dando un paseo. Manhattan se despertaba radiante y la actividad y el bullicio matinal me resultaron tonificantes. A medida que me iba acercando a mi destino, el nudo que se me había formado en el estómago se fue haciendo más presente.
La editorial ocupaba el tercer piso de un edificio de piedra clara y escaleras de incendio exteriores en pleno barrio del Soho. Entré utilizando la tarjeta de acceso electrónico que había encontrado en casa. Como había esperado, era todavía muy temprano y la planta estaba desierta.
Todo me resultaba familiar, sin embargo no era capaz de recordar detalles concretos como el nombre y la ocupación de las personas que se sentaban en los puestos de trabajo a la vista. Robert me había dicho que mi despacho se encontraba en el extremo derecho del luminoso loft, así que me dirigí a él con paso inseguro. Justo cuando me disponía a abrir la puerta, oí gritar tras de mí:
—¡Elisa! — Me di la vuelta a tiempo de ver a una mujer de mi edad abalanzarse sobre mí—. Dios mío, Eli, ¿tienes idea del susto que nos has dado? —dijo mientras me estrujaba con fuerza.
De repente recordé con claridad a Susan y la amistad que nos unía. Durante unos instantes me quedé petrificada viendo desfilar ante mis ojos imágenes de nuestra relación. Por fin respondí a su abrazo mientras que mi amiga, sin darse cuenta de mi turbación, seguía achuchándome y dándome voces:
—Ingrata, mala amiga. ¿Cómo pudiste desaparecer así? Creíamos que te había pasado algo, aunque yo estaba casi segura de que te habías esfumado de motu propio. ¡Qué carajo! Yo misma te había dicho que necesitabas un cambio de aires. Pero, joder —soltó una potente risotada—, teníamos que habernos fugado juntas.
—No es lo que te imaginas. —Conseguí zafarme de su abrazo.
—Pues tienes que contármelo todo si quieres que te perdone. El soso de tu marido no quiso darme detalles, sólo se limitó a decirme que estabas bien y que pasarías hoy por aquí.
—Pero antes vamos a por un café.
Susan aceptó de buena gana. Tenía que ganar un poco de tiempo para decidir lo que le podía contarle o no. Robert me había aconsejado no dar demasiados detalles sobre mi odisea, al menos hasta que supiésemos exactamente las razones que me habían llevado hasta ella. Tan pronto nos instalamos en su despacho, volvió a la carga:
—Venga, cuéntame por qué te fuiste, dónde estabas y, sobre todo, con quién —insistió con una sonrisa pícara y un guiño exagerado.
—¿Por qué crees que me fui con alguien? —pregunté de golpe, temiendo que hubiese por mi parte una infidelidad de la que no me acordaba.
Susan me miró sorprendida por la brusquedad de mi pregunta.
—Vamos, Eli, no te enfades. Sabes que siempre estoy bromeando con el tema, pero sobre todo porque eres una mojigata y una rancia; sino no sería tan divertido —me tranquilizó.
“Pues lo de mojigata ha debido de pasársete en el accidente. Si Susan supiera...” —se mofó mi voz interior, que desde la noche pasada se había mantenido en silencio.
—Ya, divertidísimo. —Me esforcé por reírle la broma.
—Bueno, no cambiemos de tema. Cuéntame todo lo que has hecho durante estas dos semanas.
—Lo cierto es que no hay mucho que contar. Un día desperté y había perdido la memoria por completo: había olvidado quién era o dónde estaba. Tardé unos días en recordar los detalles que me permitieron ponerme en contacto con Robert. —Bebí un sorbo mientras que mi amiga me miraba con cara de no dar crédito a sus oídos—. Te confieso que sigue habiendo bastantes lagunas en mi cabeza, pero poco a poco voy recuperando los recuerdos. Por ejemplo, hasta esta mañana no me acordaba de ti y, de repente, recuerdo todo lo que hemos vivido juntas.
—¿Qué me estás diciendo? —tras una breve pausa, Susan empezó a someterme a un interrogatorio exhaustivo—: ¿Amnesia?... Quizás tuviste un accidente. ¿Estabas herida? ¿Dónde estabas cuando despertarte? ¿Cuántos días pasaron antes de que pudieses llamar a Robert? ¿Por qué no llamaste a cualquiera de los contactos de tu móvil?
La versión sucinta y suavizada que le había ofrecido en un principio tenía el merito de ser cierta —muy parcial, pero cierta—. Si respondía a sus preguntas, tendría que mentir o contarle más de la cuenta. Decidí que lo mejor era no responder, y para conseguirlo, le dije lo único que se me ocurrió en ese momento:
—Me está empezando a doler un poco la cabeza. No me resulta fácil hablar de lo ocurrido...—dejé escapar un suspiro para darle más fuerza a mi frase—. El médico me ha recomendado que evite hablar demasiado del tema hasta que esté recuperada del todo.
Susan se quedó mirándome sin saber qué decir. Se notaba que se debatía entre las ganas de satisfacer su curiosidad y las de respetar las recomendaciones del doctor. Sin darle tiempo a decidirse, cambié de tema:
—Pero bueno, ahora cuéntame tú cómo ha ido todo por aquí y sobre todo cuéntame cómo van las cosas con el galán de turno: quiero todos los detalles indecentes. —Esta vez fui yo la que le dediqué una mirada descarada.
Entre las muchas cosas que había recordado de repente estaba el hecho de que, en la vida de Susan, siempre había al menos un hombre atractivo, generalmente más joven que ella, dando guerra. Incluso recordaba que en dos ocasiones se había casado con “el galán de turno” y que, como era de esperar, ambos matrimonios habían terminado en divorcio. Mi amiga picó el anzuelo y durante la siguiente media hora se deleitó hablándome de sus dos temas preferidos: la editorial y sus líos amorosos. A las nueve y media nos interrumpió el sonido del teléfono: la visita que Susan estaba esperando acababa de llegar. Mi amiga se fue a la Sala de Juntas y yo volví a mi despacho.
Mientras que hablábamos, los empleados habían empezado a llegar. Susan me había asegurado que nadie estaba al corriente de mi desaparición. La versión oficial era que me había ido a España para ocuparme de unos asuntos familiares, así que la gente que me fui cruzando me saludó con normalidad.
Entré en mi despacho y me senté frente al escritorio. Miré a mi alrededor sin saber muy bien qué hacer a continuación. No se había producido el milagro que había estado esperando y una parte importante de mi pasado seguía a oscuras. Me distraje ojeando los documentos extendidos sobre mi mesa: un par de invitaciones a entregas de premios literarios y galas benéficas, unos bocetos de tapas para los dos libros que, según una nota pegada encima, debían salir a la venta en navidad, y la revista de prensa de todo lo publicado la semana pasada sobre la última novela de Tomás Morantes, quién deduje debía de ser uno de nuestros autores estrella.
Cuando terminaba de leer por encima el último artículo, sonó el teléfono. Era Robert para asegurarse de que todo iba bien. Se alegró cuando le dije que había recordado a Susan, y que me encontraba en plena forma; preferí no mencionar todo lo que seguía sin recordar y lo frustrada que estaba empezando a sentirme.
—Uno de nuestros principales clientes quiere que me reúna con él para aclararle unos detalles. Serían solo un par de días... Sé que ayer me aseguraste que no te importaba que me fuese, pero no me siento tranquilo dejándote sola tan pronto...
—Robert —le interrumpí antes de que me hiciese perder la paciencia —, me encuentro perfectamente. No me va a pasar nada. Pero para que te quedes más tranquilo, te prometo que te llamaré si noto el más mínimo síntoma de ansiedad. Además, si fuese necesario, me instalaría en casa de Susan hasta que volvieses.
—Bueno, pues si es así... Por favor, sé sensata y no te canses demasiado. Recuerda que aún no estamos seguros de que estés recuperada del todo —insistió.
—Si, mamá, prometo portarme bien —me burlé.
—Ja, ja, muy chistosa —respondió divertido—. Te llamaré esta noche. Te quiero.
—Y yo a ti.
Colgué con una sonrisa de oreja a oreja ante la naturalidad con la que lo había dicho. Las cosas iban viento en popa.
Acababa de colgar cuando alguien llamó a la puerta. Una mujer joven entró y se dirigió a mí con cordialidad. En ese instante supe que se trataba de Isabel, la secretaria que Susan y yo compartíamos.
—Buenos días Elisa. Me alegra que estés de vuelta. Durante tu ausencia Susan ha ido tratando todos los temas urgentes, así que sólo te he dejado sobre la mesa lo que podía esperar. Y aquí tienes dos manuscritos nuevos. —Isabel se acercó y me entregó dos portadocumentos de grosor medio—. Tu nuevo teléfono estará listo esta mañana.
La miré extrañada pues no sabía a qué se refería.
—Tu marido me dijo que habías perdido el móvil, así que desactivé la tarjeta SIM y pedí una nueva conservando tu número — terminó poniéndome al tanto de las llamadas pendientes—: ...y por último, la semana pasada te llamó Santiago Ochoa desde Tegucigalpa. Estaba preocupado porque habías quedado en llamarle, pero cuando le dije que te habías ido a España se quedó más tranquilo. Me pidió que le llamases tan pronto estuvieses de vuelta. Aquí tienes el número de móvil en el que puedes localizarle.
El corazón me dio un vuelco: Santiago Ochoa era el nombre que había encontrado en mi bolso después del accidente. Recordé que había tratado de llamarle desde mi hotel en Tegucigalpa y al no poder dar con él, me había propuesto llamarle esta semana. De repente me invadió una sensación de desasosiego difícil de explicar, el presentimiento de que algo horrible acechaba. Disimulando mi inquietud, cogí el papel que Isabel me tendía y le di las gracias.
Una de las razones por las que no le había dejado un mensaje en el contestador cuando le llamé, había sido no saber qué nombre utilizar. Ahora sabía que Santiago Ochoa conocía mi verdadera identidad, y que me llamaba desde Honduras. Con un poco de suerte también podría decirme cuál fue el propósito de mi misterioso viaje.
Sin pensarlo mucho, marqué el número que me había pasado Isabel. Mientras esperaba a que cogieran la llamada, traté de controlar la ansiedad: tal vez estuviese a punto de descubrir lo que había estado buscando con tanto empeño. Una voz masculina que no reconocí respondió enseguida:
—¿Santiago? Soy Elisa...
Antes de que pudiese seguir hablando, mi interlocutor empezó a dar voces:
—¡¿Eli?! ¡¿Dónde demonios te has metido?! Se suponía que debíamos vernos en Tegucigalpa hace más de una semana. Francamente, esta vez te has pasado un huevo. No puedes llamarme rogándome que te consiga urgentemente un pasaporte falso y te organice una serie de entrevistas con unas personas de las que no había oído hablar jamás, y luego desaparecer sin dar señales de vida...
Hizo una pausa para tomar aire. Soltó un suspiro y, un poco más calmado, continuó su retahíla de reproches sin darme tiempo a defenderme:
—¿Sabes que creí que estabas en el avión que se cayó? Estuve a punto de llamar a Robert a pesar de que te prometí que no lo haría, pasase lo que pasase... Te aseguro que si no lo hice fue porque tu secretaria me dijo que habías ido a España... ¿Cómo pudiste cambiar de planes en el último momento y ni siquiera dignarte...
No dejé que terminase la frase. Aquella reprimenda, por muy justificada que fuese, no nos llevaría a ninguna parte y había un montón de cosas que yo desconocía y que él parecía poder aclararme. La familiaridad con la que me trataba hacía suponer que Santiago y yo nos conocíamos bastante bien, así que yo me dirigí a él en el mismo tono:
—Santiago, cálmate. Tu enfado está justificado, pero debes escucharme. No hubo cambio de planes. Si no te he llamado antes es porque, tal como temías, yo viajaba en el vuelo que se estrelló. Fui la única superviviente, pero perdí la memoria.
No iba a permitir que nada rompiese el hilo de lo que me había propuesto decirle, así que, ignorando sus exclamaciones de horror, continué exponiéndole la situación:
—Aunque he empezado a recordar el pasado, sigo sin acordarme de la razón por la que viajé a Honduras de la manera en que lo hice. De hecho, ni siquiera sé quién eres tú... —Hice una breve pausa, consciente de lo inverosímil de mi explicación—. Después del accidente encontré tu nombre y teléfono en mi bolso. Traté de localizarte el miércoles pasado desde Tegucigalpa con la esperanza de que pudieses darme alguna pista sobre lo ocurrido. Saltó tu contestador y no quise dejar ningún mensaje porque no sabía si me conocerías por Elisa Luna, Elisa Gresley o Lisa Hamilton.
—¡Dios mío! ¿Qué me estás diciendo? En los periódicos dijeron que no había supervivientes... —Era obvio que mi relato le dejaba anonadado.
—Y es mejor que sigan pensando eso: no estoy en condiciones de explicar por qué no me puse en contacto con las autoridades para hacerles saber que había un sobreviviente... —seguí hablando pero casi para mí misma—: No puedo decirles que viajaba con pasaporte falso...
“Y mucho menos el encontronazo con los traficantes”, pensé.
—Con un poco de suerte no tendré que decirlo nunca... Muchos de los cadáveres estaban destrozados o calcinados, así que quizás no descubran que falta un pasajero... y si lo descubren, Lisa Hamilton no existe... —Sacudí la cabeza obligándome a volver al presente—. Santiago, sé que querrás hacerme un montón de preguntas y trataré de responderte a todas, pero antes te agradecería que me contases todo lo que sepas de mi viaje a Honduras. Y de paso, si pudieses empezar por contarme de qué nos conocemos y por qué acudí a ti...
Dejé la frase en suspenso. Me preguntaba qué tipo de persona sería este hombre al que yo recurría cuando quería conseguir papeles falsos.
—¡Carajo, me dejas de piedra! —contestó al cabo de lo que me pareció un largo silencio en el que supuse estaba tratando de decidir por dónde empezar—. Nos conocimos en la universidad. Estuvimos saliendo juntos un tiempo... —Vaciló unos instantes— ...Pero pronto nos dimos cuenta de que éramos más amigos que otra cosa. Después de la carrera me volví a Tegucigalpa para ocuparme de los negocios familiares. Somos buenos amigos a pesar de que, como mucho, nos hablamos un par de veces al año y de que no nos hemos visto desde tu boda.
Mientras me decía todo aquello me preguntaba por qué, si tal como me decía era un buen amigo, no me acordaba de él. Esta mañana había recordado a la primera a Susan, a Isabel y a algunos de los empleados de la editorial... Empezaba a sospechar que mi pérdida de memoria era selectiva y que sólo permanecían oscuros los detalles relacionado con el maldito viaje a Honduras... Aquella revelación requería un análisis más detenido, pero de momento debía concentrarme en lo que Santiago me estaba contando:
—Hace cosa de un mes me llamaste con mucho misterio. ¿Por qué a mí? Supongo que no tienes una tonelada de amigos íntimos en Honduras —añadió con sarcasmo—. Me dijiste que necesitabas un favor, y que era cuestión de vida o muerte. Te negaste a darme explicaciones por teléfono.
Suspiró y luego continuó con voz vencida:
—Debí mandarte al diablo, pero en lugar de eso, acepté sin condiciones. ¿Qué puedo decir en mi defensa? Supongo que sigo teniendo una cierta debilidad por ti. No lo recuerdas, pero nuestra ruptura fue bastante unilateral —hizo una pausa antes de finalizar—. En definitiva, el misterioso favor consistía en hacer dos cosas: conseguirte un pasaporte falso y organizarte una reunión con una periodista hondureña, quién a su vez debía conseguirte una entrevista con otras tres personas más.
—¿Es decir, que te llamé para pedirte papeles falsos? Así, como si nada. ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas? O ¿a qué me dedico yo? —No hice nada por disimular mi asombro.
Santiago soltó una carcajada espontánea.
—Tengo una constructora... Digamos que a veces, el éxito de mis negocios depende de mi capacidad a hacer favores a gente influyente que, a cambio, está dispuesta a apoyar mis proyectos. —Se detuvo un momento, quizás para darme la oportunidad de hacer algún comentario al respecto—. ¿Qué? ¿No quieres sermonearme como de costumbre? A lo mejor lo de la amnesia te ha hecho más tolerante. ¡Ja! Aunque he de reconocer que la última vez que hablamos criticaste mucho menos mi ética profesional. Claro, fue la vez que me pediste un favor no muy... “ético” —terminó con sorna.
—Me alegra que te diviertas. Al menos veo que se te está pasando un poco el enfado. Pero ¿te importaría volver al tema que nos ocupa? —intenté que mi tono sonase a broma aunque en el fondo estaba cada vez más nerviosa.
—Bueno, conseguirte un pasaporte no me resultó muy difícil; me bastó con pedir un favor a uno de mis contactos en los bajos fondos. Te lo mandé por mensajero. Tampoco tuve problema en localizar a la periodista con la que querías reunirte. Os ibais a encontrar en mi despacho, el miércoles... justo el día en que se estrelló aquel avión...
Me quedé esperando un momento a que dijera algo más. No añadió nada; como si acabase de asimilar todo lo que acabábamos de discutir.
—¿Cómo se llama esa periodista con la que dices que iba a verme y cómo conseguiste que aceptase la reunión? —pregunté rompiendo el incómodo silencio que se había instalado entre nosotros—. Y otra cosa, dijiste que quería entrevistarme con tres personas más ¿quiénes eran?
Me di cuenta de que le estaba agobiando con tanta pregunta, así que le dejé hablar a su ritmo.
—Yo sólo tenía que llamar a Consuelo Zambrano, la periodista, de parte de una editora americana que quería entrevistarse con ella. También debía pedirle que organizase una reunión con las otras tres mujeres a las que querías ver: Carmen, Rocío y Marina. No me diste apellidos pero me dijiste que ella sabría quienes eran. Y así fue.
El corazón empezó a latirme con fuerza: a pesar de no ser capaz de identificar aquellos nombres, algo en ellos aumentaba la angustia que sentía y que había comenzado en el mismo instante en que Isabel mencionó el nombre de Santiago Ochoa.
—Y ¿tienes idea de por qué quería verlas? —conseguí articular.
—No, no tengo ni idea de quiénes eran ni de lo que querías hablar con ellas. Lo que sí puedo decirte es que al menos una de ellas ha muerto. Consuelo Zambrano fue asesinada hace unos días. Escribía para el diario local y su muerte ha tenido gran repercusión en la prensa. Por lo visto entraron en su casa para robar y ella llegó en mal momento; les pilló in franganti y por eso se la cargaron.
La inquietud y tensión expresada en la voz de Santiago se hicieron eco del profundo shock que aquellas palabras producían en mí.
—Francamente, Elisa, puede que su muerte no tenga nada que ver con tu visita, pero como me debo estar volviendo paranoico, me resulta difícil pensar que solo sea una coincidencia.
Antes de que pudiese pedirle más explicaciones, sonó el timbre de una puerta al otro lado de la línea telefónica.
—Eli, te tengo que dejar. Tengo una reunión muy importante. Me alegro de que estés bien y esperó que recuperes la memoria cuanto antes.
—Gracias. ¿Te importa si vuelvo a llamarte si se me ocurre alguna pregunta más? —pregunté tímidamente.
—No creo que pueda decirte nada más de lo que te he dicho, pero claro que puedes llamar cuando quieras. Ya te he dicho que tengo debilidad por ti —bromeó—. Sobre todo ahora que te has vuelto más tolerante con los pecados ajenos.
Colgué el teléfono y me froté la sienes con ambas manos, tratando de frenar el terrible dolor de cabeza que se me estaba echando encima. Los nombres de Consuelo Zambrano y Carmen Prado retumbaban en mi cabeza. Santiago me había dado el nombre y apellido de la primera. Aunque había mencionado a una tal Carmen, me había dicho que yo no le había dado su apellido. Y sin embargo, en ese momento yo estaba segura de que una de las personas con las que había querido entrevistarme en Tegucigalpa se llamaba Carmen Prado...
Por un instante creí que estaba a punto de recordar la clave de todo, pero entonces me faltó el aire. Me levanté y abrí la ventana: el cielo se había cubierto de nubarrones negros que anunciaban un chaparrón inminente. Estaba intentando respirar con normalidad mientras me distraía mirando cómo el viento jugueteaba con las hojas de los árboles cuando, sin razón aparente, me vinieron a la mente los frescos de la Capilla de la Arena, una pequeña iglesia en el norte de Italia que, de repente, recordé haber visitado con mi padre cuando tenía catorce años. Ante mis ojos aparecieron las escenas del infierno que Giotto había pintado en la parte inferior derecha del enorme fresco representando el Juicio Final. En el centro de la escena vi dibujarse las letras NF/SP seguidas de tres números, 279.
Todo empezó a dar vueltas y sentí que perdía el equilibrio. Intentando no caerme, volví a sentarme y puse la cabeza entre las rodillas para calmar el mareo. ¿Qué me estaba pasando?
Cuando me sentí mejor, me incorporé, apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y, con los ojos cerrados, traté de buscarle un sentido a las visiones que acababa de tener. Todo parecía indicar que iba recuperando poco a poco la memoria exceptuando cualquier detalle, persona o acontecimiento relacionado con el viaje a Honduras. Analizando las cosas desde ese ángulo, parecía bastante lógico que no recordase ni a Santiago, ni la razón por la que viajé, ni a las cuatro mujeres con las que debía entrevistarme en Tegucigalpa. Pero ¿qué demonios pintaban los frescos de Giotto o la capilla que visité hacía años en todo aquello? ¿Y qué significaba la referencia NF/SP 279? Por más vueltas que le daba, nada tenía sentido.
La cuestión de si debía llamar o no a Robert se añadió a mi confusión mental. Por un lado le había prometido avisarle si se producía cualquier incidente —no cabía duda de que el ataque de ansiedad de esta mañana entraba dentro de esa categoría—. Por otro lado, según Santiago, yo no quería que mi marido supiese nada de mi viaje, y si le llamaba ahora tendría que contarle lo que había descubierto, por parcial y confuso que fuese.
Al cabo de unos minutos de debate interior llegué a la conclusión de que no quería que hubiese secretos entre Robert y yo. Le pondría al corriente de todo cuanto descubriese, pero lo haría cuando tuviese algo concreto y no una lista interminable de preguntas sin respuesta. Le contaría todo lo que me había dicho Santiago en cuanto tuviese las cosas más claras. Y si cuando volviese de su viaje seguía sin tener respuestas, le diría lo que sabía de todos modos, pero en persona, lo cual sería más correcto que hacerlo por teléfono. Mientras tanto, sería mejor que me fuese a casa. No quería ni pensar lo que habría ocurrido si la exagerada de Susan hubiese entrado en mi despacho cuando yo estaba al borde del desmayo...
Metí los dos manuscritos que Isabel me había dado en un maletín que había en la estantería y fui a despedirme de mi amiga; si me iba sin decirle nada, sospecharía que algo no iba bien y llamaría a Robert. Fue un alivio encontrarme con su despacho vacío. Cuantas menos explicaciones tuviese que darle mejor, así que le dejé una nota sobre la mesa diciéndole que estaba un poco cansada y me iba a casa.
Cuando me marchaba, mi secretaria estaba al teléfono. Con un gesto me pidió que esperase un momento. Mientras terminaba su conversación, me dio un iPhone blanco. Después arrancó una hoja de su bloc de mensajes telefónicos que me pasó distraídamente. El corazón me dio un vuelco; el tiempo se detuvo y me flaquearon las piernas. La nota decía que Jesse Morgan necesitaba hablar conmigo urgentemente. Había dejado un número de teléfono para que le llamase tan pronto me fuese posible.
Me quede mirando el pedacito de papel aturdida. Cerré los ojos tratando de romper el hechizo que parecía haberme paralizado. No podía seguir allí plantada, así que me despedí de Isabel con un gesto de la mano, sin esperar a que terminase su acalorada discusión telefónica.
Hacía unos instantes casi se me para el corazón, ahora tenía taquicardia y me faltaba el aire. No llamé al ascensor, sino que bajé las escaleras de tres en tres y salí como una posesa a la calle. Me sujeté a una farola y aspiré con fuerza una bocanada de aire helado que me raspó los pulmones. Después emprendí el caminó a casa, despacio, sin darme cuenta de que había empezado a llover. Tan sólo el recuerdo de Jesse ocupaba mi mente. La determinación con la que había ahuyentado su imagen durante el fin de semana se esfumó; ya no quedaba nada del empeño con el que había tratado de sacarle de mi pensamiento una y otra vez.
El simple hecho de leer su nombre en un trozo de papel había revido todos los sentimientos que tenía hacia él. El vacío que había dejado Jesse tras de sí parecía ahora un agujero negro que se lo tragaba todo: culpabilidad, lógica, voluntad... Aunque parecía una eternidad, hacía solamente cinco días que le había confesado mi amor en el hotel de Tegucigalpa. Recordé con dolor nuestra despedida, aquel momento en que tuve la certeza de que nunca más volvería a saber de él... Hoy me daba cuenta que había sido la convicción de que no volveríamos a vernos, la que me había dado la fuerza para intentar olvidarle.... La posibilidad de volver a oír su voz aniquilaba mi determinación.
Debía rendirme a la evidencia: no podía dejar de pensar en Jesse aunque quisiera porque le seguía amando de una manera irracional e injustificada. Me obligué a pensar en Robert, pero el sentimiento de culpa solo consiguió que me odiase a mí misma por serle infiel con el pensamiento y el corazón. Ojala pudiese odiar también a Jesse por hacerme sentir como me sentía...
¿Por qué trataba de localizarme ahora? ¿Acaso no había quedado claro que lo nuestro no podía ser? Recordé que me había dicho que le llamase para decirle que todo iba bien. ¿Sería eso lo que quería? ¿No se daba cuenta que con su llamada ponía en peligro la estabilidad precaria de mi vida?
Estuve a punto de romper el papel y jurarme que no le llamaría, pero mi voz interior me detuvo con su lógica aplastante: “¿Debo recordarte que en la nota dice que necesita hablar contigo “¡Urgentemente!”? ¿Qué palabra en “hablar contigo urgentemente” te hace pensar que lo que quiere es conversar y asegurarse de que estás bien? No sé, quizás tenga algo “ur-gen-te” que decirte; tal vez algo relacionado con los asesinatos que perpetrasteis en vuestro tiempo libre” —finalizó mi alter ego con su sarcasmo característico.
A medida que me acercaba a casa, mi actitud se fue volviendo más razonable. Pensar que yo había sido para Jesse algo más que una aventura era absurdo e infantil; pensar que su llamada no tenía una justificación importante y que, por consiguiente, podía evitar devolvérsela, era ridículo e irresponsable. Por supuesto que debía llamarle y averiguar lo que quería. Además, quizás él pudiese ayudarme a desvelar el misterio de mi viaje a Honduras: seguro que por su profesión tenía más medios que yo para indagar en la vida de Consuelo Zambrano. Y hasta podría investigar si de verdad existía una Carmen Prado y que relación había entre las dos.
Cuando entré en el portal de mi edificio había tomado la decisión de llamar a Jesse tan pronto entrase en casa. Marqué el número que me había pasado Isabel, mientras repasaba mentalmente lo que le iba a decir y como iba a hacerlo. Por desgracia, saltó el contestador:
—Hola. Has llamado a Jesse Morgan. Ahora no puedo atenderte pero deja el mensaje al oír la señal.
—Hola Jesse, soy Elisa. He recibido tu mensaje. Estaré en casa toda la tarde, así que llámame cuando quieras.
Colgué el teléfono dándome cuenta de que, a pesar de todas las razones lógicas que había buscado para justificar aquella llamada, la verdad era que lo que había estado deseando era volver a oír la voz de Jesse.
De manera impulsiva, llamé a Robert a su móvil. Necesitaba callar mi conciencia que me repetía insistentemente que mi marido no se merecía lo que le estaba haciendo.
Robert descolgó a la primera:
—Elisa, ¿estás bien? ¿Ocurre algo?
—Tranquilo, no ocurre nada —traté de sonar lo más relajada posible —. Como no dejes de asustarte cada vez que te llamo, voy a dejar de hacerlo. ¿Te molesto?
—Nunca me molestas. Bueno... a mí no, pero estamos preparándonos para el despegue y la azafata me esta haciendo gestos para que cuelgue.
—Está bien, sólo quería que supieses que he vuelto a casa para leer unos manuscritos y que te echo de menos —dije ignorando los reproches de mi voz interior.
—Yo también te echo de menos. Pero volveré pasado mañana y si quieres, cuando regrese, podríamos irnos una semana de vacaciones a algún sitio los dos solos... —Al otro lado de la línea, una voz insistía en que apagase su móvil—. Te llamo esta noche. Pero por favor, cuídate y llámame si ocurre cualquier...
—Robert, si no cuelgas te van a echar del avión —le interrumpí antes de que siguiera repitiendo lo que ya sabía. Después añadí alto y fuerte: “Te quiero”.
Aunque en ese momento aquellas palabras carecían de sentido y tan sólo tenían para mí el sabor amargo del remordimiento y la pena, las pronuncié consciente de que a Robert le harían feliz y, tal vez por eso, sentí una cierta paz interior.
*****
Para relajarme y desconectar un poco de los últimos acontecimientos, pasé el resto de la tarde leyendo uno de los dos manuscritos que me había traído de la editorial. Se trataba de la primera novela de una joven escritora puertorriqueña, una obra de poco interés literario pero un cierto potencial comercial. Aunque no estaba segura de si deberíamos considerar o no su publicación, su lectura me había permitido olvidar mis problemas y dudas durante unas horas.
Empecé a tener hambre, así que cerré el manuscrito con la intención de bajar a prepararme algo de comer. Al dejar el portadocumentos sobre la mesa encima del otro, me llamó la atención la serie de números y letras marcadas en el lomo: F/SP 345. Me fijé entonces en la referencia del portadocumentos donde estaba el segundo manuscrito: NF/EN 284.
Sentí vértigo: aquella sucesión de cifras y letras se parecía mucho a la que había aparecido durante la visión que tuve aquella misma mañana. Cogí el móvil y llamé a Susan. Me disculpé por haberme ido sin despedirme. Tras asegurarle que todo iba bien, le pregunté:
—¿Qué significan las letras y números en el lomo de los manuscritos?
—Es la referencia interna que les asignamos para catalogarlos, —respondió mi amiga sin hacer preguntas—. F significa ficción y NF no-ficción. Después marcamos EN o SP dependiendo de si la obra nos ha sido enviada en inglés o en español, y por último, los números corresponden al orden de llegada. Mary es la persona que lleva el control de todos los manuscritos que recibimos.
Antes de dejarme decir nada, añadió un tanto sorprendida:
—¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso no recuerdas nuestro sistema de clasificación?
—Pues no. Como te dije, tengo todavía ciertas lagunas de memoria que trato de despejar a medida que aparecen. ¿Te importaría pasarme a Mary?
Satisfecha con mi explicación, Susan se despidió y transfirió mi llamada a la encargada del registro de manuscritos.
—Hola Mary. ¿Te importaría decirme a qué obra pertenece la referencia NF/SP 279?
—Hola Elisa. Espera un segundo que te lo miro enseguida.
Mientras que la oía teclear, Mary me preguntó por mi viaje a España, a lo que, por supuesto, respondí con mentiras.
—NF/SP 279 corresponde a Carne de Cañón, de Consuelo Zambrano.
Empecé a temblar: Consuelo Zambrano era la periodista con la que yo iba a entrevistarme en Honduras. Mary continuó sin notar el efecto que aquella información me había provocado.
—Llegó el 13 de septiembre pasado. Te lo pasé y según esto, sigue en tu poder. No hay nada más en la ficha, aún no me has dado el resumen ni tus conclusiones.
—Muchas gracias, Mary. Eso era todo lo que quería saber.
Inmediatamente llamé a Isabel para pedirle que mirase si no me había dejado ningún manuscrito en el despacho. No encontró ninguno y no le sorprendió pues según me dijo yo tenía la costumbre de llevarme todos los manuscritos a casa y no los devolvía a la oficina hasta haberlos valorado. Tal como recordaba, mi secretaria me confirmó que solo se hacían copias de los manuscritos que habían obtenido una opinión favorable del primer lector.
Carne de Cañón tenía que estar en casa o perdido entre los escombros del avión. Tuve la certeza de que, de un modo u otro, aquel manuscrito escondía la clave que desvelaría el misterio de mi viaje a Honduras. Encontrarlo debía ser mi prioridad absoluta. Aunque había inspeccionado el apartamento el jueves pasado, no lo había hecho buscando nada en concreto, así que el manuscrito podía estar en cualquier sitio.
Acababa de entrar en la cocina a prepararme un sándwich cuando sonó el teléfono. Pensé que sería Robert para decirme que había aterrizado y que podía volver a localizarle si le necesitaba. Pero la voz que respondió a mi saludo fue la de Jesse.
—Hola, Lis. Es urgente que nos veamos. Podría estar en tu casa en una hora.
No se me ocurrió hacerle preguntas sobre lo que quería o cómo había encontrado mi dirección. Por absurdo que parezca, lo único que me preocupó en ese instante fue la perspectiva de encontrarme a solas con él en mi apartamento. Para evitarlo le propuse que nos viésemos en un café que había a dos manzanas de casa. Se me había quitado el apetito, así que salí de la cocina y subí a arreglarme. Mientras me duchaba traté de ignorar el nudo que se me había hecho en el estómago y que me hacía sentir como una colegiala ante su primera cita.
Me puse un vestido de punto de cuello alto color crema y chaqueta y botas altas de ante. Al salir comprobé que había dejado de llover y que el cielo estaba de nuevo despejado: sonreí pues era como si el clima quisiera hacerse eco de mi variable estado de ánimo. Estaba nerviosa pero muy animada: haber descubierto la existencia del manuscrito Zambrano y la perspectiva de volver a ver a Jesse me habían puesto de buen humor.
Llegué al café donde habíamos quedado antes de lo previsto. Tan pronto entré, recordé muchas de las ocasiones en que había estado allí camino a la oficina o de vuelta a casa—me alegró comprobar que mi memoria se iba despertando sin prisa pero sin pausa—. Pedí un descafeinado y me senté en una de las mesas con vistas a la calle. Mientras esperaba decidí que aunque hoy ya era tarde para ponerme a buscar el manuscrito, mañana no pararía hasta encontrarlo. Estaba impaciente por leer aquel documento y al mismo tiempo, me daba miedo hacerlo pues el presentimiento de que lo que iba a descubrir no me gustaría era cada vez más fuerte.
¿Qué era lo que podía contar ese dichoso manuscrito para que yo hubiese tenido que viajar a Honduras, con una identidad falsa? ¿Por qué era tan fundamental que me entrevistase en persona con su autora? ¿Y quiénes eran Carmen Prado, Marina y Rocío, las otras tres mujeres a las que quería ver? Hasta ahora, en vez de respuestas, descubrir la existencia del manuscrito Zambrano solo había suscitado más preguntas.
Levanté la vista y vi a Jesse entrando en la cafetería. Me vio y se acercó a mi mesa obsequiándome con una de sus irresistibles sonrisas. Sentí que me subía el rubor a las mejillas.
—Hola, Lis —me saludó al tiempo que me daba un beso desenfadado en la cara y tomaba asiento frente a mí—. Perdona el retraso. No tengo tu móvil así que no pude avisarte —dijo mientras cogía el iPhone que yo había dejado sobre la mesa y, sin pedirme permiso, se hacía una llamada perdida.—Ahora ya tengo tu número y tú el mío.
Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa.
—Estás preciosa. Veo que Nueva York te sienta bien. Yo no lo aguanto.
Le agradecí el halago, hice un comentario superficial sobre las grandes ciudades y la lluvia, y me quedé esperando a que se decidiera a decirme la razón por la que había querido verme. A pesar de sus esfuerzos por mostrarse distendido, Jesse parecía preocupado.
—Como te expliqué, estaba en Honduras infiltrado en una red de traficantes bastante activa en nuestro continente. Estamos en proceso de desmantelamiento y en los próximos días vamos a llevar a cabo una serie de detenciones que terminaran con ella definitivamente.
Dio un trago al café que acababan de traerle y se frotó la barbilla como tratando de buscar las palabras para seguir su relato.
—Apasionante ¿Pero que demonios tiene que ver eso conmigo? —pregunté intentado que fuese al grano.
—Verás, entre los muchos documentos que se han incautado hasta ahora, hemos encontrado una lista de nombres entre los que aparece el tuyo. Al menos tres personas de esa lista han sido asesinadas o han muerto de forma sospechosa en las últimas semanas.
Jesse se quedó mirándome fijamente a la espera de una reacción. Se me heló la sangre y lo único que pude hacer fue mirarle horrorizada mientras que él trataba de quitarle hierro al asunto.
—Por supuesto, podría tratarse de una coincidencia, por lo que no debemos asustarnos demasiado.
No era capaz de asimilar lo que acababa de oír. Tenía la sensación de estar viviendo una pesadilla y no conseguía pensar con claridad. ¿Cómo podía estar pasándome esto a mí? En cualquier momento me despertaría y mi vida carecería de peligros, accidentes de avión y narcotraficantes.
—A ver si lo he entendido bien: es probable que una red de asesinos quiera eliminarme pero aún así, no crees que debamos asustarnos demasiado, ¿es eso? —dije cuando por fin fui capaz de articular palabra.
—Suena mucho más dramático dicho de esa manera. Ya te digo que es demasiado pronto para sacar conclusiones. Si no te conociese personalmente, ni siquiera hubiese hecho nada respecto a tu nombre en una lista.
Por más que lo intentaba, sus esfuerzos por tranquilizarme estaban fracasando estrepitosamente.
—Créeme: no hay razón para que te pongas así. Al fin y al cabo nos hemos visto en situaciones peores y hemos salido airosos, ¿no?
Jesse sonrió y me hizo un guiño cómplice. Después prosiguió con tono más serio:
—¿Se te ocurre alguna razón por la que tu nombre haya aparecido en esa lista?
—Pues como no sea nuestra aventura en la selva...
Me quedé pensando. Quizás fuese el momento de hablarle de todo lo que me había contado Santiago. Jesse continuó hablando antes de darme tiempo a ordenar mis ideas y decidir por donde empezar:
—Sí, al principio yo también pensé que podría tener que ver con el hecho de que nos cargásemos a tres miembros de la banda. Pero hay algo que no cuadra. Cuando lo hicimos, no estábamos seguros de cual era tu verdadero nombre... —hizo una pausa y después sacudió la cabeza cambiando de tema—: En fin, poco importa. En un par de días todo habrá terminado y no tendremos que preocuparnos más. Pero mientras tanto, tal vez sería conveniente que Robert y tú os fueseis de viaje o os instalaseis en un hotel.
—Robert está de viaje y no volverá hasta pasado mañana... pero cuando vuelva estamos pensando tomarnos una semana de vacaciones. Quizás podría esperar a que volviese...
—No, prefiero que no estés sola —dijo tajante—. Pasaremos por tu casa para recoger lo que necesites y te acompañaré a un hotel fuera de tu radio de acción. Mejor que no vayas a trabajar...
Antes de que pudiese terminar la frase sonó su móvil. Miró el número y se explicó:
—Disculpa, tengo que coger esta llamada. Vuelvo enseguida.
Desde mi mesa le vi salir a la calle y meterse en un coche de color oscuro aparcado en la acera de enfrente. Me sentía abrumada. La idea de irme a un hotel no me apetecía nada. Quizás Jesse se estuviese pasando de prudente... Pero no podía arriesgarme. Lo peor iba a ser explicárselo a Robert. Tal vez sería mejor que me fuese a casa de Susan hasta su vuelta. Podía decirle que me sentía sola o algo por el estilo... Aunque, pensándolo bien, pasar dos días con Susan me apetecía todavía menos que irme a un hotel... ¿Y si cogía un avión a Carolina del Sur y me instalaba en el Sweet Meg? Ahí estaría a salvo. La verdad que no se me ocurría un lugar mejor donde pasar la semana en pareja de la que habíamos estado hablando Robert y yo... Se suponía que desde hace tiempo queríamos traernos el barco a Nueva York. ¿Qué mejor momento para hacerlo?... Desde luego a Robert le chocaría que me hubiese ido antes que él volviese, pero lo entendería cuando pudiese contarle la verdadera razón y le explicase que había sido para ponerme a salvo.
La vuelta de Jesse interrumpió mis pensamientos:
—Van a volver a llamarme: tengo que mirar unas fotos e identificar a unos individuos... —dijo dándome más explicaciones que las que necesitaba—. Si te parece, mientras tanto puedes ir a casa y preparar lo que vayas a necesitar. Yo pasaré a buscarte tan pronto termine; calculo que no será más de media hora.
Salimos juntos a la calle. Volvió a sonar el móvil de Jesse. Se despidió con un gesto de cabeza antes de meterse en el coche oscuro desde donde había estado hablando anteriormente.
Durante el breve trayecto hasta casa, tomé la decisión de instalarme en el barco de mis suegros. La verdad es que me apetecía hacerlo. Lo único que me contrariaba era no poder buscar el manuscrito hasta mi vuelta. Quizás, si me daba prisa haciendo la maleta, hasta que llegase Jesse podía echar un vistazo en mi estudio; lo lógico era que lo hubiese puesto allí puesto que se trataba de algo relacionado con el trabajo.
Al llegar al apartamento tenía claro todo lo que iba a hacer. Decidí llamar a Jesse para decirle que se tomase su tiempo. Con una mano saqué el iPhone del bolso y llamé al último número marcado, mientras que con la otra metía la llave en la cerradura. La puerta se abrió sola, aunque no recordaba haber echado el cerrojo, estaba completamente segura de haberla cerrado bien. Mi mente empezó a mandarme señales de alarma; debí salir corriendo, y buscar ayuda. En lugar de eso, entré en casa, incapaz de reaccionar o asimilar lo que veía. El apartamento había sido saqueado y todo estaba manga por hombro: armarios abiertos, cajones volcados con su contenido esparcido por el suelo, libros tirados por todas partes, cristales rotos...
—Dime. Ya estoy en camino.
En el preciso instante en que Jesse respondía a mi llamada telefónica, oí pasos en el piso de arriba. ¡¿Por qué diablos había supuesto que los saqueadores se habían marchado ya?!
—¿Lisa? ¿Estás ahí?
Sin responder ni colgar, y de forma instintiva e inexplicable, me escondí el móvil en la bota, di la vuelta y empecé a correr hacía la puerta. No había dado ni un par de pasos cuando sentí que me golpeaban con fuerza en la cabeza. Caí al suelo. Lo último que recuerdo fue un dolor intenso y luego una oscuridad total.