Décimo día
Aquel viernes de otoño, Nueva York amaneció bajo un cielo gris y amenazador; aunque la temperatura estaba en torno a los 16 grados, la humedad y el viento del norte acentuaban la sensación de frío de manera bastante desagradable. Charleston, sin embargo, nos recibió con un día cálido y soleado que realzaba aún más la belleza tranquila de una ciudad adornada por innumerables vestigios de su pasado.
Durante el recorrido hasta el puerto, Robert me habló de su infancia, que había transcurrido sobre todo en aquella región en la que ahora nos encontrábamos. Mi marido nació en Charleston y vivió allí hasta los ocho años. Por aquel entonces, los negocios de su padre iban viento en popa pero hacían que pasase cada vez más tiempo fuera de casa, así que su familia terminó por mudarse a Chicago. No obstante, hasta la muerte de su abuela materna, cada año, sin excepción, volvían a pasar los meses de verano en la casona familiar, una suntuosa propiedad que había albergado, mucho tiempo atrás, una de las plantaciones más prolíficas del sur.
Al morir su abuela, la casa de Charleston se puso a la venta y la familia no volvió a la ciudad hasta que, hacía unos años, los padres de Robert decidieron instalar de nuevo su residencia principal en Charleston; los tres hermanos, Dan, Rose y Robert, recibieron la noticia con entusiasmo, felices de tener una excusa para reanudar el vínculo con un lugar tan importante en sus vidas.
Un poco antes de la una del mediodía llegamos al exclusivo puerto deportivo donde nos esperaba, listo para zarpar, el Sweet Meg, el barco de mis suegros. Se trataba de un espléndido yate a motor de 17 metros de eslora, de color blanco y tostado. Una amplia cristalera permitía el acceso a un interior amplio y refinado de maderas cálidas y cueros color crema. El espacio principal, a nivel de la cubierta, estaba compuesto por una cocina americana, un salón comedor y la zona de mando. Los enormes ventanales que formaban las paredes de aquella planta permitían disfrutar del paisaje desde cualquier punto; el techo corredizo añadía aún más luminosidad y sensación de libertad al conjunto. En la proa había una zona de solárium con tumbonas y en la popa una terraza con mesa y banco para comer.
Robert me explicó que el Sweet Meg había sido un regalo de aniversario de su padre a su madre —Meg era el diminutivo cariñoso que mi suegro utilizaba para dirigirse a su mujer—. A mis suegros siempre les gustó navegar, algo que hacían con tanta frecuencia como se lo permitían sus compromisos sociales y profesionales. Las comodidades y seguridad que el Sweet Meg ofrecía, les había permitido hacer muchos viajes inolvidables. Desde la muerte trágica de su marido en un accidente de coche, la madre de Robert no había vuelto a pisar el barco porque le traía demasiados recuerdos; recuerdos de los que, al mismo tiempo, no quería deshacerse, y por esa razón se negaba a vender el yate.
—A ninguno de mis hermanos les gusta navegar, así que los únicos que sacamos al Sweet Meg somos tú y yo. A mi madre le encantaría que lo disfrutásemos más a menudo; siempre decimos que nos lo vamos a llevar a Nueva York para tenerlo más a mano, pero lo vamos posponiendo y hasta ahora no lo hemos hecho —comentó Robert mientras que ponía la embarcación en marcha.
Decidimos que pasaríamos la noche a bordo, así que mientras Robert maniobraba con cuidado para sacarnos del puerto, yo bajé a recoger nuestros bolsos de viaje. El Sweet Meg tenía tres camarotes y al principio dudé si dejar el bolso de Robert en uno y el mío en otro; decidí que lo más natural sería que ambos ocupásemos el camarote principal, sobre todo teniendo en cuenta que yo esperaba que este fin de semana nos sirviese para retomar nuestra intimidad, de modo que colgué la ropa de ambos en el armario y puse nuestros productos de aseo en el cuarto de baño. Después cambié el vestido que llevaba puesto por un bikini blanco, una camisa amplia de flores y unas sandalias azules. Sonreí recordando la manera en que Robert me había ayudado a preparar el bolso de viaje, indicándome las prendas que al parecer yo prefería, aunque tenía el presentimiento de que había aprovechado para elegir las que prefería él.
Fuimos navegando paralelos a la costa durante varios kilómetros. El mar, que bajo la luz del sol tenía un color azul turquesa, parecía una balsa de aceite cuya quietud era sólo perturbada por la estela que nuestro motor iba dejando a su paso. Echamos el ancla frente a una playa desierta de dunas blancas; algo en aquel paisaje me resultaba vagamente familiar, aunque seguía sin ser capaz de recordar nada concreto.
Robert bajó a cambiarse. Si le sorprendió que yo hubiese puesto sus cosas y las mías en el mismo camarote, no hizo ningún comentario al respecto. Sin querer pensé que, en la misma situación, Jesse habría aprovechado la ocasión para bromear y hacer que me sonrojase...
“¡¿De qué vas, querida?!”— gritó la voz de mi conciencia— “¿No te parece muy fuerte estar pensando en otro hombre mientras que tu marido se desvive haciendo todo lo posible para ayudarte a que vuelvas a ser tú?”. Mi voz interior tenía razón, debía obligarme a olvidar a Jesse a toda costa, así que ahuyenté su imagen de mi mente, concentrando toda mi atención en preparar el almuerzo.
La nevera y los armarios de la cocina estaban muy bien abastecidos. Hice unos sándwiches y una ensalada mientras Robert instalaba un par de cañas de pescar en la plataforma situada en la parte trasera del barco.
Desde la cocina me quedé observando sus expertos movimientos, hasta que poco a poco me fui fijando en él. Robert era un hombre muy atractivo: el polo amarillo claro y el pantalón corto azul oscuro que llevaba hacían resaltar un cuerpo atlético y bien proporcionado; su piel clara había comenzado a dorarse con el sol y la brisa marina había alborotado su cabello oscuro dándole un aspecto más juvenil. Ojalá pudiese recordar lo que se sentía al estar en sus brazos...
Robert sintió mi mirada y se giró. Me ruboricé. La expresión de mi rostro debió delatar lo que estaba pensando porque me sonrió al mismo tiempo que con una pose exagerada imitaba a los culturistas, lo que me hizo soltar una carcajada.
Comimos disfrutando del entorno e intercambiando banalidades. El sol golpeaba con fuerza y el calor húmedo se pegaba a la piel. Nos dimos un chapuzón rápido en el agua cristalina —a pesar de todo, estábamos a mediados de octubre y la temperatura del Atlántico no se prestaba a excesos—. Después nos tendimos a secarnos al sol en las tumbonas que había en la parte delantera del yate.
—¿Cómo nos conocimos? —pregunté tratando de sonar lo más natural posible.
No sé por qué, me daba vergüenza hablar de nosotros. Quizás por eso, hasta ese momento había evitado cuestiones demasiado personales, concentrando la mayoría de mis preguntas en torno a nuestra vida cotidiana y nuestro pasado antes de conocernos. Tarde o temprano quería que Robert me hablase de nuestra relación, y me pareció que el entorno y el momento se prestaban a dicha conversación.
Mi pregunta debió pillarle por sorpresa pues se incorporó de golpe, se quitó las gafas de sol y se quedo mirándome fijamente con expresión un tanto confusa, como si estuviese tratando de organizar sus ideas mentalmente. Al cabo de unos instantes, sonrió y empezó a explicármelo todo:
—Coincidimos en una de las fiestas que Susan solía organizar en la mansión de sus padres. Susan y yo nos conocemos desde críos porque nuestras familias han sido siempre buenos amigos. Nos presentó para que yo te diese mi opinión profesional sobre la forma jurídica más apropiada para la editorial que estabais pensando en montar. En el fondo creo que fue tan solo una treta de Susan para que nos conociésemos —yo estaba saliendo con una prima suya que no le caía nada bien y tú acababas de romper con un ex compañero de universidad que, según Susan, era un imbécil—. Nos pusimos a hablar y cuando nos dimos cuenta, la fiesta había terminado y la mayoría de los invitados se habían ido.
Robert hizo una pausa para ir a buscar un par de coca colas a la nevera. Después prosiguió con añoranza en la voz:
—Creo que para los dos fue amor a primera vista. Me conquistó la pasión con la que hablabas de cualquier tema: la editorial, tus proyectos, el mundo... como si no temieses desvelar tu alma en cada frase... —Robert se quedó un momento pensativo—. Al mismo tiempo, tenías la sorprendente capacidad de hacerme hablar de mí mismo sin reservas.
Dejó la frase en suspenso. Después dio un trago a su refresco y continuó con un tono mucho más relajado:
—Aquella misma noche rompí con la prima de Susan, y al día siguiente te llamé para invitarte a cenar. Tres meses más tarde empezamos a vivir juntos y un año después nos casamos. —Robert volvió a beber de la lata—. Una vez me confesaste que el día siguiente a la fiesta llamaste a tu padre para decirle que habías conocido al hombre de tu vida.
La expresión de su cara reflejaba cierta satisfacción, como si estuviese orgulloso de la reciprocidad de aquel flechazo.
—¡Caramba! —fue lo único que pude decir mientras que la voz en mi cabeza exclamaba con sorna: “Aparentemente, enamorarte locamente de desconocidos es un rasgo característico de tu personalidad”.
—Conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado —Robert terminó la frase con voz rotunda, al tiempo que su penetrante mirada trataba de encontrar en la mía alguna señal de reconocimiento.
Desgraciadamente, fui incapaz de ofrecerle ninguna señal pues por más que lo intentaba, no conseguía recordar nada de cuanto me contaba. Sin saber qué añadir, los dos nos quedamos en silencio, inmersos en nuestros propios pensamientos. Después Robert fue a comprobar las cañas de pescar y yo bajé a darme una ducha para quitarme el salitre que me hacía sentir pegajosa.
Cuando volví a cubierta, Robert no estaba a la vista. Me senté en la terraza a contemplar el atardecer. El sol se ponía en el horizonte cubriendo el cielo de rojos, amarillos y naranjas; su reflejo sobre el mar en calma era un conjunto de rosa, añil y plateado. Tan sólo se oía la caricia del agua contra el casco y el graznido de alguna que otra gaviota a los lejos. El olor a sal se mezclaba con un ligero aroma a leña quemada que la brisa traía de la costa. La belleza del momento era embriagadora. La voz melancólica de Billie Holiday empezó a sonar de fondo sacándome de mi ensimismamiento. Robert había encendido el equipo de música y estaba descorchando una botella de champán. Sirvió dos copas y me ofreció una:
—Chinchín —dijo levantando ligeramente la suya.
—Por la puesta de sol —suspiré—. Para que su magia me ayude a recordar —añadí con desaliento antes de dar un sorbo y dejar que las burbujas heladas se llevasen consigo la impotencia implícita en mi frase.
—Por que todo vuelva a ser como antes —concluyó Robert.
Después se sentó a mi lado a contemplar como caía la tarde. El sol se había escondido por completo dejando tras de sí una banda de fuego en el horizonte; en lo alto, la luna menguante parecía adornar con una sonrisa de nácar el cielo azul oscuro.
No sé cuánto tiempo permanecimos callados, absorbiendo el espectáculo que la llegada de la noche nos ofrecía. Robert fue el primero en romper el silencio y lo hizo con voz grave:
—He estado dándole vueltas a muchas cosas... tratando de imaginar cuál podía ser la razón por la que te fuiste a Honduras de la forma en que lo hiciste... —Hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras adecuadas— ...Bueno, no sé si tiene algo que ver, pero hace poco más de un mes tuvimos una gran bronca... Llegué del trabajo y habías preparado una cena romántica... Al ver las velas y las flores en la mesa, me hice ilusiones... pensé que ibas a anunciarme que estabas embarazada...
Cabizbajo Robert no dejaba de mirar el juego nervioso de sus manos.
—Pero en realidad lo que querías decirme era que estabas cansada de intentarlo y que querías que considerásemos seriamente la posibilidad de adoptar; había un montón de niños sin familia ni oportunidades de futuro, mientras que nosotros perdíamos el tiempo persiguiendo algo que quizás nunca conseguiríamos.
Robert se puso en pie y llenó de nuevo su copa:
—Aquello me cayó como un jarro de agua helada. —Avergonzado, esquivó mi mirada—. Rechacé completamente la adopción explicándote que nunca podría querer al hijo de otros como al mío propio, y sin ningún tacto sugerí que contemplásemos la alternativa de contratar una madre de alquiler.
Robert dio un trago a su copa y continuó mirando al horizonte:
—Te enfadaste muchísimo... me dijiste que te decepcionaba que no fuese capaz de querer a nuestro hijo, aunque fuese adoptado. El hecho de que además considerase la posibilidad de recurrir a un útero de alquiler, te resultaba muy chocante... Terminamos la conversación a voces, echándonos en cara un montón de cosas sin fundamento, con la única intención de hacernos daño... Nunca nos habíamos peleado así...
Por primera vez desde que empezó a hablar sus ojos buscaron los míos; su expresión reflejaba su profundo arrepentimiento. Yo estaba tratando de digerir todo lo que me estaba contando y de encontrar el vínculo que aquello podría tener con mi viaje. A primera vista no me parecía que los dos acontecimientos estuvieses relacionados.
Robert continuó hablando:
—No sabes cuánto lo siento; si pudiésemos volver a atrás yo... —dejó la frase en el aire y después continuó con tono más neutro—. Al día siguiente nos disculpamos, hicimos las paces y no volvimos a hablar del tema, pero desde ese momento has estado distante y sé que la idea de tener un hijo te sigue obsesionando... así que quizás...
—¡Espera un momento! —Le corté en seco.
De repente comprendí lo que estaba intentando decirme.
—¿Estás sugiriendo que me fui a Honduras a buscar un bebé a escondidas? ¡¿Yo sola?! —exclamé sorprendida.
A Robert pareció pillarle por sorpresa la vehemencia de mi reacción e intentó justificarse:
—Bueno, cuando te fuiste me dijiste que te ibas un par de días a la costa oeste para conocer un autor al que queríais representar. Al no tener noticias empecé a preocuparme, nunca te habías ido sin dar señales de vida. Llamé a Susan, pero ni ella ni tu secretaria estaban al corriente de los motivos de tu viaje; les habías dicho que te ausentabas por razones personales...
Hizo una breve pausa para terminarse su copa.
—Luego apareciste en Tegucigalpa y no recordabas nada... Me preguntaste si tenía alguna idea sobre tus motivos y no se me ocurre ninguna otra razón por la que me habrías ocultado tu viaje... Y además, está lo del dinero en efectivo, y el nombre falso... No sé... Centro América es uno de los lugares donde con buenos contactos y dinero se puede comprar lo que se quiera, incluyendo un bebé... —Robert titubeaba evidentemente incómodo por las implicaciones de lo que estaba sugiriendo.
Me apetecía chillar, gritar que aquello era imposible, que yo jamás habría hecho algo así, pero en lugar de hacerlo respiré hondo y traté de hablar con calma:
—No recuerdo cómo soy o mis convicciones morales, pero no me parece lógico, más bien todo lo contrario, por no decir que ridículo, pensar que por un lado me pareciese chocante la idea de contratar legalmente a una mujer para que se inseminara tu esperma y nos fabricase un bebé, y por otro lado me pareciese de lo más normal comprar un bebé en el mercado negro, utilizando un nombre falso y a espaldas de mi marido.
Hice una pausa para volver a tomar aire:
—¿No te parece que no tiene sentido?
Aunque intenté que mi última frase dejase a un lado el excesivo sarcasmo de mi discurso, no pude evitar que expresase reproche y frustración. Sin esperar su respuesta me levanté, me agarré a la barandilla y dejé vagar la vista por la oscura noche.
“No creo que tu marido se merezca que te enfades con él” —me echó en cara mi voz interior— “Te recuerdo que fuiste tú la que le abandonó para irse a otro país con pasaporte falso y dinero en efectivo. ¡Eso sin mencionar el asesinato y el adulterio! Así que no vengas ahora con esos aires de santa ofendida”.
Lamentablemente, era cierto que, en aquellos momentos y con la información a mi alcance, no podía descartar ninguna posibilidad por absurda que pareciese. Y era muy injusto pagar con Robert la rabia que debía dirigir a mí misma, pues al fin y al cabo, yo era la que había hecho cosas que no parecían tener ni pies ni cabeza. Completamente desmoralizada volví a sentarme junto a Robert. En lugar de disculparme con frases vacías, decidí confiarme a él y hacerle entender lo que me deprimía:
—No consigo recordar cuál fue el motivo de mi viaje, así que tal vez sea cierto lo que dices y no tengo derecho a ofenderme por ello... Me da miedo descubrir que soy el tipo de persona capaz hacer algo tan... tan... —Callé unos segundos tratando, sin éxito, de encontrar el adjetivo adecuado—. Pero supongo que lo que me duele es que aunque te equivoques, el simple hecho de que una idea tan descabellada te parezca factible, no dice nada halagador sobre la opinión que tienes de mí. Si además resulta que tienes razón, menuda esposa te has buscado...
A pesar de que estaba tratando de bromear, se me empañaron los ojos. La voz en mi cabeza gritó con exasperación: “¡Tanto victimismo es patético! ¿Qué te parece si tratas de suicidarte reteniendo la respiración?”
—Cariño, no ha sido mi intención ofenderte. —Robert me cogió la mano y la apretó con fuerza—. Pensándolo bien mi idea no tiene ningún sentido: creo que nunca harías algo así. Ya te dije que pienso que eres una de las personas más honestas que conozco...
Me acarició la mejilla y me giró la cara para que le mirase a los ojos:
—...Muchas veces me pregunto qué has podido ver en mí... No sólo eres la mejor esposa que he podido soñar sino que haces de mí un hombre mejor. Perdóname por decir tantas barbaridades.
Aquellas palabras me hicieron sentir avergonzada por haber pagado con él mi frustración y le respondí manteniendo su mirada.
—No hay nada que perdonar, Robert. Te agradezco todo lo que estás haciendo por mí. Es que no soporto esta sensación de impotencia... —suspiré.
Sin saber qué añadir, callé y apoyé la cabeza en su hombro, dejando que la música de jazz llenase nuestro silencio. De repente Norah Jones empezó a entonar The nearness of you y el corazón me dio un vuelco. Tal y como me pasó en el avión de vuelta a Estados Unidos, una serie de escenas en flash-back fueron sucediéndose en mi mente. Me incorporé bruscamente y cerré los ojos tratando de retener aquellas confusas imágenes: una sala llena de caras familiares, rosas blancas, niños correteando, la expresión satisfecha de mi padre...
—¿Te pasa algo? — Robert preguntó inquieto.
—No, no, no te preocupes —me apresuré a decir—. Esta melodía me trae recuerdos que no logro identificar con claridad. ¿Sabes si esta canción tiene algún significado especial para mí?
El rostro de Robert se iluminó y empezó a hablar atropelladamente:
—Esta fue la canción que abrió el baile de nuestra boda... La elegimos porque fue la que estaba sonando la primera vez que nos besamos... Habíamos ido a cenar a un club de jazz. Empezaron a interpretar la versión de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, y yo te saqué a bailar y entonces nos besamos... Cuando Norah Jones sacó una nueva versión te...
—Chsss... —Hice que se callará poniendo mi índice sobre sus labios.
Sabía que Robert estaba tratando de alimentar mi memoria con tantas imágenes de nuestro pasado relacionadas con esa melodía como le venían a la cabeza, pero yo necesitaba que se callase y me dejase pensar.
Me levanté y subí el volumen. En mi cabeza pude ver la escena con claridad: yo con vestido de cola blanco y Robert en traje gris de tres piezas. Nos estábamos mirando con los ojos llenos de amor. Recordé la manera en la que Robert pronunciaba el “sí quiero” con solemnidad. Las imágenes se fueron desvaneciendo en mi memoria dejándome un gusto dulce en la boca.
Robert se acercó, me cogió de la mano y me invitó a bailar. No me resistí; cerré los ojos, apoyé la cabeza sobre su pecho y me dejé llevar. Al sentir el latido de su corazón, recordé de golpe su olor, el sabor de su boca, el tacto de su piel sobre la mía... La imagen de nuestros cuerpos desnudos y entrelazados hizo que me estremeciese.
Robert se dio cuenta de mi turbación y su corazón se aceleró. Levanté la vista y en su mirada leí sorpresa y anhelo. Con cautela, sus labios se posaron sobre los míos que inmediatamente correspondieron.
Seguimos bailando y nos seguimos besando transportados por la cálida voz de Etta James, que en la radio había empezado a cantar Trust in me. Seguían viniéndome a la mente recuerdos indeterminados de nuestra relación, haciéndome sentir en una realidad paralela, una realidad en la que mi pasado y mi presente ocurrían simultáneamente. Al terminar la canción, Robert se detuvo y con cierta torpeza se sacó del bolsillo del pantalón un anillo compuesto de tres aros de oro entrelazados, cada uno de ellos de distinto color.
—Es nuestro anillo de bodas. Cuando desapareciste lo encontré en el cajón de tu mesita de noche. Desde entonces lo he llevado siempre conmigo... a la espera de que volvieras.
Me quedé paralizada observando con sorpresa aquel anillo y durante una fracción de segundo tuve la sensación de que iba a recordar algo desagradable; pero la sensación se esfumó tan rápido cómo había aparecido. Por primera vez me fijé que Robert también llevaba un anillo idéntico en su mano izquierda. Mi marido continuó hablando al mismo tiempo que con delicadeza me ponía la alianza en el dedo anular de la mano izquierda.
—Pero hasta este momento no me he atrevido a devolvértelo... Temía que interpretases el gesto como una imposición...
Le callé con un beso.
—Sí quiero —me oí decir al mismo tiempo que recordaba con claridad el preciso momento en que, cinco años antes, había pronunciado aquel mismo juramento.
Al principio Robert me miró perplejo, sin entender lo que había querido decir con aquellas dos palabras. Pronto supe que lo había comprendido pues en su cara apareció una amplía sonrisa, al mismo tiempo que sus ojos decían, sin palabras, que me amaba. Nos besamos de nuevo, pero esta vez sin titubeos. Y seguimos bailando abrazados cada vez más desconectados de la música que continuaba sonando de fondo.
Las caricias se fueron sumando a nuestros besos. Robert me susurraba al oído cuánto me había echado de menos, mientras que su cuerpo delataba su deseo. Un torrente de imágenes íntimas nuestras vino a alimentar mi deseo y quise sentir su cuerpo contra el mío.
Bajamos al camarote y nos fuimos desnudando sin prisa, queriendo alargar al máximo aquel momento de reencuentro. Los movimientos de nuestros cuerpos redescubriéndose se hicieron más urgentes y recordé la sensación de tenerle dentro. Sintiendo mi prisa, Robert me penetró, haciéndome sentir más suya con cada embestida calculada y profunda. Nuestras caderas se sincronizaron a la perfección, retomando un ritmo que nunca habían olvidado.
El placer empezó a crecer en mí como una bola de fuego, derritiendo a su paso cualquier reserva. Alcancé el clímax entre gemidos, al mismo tiempo que le clavaba las uñas en la espalda; quería aferrarme a aquella ilusión de plenitud, retenerla, no dejarla escapar.
Las arremetidas de Robert se fueron haciendo más acuciantes hasta que hundió la cabeza en mi cuello, al mismo tiempo que la sucesión de espasmos me indicó que él también había alcanzado el orgasmo.
Nos derrumbamos el uno en los brazos del otro, completamente relajados. La sensación de satisfacción e intimidad hizo que por unos instantes olvidase todo lo demás. Me fui quedando dormida, mecida por el suave vaivén de las olas.
—Eres lo que más quiero en el mundo —oí decir a Robert antes de ser totalmente engullida por el sueño.