Segundo día

 

 

 

 

Desperté temprano, tiritando y con la humedad pegada a los huesos. El profundo cansancio había terminado por ganar la partida haciéndome dormir de un tirón, a pesar de la pesadilla recurrente en la que huía por un pasillo interminable de cadáveres.

Aticé el fuego que casi se había apagado —iba a necesitarlo para hervir el agua antes de limpiarle las heridas a mi compañero de aventuras—. Llené en el río un recipiente de metal que había encontrado en el avión y lo puse a calentar sobre el fuego. Necesitaba comer y beber algo antes de dedicar total atención a mi herido que, a un par de metros de mí, seguía en la misma posición en la que le había dejado la noche anterior. Me serví un vaso de café, que aún estaba templado gracias al termo que había encontrado, cogí una barra de cereales y me senté a la entrada de la cueva a contemplar cómo el sol aparecía sobre las copas de los árboles. El desayuno me sentó de maravilla y sin darme cuenta me encontré disfrutando del amanecer sobre aquel paisaje paradisíaco, hasta que un sentimiento de culpa se apoderó de mí: ¿cómo podía disfrutar de aquel momento en medio del caos y la tragedia en la que me encontraba? Quizás fuese una vía de escape a toda la tensión que llevaba encima.

Dejando de lado aquellos pensamientos inútiles, me acerqué al enfermo. No tenía ni idea de lo que debía hacer para ayudarle; era evidente que no había sido médico o enfermera en mi vida anterior, pero bueno, tampoco había que ser el Dr. House para saber que el hecho de que siguiese respirando era buena señal. Deje que la intuición y el sentido común guiasen mis acciones. Lo mejor que podía hacer era evitar que se infectaran sus heridas y mantenerlo, en la medida de lo posible, hidratado y alimentado. Cogí del botiquín que logré rescatar del avión compresas de alcohol, vendas, esparadrapo, pomada antibiótica y todo lo que creí que podría necesitar.

Su cuerpo estaba tan maltrecho que era difícil decidir por dónde empezar. Así que me puse unos guantes, mojé una toalla con agua hervida y jabón líquido y empecé a lavarle la cara. Desinfecté la brecha de la frente con alcohol, le puse pomada bactericida, le cerré la herida con tiritas mariposa y para terminar la cubrí con gasa y esparadrapo. Le lavé la nariz con un buen chorro de suero fisiológico. El labio inferior no parecía necesitar ninguna cura especial.

Sin darme cuenta, mientras llevaba a cabo aquellas tareas de manera casi mecánica, empecé a hablar en voz alta con mi compañero de infortunio.

“Bueno, querido —dije— puesto que vamos a pasar un tiempo juntos, creo que deberíamos presentarnos. Yo no tengo ni idea de quién soy o cuál es mi nombre así que puedes llamarme Ele como la letra que llevo al cuello. Si no te importa, hasta que nos presentemos formalmente, yo te llamaré Wilson, como el compañero de Tom Hanks en Náufrago; no es que tengas cara de pelota de voleibol, pero es que hasta ahora tu conversación ha dejado bastante que desear”.

Con una tijera le corté la camiseta gris que, a juzgar por el estado de suciedad y el desagradable olor, debía llevar puesta desde hacía una eternidad. Le limpié el cuello, el pecho y los brazos. Le incorporé con cierta dificultad y apoyé su cabeza sobre mi hombro para frotarle también la espalda; en la zona de los riñones tenía un moratón alargado, como si le hubiesen dado un golpe fuerte con una barra metálica o un palo. Después de secarle, le volví a tumbar y me ocupé del hombro. Antes de vendarle la herida, con unas pinzas y grandes chorros de Betadine retiré los restos de suciedad que se habían acumulado en toda la zona, embadurné bien toda el área con la pomada antibiótica y por último, vendé el hombro como pude. Lo mismo hice con sus muñecas.

Comparado con el resto de su ropa, los boxers azules que llevaba estaban relativamente en buen estado, así que decidí ignorar la zona —bastante estaba violando ya su intimidad— y concentrarme en sus piernas. De la misma manera que había hecho con el resto, limpié y vendé el corte del muslo. Cuando terminé, apoyé su cabeza sobre un par de almohadillas y le cubrí el cuerpo con una manta; el frescor de la mañana había dejado paso a un calor pegajoso, pero dentro de la cueva la temperatura era agradable, tirando a fresca.

Aunque seguía teniendo mal aspecto, al menos ahora estaba limpio y sus heridas protegidas. Lo que debía hacer a continuación era tratar de que bebiese algo. Si hubiese estado en un hospital le habrían puesto suero, pero intuía que hospital o no, era necesario tratar de hidratarle y nutrirle de alguna manera. Cogí una jeringuilla del botiquín y la llené con uno de los zumos que había traído del avión. Le eché la cabeza ligeramente hacia atrás y con una mano le abrí la boca haciendo presión sobre las mejillas. Muy lentamente le fui echando gotas de zumo sobre la lengua.

—Vamos Wilson, sé bueno y bébete esto, ya verás como luego te encuentras mucho mejor.

Todavía recordaba con horror como el chico del avión se había puesto a vomitar sangre en cuanto le di algo de beber, y temí que le ocurriera lo mismo a Wilson. Afortunadamente no pasó nada. En total debí darle el equivalente de un par de cucharadas de líquido. Pensé que sería mejor repetir la operación un poco más tarde, en lugar de tentar a la suerte dándole demasiada cantidad de golpe. Miré a mi paciente satisfecha. De momento no podía hacer nada más por él. Así que pensé que lo mejor sería volver al avión para buscar una radio, algo de ropa limpia y quizás algún documento que me dijese algo sobre mí misma.

El calor y la humedad estaba acelerando el proceso de descomposición de los cuerpos. No era un lugar agradable por el que pasearse, así que cuanto menos me demorara, mejor. Empecé a buscar entre los asientos registrando cada bolso, maleta y mochila que se cruzara en mi camino. En un momento encontré media docena de teléfonos apagados; no me servían de nada. Traté de marcar los números de emergencia pero, como era de esperar, no había cobertura. Tampoco tuve éxito buscando fotos mías en pasaportes y billeteras. Seguía igual que ayer: ninguna información nueva que pudiera ayudarme a saber quién era.

Después de revisar un montón de bolsos de mano llenos de cosas sin utilidad para mí, encontré una mochila cuyo contenido me iba a venir muy bien: esterilla y saco de dormir, brújula, cuerda, estuche con lo necesario para hacer fuego, linterna, silbato, prismáticos, fiambrera... Aquel kit de supervivencia inesperado me hizo sentir como un niño en Navidad. Me colgué la mochila a la espalda y seguí revisando algunas de las maletas caídas y abiertas que se encontraban por doquier: cogí productos de aseo, ropa interior y camisetas para mí y para Wilson, un vaquero que parecía de mi talla, un polar de cremallera y una cazadora talla XXL. Fui metiendo todo dentro del amplio macuto del que me había apropiado, obligada por las circunstancias. En estos momentos de nada servía andarse con miramientos. Cualquier cosa que me fuera de utilidad podría salvarme la vida. A aquella pobre gente de nada le servirían ya sus posesiones. En uno de los bolsos de mano encontré amoxicilina 500 en cápsulas que me guardé en el bolsillo. No había visto ningún antibiótico en el botiquín y podía ser que Wilson lo necesitase.

Debía llevar algo más de una hora rebuscando entre las pertenencias de los pasajeros, cuando oí a lo lejos el ruido inconfundible de un motor. Mi primer instinto fue alegrarme y salir al encuentro de mis salvadores, pero inmediatamente recordé la droga y pensé que tal vez no era el equipo de rescate. Con la mochila a la espalda, y tan rápido como pude, salí del avión y me escondí entre la maleza en una colina que permitía ver con cierta amplitud el escenario del accidente; no sólo el del avión sino también el del jeep.

El ruido de los motores se hizo más fuerte y pronto aparecieron en mi campo de visión tres vehículos todo terreno. Era evidente que sus ocupantes, varios hombres vestidos de camuflaje y armados hasta las orejas, no formaban parte de ningún equipo de rescate. La mayoría de ellos eran blancos o mestizos; hasta ahora, dada la densa vegetación tropical que me rodeaba, había deducido que lo más probable era que me encontrase en Sudamérica, África o el sudeste asiático. El aspecto de estos individuos me hacía pensar que lo más probable era que me encontrase en algún país de América central o del sur.

Comportándose con una disciplina casi militar, el grupo se desplegó sobre el terreno. Unos se dirigieron a la carcasa del avión y pronto los perdí de vista. El resto no tardó en encontrar los restos del jeep y su malogrado cargamento. El que parecía estar al mando de las operaciones empezó a dar órdenes —yo estaba demasiado lejos para oírlas y no conseguí identificar en qué hablaban—. Tres hombres robustos recogieron los paquetes desparramados en las cajas, que posteriormente cargaron en uno de los 4x4. Mientras tanto, otros levantaron los restos del conductor y el copiloto y los metieron en el maletero de uno de los vehículos.

Alguien dio una voz para llamar la atención del jefe. Había encontrado el cuerpo del falso prisionero. Sentí como si el corazón se me fuese a salir del pecho. “Por favor, Dios mío, haz que se traguen la farsa”, rogué para mis adentros. “Que no se den cuenta de que no hay herida de bala ni corte en la pierna, ni de que las ataduras de las manos y los pies están menos apretadas de lo que deberían, ni de que los zapatos están demasiado limpios”. ¿Cómo había podido pensar que mi absurdo plan iba a funcionar?

El chico que había encontrado el cuerpo le dio la vuelta con el pie y con un movimiento brusco le arrancó el capuchón. La cara hinchada y ensangrentada del desafortunado pasajero había comenzado a descomponerse; para cualquiera que no lo hubiese conocido muy bien sería casi imposible reconocerle en aquel estado. De manera totalmente inesperada, el jefe se acercó al cadáver, le escupió en la cara y con rabia le metió una bala en la frente. La sorpresa y el estruendo hicieron que todo mi cuerpo se encogiera y quisiera sacudirse a la vez en un espasmo. No sé cómo pero conseguí ahogar el grito que casi escapa de mi garganta.

Los traficantes metieron el cuerpo sin vida del prisionero junto con el de los otros dos, rociaron de gasolina el jeep y lo incendiaron. A continuación, se subieron a los todoterreno y desaparecieron en la espesura de la selva envueltos en el estrepitoso ruido de los motores. Yo me quedé inmóvil, mirando con incredulidad cómo el jeep se consumía bajo las llamas, deseando que todo aquello no fuese más que una pesadilla. No podía moverme, ni reaccionar. Todo esto me superaba.

La violenta explosión del depósito de gasolina me sacó de mi aturdimiento. Gracias a Dios estaba lo bastante lejos del incendio para que la explosión me produjese algo más que un ligero zumbido en los oídos. Me levanté atontada y empecé a caminar lentamente hacia la cueva.Pensé en el pobre chico que había muerto en mis brazos. La única persona con la que había establecido contacto desde que me desperté a esta desastrosa vida. Recordé cómo me había suplicado con la mirada que le ayudase. Yo no sólo había sido incapaz de hacer nada por él, sino que había profanado su cadáver y se lo había echado a los perros. ¿Cómo se lo explicaría a su familia? Era una situación límite. No había tenido otro remedio. Aún así, era difícil no sentirse culpable.

Lágrimas amargas empezaron a rodar por mi rostro y pronto dejé que el llanto se apoderase de mí. Sentí sobre mis hombros el peso de todo lo que había vivido en las últimas horas. Lloré por todos aquellos que habían perdido la vida en el accidente de avión, por la frialdad con la que había actuado hasta ahora y, sobre todo, lloré por no tener recuerdos agradables a los que recurrir, por no poder reconfortarme pensado en la vida que me esperaba si conseguía volver a casa. Cuando ya no me quedaron más lágrimas, me sequé la cara con la manga. Este estallido de pena me había servido para dejar escapar la tensión acumulada. No tenía intención de derrumbarme. Iba a salir de ésta o morir en el intento. Iba a hacer todo lo posible para que Wilson, fuese quien fuese, también saliese de ésta conmigo.

Al entrar en la cueva oí un susurro incomprensible. Aparentemente Wilson había vuelto en sí pero algo andaba mal. Me arrodillé a su lado y me di cuenta de que tenía el rostro cubierto de sudor y estaba aún más pálido que cuando le dejé unas horas atrás. Tenía la frente ardiendo y deliraba repitiendo incesantemente algo que yo no conseguía entender. Llené un vaso de agua y le hice beber unos sorbos. Tenía que conseguir que le bajase la fiebre. Saqué un par de comprimidos de paracetamol del botiquín, los diluí en agua y, con una cuchara, se los hice tragar. Le destapé por completo. Mojé en el río un par de servilletas de tela que había traído del avión: le puse una en la frente y con la otra empecé a frotarle el cuerpo. Repetí la operación unas cuantas veces. Al cabo de una media hora, la fiebre cedió y Wilson se quedó dormido de nuevo.

Le sequé el cuerpo y le revisé las heridas tratando de buscar algún signo de infección que pudiese explicar la fiebre. Nada llamaba la atención, al menos no a una enfermera inexperta como yo. Era evidente que la herida más grave era la del hombro, pero no tenía peor aspecto que cuando se la había limpiado por la mañana. Recordé que había metido en la mochila el tubo de amoxicilina que había encontrado. Era arriesgado darle a alguien una medicina sin saber si era alérgico, pero valoré la situación y pensé que sería aún más arriesgado no frenar una posible infección galopante en medio de la selva. Tal como había hecho con el paracetamol, disolví el antibiótico en agua y se lo hice tragar a mi paciente, confiando en que no tuviese una reacción alérgica. Afortunadamente no ocurrió nada, pues de haber sido así mi conciencia hubiese tenido que añadir el homicidio involuntario a la colección de faltas graves que parecía estar acumulando en las últimas horas, y entre las que el robo y la profanación de cadáveres ocupaban un puesto de honor.

Al cabo de unos minutos, mucho más tranquila, cogí unos cacahuetes, una ensalada de frutas y un refresco de la maleta de provisiones y me fui a comer junto al río. Hacía una tarde calurosa y agradable. Me descalcé y metí los pies en el agua. Estaba bastante fría, pero el calor y la humedad exterior me hicieron agradecer la sensación de frescor. Los rayos del sol atravesaban las gotas que la cascada lanzaba por los aires creando un montón de arco iris. A esta distancia, el ruido del agua escondía el resto de los sonidos del concurrido bosque tropical.

Mi ropa estaba sucia y me sentía pegajosa, así que decidí darme un chapuzón. ¿Por qué no disfrutar de uno de los raros placeres que este lugar ofrecía? Busqué todo lo que iba a necesitar, me quité la ropa y me tiré a la poza. Era un auténtico deleite bañarse en aquellas aguas transparentes. Después de nadar y juguetear un poco, me lavé la cabeza y la ropa que había llevado puesta. Salí del agua y me tumbé a secarme sobre la cálida roca. Al cabo de un rato, el cielo se llenó de nubes negras. Apenas había terminado de vestirme y recoger la ropa que había tendido, cuando empezó a caer un fuerte aguacero. Corrí a refugiarme en la cueva. Wilson seguía sumido en un apacible sueño. Llovió sin parar durante un par de horas, y después el cielo se abrió dejando paso a una noche clara y estrellada. Encendí el fuego sin dificultad; aún me quedaban cerillas, pero ya veríamos como se me daba cuando me tocase usar el pedernal que había encontrado en la mochila del avión.

Una vez más, la llegada de la noche hizo bajar la temperatura. Antes de acostarme me aseguré de que Wilson no tuviese fiebre y de que estuviese bien cubierto por las mantas.

Me quité el vaquero, desenrollé la esterilla y el saco de dormir y me tumbé junto al fuego. Me dormí inmediatamente. Soñé que el avión en que viajaba se caía y que al mirar a mi alrededor descubría con espanto que todos los pasajeros estaban muertos, incluso antes del impacto. Me desperté de golpe con el corazón encogido. Respiré hondo para tranquilizarme. Con un palo aticé el fuego que había empezado a apagarse y añadí unas cuantas ramas para alimentarlo. La luz de las llamas me permitió descubrir que Wilson, medio despierto, medio dormido, tiritaba violentamente.

Le toqué la frente y no parecía tener fiebre. Desde que le limpié por la mañana no le había vestido, así que sólo llevaba puestos los boxers azules. Traté de ponerle alguna de las prendas que traje del avión; a pesar de estar semiinconsciente cada leve movimiento le hacía retorcerse de dolor. Manipularle cuando estaba inconsciente había sido relativamente fácil, pero hacerlo ahora, mientras sentía que le hacía sufrir con cada gesto, era todo un reto. Al cabo de un par de intentos me rendí; tenía que hacerle entrar en calor de alguna otra manera. Puse agua a hervir y preparé té. Intenté que Wilson bebiese un poco con la esperanza de que la infusión caliente ayudase a subir su temperatura. Apenas conseguí que tragase unos sorbos, los temblores que se habían apoderado de su cuerpo hacían la tarea casi imposible.

Estaba quedándome sin recursos. Wilson seguía tiritando y los labios se le estaban amoratando. Desesperada, abrí la cremallera del saco en el que yo había dormido y lo extendí junto a Wilson. Giré su cuerpo y lo moví hasta situarlo en el centro del saco. Me tumbé junto a él y, con todo el cuidado que pude para evitar hacerle daño, cerré la cremallera dejándonos a los dos dentro. Me abracé a su cuerpo tratando de transmitirle todo el calor del mío. Los violentos temblores se fueron haciendo más suaves y pronto dejó de tiritar. Su respiración se hizo más lenta y poco a poco volvió a quedarse dormido.

Yo también empecé a relajarme. No me atreví a salir del saco hasta estar segura de que lo peor había pasado. Tenía mi brazo y pierna izquierdos alrededor de su cuerpo. La posición era incómoda y se me estaba durmiendo el brazo así que, muy despacio y haciendo el mínimo número de movimientos posibles en aquel reducido espacio, giré sobre mí misma dándole la espalda a mi compañero. Traté de dejar mi mente en blanco y descansar, pero los acontecimientos del día asaltaron mis pensamientos. Si los traficantes volvían no les sería difícil encontrarnos. Aunque en un principio mi disparatado plan parecía haber dado resultado, no podía estar segura de que no se fuesen a dar cuenta de que el cuerpo que se habían llevado no era el del prisionero torturado. Y en ese caso no tardarían en volver, lo que quería decir encontrar y eliminar a Wilson y a quien le había ayudado, es decir, a mí...

Lo peor era que no había nada que yo pudiese hacer en esos momentos, a parte de confiar en que el equipo de rescate llegase cuanto antes. Si no fuese por el posible regreso de los traficantes, lo lógico sería quedarse donde estaba, cerca del avión, y esperar a que me encontrasen —lo que sucedería tarde o temprano—. No obstante, la amenaza que pesaba sobre nuestras cabezas aconsejaba alejarse lo más posible, y cuanto antes, de aquel lugar. Imaginar que iba a ser capaz de orientarme en aquel laberinto de árboles y lianas, superar los obstáculos naturales, esquivar los peligros y llegar a la civilización a través de la selva era muy optimista; pensar que iba a poder hacerlo cargando con un herido semiinconsciente de semejante tamaño era totalmente absurdo —ni Bear Grylls sería capaz de tal hazaña, y nada de lo que había visto de mis habilidades de supervivencia me permitía pensar que Bear y yo teníamos algo en común—.

El movimiento brusco de Wilson a mi espalda me sacó de mis pensamientos. Mi compañero de infortunio se dio media vuelta y se aferró a mí cómo a una tabla salvavidas. Traté de liberarme de su abrazo, pero sin despertarle no iba a ser posible. Me quedé inmóvil y de repente me sentí a salvo. Por un instante fui consciente de lo vulnerable y sola que me había sentido desde que desperté en medio de aquel terrible accidente; el hecho de que me sintiese tan segura entre los brazos de aquel maltrecho desconocido era la prueba evidente de lo desesperado de mi situación. Pero fuera cual fuese lo extraño de aquel sentimiento, quería aferrarme a él, creérmelo mientras pudiera.

Sin darme cuenta, mientras me dejaba llevar por la quimera de la seguridad, fui despertando al contacto del cuerpo Wilson contra el mío. Pegada a él en aquel espacio estrecho, y de manera involuntaria, dejé de pensar en él como en el superviviente asexuado al que debía ayudar como fuese. La suavidad de su piel, su cuerpo musculoso y su cálida respiración en mi nuca me estremecieron; un cosquilleo en la entrepierna disipó cualquier duda que hubiese podido existir sobre mi inclinación sexual. Totalmente relajada y tranquila fui dejándome arrastrar por el cansancio. Dormí profundamente sin que me molestara ninguna pesadilla.