Ocho meses después
Los días que siguieron el accidente de avión podían haber sido los peores de mi vida. Perdida en medio de la selva, sola y asustada, habiendo olvidado mi pasado y sabiendo que mi futuro era incierto, traté de aferrarme al breve lapso de tiempo que recordaba convencida de que eso me permitiría seguir luchando, desenterrar mi pasado y retomar mi vida.
Los meses después de dejar a Robert fueron aún peores. Recuperé la memoria y, sin embargo, de nuevo volví a sentirme completamente perdida y sola, esta vez atrapada en el infierno de los recuerdos, un infierno desde el que era imposible vislumbrar el futuro. Durante semanas me acosté cada noche rogándole al cielo que me devolviera la amnesia, que el pasado se desvaneciera en mi memoria hasta dejar de existir; durante semanas me desperté cada mañana con la esperanza de que todo hubiese sido un mal sueño...
Poco a poco he ido aceptando que el pasado no se desvanece por ignorarlo. Por suerte, también he descubierto que con el tiempo todas las heridas, por muy dolorosas y profundas que sean, se convierten en simples cicatrices, marcas en la piel que no duelen pero que nos recuerdan lo vivido, de donde venimos.
Hoy, ocho meses más tarde, ya no me duele el pasado. Puedo volver a mirar atrás. Mis cicatrices, como mis errores y mis aciertos, han hecho de mí la que soy...
Aquella tarde de otoño al salir del que fue mi hogar con Robert, me fui directamente al aeropuerto y cogí el primer vuelo a Madrid: quería alejarme lo más posible de la vida que abandonaba, poner tierra de por medio, huir y refugiarme en algún sitio donde pudiese estar sola. Solo envié un email a Susan diciéndole que me separaba y que me iba a España para pensar.
Durante muchos días estuve encerrada en el piso donde había vivido mi padre hasta su muerte, tratando de huir de los recuerdos. Al principio, estuve sumida en un estado catatónico del que solo salía de vez en cuando para bajar a comer algo. El resto del tiempo me alimentaba de café y biscotes. Todavía estaba muy débil físicamente y esa dieta no ayudó a acelerar la recuperación. Me daba igual. No me sentía con fuerza moral para afrontar la realidad y me pasaba los días acostada.
Una llamada telefónica me sacó de mi letargo haciéndome caer aún más en la depresión y el abatimiento. Llevaba algo más de una semana en Madrid cuando sonó el teléfono. Dejé que saltase el contestador porque no tenía ganas de hablar con nadie.
—Eli, soy Robert— la voz suave de mi marido llenó la habitación e hizo que el corazón me diese un vuelco. —Susan me ha dicho donde estás. Comprendo que necesites tiempo para pensar. Siento muchísimo la manera en que derraparon las cosas el último día. Dame la oportunidad de explicarme e intentar que me perdones. Por favor, Elisa, no te rindas o al menos déjame que luche por lo nuestro. ¿Recuerdas lo que juramos? En lo bueno y en lo malo, hasta que la muerte nos separe... Para mí nada ha cambiado. Te quiero.
Robert colgó y yo me quedé aún más hundida. Sus palabras me obligaron a mirar de frente todo lo que había perdido, lo que no volvería a ser.
“...Robert es igual que su padre: siempre con prisa, siempre queriendo más, incapaz de distinguir lo superfluo de lo que importa, de comprender que el fin casi nunca justifica los medios, y que en el largo viaje de la vida, lo que importa no es llegar al destino, sino el camino que recorremos hasta conseguirlo. Yo fui la conciencia y la perspectiva para Daniel, su escala de valores, lo mismo que tú lo eres para Robert”.
Con amargura recordé las palabras de mi suegra aquel fin de semana en Charleston. A diferencia de ella, yo no había sido capaz de ser la conciencia y la perspectiva de mi marido... Desde el fondo del abismo en el que me encontraba, me pareció que había sido yo la que no había dado la talla: le había fallado a Robert, a su madre y a mí misma.
Había permitido que Robert quemase el manuscrito de Consuelo Zambrano, y con ello había consentido que su última voluntad nunca llegase a realizarse. En mi locura autodestructiva empecé a sentirme responsable no solo del asesinato de Carmen, sino también lo que le había ocurrido a Rocío y Marina. Si hubiese mirado la verdad de frente y actuado en consecuencia, si hubiese insistido para que Robert cambiase de trabajo tal vez se hubiese evitado su desgracia... Si no hubiese elegido la vía más fácil, vendarme los ojos, quizás mi matrimonio seguiría existiendo...
Durante los días que siguieron me fui ahogando cada vez más en un mar de culpabilidad y remordimiento. Pasaba el tiempo haciendo conjeturas sobre lo que podía haber hecho y no hice, lo que podía haber evitado y no evité.
Hasta que un día mi voz interior se reveló y me obligó a reaccionar: “Chica, aburres a los muertos. Además de ser una melodramática quejumbrosa, eres una egocéntrica del copón de la baraja: ¿así que tú eres la culpable de toda la miseria del universo, verdad? ¡¡¡Joder, pues córtate las venas de una puta vez o reacciona!!!! ¿Por qué te odias a ti misma por no haberte dado cuenta de lo que era tu marido en lugar de odiarle a él por haber sido un cerdo sin escrúpulos? ¡Basta ya de lamentarte por lo que no hiciste! ¿No te das cuenta de que con ello no vas a conseguir nada? Concéntrate en lo que has aprendido y piensa en lo que puedes hacer a partir de ahora”.
No sé si fueron aquellas duras palabras o que había llegado el momento, pero lo cierto es que a partir de ese día mi visión y actitud hacia la vida empezaron a cambiar radicalmente. A los pocos días tomé tres decisiones que puse en práctica de inmediato.
La primera fue dejar de huir: seguir escondiendo la cabeza debajo del ala no iba a mejorar mi situación. Volví a Manhattan y me instalé en el pequeño apartamento que tenía frente a las Naciones Unidas.
La segunda decisión fue pedir el divorcio: poco importaba que Robert hubiese dejado de ser la persona con la que me casé, o que hubiese sido yo la que había tardado en descubrir su verdadera naturaleza, lo cierto era que ya no le amaba. Le despreciaba y no quería seguir teniendo nada con él.
Los trámites fueron mucho más fáciles de lo que había previsto. Robert aceptó todas mis condiciones sin protestar e incluso me cedió el dúplex que habíamos compartido. Todo se hizo a través de nuestros abogados, así que no volvimos a vernos y Robert tampoco intentó ponerse en contacto conmigo de nuevo.
Debo reconocer que aunque no me lo esperaba, su actitud no me sorprendió del todo. Era coherente con la manera en la que siempre había sido conmigo. Como me dijo la última vez que nos vimos, él nunca me había fallado como marido, compañero o amigo; quizá su actitud actual probaba que por fin se había dado cuenta de que me había fallado como persona.
Cada vez pienso menos en nosotros y la rabia que sentía al principio se ha ido apagando poco a poco. Con el tiempo espero poder mirar atrás y recordar únicamente los buenos momentos que también existieron, pero que todavía parecen desproporcionadamente pequeños.
La tercera decisión fue dejar de sentirme culpable por lo que le pasó a Carmen y las demás. Por mucho que me costase tenía que aceptar que, aunque hubiese descubierto la verdad sobre Robert después de leer el manuscrito, no habría podido hacer nada por ellas. Tal vez el asesinato de Carmen Prado estuviese directamente relacionado con la información que le di a Robert; nunca lo sabría. Para expiar mis culpas lo que podía hacer era tratar de aportar mi granito de arena en la lucha contra la trata de personas.
Empecé por dedicarle todo el tiempo que me sobraba, ahora que había abandonado por completo la ilustración y que me había desligado totalmente del día a día de la editorial. Quería entender en profundidad lo que es el tráfico de personas, un problema extremadamente complejo y cuya solución sólo podrá ser la consecuencia de una iniciativa global y conjunta.
Durante semanas me pasé el día devorando todo lo que podía encontrar sobre el tema: libros, informes oficiales, documentales, coloquios...
Hace cuatro meses, en un evento benéfico de la UNICEF conocí a Alba Benedetti, presidenta de una organización sin fines de lucro cuyo propósito es la prevención y la ayuda a las víctimas del tráfico humano. Congeniamos desde el primer momento. Al terminar el evento nos fuimos a tomar un café y después a cenar. Hablamos durante horas. Además de su visión y entusiasmo, me maravilló el trabajo de fondo que estaba llevando a cabo su organización y los resultados concretos que había conseguido hasta el momento.
—Admiro vuestro tesón y el de la gente que colabora con vosotros. Es increíble que no os rindáis nunca —reconocí mientras esperábamos la cuenta.
—No te creas, muchas veces la magnitud de la tarea y la escasez de recursos te dan ganas de tirar la toalla. En esos momentos, son precisamente los resultados cuantificables de los que te he hablado los que te ayudan a sobreponerte y seguir luchando —me explicó Alba con pasión.
Y de repente, mientras la escuchaba, comprendí que aquella era la causa a la que quería dedicar mi vida. Para empezar, antes de que se acabase la velada, le extendí un cheque sustancioso; me pareció justo dedicar parte del dinero que había sacado por la venta del dúplex a ayudar a Alba a llevar a cabo su misión.
Al día siguiente la llamé para ofrecerme como voluntaria en su organización. Alba aceptó mi solicitud encantada. Y cuando dos meses después me ofreció un puesto de responsabilidad, acepté sin dudar. Paso mis días organizando eventos para captar fondos, creando campañas de concienciación en torno al problema del tráfico, fomentado la colaboración con organizaciones sobre el terreno, creando partenariados... Entro temprano y no tengo hora de salida. Estoy dedicada en cuerpo y alma a esta organización y a su misión.
Me encanta lo que hago y la sensación de estar colaborando en una buena causa ha vuelto a dar sentido a mi vida. Y poco a poco, voy sintiéndome en paz conmigo misma.